lunes, 27 de julio de 2015

El templete del parque






—¡Buenos tardes, queridas niñas, buenas tardes, queridos niños! Mi nombre es Esmeralda y os voy a contar un cuento. Érase que se era...

Así me presentaba cada tarde el verano que trabajé como cuentacuentos en la ciudad natal de mi padre. Cuando me ofrecieron el trabajo, estuve a punto de rechazarlo. No era lo que tenía pensado al finalizar mis estudios en la Escuela de Arte Dramático; pero hacía más de dos años que había malvivido con trabajos temporales de apenas un mes o dos y, esta vez, la concejalía de cultura me había ofrecido un contrato de seis meses con la posibilidad de prorrogarlo.

Me preparé a conciencia. Pasé quince días, antes de empezar, en Madrid enterrada en las librerías infantiles buscando los cuentos que me sirviesen para mi nueva tarea. No fue nada fácil. Lo ignoraba todo sobre los niños y, aunque los dependientes me intentaban ayudar con su experiencia y sabiduría, la mayoría de las veces era la intuición mi única guía. No sé cuántos libros de cuentos y de adivinanzas, discos de vinilo con canciones infantiles de otras épocas, pinturas de colores, cartulinas... compré. Mi más preciada adquisición fue un libro de cuentos tradicionales ilustrado por Arthur Rackham. Era un libro precioso que encontré en una librería de viejo detrás de la calle del Nuncio y del que me enamoré nada más verlo. Mis ojos quedaron prendados ante una ilustración en la que Alicia se defendía de una lluvia de naipes: quede extasiada por la expresividad que emanaba su rostro asustado. Aún lo conservo como mi tesoro más valioso esperando el momento en el que mi hija se deleite con él.

Con este cargamento de fantasía, me presentaba ante los niños dispuesta a desplegar todas mis dotes como actriz. Al principio, me vestía de negro, con la cara maquillada de blanco cual un mimo, o me disfrazaba de ninfa y representaba los cuentos como si de una obra de teatro se tratase, exagerando los ademanes para dar más dramatismo a las historias que narraba. Mas enseguida me di cuenta de que, a los niños, los cautivaba con la sencillez. Así que aparecía ataviada con un vestido blanco, largo y vaporoso, tocada la cabeza con una pamela de paja y me sentaba en el suelo del templete de hierro forjado, que todavía hoy se encuentra en el parque, dispuesta a contar las historias más fabulosas. Los niños, aburridos y fatigados después de un día de playa, se acercaban con la cara pintada de curiosidad y acababan sentados a mi alrededor para escucharme en silencio. Nunca he tenido un público tan agradecido, que pusiera en escucharme tanta atención; mas, tampoco he tenido ante mí un auditorio tan exigente, incapaz de perdonar un error o un contrasentido.

No llevaba una semana de contadora de cuentos cuando me fijé en un joven que se sentaba cada tarde en el banco que había junto al templete. En un principio, creí que se trataba del padre de alguno de los niños, pero me di cuenta enseguida de que venía solo. Cada día, llegaba a eso de las siete de la tarde y permanecía en el banco sin hacer otra cosa que mirar hacia nosotros, hasta el momento en que el Sol iniciaba su descenso para esconderse en el mar, cuando emprendía su vuelta. Me inquietaba su presencia: ¡Se oyen tantas historias sobre hombres que muestran perversas intenciones hacia los niños...! Mientras leía las fábulas que encandilaban a mis pequeños oyentes, lo miraba por el rabillo del ojo para sorprenderle a poco que iniciase un movimiento sospechoso; mas, por más que miraba, sólo logré verle, de cuando en cuando, dejar escapar algún suspiro.

Mi curiosidad crecía más y más cada día. Le pregunté a Manolo, que me vendía helados en un puesto que tenía en el parque, y me contó como el verano anterior acudía todas las tardes al mismo banco para escuchar el cuarteto de cuerda que tocaba en el mismo templete donde yo contaba los cuentos. Cuando finalizaba la velada, se acercaba a los músicos y, tras ayudarlos a recoger los instrumentos, se marchaba acompañado de la violonchelista. Aquéllo sólo logró aumentar mi interés por el joven del banco. Azuzada por la curiosidad y animada por la osadía, buscaba la manera de conocerlo para que me sacara del pozo de dudas que las mil y una historias inventadas por mí no lograban despejar.

Fue una tormenta de verano la que vino en mi ayuda. Una fuerte lluvia se presentó de improviso irrumpiendo en medio de La Bella Durmiente. Mis niños se levantaron presurosos, cual bandada de mariposas que emprende el vuelo, y corrieron hacia sus padres, que les apremiaban para marcharse a casa. Yo intentaba recoger todas las cosas que formaban mi equipo de cuentacuentos mientras el viento, jugando con la lluvia, se llevaba consigo la ristra de globos que habíamos hinchado aquella tarde. Cuando más agobiada estaba metiendo las cartulinas en un cartapacio, se me acercó el joven desconocido. Al tenerlo tan cerca, pude apreciar las miles de arrugas que rodeaban unos bellos ojos azules. Dijo venir a ayudarme; que tenía el coche aparcado cerca del parque; que estaría encantado de acercarme donde le dijera. Por unas décimas de segundo dudé: no iba a subir en el coche de un extraño. Mas me dejé convencer por su dulce mirada.

De camino a casa, se interesó por mi oficio de cuentacuentos. Me preguntó por mis estudios de arte dramático, por los papeles que había representado, las obras en las que me hubiera gustado participar, los personajes que me enamoraban. Yo, emocionada por tener un oyente tan atento, le hablaba y hablaba de Titania, la reina de las hadas que parecía que Shakespeare había creado para hacerme soñar. Ensimismada en mis ilusiones, olvidé preguntarle el motivo de sus visitas al banco del parque. Cuando llegamos a la esquina en la que se encuentra el bloque de apartamentos en donde vivo, se despidió de mí estrechándome la mano al tiempo que me dedicaba una sonrisa, de esas que iluminaban todo su rostro y que acabarían siendo tan familiares para mí. Debo decir que aún no sé si fue esa sonrisa o la melancolía que me inspiraba su mirada lo que me hechizó, mas, lo cierto es que, desde entonces, empezó a visitar mis sueños en la noche.

A partir de esa tarde, cada día esperaba hasta el fin de mi actuación y, después, me acompañaba a casa. Siempre ocurría igual: me ayudaba a recoger toda la parafernalia de mi oficio, me llevaba en su coche y, al llegar a casa, me despedía con un apretón de manos y una radiante sonrisa. En aquellos viajes, descubrí que, además de buen oyente, Sergio, pues éste era su nombre, tenía una amena conversación, capaz de cautivarme con su palabra. Me contó que trabajaba como arquitecto en un estudio que tenía con sus tres hermanas. Su sueño, porque también tenía un sueño, era construir, algún día, una casa que había diseñado cuando aún era un estudiante.

Yo, en esos viajes, recordaba a la violonchelista que, según me había contado Manolo el heladero, también era acompañada por Sergio al finalizar la velada musical y sufría cuando me preguntaba a mí misma si yo no era sino una mujer más con las que satisfacer algún extraño capricho. Y, pese a no haberme dado ninguna prueba especial de afecto, un sentimiento muy parecido a los celos empezaban a cosquillear mi corazón.

Semanas después de nuestro primer encuentro, me invitó a cenar en un pequeño restaurante próximo al parque. Me dijo que estaba cansado de tomar solo la última comida del día. Durante la cena, lo encontré más triste que otras veces. Estaba silencioso y apenas probaba la deliciosa crema de verdura que nos sirvieron de primer plato. Para animarle la velada, me atreví a preguntarle por su costumbre de sentarse en el parque todas las tardes hasta la caída del Sol. Permaneció callado unos minutos que me parecieron horas. Y cuando, arrepentida de mi curiosidad, iba a cambiar de tema, empezó a hablarme de Nuria, su esposa.

Nuria era la violonchelista a la que iba a escuchar al parque cada tarde a la salida del trabajo. Se conocían desde niños pues sus madres eran ya amigas del colegio; amistad que continuó después de contraer matrimonio. A los catorce años, Nuria fue enviada a estudiar interna a un colegio inglés. A su regreso, cuando finalizó el bachillerato, Sergio y ella no se encontraron; él había partido a Madrid para emprender la carrera de arquitectura. No se volvieron a ver hasta años después, en la fiesta de cumpleaños de María, la hermana mayor del joven arquitecto. Estuvieron toda la noche sin alejarse el uno del otro ni un instante, hablando como si hubiesen pasado la vida entera compartiendo penas y alegrías. Al día siguiente, quedaron para comer y no se separaron durante días y días; seis meses después, se casaron en la ermita de la Virgen de las Nieves, a las afueras de la ciudad. Sergio fue muy dichoso en los tres años que duró su matrimonio. Mas su felicidad se vio truncada por un ictus, que se llevó consigo a Nuria con tan sólo veintiocho años.

Se me rompió el corazón al oírle hablar de su esposa. Nuria, decía, era una mujer bondadosa que regalaba dicha a quien se le acercaba. La belleza de su albo rostro no era sino un pálido reflejo de la de su alma. Sus manos, casi transparente, volaban cual palomas al acompañar a su voz al hablar. Cuando Sergio llegaba del trabajo, lo recibía con una sonrisa en los labios; y siempre tenía, para cada persona, aquella palabra que le llegaba al corazón. Mientras le oía hablar con tanta ternura, en mi pecho pugnaban por imponerse la pena por el dolor del joven viudo y el pesar por no ser yo la destinataria de su amor.

Pocos días después, fui yo la que le invité a cenar. Recuerdo que estuve toda la mañana cocinando exquisiteces con el teléfono pegado en la oreja mientras mi madre me dirigía desde el otro lado de la línea. Después de aquella noche, las cenas se convirtieron en costumbre, no sé si buscando mi compañía  o compartiendo su soledad. Unas veces nos refugiábamos en restaurantes poco concurridos por encontrarse en lugares recónditos y otras era yo la que preparaba una comida rápida en mi casa. Eran veladas que se prolongaban hasta altas horas de la noche entre conversaciones en las que nos contábamos las vivencias del día. Sergio no me volvió a hablar de Nuria; mas había veces en las que, por un instante, su mirada se perdía en el infinito y yo sabía que el recuerdo de su esposa venía a perturbarnos.

Nos casamos en primavera. Nuestra boda fue una sencilla ceremonia en una pequeña iglesia, a la que sólo acudieron nuestras respectivas familias. Si mi historia hubiese sido uno de los cuentos que ofrecía a los niños, la boda sería el final feliz al que seguía el aplauso de mi público. Mas no fue así.

Hicimos del apartamento en el que vivía Sergio nuestro hogar, si bien nuestra idea era comprar un terreno donde construir una casa. Aunque pueda parecer extraño, yo, ilusionada por estar con Sergio, apenas había estado en la que iba a ser mi casa más que un par de veces antes de casarme. Tal vez por ello no me percaté hasta que no entré en ella como señora de la casa de la presencia de Nuria en cada uno de sus rincones. No se crean que hablo de fotografías o de objetos que hubieran pertenecido a la primera esposa de mi ya marido, cual si se tratase de una película de cine negro de los años cuarenta. No; todo era más sutil. Se trataba de detalles que delataban una mano femenina: unas velas dentro de un búcaro de cristal, unas toallas rematadas con una puntilla de encaje, un cuenco de porcelana repleto de pétalos de rosas disecadas, una cómoda isabelina... No sé, es posible que fuesen figuraciones mías; pero cada vez que mi mirada tropezaba con ellos, no podía dejar de pensar que tales objetos traían a la memoria de Sergio la pérdida de una mujer de la que yo no podría nunca compensar.

Pese a que Sergio me había dicho que la casa era tan mía como suya, no me atrevía a tocar nada sin antes pedirle permiso. Durante días estuve dándole mil y una vueltas a la manera de abordarlo. Temía ofenderlo o, tal vez, avivar el recuerdo de la mujer con la que me estaba empezando a obsesionar. Cuando, al fin, vencí mis miedos y le propuse retirar los muebles y objetos en los que yo veía la presencia de Nuria, mi marido me ayudó a embalar los objetos de pequeño tamaño para dejarlos olvidados en el trastero. Más me convenció para que conservásemos los muebles hasta que tuviéramos la casa que iba a construir para mí. 

Ver aquella decoración tan ajena a mí me llenaba de zozobra y, a veces, era incapaz de reprimir mi mal humor y acusarle de deslealtad por no querer deshacerse de las cosas de otra mujer. Durante horas discutíamos hasta que, con sus caricias y promesas de amor, conseguía calmarme. Pese a que tales discusiones no sucedían muy a menudo, las traía a mi memoria muchas mañanas cuando me quedaba sola y deambulaba por la casa rodeada de unos muebles que parecían querer vigilarme.

He de decir que, pese a mi convicción de que Nuria no se había ido de la vida de mi marido, Sergio no la nombraba, si no lo hacía yo antes. Tal vez fuese aquel silencio el que espoleaba mi desconfianza; tal vez no fuese sino el miedo a no estar a la altura de lo que, creía, esperaba él de mí: el miedo a ser comparada con una mujer cuya sombra crecía y crecía ante mí. 

Mientras tanto, seguía acudiendo al parque después de que me renovaran el contrato de cuentacuentos. Iba en el autobús desde casa y allí me encontraba con Sergio que, a la salida del trabajo, se dirigía a su banco junto al templete y no me prestaba menos atención que los niños que iban a escuchar mis historias. No había día que no me sorprendiese con algún sencillo presente: una flor recogida por el camino, un poema recortado de alguna revista... Imposible no recordar un día en el que no se mostrase tierno; que no acariciase mis oídos con sus palabras plenas de amor. Al llegar la noche, el calor de sus besos caldeaba mi corazón que, durante el día, vagaba triste bajo la sombra de Nuria.

Una mañana que me entretuve mirando en los altillos de los armarios, me encontré una gran caja que, hasta entonces, no había visto. No pude reprimir la curiosidad. La deposité en el suelo y, sentada en la alfombra, fui sacando una a una las que fueran pertenencias de Nuria: una pulsera de abalorios de colores, un fular fucsia, una cajita de música... Entre todos los objetos, llamó mi atención un álbum de fotos. Lo abrí con cuidado cual si fuese Pandora ante la caja que traería el mal a mi casa. Y allí estaba ella. Aparecía en todas las fotos con una radiante sonrisa con la que quería seducir al que la miraba desde el otro lado de la cámara. Me pareció aún más bella que la mujer por mí imaginada. Un cabello rojizo enmarcaba un rostro de mirada desafiante. Por lo que se podía intuir viendo las fotografías, se trataba de una mujer de elevada estatura, muy distinta de mí, que no llego al metro sesenta. Sus formas perfectamente proporcionadas hacían que los trajes que lucían no pareciesen sino una segunda piel. Mas no fue su belleza la que me rompió el corazón. Fue la felicidad que irradiaba el rostro de Sergio a su lado y que yo no creía haberle visto nunca.

Anduve todo el día sin darme cuenta de lo que hacía, con la mente saturada de tristes pensamientos. No podía quitarme de la cabeza la imagen de felicidad que emanaba Sergio en todas las fotografías, convencida de que conmigo no sentía tanta dicha. ¡Y yo le quería tanto...! Mentiría si dijera que se mostraba frío conmigo o que le enfadara mi modo de ser o de comportarme; pero, en más de una ocasión le había sorprendido con la mirada perdida en lontananza y yo no hacía sino preguntarme si, en tales momentos, era presa de la añoranza o sólo se trataba de cansancio tras un día de duro trabajo, como él insistía en asegurarme. En tales ocasiones, no podía evitar envolverme en el silencio durante horas y horas, sin responder a sus intentos por contentarme.

Aquella tarde, no me sentí con fuerzas para acudir al parque. Tras pasar todo el día defendiéndome de la presencia de Nuria, el dolor habíase convertido en unas fuertes tenazas que oprimían mi corazón. Al terminar de comer, me senté en la mesa de la cocina y estuve contemplando las fotografías una y mil veces, descubriendo en cada ocasión un detalle más que añadir a la larga lista de los que ya aguijoneaban mi corazón. Absorta en mi pena, perdí la noción del tiempo. El timbre del teléfono se oía en la lejanía, mas su sonido no llegaba a mi cerebro, que construía para mí cientos de historias sobre Nuria y Sergio. De nada servía mi intento por avivar los recuerdos de los momentos dichosos vividos con mi marido; era incapaz de evocar su dulzura conmigo, la devoción con la que me contemplaba cuando yo le contaba los cuentos o la ilusión al contarme los progresos en la construcción de nuestra casa; huían, pese a querer retenerlos, las reminiscencias de nuestras noches de pasión. 

La luz de la tarde se estaba retirando para dar paso a las sombras de la noche cuando el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta de casa me sacó de la semiinconsciencia en la que me encontraba: el agotamiento me había conducido a ese lugar impreciso entre el sueño y la vigilia. Mi marido me llamaba desde el hall con la angustia cosida a su voz. Se asustó al encontrarse la casa a oscuras, me dijo más tarde, después de esperarme durante horas en el parque sin que yo respondiese a sus llamadas para explicarle las razones de mi ausencia. Cuando entró en la cocina y dio el interruptor de la luz, desperté de mi sueño delirante. Vi el miedo pintado en su rostro, el temblor que recorría su cuerpo. También vi reflejada en el cristal de la ventana la imagen de una mujer a la que tardé en reconocer. Con el pelo revuelto, la cara surcada de las manchas que formaron las lágrimas al secarse, los ojos semicerrados, aquella mujer no era sino un espectro de mí misma. Miré a mi alrededor y mis ojos tropezaron con una cocina revuelta. Los platos sucios de la comida se amontonaban en la encimera y el suelo lucía con salpicaduras de salsa de tomate.

-¡Esmeralda! -La exclamación de Sergio me volvió a la realidad. Recordé las fotografías y me eché a llorar. 

No sé el tiempo que transcurrió hasta que pudimos entendernos. Nos quitábamos la palabra el uno al otro sin llegar a comprender lo que decíamos. Abrazada a mi marido y abandonada al llanto, me costó hacerle saber cómo los celos se estaban apoderando de mi vida; el espanto que me causaba no ser capaz de hacerme querer por él. Mientras yo hablaba, Sergio intentaba contarme su miedo a que me hubiese ocurrido alguna cosa grave: a quien ha sufrido una gran pérdida, decía, no le abandona nunca el temor a ser de nuevo abatido por la desgracia. Repetía una y otra vez cómo había estado aguardando en el banco, vacilando entre el temor a no volverme a ver y la esperanza de contemplarme mientras cruzaba la calle que me llevaba al templete del parque. La angustia iba apoderándose de él según pasaba el tiempo y las incertidumbres se disfrazaban de certezas conforme el Sol emprendía su marcha hacia el horizonte.

Cuando al fin nos pudimos entender, Sergio se dejó caer en una de las sillas. Su rostro expresaba todo el estupor que le causaban mis palabras. Pese a las veces que se lo había insinuado, jamás se le había pasado por la imaginación que yo pudiera estar compitiendo con su primera esposa por ganarme su amor; que la casa en la que vivíamos se pudiera volver para mí en una prisión. Él, me dijo, hacía tiempo había dejado atrás sus años de matrimonio con Nuria, a la que, sí, había amado, pero de la que no guardaba en su corazón sino un sentimiento de agradecimiento por la dicha compartida. 

Terminamos la noche jurándonos amor entre besos con gusto a sal por las lágrimas derramadas. Y al asomarse los rayos del Sol por la ventana de nuestro dormitorio, yo había recuperado la paz y la felicidad que me había robado Nuria.

Al día siguiente, empezamos a buscar un apartamento de alquiler para mudarnos a él en tanto nos terminaban nuestra casa. Sergio quería vender con todos sus muebles y objetos de decoración el que hasta entonces había sido nuestro hogar. Cuando nos trasladamos, no llevábamos con nosotros más que la ropa, los libros y aquellas cosas que habíamos adquirido juntos. Atrás quedaron el fantasma de Nuria que tanto me atormentaba, mis celos y el temor a no merecer el amor de Sergio.

Hace años que estamos casados; hace años que vivimos en la casa construida por Sergio. Nuestra hija Perla corretea por el jardín y, al caer la tarde, me busca para oír el cuento con el que alimento su infantil imaginación. Disfruto del amor de mi marido que, con los años, se ha tornado en sereno manantial en el que apago mi sed de pasión. Soy feliz. Pero, hay momentos...

Hay momentos en los que me siento atrapada por la duda, que da paso a la angustia. Son momentos en los que Sergio se sienta a mi lado mas su espíritu vaga muy lejos de mí. Entonces regreso al parque donde un día fui cuentacuentos, me siento en el suelo del templete y me pregunto si no estará mi marido evocando el fantasma de Nuria. Durante horas, me dejo atenazar por la tristeza. Siento la figura de la primera esposa de Sergio junto a mí, más y más grande según pasa el tiempo. El tiempo, que no ha marchitado su esplendorosa belleza. Su rostro me muestra una sonrisa de triunfo con la que parece querer burlarse de mi dolor; y yo me deshago en llanto, hasta que viene Sergio a buscarme. Le recibo con una lluvia de reproches que se atropellan al salir de mis labios. Él, me toma las manos, me abraza, me colma de besos y, entre susurros, me jura que en su corazón no hay lugar para otra mujer que no sea yo. Y es que yo le quiero tanto...

  











jueves, 23 de julio de 2015

Amor no correspondido








La caída de la noche había refrescado el ambiente del cálido agosto. Las luces de las farolas iluminaban el jardín mientras la luna contemplaba su rostro en el estanque de los nenúfares. Los asistentes a la fiesta se deslizaban por la pista improvisada junto a los pinos al ritmo de "Blank Space" de Tylor Swift: ellas, engalanadas con alegres colores y luciendo sus brillantes alhajas, semejaban sirenas; ellos parecían príncipes con sus trajes de etiqueta.

Atraída por la música, Amanda salió a la terraza. Llevaba un taje de noche rosa que apenas disimulaba sus formas regordetas. Permaneció junto a la balaustrada, desde donde se divisaba la pista de baile. En el centro de la misma vio a su hermano Ricky, que le estaba susurrando al oído a una joven a saber qué palabras. Amanda no pudo evitar fruncir el ceño al recordar que ella no estaba invitada a la fiesta. Bajó la vista y, al pie de la escalera, lo vio. No podía ser: llevaba todo el día rehuyéndole, mas él no se daba por vencido. Una farola iluminaba su elegante figura. Esbelto, con su esmoquin negro que hacía resaltar su blanca pechera, no le quitaba la vista de encima. Ella le dirigió una mirada cargada de enfado que hizo retroceder a Rodolfo unos pasos hasta quedar fuera del círculo de luz. Aprovechó la oscuridad para subir el primer escalón y aproximarse más a su adorada Amanda. Ella rechazó el acercamiento agitando la mano hacia delante, pero él no quiso percatarse del impertinente gesto y subió otros dos escalones. Amanda no podía tolerar que la contrariaran. Con los labios aún más fruncidos que su ceño le mostró su disgusto. Cual si una mayor repulsa fuese para Rodolfo el mayor de los acicates, salvó la pequeña distancia que le separaba de ella y, haciendo caso omiso de sus enfurecidas protestas, posó su noble cabeza en el hombro de su amada.

Los gritos de Amanda llamaron la atención de su madre.

—Amanda, ¿qué haces que no estás en la cama?

La niña se puso el chupete y alzó los brazos para que la cogiese. Su madre se la puso a la cadera y depositó un tierno beso en su pelo negro antes de dirigirse a la puerta acristalada del salón, mientras, Rodolfo, el fiel labrador, las seguía hasta el dormitorio de la pequeña Amanda moviendo la cola de gozo.



miércoles, 22 de julio de 2015

Una furtiva lágrima



I
Hacía poco menos de dos años que un expediente de regulación de empleo en la editorial en la que había trabajado durante diez años me había dejado en la calle. Por entonces, estaba a punto de agotarse la prestación de desempleo y no veía muchas posibilidades de encontrar un nuevo trabajo. Mi currrículo se encontraba en la mesa de todos los editores y agentes literarios que conocía de mi etapa como editor de adquisición, aunque no tenía muchas esperanzas de que me hicieran caso. Ya os podéis imaginar, por tanto, el estado de depresión próximo a la desesperación al que estaba llegando. Pasar la mañana ante la pantalla del ordenador y rastrear las escasas ofertas que se ajustaban a mi perfil profesional se había convertido en un trabajo casi tan duro como el de quienes empiezan el día hacinados en el metro o en el autobús camino del lugar donde se ganan el pan.

Delante del ordenador estaba cuando me telefoneó Tomás Muro con un posible empleo para mí. Era éste un antiguo compañero de nuestra etapa de estudiantes en la facultad de filología hispánica. Tenía una pequeña agencia literaria y había coincidido conmigo alguna que otra vez durante mis años como editor. No quiso darme muchos detalles por teléfono; sólo me dijo que tenía un trabajo que, tal vez, me podría interesar; un trabajo muy distinto, afirmó, del que desempeñaba en la editorial; diferente a cuantos se ofertaban en la prensa y en los portales de internet. No me importa confesar que las palabras de Tomás me intrigaron, pese a que en el fondo presintiera que no escondían ningún misterio. ¿Qué misterios podía ocultar un hombre tan gris como mi antiguo compañero de estudios? Aun así debo admitir que acudí al restaurante en el que me citó para comer con algo más que la expectativa de un trabajo convencional. Pero las más peregrinas especulaciones que mi mente pudo imaginar no se acercaban ni de lejos a lo que me esperaría en los meses siguientes.

Antes de que nos trajesen la comida, Tomás puso sobre la mesa un abultado sobre color manila con el membrete de su agencia. Lo tomé en mis manos y extraje su contenido. Como, imaginé, se trataba de una novela. Su título: "Una furtiva lágrima", el mismo que la célebre romanza de Donizetti. Guiado por mis antiguos hábitos como editor, leí el primer párrafo del texto antes de dejarme influir por el resumen del argumento que acompañaba la novela. Siempre me he preciado de tener buen olfato: he descubierto alguna que otra perla y desechado más de una basura con este primer vistazo. Y he de decir que el libro que tenía entre mis manos no tenía mala pinta.

—Supongo que querrás que lo lea y te haga un informe.

—No, no. Lo que quiero es que te hagas pasar por el autor.

Tuvo que darme muchas explicaciones hasta que comprendí lo que quería de mí. 

—La novela es buena, muy buena —me dijo Tomás—, pero el autor no quiere que se sepa que la ha escrito él. 

Me explicó que estaban buscando una persona que hiciera las veces del autor a todos los efectos; que diera su nombre y estuviera dispuesta a entrar en la vorágine de la promoción con todo lo que eso suponía: viajes, entrevistas en los medios, etc. Sí, porque Tomás no tenía la menor duda de que la novela sería un éxito. Había pensado en mí porque conocía el medio y no me iba a asustar si se desbordaba la situación. Nadie sino él, el escritor y yo conoceríamos la verdad. Y yo ni siquiera tendría acceso a la identidad del novelista. 

—¿Entonces no vas a decirme quién es el autor? —insistí cuando terminó de hablar.

—No quiere que ni siquiera tú lo sepas. Lo siento, pero en este punto, ha sido tajante. Si se llega a filtrar algo, él abandonará el proyecto, llevándose consigo la oportunidad de publicar la novela. Y eso sería un desastre, te lo digo yo.

—¿No será un delincuente? —pregunté medio en broma, medio alarmado.

—¡No! —contestó entre risas, como si oyera un chiste del que sólo él conociera su significado.

—Igual eres tú mismo el autor.

—Te aseguro que si yo hubiese escrito esa novela, no querría que otro se llevara la gloria. No te digo que no haya estado tentado de asumir yo mismo el trabajo pero no creo que tuviera la calma suficiente para afrontar lo que nos vendrá después.

—¿Tan seguro estás de que gustará? Lo más probable es que no sea más que una de las muchas novelas publicadas que sólo leen los amigos y la madre del autor.

—Créeme. Será un éxito rotundo.


Algo aturdido por lo insólito de la oferta, me sumergí aquella misma tarde en la historia que se escondían entre las casi trescientas páginas que me entregó Tomás. La novela especulaba sobre la autoría de la romanza del compositor de Bérgamo. En el inicio del libro se contaba cómo un musicólogo francés había encontrado un documento que demostraba que la compositora de la bella canción era una joven de la misma ciudad de Donizetti. Tras esta introducción, la novela retrocedía a la época de esplendor del bel canto. Todos los aficionados a la ópera saben bien que el empresario del Teatro della Canobbiana de Milán, Alessandro Lanari, encargó a Donizetti una ópera, dándole un plazo de dos semanas para que la concluyera. En la novela el compositor, angustiado por lo apremiante del encargo, se apropia de la romanza compuesta por Ofelia Minniani, amante del autor de tantas óperas. El personaje de Ofelia, creado por el novelista que se quería ocultar tras mi nombre, me fascinó desde la primera línea en que apareció. Lo describía como una mujer joven, de largos cabellos cobrizos y los rasgos elegantes de las damas florentinas que pintara Ghirlandaio; una joven con una educación exquisita capaz de componer una canción como “Una furtiva lágrima”, la más lograda de Donizetti, si me permiten mi opinión. 

A lo largo de la novela, se recrean los sentimientos de la joven Ofelia desde que se enamora de un Donizetti de veintiocho años hasta que descubre su traición. Sin caer en sentimentalismos fáciles, pero con un lirismo delicado que me fue envolviendo a medida que iba leyendo: la timidez del inicio, cuando se prenda del músico pero lo ve como un ser inalcanzable, la dicha cuando el amor es correspondido, el dolor del abandono y el desgarro de la traición. No paré hasta terminarla al mediodía de la mañana siguiente, hechizado por la historia y las arias de "El elixir del amor", que me acompañaron al tiempo que avanzaba en la lectura. Al finalizarla, la sorpresa del desenlace. El autor regresa a nuestra época para mostrarnos que tan fascinante mujer no existió nunca sino en la imaginación del musicólogo que decía tener las pruebas del plagio. Y, al llegar a la última palabra, supe que Tomás tenía razón: la novela sería un éxito seguro.

Con sentimientos encontrados por considerar que me estaba apropiando de una perla preciosa que no era mía y el prurito de todo editor de ver en el mercado una obra a la que se augura un brillante futuro, acepté la oferta. En pocos meses me vi inmerso en un carrusel de popularidad del que no podía bajarme ni siquiera un instante. Me requerían para entrevistas en la radio, la televisión, la prensa escrita y la digital; mi fotografía aparecía en los lugares más insólitos; tenía que luchar contra el asedio de los responsables de programas de telerrealidad que me hacían las ofertas más extravagantes. No encontraba sosiego ni en los trenes y aviones que tomaba rumbo a ciudades en las que me aguardaban miles de admiradores haciendo colas en los grandes almacenes a la espera de mi firma en uno de los ejemplares del libro.

No tenía ni un minuto que perder en inútiles reflexiones; mas, al llegar la noche, me asaltaban pensamientos que me causaban gran desazón. Pese al contrato laboral que avalaba mi actuación, sentía que me estaba adueñando de unos laureles que le correspondían a otro, cual ladrón que se apropia de un tesoro. Mi sentido ético se rebelaba contra aquella fama postiza. Me preguntaba por el escritor al que estaba suplantando. ¿Quién era aquel novelista que se escondía mientras su obra ascendía al Olimpo de la mano de un desconocido?, ¿cómo se sentiría al ver que su obra era elogiada por entendidos y profanos?, aunque hubiese sido idea suya, ¿no albergaría en su corazón algún tipo de resentimiento contra mí? Inútil fue preguntarle a Tomás: su negativa a responder a mis preguntas era rotunda y no le sacaba más palabras que las que me dijera el primer día. La única novedad que logré arrancarle un día que bajó la guardia fue que el autor no era autor, sino autora: se trataba de una mujer joven.

Me empecé a obsesionar con la joven escritora. Mi deseo de saber quién era, de conocerla, me mantenía despierto hasta bien entrada la madrugada fabulando sobre su apariencia, su vida; cuando mi imaginación se desbordaba, creía entreverla junto a mí acabando con la solitaria existencia que arrastraba desde hacía años. En mi mente, se confundían la mujer tejida por los sueños y la Ofelia de la novela: mujeres de delicada sensibilidad y llenas de ternura; de exquisita belleza y capaces de enamorar a cuantos se acercaban a ellas. Gasté lo que no tenía en un detective privado que, tras seguir a Tomás durante un mes, sólo pudo proporcionarme un listado de los escritores que éste representaba. Ninguno de ellos podía ser mi Ofelia.

Fue un cruce de miradas fugaz, advertido de forma casual, el que me llevó a ella. Había estado comiendo con Tomás en el mismo restaurante de nuestra primera cita para hablar de una entrevista relacionada con la novela. Cuando nos dirigíamos hacia la salida, me quedé rezagado después de que la manga de mi abrigo quedara enganchada en el respaldo de una silla. Cuando alcancé a mi amigo, vi, sin que él lo advirtiera, cómo cruzaba una mirada con una joven sentada junto a la ventana. Apenas llegó a un segundo, pero bastó ese parpadeo y el gesto de asentimiento con el que la joven le respondió para que mi mente se pusiese a trabajar. Seguro que era ella, me dije.

De cabellos  cobrizos  y con los rasgos elegantes de las damas florentinas que pintara Ghirlandaio, la joven no tendría sino unos pocos años más de la treintena. Su rostro era un óvalo casi perfecto de tinte nacarado sobre el que caían a los lados unos rizos que habían escapado de su peinado. Su mirada, que apenas vi un instante, desbordaba dulzura. El blanco de su cuello contrastaba con las cuentas de coral de su gargantilla. Huelga decir que quedé prendado de ella nada más verla. 

No quise que Tomás se diera cuenta de mi descubrimiento. Me despedí de él apresuradamente pretextando una urgencia inexistente. Y, en medio del frío de aquella tarde de febrero, aguardé su salida del restaurante vigilando desde el otro lado de la calle. No me atreví a abordarla cuando la vi en el umbral de la puerta; mas la seguí a distancia sin que ella se percatase de mi presencia. Tuve suerte porque no subió a ningún vehículo sino que siguió caminando por la acera hasta que entró en el portal de un edificio de la misma avenida. Tras unos minutos de vacilación, me introduje en el vestíbulo. El portero de la finca debió de confundirme con algún vecino porque no se interpuso en mi camino cuando me dirigí a los buzones. Ignoro lo que esperaba encontrar entre los nombres de los habitantes de aquel edificio, pero, en cuanto lo vi, supe que la había encontrado. En la etiqueta de uno de los casilleros pude leer su nombre: Ofelia Giménez.

Subí al piso en el que vivía y me detuve ante el apartamento que indicaba el buzón. Vacilé unos instantes antes de pulsar el timbre y, unos segundos después, ella misma me abrió la puerta. No puedo decir cuál era la reacción que esperaba de la joven, pero, desde luego, no la que mostró. Su rostro expresaba angustia, temor. Intenté tranquilizarla. Me presenté por si no me había reconocido, pero ni aun así no logré de ella más que sonidos inarticulados. Los pocos minutos que estuve en el umbral de su casa quedó clara mi torpeza y, sin conseguir que recuperara algo de sosiego, me marché casi más asustado que ella.

Anduve durante horas por las calles de la ciudad sin ser consciente del paso del tiempo. Mi pensamiento daba una y mil vueltas intentando encontrar una explicación a lo ocurrido, mas ninguna razón que me daba lograba satisfacerme. ¿Qué había sucedido?, ¿por qué mi sola presencia había desencadenado aquel desmesurado terror?, ¿qué podía temer de mí después de saber quién era?, ¿qué se ocultaba tras una joven tan bella y con tanto talento para que viviera, sospechaba, apartada del mundo?, ¿tendría que haberme quedado junto a ella hasta que se tranquilizase o el solo hecho de permanecer junto a ella no habría servido sino para agravar su estado? Especialmente esta última pregunta aguijoneaba mi corazón con remordimientos e inquietudes.


II
Era ya noche cerrada cuando subí los diez tramos de escaleras que me llevaban a la buhardilla en la que vivía. Apenas se veía: se trataba de un edificio centenario que sólo tenía una bombilla mugrienta en el descansillo de cada piso. No es, pues, de extrañar que me sobresaltara cuando, al llegar a la puerta de mi casa, una enorme figura me saliera al paso. En la penumbra del pasillo no vi al que creí mi atacante, que tal me pareció pese a no haberse más que acercado a mí, sin tocarme siquiera. Mas sus bruscos movimientos en la oscuridad unidos a la tensión que traía lograron asustarme y no me permitieron reconocer a Tomás. Tampoco el enfado que traía mi amigo contribuyó a que nos entendiéramos y no fue hasta que no di con el interruptor de la luz y se iluminó el descansillo cuando nos vimos las caras y pudimos reconocernos.

Al entrar en la buhardilla, Tomás empezó a increparme. Tal vez fuera la sorpresa por verlo realmente enfadado por primera vez en los casi veinte años que hacía que nos conocíamos, tal vez no fuese más que el nerviosismo que venía acumulando desde hacía horas. No lo sé. Lo cierto es que me costó un buen rato comprender lo que me estaba diciendo; sus reproches por haber quebrado su confianza y no respetar los deseos de Ofelia. No me escuchó cuando le quise explicar que no quería hacerle ningún daño.

—Después de todo —le dije —. ¿qué pensaba que iba a hacerle yo? Estáis haciendo una montaña de un grano de arena. Vale que yo no he respetado vuestro trato, pero vosotros me estáis ofendiendo. Tampoco he ido a robar ni nada parecido.

Cuando logramos calmarnos, nos sentamos en la mesa de la cocina y fue entonces cuando me contó la vida de la misteriosa novelista.

Ofelia era prima de la mujer de Tomás. Había nacido en una familia numerosa de siete hijos cuando ya nadie la esperaba. A su llegada al mundo, el más pequeño de sus hermanos paseaba sus doce años por el patio del colegio mientras que el mayor vivía con ilusión la salida de la universidad. Sus padres, que disfrutaron jóvenes de la paternidad, se veían de pronto con un bebé a las puertas de la vejez. Todo el mundo que conocía a la familia pensó que Ofelia iba a ser una niña mimada y consentida; pero nada más lejos de lo que ocurrió. El infortunio quiso que, desde sus primeros meses de vida, estuviera a la vista de todos sus diferencias con sus brillantes hermanos. Anduvo meses más tarde de lo que lo hicieron ellos y dijo sus primeras palabras cuando ya hacía tiempo que había cumplido el primer año de vida. Sus padres la comparaban con sus hermanos mayores olvidando que cada niño crece a un ritmo diferente. La tomaban las manos y pronunciaban en alta voz las palabras separando mucho las sílabas para que las repitiera o la cogían por los bracitos para que diera uno, dos o tres pasos. Presos por el temor de que la niña sufriera algún defecto que ocasionara el retraso en su desarrollo, le transmitían a Ofelia la angustia que a ellos embargaba. A los tres años, cuando ya habían olvidado la torpeza de sus primeros pasos, el afán de sus padres por que hablara correctamente hizo que empezase a tartamudear. Su madre se sentaba con ella y le hacía repetir una y otra vez las palabras con la esperanza de que, así, desapareciera su hablar vacilante. Mas lo único que lograba era que el miedo se apoderase de la pequeña Ofelia y las palabras se atropellaran en su garganta antes de salir.

Tal vez si no hubiesen prestado tanta atención, se habría ido desvaneciendo poco a poco aquel balbuceo al hablar, pero sus padres y hermanos le llamaban la atención de continuo sobre sus dificultades para pronunciar las palabras. La entrada en el colegio empeoraron las cosas. En sus años escolares, más de un niño se burló de su tartamudeo y Ofelia, sensible en demasía a las críticas y a las mofas, temía el momento en que debía hablar, por lo que se iba volviendo con los años más y más retraída. Rehuía a la gente, desconfiando de las intenciones de niñas y niños que se acercaban a ella en busca de amistad. Su refugio, en aquel tiempo, fue el estudio y sus calificaciones dejaban atrás las del resto de la clase.

Sólo mostraba su carácter alegre y juguetón cuando estaba con sus primos. Sentía adoración por su prima Rosario, la que luego sería esposa de Tomás. Era de su misma edad y con ella compartió juegos en su infancia; confidencias en su juventud. Sus tíos la llevaban en vacaciones a la playa y con ellos pasaba los veranos olvidando la angustia vivida en los meses de invierno. Su conversación se hacía fluida en aquellos meses pues el miedo a tropezar en alguna palabra casi desaparecía por completo.

Acabó el colegio con unas calificaciones más que brillantes y al año siguiente entró en la facultad de Derecho. En la universidad apenas se relacionaba con uno o dos compañeros, por lo que pronto fue tenida por distante y engreída. Aquella fama, lejos de molestarla, la complacía pues la protegía de lo que ella llamaba "el problema". Y, así, pudo finalizar sus estudios sin sufrir los grandes contratiempos que la causaban tanta inquietud.

Desde hacía varios años, vivía sola en el apartamento en que la encontré aquella tarde. Trabajaba desde casa para Tomas leyendo los manuscritos de escritores noveles que llegaban a su agencia. Las tardes en las que el tiempo era benévolo daba largos paseos por el campo y cuando amenazaba lluvia, solía entrar en algún cine con una amiga que conservaba de la universidad y disfrutaba de las películas que se estrenaban con más retraso que en la capital. Los domingos Rosario la invitaba a comer y pasaba con ella toda la tarde. A Ofelia le costó aceptar la compañía de Tomás, después de tantos años de recelar de la gente. Fue Rosario la que, con paciencia, consiguió que confiara en él y fue él el que la animó a escribir cuando descubrió los relatos que escribía por las noches. Porque a Ofelia, a la que le costaba tanto pronunciarlas, le encantaba jugar con las palabras. En el papel decía lo que sus labios callaban.

Cuando Tomás terminó de hablar, permanecimos unos minutos en silencio, cada uno recogido en sus pensamientos. Sin saber muy bien qué decirnos, tomábamos sorbos de cerveza mientras asimilábamos los acontecimientos del día. Después, Tomás cogió el abrigo y el paraguas del perchero, abrió la puerta de la entrada y se marchó sin tan siquiera despedirse.

III
Las semanas siguientes, no conseguí quitarme a Ofelia del pensamiento. Tal vez pueda parecer que me dejaba llevar por un romanticismo trasnochado, pero lo cierto es que me sentía más y más hechizado por su imagen. Volvía una y otra vez a las páginas de "Una furtiva lágrima" buscando en sus palabras la esencia del espíritu de la joven escritora. Creía atisbar en las escenas que elegía sus sentimientos; los párrafos que leía al azar cobraban otro significado. O, tal vez, aquello no fuese más que fruto de mi alocada fantasía.

Durante aquellas semanas, buscaba sin encontrar la manera de acercarme a Ofelia. Una idea fija se había instalado en mi inteligencia: no alcanzaría la felicidad hasta que no fuese yo el que llevase la dicha a Ofelia. Asistía distraído a los actos que organizaba Tomás para promocionar la novela y, cuando me quedaba solo, me perdía por las callejuelas de la ciudad y espiaba a las mujeres que caminaban por las aceras con la esperanza de encontrar su rostro entre tantos rostros desconocidos. A falta de su fotografía, cubrí las paredes de láminas con reproducciones de las pinturas de Ghirlandaio. Recuerdo una de ellas con "El retrato de Giovanna Tornabuoni" cuya serenidad me hacía presentir la serenidad de Ofelia si el destino se preciaba en unirnos.

Un día llegó a mi correo electrónico las preguntas de una entrevista en forma de cuestionario de una revista literaria. La mayoría de las cuestiones versaban sobre el proceso de creación de la novela. Al principio pensé improvisar las respuestas, pero luego se me ocurrió que ésta podría ser la oportunidad que estaba buscando para ponerme en contacto con Ofelia. Para no forzar la situación, le pedí a Tomás el correo electrónico de la joven, que me facilitó después de prometerle que no intentaría volver a verla. A mi primer correo con la novelista le di un carácter casi formal: Presentía que, si quería ganarme su confianza, no debía tomarme muchas familiariedades. Me disculpé por mi intromisión el día que la seguí asegurándole que mi desafortunado comportamiento no era sino fruto de mi admiración por ella y por su obra. Después le hablé de mí. Es curioso cómo el hecho de estar ante la pantalla del ordenador sin ver al destinatario de tus palabras alienta las confidencias. Sin darme apenas cuenta de ello, volqué sobre el teclado sentimientos que ni siquiera sabía que albergaba mi corazón. Sólo en el último párrafo mencioné la entrevista y le pedí que me diera las respuestas a las preguntas del formulario y así poder responder como a ella le complaciera.

La contestación a mi correo electrónico se demoró varias semanas. En mi impaciencia había estado a punto de escribirla de nuevo en distintas ocasiones; mas presentía que si me precipitaba, ella se negaría a tener ninguna relación conmigo. Vi con complacencia que me hacía preguntas sobre la promoción. Quería que le contase lo que decía la gente acerca de su novela: los personajes, la historia, lo que más gustaba y lo que causaba desagrado. Aquellas preguntas eran la puerta que dejaba entreabierta para que la siguiese escribiendo: el inicio de una correspondencia que se prolongó durante casi un año.

Al principio, no le hablaba más que sobre asuntos relacionados con la novela. Le enviaba los correos que me llegaban de los lectores y la animaba a contestar ella misma. Le contaba mis viajes, los lugares a los que me llevaba su maravillosa novela, la gente que conocía en el camino y lo que me decían de la historia de la otra Ofelia. Ella, poco a poco, me fue contando más cosas de sí misma. Frente a la imagen que me había dibujado Tomás, Ofelia no era una joven desdichada. En ella brotaba la alegría de vivir y sabía disfrutar de muchas más cosas que la mayoría de las personas que conozco. Una flor, la sonrisa de un niño, un buen libro... podían despertar su contento. Tampoco era verdad, como creía mi amigo, que viviera completamente aislada del mundo. En el barrio en el que vivía era conocida y querida por mucha gente. Ella no hablaba mucho, pero le gustaba escuchar a los demás y, aunque no tuviera muchos amigos, disfrutaba a menudo de la compañía de sus vecinos.

Con el transcurso de los meses, la correspondencia que manteníamos se hizo más y más frecuente. Dejé de confundir a la Ofelia de la ficción con la real, que se iba haciendo más y más presente en mi corazón. Allí donde fuera, la llevaba conmigo. Si me ocurría alguna cosa buena, no vivía hasta que no me sentaba delante del ordenador y la compartía con ella. Los lugares que visitaba no cobraban belleza hasta que no encontraba las palabras para hacérselos ver y la música que oía no era sino ruído hasta que no le enviaba un enlace para que mi Ofelia la pudiera escuchar.

Pero, con el tiempo, esta relación virtual me supo a poco. En mi mente se aposentó una idea fija: tenía que verla, estar con ella. No me atrevía a proponérselo por temor a asustarla, pero tampoco quería implicar a Tomás otra vez. Un día, leí en el periódico que se iba a estrenar la ópera “El elixir del amor”. Compré dos entradas e introduje una de ellas en un sobre con una nota en la que le decía que la esperaba a las diez de la noche en la puerta del teatro. No sabía si acudiría o me dejaría solo aguardando. Me lo estaba jugando todo en una noche y, nada más poner el sobre en el buzón, me arrepentí de mi osadía.

Llegué con veinte minutos de adelanto. Era una noche de mediados de julio. Las estrellas en el firmamento competían con la luz que irradiaban las elegantes mujeres que ascendían por la escalinata de mármol. Los rasos, las sedas y las gasas revoloteaban como alas de mariposas. Las familias recorrían el paseo de abedules aprovechando el frescor de la noche y algunas se detenían para contemplar a la gente que entraba en el teatro. Mi impaciencia y el temor de que Ofelia no acudiese me llevaba a dirigir mi mirada del reloj del campanario a la esfera de mi reloj de pulsera. Y, cuando ya menudeaban los asistentes al espectáculo y creía que mi amada no acudiría, la vi bajarse de un taxi. Una joven de cabellos cobrizos recogido en un moño y del que se escapaban dos mechones rebeldes. Iba vestida de blanco con un elegante traje de noche, que dejaba a la vista de todos su serena belleza renacentista, la misma que pintara Ghirlandaio.

Me acerqué a ella con el corazón palpitante. Una tímida sonrisa asomaba a sus labios cuando la tomé las manos y deposité un leve beso en su mejilla. Y, cuando mis ojos se posaban en los suyos, vi cómo se deslizaba por su bello rostro una furtiva lágrima.



jueves, 16 de julio de 2015

Una mañana de domingo






Una mañana de domingo, poco antes del mediodía, él sale de su casa. Bajo el brazo izquierdo, asoma un libro con las tapas verdes y el lomo negro: "Veinte poemas de amor y una canción desesperada". En la mano derecha, hace bailar un paraguas que lleva por si le sorprende la lluvia. Sus pasos se dirigen a la Plaza de Gregorio Marañón. Cuando llega, se detiene en el kiosco de la esquina, donde Juanjo lo aguarda con el periódico y una bolsa de caramelos. El kiosquero lo entretiene, comentando las noticias del día: el resultado del partido Madrid-Barça, el último caso de corrupción, la visita de Angelina Jolie a un campo de refugiados en Yemen... A unos metros, una joven ofrece flores a los viandantes. Su sonrisa hace que asome la belleza a sus enormes ojos verdes. Un rayo de sol se enreda en su cabello. Él también le dirige una sonrisa tras comprarle dos camelias rojas. Prosigue su camino por la Castellana. Una nube surca perezosa el cielo, ocultando el sol; el viento arremolina las hojas secas de los árboles que, momentos antes, dormían en el suelo. Él las contempla gozoso, mientras juegan a perseguirse hasta llegar a la Glorieta de Emilio Castelar. Allí las deja mientras insisten en su carrera y, luego, él tuerce por Martínez Campos. Apresura el paso, feliz por llegar a su destino: El Museo Sorolla. 

Se sienta en el banco del jardín. Mira la hora en su reloj de pulsera: las doce y veinte. Sonríe. Ha llegado temprano. Deja sobre el banco las camelias, el periódico; abre el libro y se dispone a esperar a su amada. De cuando en cuando, interrumpe su lectura para pasear la mirada entre la gente que entra y sale por la puerta del museo: Una mujer con un sombrero de paja, un señor con aspecto de extranjero, dos adolescentes que se beben con la mirada... Dirige otro vistazo al reloj y, luego, otro; más y más impaciente, como si no creyese lo que le anuncian las agujas: la una menos cuarto, la una, la una y veinte. 

Sin que se percate de ello, una joven le está observando con atención desde la ventana de una de las salas del museo. Su rostro refleja una enorme tristeza, muy diferente de la alegría esperanzada que expresa el semblante de él. Ella también mira el reloj; también se muestra impaciente. A veces parece que va a abandonar aquel lugar junto a la ventana. Rebusca en su gran bolso, mira hacia la puerta que conduce a la entrada. El autorretrato del pintor le dirige una mirada entre interrogativa y severa, como apremiándola a actuar. Ella duda y vuelve sus bellos ojos hacia el jardín, donde lo ve esperando. Un suspiro se escapa de su pecho y el vaho que sale de sus labios empaña el cristal de la ventana.

Ella se llama Clara. Él, Pablo.

Clara hace tres días que llegó a Madrid. Mas, hasta ayer, no reunió el valor suficiente para llamarlo. Y, cuando al fin consiguió decidirse, las fuerzas emprendieron la huída hasta abandonarla. Ahora no se siente capaz de decírselo. Pablo la espera en el banco de azulejos del Museo Sorolla, donde ella lo había citado. Clara lo contempla, presintiendo su alegría; la alegría que anticipa el reencuentro. Y sufre al pensar en el dolor que le causará lo que tiene que contarle.

El móvil suena varias veces. Clara se sobresalta. Conoce el tono. La segunda Gymnopedie le anuncia que es él quien llama. Aun así, mira en la pantalla y se cerciora de que el nombre que figura en ella es el de Pablo. La melodía de Erik Satie resuena por toda la sala, que va quedándose vacía de turistas. Clara deja que se desvanezca la llamada. Más y más inquieta, más y más angustiada, su mirada queda prendida en una niña, apenas un bebé, que va dormida en su silita. Pablo insiste varias veces sin que Clara pulse la tecla de escucha. Un joven ataviado con pantalón militar y camiseta negra la mira con extrañeza al ver que sostiene el móvil en la mano y no responde la llamada. Ella le devuelve la mirada y una débil sonrisa asoma a sus labios, como si fuese una disculpa.

A las dos de la tarde, lo ve levantarse del banco; lo ve recoger el libro, el periódico; lo ve partir cabizbajo, abatido. Clara deja escapar otro suspiro, no sabe si de alivio o de decepción. Guarda el móvil en el bolso y extrae de él un espejito. Se contempla sin verse. No se ha atrevido a acercarse a él para decirle que lo deja por un antiguo amor que encontró en su  viaje.

lunes, 13 de julio de 2015

Cristalina






Vaya por delante que no me gustan los niños. Nunca me han gustado. No sé cómo debo hablarles; si con voz aguda o cual si me dirigiese a una persona mayor. Tampoco tengo imaginación para inventarme juegos para ellos o creerme el papel que represento las pocas veces que me toca hacer de papá, mamá o hija cuando voy a visitar a mis sobrinos. Y lo peor es que ellos lo saben; así que yo, su tía Isabel, tampoco les gusto. Odian tener que quedarse en mi casa y no pierden el tiempo disimularlo: lloran, gritan, patalean... Y eso que cuando me he prestado a hacer de canguro, no muchas veces, la verdad, los niños con los que me he quedado ya pasaban de los diez años.

Por eso, me cogió de sorpresa cuando mi amiga Silvia me llamó una mañana para pedirme que me quedara unos días con su hija Violeta. Me contó que debían irse fuera de la ciudad porque había fallecido su suegro y no tenían quien se hiciese cargo de la pequeña. 

La niña tenía entonces tres años. Ya sé que utilizo una frase manida si digo que era como una muñeca, mas así era. Su carita redonda estaba enmarcada por unos rubios rizos que Silvia peinaba como si se tratara de los de Shirley Temple; de sus ojos parecían querer salirse unas pupilas de color añil, casi violetas, como su nombre; y los labios eran rojos como la frambuesa. Era, pues, la niña que todos hemos soñado alguna vez tener. Aun así, Silvia tuvo que insistir mucho antes de que yo accediera a quedarme con ella.

La trajeron sus padres al día siguiente. Pese a ir un poco apurados de tiempo, Silvia se entretuvo un buen rato dándome mil y una explicaciones sobre cómo debía cuidar a la niña: sus horarios de comida, siesta y sueño, lo que debía darle de comer, cuál era su peluche favorito, qué cuento le tenía que leer antes de ir a dormir... Ya sabéis, cosas de esas que tanto preocupan a las madres y que no llegué a cumplir. Mientras Silvia me daba instrucciones que yo intentaba asimilar, Pancho, el padre de Violeta, había desplegado en el suelo de mi salita una manta que cubrió de juguetes: en un momento había transformado en caos mi orden habitual. La pequeña tomó posesión de mi espacio y a mí sólo me quedó sitio en el sillón orejero junto al televisor.

Violeta no se percató de la partida de sus padres hasta bien entrada la tarde, alertada, imagino, por el hambre que la avisaba de la hora de la cena. Dirigió su mirada a su alrededor en busca de su madre y el miedo asomó a sus grandes ojos azules al darse cuenta de que sus padres no estaban. Se levantó de la manta y empezó a correr por las habitaciones buscándolos. Ni siquiera se atrevía a gritar. Como si temiera asustar a su propio miedo con sus voces, casi susurraba: “papá, mamá”. Entraba en las habitaciones y miraba hasta debajo de los muebles; unas veces, riendo, con la ilusión de que se tratase de un juego; otras, conteniendo un suspiro, como temiendo que fuera cierto que la habían dejado sola conmigo, casi una extraña para ella. Cuando sus pasos la llevaron a la entrada de la casa y reconoció la puerta por la que había entrado, sacó del bolsillo de su falda el chupete, se sentó en la alfombra étnica y se dispuso a esperar. Allí se quedó, alerta, como un cachorrillo, con el oído atento a los ruidos que se oían fuera de la casa, en el descansillo: las idas y venidas del ascensor, los pasos de los vecinos que subían y bajaban por las escaleras, las voces de los escolares que regresaban de sus clases...

No hubo manera de moverla de allí, ni siquiera con el anzuelo de la cena. Intenté convencerla llamándola desde la puerta de la cocina, cambiando mi tono de voz; moviendo su peluche, como si fuese él el que apelaba su atención; incluso me parece recordar que canté su nombre siguiendo melodías infantiles que escuchaba de niña. Mas la pequeña ni se movió. Es cierto que no derramó una lágrima. Violeta no era de esas: era una niña muy valiente. Me senté a su lado con el plato de tortilla que me había dicho Silvia que le diera y, aunque me costó, logré que tomara algunos trozos.

No os sorprenda si os digo que aquella noche la pasamos las dos casi entera sentadas en la alfombra. Sólo cuando la venció el sueño y sus ojos se cerraron, pude llevármela a la cama: a mi cama, pues no me atreví a dejarla sola ni aun siquiera en la que había al lado de la mía. 

Al día siguiente, me despertó una leve caricia, cual ala de mariposa. Era Violeta que quería empezar el día. Creí que las horas que habíamos pasado juntas habrían servido para hacernos amigas. Mas me equivoqué: sólo se trataba de una tregua. Después de que la vistiese, peinase sus rizos de Shirley Temple y le diera el desayuno, recorrió la casa para comprobar si habían aparecido sus padres, llamándolos en voz baja. Al ver que no estaban, cogió dos de sus peluches y se los llevó a su puesto de vigilancia. Se sentó en la alfombra y, después de un profundo suspiro, se dispuso a esperar.

Aquello no podía seguir así. Es cierto que Violeta no me molestaba porque no se movía. Yo podía seguir haciendo las cosas que me gustaban sin tener que preocuparme de ella. Mas, ¿y si se moría de pena? Aunque no quisiera reconocerlo, se estaba apoderando de mi corazón. Me volví a sentar en la alfombra que ya habíase convertido en nuestro hogar y me puse a hablar con ella, pero Violeta, mi Violeta, se llevó el dedo a los labios y me mandó callar. “Van a venir papá y mamá”, me dijo. Y, mientras, yo buscaba en mis pensamientos una forma de arrancarla de su inútil espera.

Al fin, a media mañana, se me ocurrió que, tal vez, si salíamos a la calle lograría distraerla. Le pregunté si quería que fuéramos a buscar a sus padres y, por vez primera desde que entrara en mi casa, se le escapó una sonrisa que le inundó sus ojos. Fue ella misma la que me trajo el abrigo rojo con el gorro haciendo juego. No tuve casi que ayudarla a cambiarse los zapatos por las botas de agua. Y, cuando ya estuvo lista para salir, se armó de paciencia y se sentó en una silla de mi habitación mientras esperaba a que yo me arreglase.

Recorrimos las calles del barrio a su paso menudo. Violeta, que no se olvidó de darme la mano, iba con los ojos muy abiertos para que no se le escapasen unos padres tan escurridizos. Poco a poco, el ajetreo de los coches, la gente que entraba y salía de las tiendas, los niños que disfrutaban del descanso que trae el sábado, distrajeron su atención. De pronto, se paró ante el escaparate de una tienda de animales y, cual si hubiese encontrado al ser de sus anhelos, señaló con el dedo a un gran gato blanco de angora y exclamó:

-¡Cristalina! 

Tiró de mi brazo y me empujó al interior de la tienda. Después, me soltó la mano y, ante mi mirada sorprendida y la del dueño de la tienda, cogió en sus brazos al gato, que se acurrucó en su hombro como si la estuviese esperando.

-¡Cristalina, Cristalina! -seguía gritando Violeta entre risas -. Mi amiga Cristalina.

Ignoro si Cristalina era el personaje de alguno de los cuentos que le contaban sus padres o si había surgido de sus sueños infantiles; tampoco sé si fue el azar el que le hizo saber que era gata y no gato, o se trató de un don, inspiración, duende o musa que sólo los espíritus especiales como el de Violeta poseen; y mucho menos comprendo qué me hizo sucumbir a mí al hechizo de aquellos dos seres que parecían predestinados a encontrarse. Lo cierto es que salimos de la tienda Violeta, Cristalina y yo, que iba cargada con una cesta, la cartilla de vacunación, el libro con su pedigrí y otro donde se explicaba cómo había que cuidarla. Lo que no me iba a venir mal, pues si poco sabía de niños, mucho menos sabía de gatos.

Por suerte, Cristalina era una gata tranquila, que se apoderó de uno de los sillones orejeros y se dispuso a dormitar plácidamente en cuanto llegamos a casa. Violeta, en cambio, estaba excitadísima. No paraba de moverse, saltar, reír; no cabía en sí de gozo. Abandonó para siempre su puesto de vigilancia y me incluyó en su círculo de amor. Y yo, mientras, me preguntaba cómo iba a hacer para cuidar a una niña pequeña y a una gata los días que aún me quedaban hasta el regreso de Silvia y su marido. 

Mas no me enteré del paso del tiempo, enredada entre los juegos de Violeta y Cristalina. Y es que, con la llegada de Cristalina, Violeta olvidó su tristeza y se tornó parlanchina. Cuando no estaba con ella en brazos, venía a mi encuentro y con palabras que todavía eran nuevas para ella, me contaba las cosas que hacía la gata, muchas de ellas más imaginadas que reales, sospecho. Cantaba canciones para Cristalina que, a diferencia de otros gatos, no rehuía nuestra compañía, sino que nos seguía adondequiera que fuéramos.

Cuando regresaron los padres de Violeta, no encontraron a una niña anegada en lágrimas de añoranza. Cristalina había obrado el milagro de devolverle la alegría. Ni que decir tiene que se negaron a llevarse la gata a su casa, por lo que tuve que cargar con las consecuencias de mi conducta impulsiva e irreflexiva. ¿Cómo se me ocurrió comprarla?

He de decir que nunca me arrepentí de tener a Cristalina conmigo. ¿Cómo hacerlo si, con su sola presencia, sacó a Violeta del rincón de la desesperanza? Han pasado muchos años desde entonces. Cristalina y yo hemos cambiado varias veces de casa. Mi gata ha sido testigo de cómo pasaban por mi vida amores buenos y no tan buenos, algún que otro sobresalto y algún que otro momento de felicidad. Y ha visto crecer a Violeta: pasar de ser casí un bebé a ser una niña preciosa, y, después, una joven adorada por todos. Y esta Violeta, que no ha dejado pasar un día sin visitar a su Cristalina, no olvida que fue esta gata blanca de angora la que le devolvió la alegría cuando, por vez primera, se sintió perdida sin sus padres.

martes, 7 de julio de 2015

Noticia Sensacional







A la ciudad no le faltaba de nada, pese a ser tan pequeña: minúscula, diría yo. Su iglesia había sido sede catedralicia en el principio de los tiempos; cuando apenas un puñado de campesinos se reunían a rezar. A la Plaza Mayor se podía acceder por dos puertas que, como curiosidad, eran muy distintas. La Puerta Norte era el doble de ancha que la del sur porque, según se decía, por ella pasó el séquito de un rey medieval que iba persiguiendo a una princesa de un país oriental que no quería desposarse con el monarca. Esta puerta era un arco de medio punto, mientras que la Puerta Sur formaba un arco ojival. Por no faltarle, la pequeña ciudad tenía hasta dos periódicos locales: “Crónicas” y “Tribuna Libre“.

Estos dos rotativos llevaban más de diez años enzarzados en una encarnizada lid por sacar en portada la noticia más sensacional; aquella que dejara a los lectores sin palabras, que robara compradores al diario rival. Cada mañana, los habitantes de la ciudad se agolpaban expectantes ante el kiosco para dejarse sorprender con los titulares de los dos periódicos en liza. Cuando el Crónica titulaba “Un millonario saudí crea un reino en África para su hija de siete años”, Tribuna Libre contraatacaba con “Una gata abandona sus crías para amamantar tres cachorros de perro”. Al día siguiente, la noticia del rival era “Un niño de apenas dos años se lee la Enciclopedia Británica entera”. Y así, hasta el infinito. Los lectores se quitaban de las manos los periódicos, en busca del titular más extraño, y en las imprentas rugían por sacar más y más ejemplares.

Con el paso del tiempo, la gente empezó a cansarse de noticias que, por ser tan sensacionales, ya no les decían nada. En las redacciones de ambos periódicos, los plumillas casi enloquecían rebuscando entre los teletipos, en internet, en las calles aquella noticia que complaciera a sus respectivos jefes; mas ninguna les parecía lo suficientemente extraña, lo bastante original o realmente novedosa.

Una mañana, el director del “Crónicas” estaba frenético leyendo las noticias que le habían dejado sus colaboradores sobre su mesa. Una profunda arruga en mitad de la frente evidenciaba el disgusto que iba sintiendo a medida que avanzaba en la lectura. En el suelo, se esparcían papeles arrugados alrededor de la cesta a la que los iba lanzando. Se levantó con aire cansado y se dirigió a la ventana de su despacho que daba a la plaza. Durante casi un cuarto de hora, su mirada vagó entre las niñas que saltaban a la comba; los niños que jugaban a esconderse y a perseguirse; los viejos que se sentaban a la puerta de las casas en busca del sol de invierno; los jóvenes que paseaban de dos en dos. Miró hacia el cielo azulado y, con una sonrisa, volvió a sentarse. Retiró los papeles que aún se amontonaban en el escritorio y empezó a teclear en su ordenador.

Al día siguiente, el Crónicas se agotó. En su portada se podía leer: “Como ocurre siempre en febrero, las cigüeñas han vuelto a la ciudad” 

lunes, 6 de julio de 2015

Cena para dos




El restaurante tiene un patio interior, con las paredes enrejadas cubiertas de jazmines. En verano, sacan al patio mesas para que los que acuden a cenar disfruten del frescor de la noche; mesas con manteles blancos en las que luce un velón encerrado en una esfera de cristal. Esta noche, corre un poco la brisa que, desde el crepúsculo, esparce el aroma de las flores blancas cuyo nombre en árabe es “regalo de Dios”. No hay mucha gente, tal vez por encontrarse mediada la semana, que obliga a recogerse pronto para no hacer aún más duro el madrugar de los que trabajan en julio. Sólo se ven desperdigadas por aquí y por allá mesas ocupadas, casi todas ellas por enamorados. En un rincón del patio, una pareja habla en susurros. O, más bien, debería decir que es él el que habla; ella sólo escucha. Han llegado por separado: primero él y, luego, ella. Apenas se han saludado con un beso en la mejilla, como si el pudor les impidiese mostrar su pasión en público. La conversación ha empezado enseguida, aún antes de que les traigan la cena. Primero, en un tono sosegado, casi frío, me atrevería a decir yo. Ella picotea migas de pan, que desmenuza mientras pone atención a las palabras de él. Ya en el primer plató, la emoción de la conversación adopta un tono acalorado. Él gesticula al hablar, como si quisiese hacerse entender mejor; ella pasea su mirada empañada por el patio, más para huir de sus sentimientos que para apreciar la belleza de los jazmines. En el segundo plato, es ella la que habla. Las frases le salen entrecortadas, como si quisiese contener el llanto. Él niega con la cabeza, con las manos, y, hasta su cuerpo parece querer rebatir las palabras de ella. Apenas tocan las exquisiteces del plato, quitándose las palabras de los labios. Cuando llega el postre, una lágrima se desliza por la mejilla derecha de ella, sin que haga nada por impedirlo. Él intenta enjugársela con el dorso de su dedo índice, mas ella retira la cara. Él posa su mano sobre la de ella y allí la deja descansando. Las frases han dado paso al silencio y el fragor de la emoción, a la tristeza.

Es la primera vez que se ven. Él ha encontrado su teléfono en la agenda de su esposa y la ha citado para contarle que ha descubierto que el marido de ella y la mujer de él son amantes. 

domingo, 5 de julio de 2015

Las flores de mi jardín







Anoche murió Teresa, la viejecita de noventa y tres años que cuidaba. Se murió mientras dormía, con las manos entre las mías, tranquila, con su dulce sonrisa en los labios. Había cenado temprano, como cada día, y, después, sentada en su sillón de orejas, había empezado a hablar, a contar la historia de las flores de su jardín. Sí, porque, en los últimos momentos, Teresa recuperó la memoria. Dicen que el Alzheimer borra todos los recuerdos; yo no lo creo. Nadie me ha podido decir todavía dónde van los recuerdos cuando la memoria duerme. Teresa tenía escondidos en algún rincón de su alma los días que la marcaron. ¿Quién sabe si no coexistían dentro de sí dos Teresas? La una, con la complicidad del Alzheimer, quería olvidar; la otra luchaba para que no la robasen las flores de su jardín.

Me viene a la memoria la primera impresión que me causó Teresa el primer día que entré en esta casa para ocuparme de ella, hace ya cinco años. Me había enviado el servicio de ayuda a domicilio del Ayuntamiento de Rivas para que me hiciese cargo de su cuidado. Recuerdo muy bien cómo la vi aquel día: sentadita en su sillón, con la mirada perdida y sin hacer caso ni de la trabajadora social ni de mí. Tan menudita y pequeña; se diría que se trataba de una niña. Mientras ella no se dejaba impresionar por nosotras, Lola, la trabajadora social, me estaba explicando que tenía Alzheimer en una fase avanzada, que no recordaba nada de su vida, ni tan siquiera sabía quién era. Lola me advirtió que tuviese cuidado con los espejos. Teresa tomaba por gente extraña las imágenes reflejadas en el cristal. Le atemorizaba, incluso, cuando se veía a sí misma. Y, sobre todo, incidía en cómo debía tratarla. Me insistía para que no olvidase que, a pesar de su fragilidad, estaba ante una persona mayor merecedora de respeto y no ante un bebé.

A partir de aquel día de junio, cada mañana, me esperaba en la puerta Inmaculada, su cuidadora de noche, apretando en el pecho su gran bolso. En cuanto se marchaba, yo empezaba mi tarea. Levantaba a Teresa de la cama, donde parecía perdida entre las sábanas, y la arreglaba. Cuando me veía, me miraba extrañada y preguntaba mi nombre, olvidada de mi presencia cotidiana. Y, luego, la tarea de cada día antes de salir a dar un paseo: ella y las faenas de la casa. ¡Me encantaba peinar sus cabellos que caían como una cascada plateada! Después de cepillarla, le hacía un moño que sujetaba con horquillas y peinetas doradas.

Teresa apenas farfullaba unas palabras que no siempre se entendían. Había días que se me hacía muy cuesta arriba no oír más voces que las de la radio y la televisión, ni hablar con nadie que no fuera el panadero o las cajeras del súper. Empecé a hablar con Teresa, a contarle cosas de mi infancia en ese pueblecito de Badajoz en el que nací y cuyo nombre le cuesta tanto recordar a la gente: Talarrubias. Le cantaba las canciones que se oían por la radio e inventaba para ella cuentos. No sé si comprendía las cosas que le contaba, lo que sí sé es que le gustaba oír mi voz. A veces, cerraba los ojos y me dedicaba una sonrisa, mientras le narraba historias por mí inventadas.

Una mañana de abril que lucía un sol brillante después de meses de frío y lluvia, le puse su vestido nuevo verde mar y salimos a dar nuestro paseo. Las gentes en calles le daban la bienvenida al buen tiempo con su alegría. Pese a ser jueves, parecía que todo el mundo había salido de sus casas y oficinas a celebrar el día. Mientras empujaba la silla de ruedas, le iba mostrando los escaparates de las tiendas por las que pasábamos. Cuando llegamos al parque, me senté en un banco desde el que se podían ver los parterres de flores. Y fue entonces cuando me hizo por primera vez la pregunta que ya no la abandonaría hasta el día de su muerte:

-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?

La llevé junto a las flores del parterre, pero ni siquiera las miró, volviendo a su indiferencia de siempre.

A partir de aquel día, en el momento más inesperado me cogía la mano y me repetía la misma pregunta:

-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?

Con el paso de los días, la pregunta se hizo más y más insistente. Alguna vez iba seguida de un sollozo, un débil llanto como la lluvia de verano. Otras veces nombraba tres flores: camelia, azucena y violeta. Y, después, me miraba con tristeza, como si buscase en mí la respuesta a su pregunta. La llevé a visitar jardines, le compré flores sueltas, ramos de camelias, de azucenas de violetas; busqué en internet poesías que luego le leía, canciones que después le cantaba. Todo fue en vano. 

Una tarde, la llevé en taxi hasta el Jardín Botánico. Estuvimos viendo y oliendo camelias, azucenas y violetas de múltiples colores y tamaños; con corolas y pétalos distintos; de tallos largos y cortos, gruesos y finos. O, tal vez, deba decir que estuve yo: Teresa no parecía darse cuenta de nada.

Por más que lo intentase, no conseguía borrar la tristeza de sus ojos. Y la pregunta volvía a sus labios:

-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?

Pregunté a Lola si sabía qué podía querer. Le dije que, tal vez, Teresa había tenido un jardín en algún momento de su vida en el que hubiese sido feliz. Pero la trabajadora social creía que sólo se trataba de fabulaciones del Alzheimer. Tampoco Inmaculada supo darme ninguna explicación. A ella, no le hablaba apenas; no le hacía ninguna pregunta.

Anoche murió Teresa. Inmaculada me había pedido que le cambiase el turno; tenía enfermo a su hijo y quería quedarse con él. Le di la cena temprano: a las ocho, ya estaba sentada en su sillón favorito, delante de la ventana. Entonces, como si recobrase la cordura, empezó a hablar. Me pidió que le trajese un pequeño libro que había en su mesilla, un viejo devocionario con las tapas forradas de tela gastadas por el uso. Lo abrió y, de entre sus páginas, sacó una fotografía borrosa, de tan vieja, en la que apenas se distinguían, en blanco y negro, tres niñas pequeñas.

-Sabina -me dijo-, estas son las flores de mi jardín, mis hijas: Camelia, Azucena y, la más pequeña, Violeta. Primero, nació Camelia, al año, Azucena y, dos años después, Violeta. Eran mi alegría y me ocupaban todas las horas del día. Yo les hacía los vestidos: blancos los de Camelia, rosas los de Azucena, y, a Violeta, la vestía de azul celeste. Cuando llegó el momento, las enseñé a jugar, a leer y a dibujar. Eran tan alegres, que nadie hubiera podido vaticinar el destino que las aguardaba. 

“Una tarde de verano, mi marido y yo las llevamos a la feria. Las dos mayores estaban no durmieron la noche anterior de la emoción; Violeta, de tres años, apenas sabía dónde íbamos. Metí en el coche las cestas de la merienda y nos encaminamos a las afueras de la ciudad donde estaban las casetas y las atracciones. ¡Cuánta alegría en los ojos de mis niñas cuando subieron a los caballitos del tíovivo! Violeta se pringó toda ella con el dulce de algodón y, cuando creía que no la veía, se limpiaba sus manitas en el vestido celeste. 

“Comimos en un descampado cercano a la feria la tortilla de patatas y las empanadas que había preparado por la mañana antes de salir y, después de comer, extendí unas mantas en el suelo y nos dormimos la siesta.

“Me despertó un ruido aterrador, como de un frenazo. Miré a mi alrededor y las niñas no estaban. Las busqué enloquecida, como si mi corazón presintiera la tragedia. No las veía por ninguna parte. Las llamé, fui a avisar a mi marido. Y, entonces, vi a unas mujeres que las traía en sus brazos: a Camelia, a Azucena y a Violeta.

“Hasta muchos días después, no me enteré de lo ocurrido. Violeta se había levantado de la siesta y había salido corriendo hacia la carretera siguiendo su pelota. Cuando se dieron cuenta sus hermanas, fueron detrás de ella. 

Teresa dejó de hablar. Me miró con los ojos cuajados de lágrimas.

-Dicen que el camión no las vio. Yo no lo sé. -dijo, finalmente. 

Sus ojos se apagaron, volviendo a su indiferencia de siempre. La cogí las manos y, al cabo del rato, murió.

Nunca he cogido nada de las casas en las que he trabajado, pero esta mañana, al llegar a mi casa, llevaba en el bolso la foto de tres niñas: las flores de su jardín.