lunes, 28 de diciembre de 2015

El canto de un mirlo



I. Don Serafín Sotomayor de Montehermoso.

Don Serafín Sotomayor de Montehermoso era muy popular en la Corte de Carlos IV pese a vivir buena parte del año en sus tierras de Baeza. Su espíritu campechano y afable ocultaba las lagunas de ignorancia de una educación negligente y errática. Conocía como nadie los chismes que corrían por Madrid; no se le escapaba ningún lío de faldas y descubría los ceses y nombramientos meses antes incluso de que tuvieran lugar. Gustaba contarlos en petit comité como quien refiere un secreto que no quiere que se haga público, pavoneándose de ser el único capaz de averiguar las nuevas más ocultas. Iba de salón en salón susurrando con su exagerado gracejo andaluz en el oído de todo el que quería escucharlo, propalando los más escandalosos rumores que se pudiera imaginar. Se decía que el mismísimo Godoy lo llamaba siempre que recalaba en Madrid para que lo pusiera al día de lo que se decía de él y que incluso la reina María Luisa disfrutaba con sus chascarrillos. Nadie sabía a ciencia cierta la edad de don Serafín. Se aseguraba en alguno de los mentideros de Madrid que hacía tiempo que había sobrepasado los sesenta años mas su porte esbelto, sus pelucas a la última y sus elegantes casacas de chillones colores podrían haberlo hecho pasar por un pollo de no haber sido por las miles de arrugas que surcaban su rostro. 

Todo el mundo tenía a don Serafín Sotomayor de Monterhemoso por el hombre más feliz de la Tierra. No le faltaba nada. Era envidiado por su riqueza; su esposa era una de las damas más bellas de la Corte mucho más joven que él y se decía que su hija en edad casadera no le iba a la zaga a su madre en gracia y discreción. Por ello, cuando corrió la noticia del compromiso de la joven con el secretario del Marqués de***, del que no se sabía apenas nada, todos creyeron ver en ello una maniobra del rico hacendado andaluz para hacerse un hueco en la nueva Corte que no se demoraría mucho en llegar. ¿Qué otra explicación podía haber en buscar para su heredera un hombre del que lo único conocía la buena sociedad de Madrid era su relación con el afrancesado aristócrata? Pero la verdadera razón de elegir tan poco atractivo marido para su hija estaba muy alejada del cálculo político que se atribuía al astuto caballero.

Constanza, la hija de don Serafín, era la razón de su dicha y la causa de sus desdichas. Según aseguraba el amante padre, en el momento de abrir la niña los ojos al mundo, se oyó a lo lejos el canto de un mirlo. De los nueve hijos que tuvo el matrimonio Sotomayor de Montehermoso, fue la única que sobrevivió más allá de los cinco años. Tal vez por ello la gente esperaba encontrar en en ella una niña mimada y caprichosa. Lo tenía todo para que así fuera, no sólo por ser la heredera de una gran fortuna, sino por ser objeto de grandes desvelos por parte de sus padres, quienes nunca se vieron abandonados por el temor a que algún mal se la arrebatase. Sin embargo, Costanza fue siempre una niña de temperamento dócil, alegre y cariñoso. Desde sus primeros años de vida, su mayor anhelo fue hacerse digna del amor de sus padres. Pese a haber ocurrido cuando aún era casi un bebé, todavía recordaba con horror el fallecimiento de sus dos hermanas más pequeñas y el ambiente de tristeza y dolor que se había aposentado en la casa después de tan aciagos acontecimientos. Así que desde que pudo comprenderlo su mente infantil, dedicó todos los instantes de su vida en llevar un poco de dicha a sus padres.

Don Serafín se negaba a tomar su taza de chocolate por las mañanas antes de recibir los primeros besos de Constanza; y doña Matilde, esposa del hacendado andaluz y madre de la niña, no respiraba con sosiego hasta que no oía la risa de cascabel de su hija. La veían jugar por el jardín con Tristrás, un perro de aguas que le regaló siendo un cachorrillo su padrino en su cuarto cumpleaños. Se perseguían entre los arbustos del jardín de la casa de Baeza después de terminar sus lecciones con Mademoseille Chamon. Cualquier nimiedad hacía despertar el alborozo de la niña: las fucsias bungavillas, el nido de unos polluelos de gorrión, su madre cantándole junto a la cama... Y cuando la institutriz francesa la llamaba para ir a dormir, no se hacía rogar. Acudía con presteza con una dulce sonrisa en los labios para no disgustar a la adusta dama.

Pero poco antes de que Constanza cumpliera catorce años, sobrevino la desgracia.

Primero fueron los fortísimos dolores de cabeza, el cansancio, los vómitos, la fiebre. Pero el médico de la familia no le dio más importancia que a un simple enfriamiento. Luego pequeñas manchas rojas en la boca y en la garganta que se transformaron en dolorosas llagas más tarde. Pero hasta que no se cubrió su rostro de pústulas el buen doctor se negó a dictaminar que fuese la viruela. Don Serafín no supo nunca decir cómo entró el mal en la habitación de Constanza arrebatándole su belleza y mancillando su cutis de nácar. Sospechaba que la culpable de abrirle la puerta de entrada había sido una lavandera que acudía a la casa desde el pueblo cada semana a recoger la ropa blanca y de la que luego se supo acababa de perder dos hijos por la cruel enfermedad. Casi veinte días hubo de esperar Constanza entre inmensos estremecimientos de calentura para que se formasen los abultamientos de la piel. Don Serafín llevó de Madrid una mujer que ya había pasado por la horrible enfermedad para que cuidase de la niña sin peligro de un nuevo contagio. A duras penas pudo contener a doña Matilde, que quería a toda costa permanecer junto al lecho de su pequeña. Y a pesar del temor a perder a la última hija que les quedaba, Constanza ganó la guerra a la viruela. Mas, cuando salió de su habitación, a sus padres les costó reconocerla. 

Tuvieron que quitar los espejos de la casa para evitar que se asustase de su rostro desfigurado. Constanza, que antes de contraer la enfermedad llenaba la casa con su risa cantarina, se tornó triste y huidiza. Negábase a salir de su habitación cuando alguna visita acudía a la casa y no volvió a viajar a Madrid cuando sus padres acudían a la Corte. Sólo en los momentos en que estaba con ellos se guardaba sus pesares y simulaba una alegría que estaba muy lejos de sentir para no acrecentarles el dolor.

En su décimosexto cumpleaños, don Serafín le habló por primera vez de matrimonio. Le dijo que andaba en tratos con una familia de bien a fin de concertar un enlace digno de la única heredera del señor Sotomayor de Monterhemoso. Constanza, que ya se había acostumbrado a su vida retirada, acogió con espanto la noticia. Ella, que escapaba con horror de su imagen en el espejo, se negaba a creer que hubiera un joven dispuesto a contraer matrimonio con una mujer cuyo rostro había desfigurado la viruela. Y no debía de ir muy desencaminada pues, durante los dos años siguientes, vio desfilar delante de ella un joven tras otro sin que ninguno se decidiera a quedarse. Llegaban como pretendientes acompañados de sus familias a la hora de la merienda y pasaban la tarde engullendo un pastel tras otro mientras departían sobre los últimos acontecimientos políticos del momento. Mas se marchaban horas después como extraños sin haber dirigido a Constanza sino una furtiva mirada de soslayo al rincón donde ella permanecía medio en penumbra, con el rostro oculto bajo un velo. Pasado un tiempo de una de estas visitas sin que ninguno de los candidatos hubiese vuelto a dar señales de vida, alguien contaba, como si no quisiera darle importancia al asunto, el compromiso de alguno de ellos con una damisela casadera de la corte.

Don Serafín Sotomayor de Montehermoso se negaba a admitir el rechazo de su hija. Aquella afrenta a su familia no tenía para él justificación alguna. Seguía acudiendo a la Corte para ver y dejarse ver por los que pululaban alrededor de Carlos IV, repartiendo sus sonrisas y contando los mismos chismes que tan popular le hicieron por los mentideros de Madrid. Pero su corazón lloraba de tristeza al ver a su Constanza despreciada. 

Con el paso del tiempo fue rebajando las exigencias del futuro marido de su hija. Ya no lo buscaba entre los herederos de familias de lustroso nombre y gran fortuna ni siquiera exigía que fuese joven. Y, cuando el manantial de esperanza habíase casi agotado, Don Serafín sorprendió un día a su esposa y a su hija con el anuncio de la petición de mano de Constanza por parte de Jerónimo Rico, secretario particular del Marqués de***.

II. Jerónimo Rico.
Jerónimo Rico hacía tiempo que se sentía solo. A sus treinta y dos años, no tenía ni esposa ni hijos que le diesen la bienvenida cuando llegaba de la casa del Marqués de*** cada mediodía a la hora de su almuerzo tardío. Sus padres habían fallecido poco antes de que entrase en la edad adulta quedándose solo con un abuelo anciano, que partió al cielo apenas unos meses después. Como no tenía ninguna otra obligación familiar ni social, al finalizar sus estudios de Leyes y Filosofía en Alcalá de Henares, donde estudió merced a una beca del Colegio Mayor San Ildefonso, marchó a Londres, primero, a París, después, y no regresó a tierras españolas hasta que, sintiéndose invadido por la nostalgia, puso rumbo a Madrid. En su magro equipaje no trajo más que unos cuantos libros de los ilustrados galos, su infinita admiración por el Gran Napoleón, que acababa de vencer a los emperadores Alejandro y Francisco en Austerlitz, y una carta de recomendación del notario Monseiur Cleriné para el Marqués de***, reputado afrancesado y amigo íntimo de Jovellanos.

Sus obligaciones en casa del Marqués no eran muchas: despachar la correspondencia y poco más. Pero el viejo aristócrata gustaba de la grata conversación de su secretario y solía encontrar alguna excusa para retenerlo hasta entrada la tarde. Muchas noches, para engañar el aburrimiento, Jeronimo acudía a la tertulia que tenía lugar en la trastienda de la librería de Teófilo Cruz, de quien se decía que comerciaba con obras incluidas en el Índice de los Libros Prohibidos.   

Fue en esta tertulia donde conoció a don Serafín Sotomayor de Monterhemoso. Es cierto que ya lo había visto alguna vez en casa del Marqués pero, hasta que no coincidió con él en la librería de don Teófilo, no había cruzado con el rico hacendado sino unas cuantas palabras de cortés saludo. Enseguida se ganó su aprecio con su silenciosa disposición a escuchar y no contrariarle cuando se dejaba llevar de su fantasía contando chismes e historias. Acostumbraban a salir juntos al término de la tertulia e iban caminando desde la librería, en Cuchileros 6, hasta la Cava Baja, donde a don Serafín le esperaba su cochero en un flamante simón. Era éste el momento más propicio para las confidencias. Don Serafín olvidaba entonces sus frívolas pláticas y le hablaba del triste destino de su hija hasta conseguir conmover a Jerónimo, que, sin pensarlo, le pidió una noche la mano de Constanza.

Jerónimo viajó de Madrid a Baeza para conocer a su futura esposa en un carruaje que puso a su disposición el señor de Sotomayor de Monterhemoso. A punto estuvo de darse la vuelta y regresar a la Madrid cuando vio la fachada de estilo neoclásico de Villa Nazareth, la suntuosa casa de don Serafín. Una balaustrada de mármol de Carrara ascendía hasta una galería circundada con una columnata dórica. En el friso del frontón, Jerónimo reconoció escenas de la Odisea tan espléndidas que, por contemplarlas, casi le pasa inadvertida la familia Sotomayor de Montehermoso, que le esperaban al pie de la escalinata.

En cuanto la vio, se le llenó la garganta de emoción oprimiéndole el pecho. Constanza era muy menuda. Su talla no sobrepasaba la de una niña de doce años. Vestida con un sencillo vestido verde manzana, ocultaba su rostro tras un velo blanco de un tejido tan tupido que impedía distinguir sus facciones. Como si pretendiese empequeñecerse aún más, se había situado unos pasos más atrás que sus padres. Y aquel gesto de tímida modestia le pareció a Jerónimo el de un gorrioncillo asustado y, conmovido, se llenó de dicha y ternura porque en ese momento supo que había acertado en su decisión de tomarla por esposa.

Durante la merienda, don Serafín acaparó la conversación. Se mostraba exultante, ebrio, Jerónimo no sabía si del vino que regaba los exquisitos manjares o de la alegría por haber encontrado un caballero dispuesto a convertirse en esposo de su hija. En un rincón del salón Constanza intentaba pasar desapercibida mientras bordaba en un pañuelito de seda sus iniciales. El joven no le quitaba la vista de encima buscando el momento propicio para quedarse a solas con ella, desatendiendo, a veces de forma ostentosa, la jugosa charla de su futuro suegro. Don Serafín pareció darse cuenta de los deseos de Jerónimo, porque le hizo una seña a doña Matilde para que saliera con él del salón dejándolos con la sola compañía de Mademoseille Chamon para guardar las formas exigidas por el decoro.

Jerónimo se acercó a Constanza y tras tomarla de las manos temblorosas, le levantó el velo que cubría su rostro. Luego, muy suavemente, posó sus labios en la frente y el beso hizo deslizarse una lágrima por la mejilla de la tímida joven.

III. La corte de José I.
El veinte de julio de mil ochocientos ocho, día en que José Bonaparte hizo su entrada en Madrid, contrajeron matrimonio Jerónimo y Constanza en la capilla del Santo Ángel de la Guarda de Villa Nazareth. La joven había pasado la noche en vela como si temiese que, si se quedaba dormida, todo se desvanecería como en un sueño al despertar. Desde que le diera su primer beso la tarde que lo conoció, no había visto a su prometido más que en dos ocasiones pero no había abandonado sus pensamientos ni un instante. Su sola presencia aceleraba los latidos de su corazón. Un día nublado le parecía el más luminoso si él estaba cerca; un día de espléndido sol le parecía el más oscuro y tenebroso si él estaba lejos. Avanzó hacia el altar del brazo de su padre con la sensación de ir a desmayarse en cualquier momento. Pero, al finalizar su recorrido, desaparecieron sus temores cuando la recibió la tierna y acogedora sonrisa de Jerónimo.

Hicieron el viaje a la Villa y Corte en casi dos meses. Jerónimo había rehusado servirse del lujoso carruaje de estilo francés que le ofreció don Serafín y, pese a su incomodidad, había dispuesto hacer el trayecto en un carro que no llamase la atención de los guerrilleros. La guerra contra el invasor andaba en su mayor apogeo y no hubiera sido raro que hubiesen caído en alguna emboscada. Así que Jerónimo sólo acepto por el bien de la seguridad de su esposa los salvoconductos que consiguió su suegro sabe Dios por medio de qué sobornos. Y, no obstante, evitaron las carreteras principales dando un largo rodeo que los condujo hasta las proximidades de Sevilla. Después se unieron a una caravana de arrieros que amenizaban el camino con sus alegres cánticos y de los que se despidieron antes de cruzar Despeñaperros. 

Llegaron a Madrid el siete de octubre cubiertos por el polvo del camino y desfallecidos del agotamiento. Y, aun así, Jerónimo hizo revivir sus fuerzas cuando le mostró a su esposa las habitaciones de su modesta morada. Había gastado buena parte de sus magros ahorros en decorar la casa siguiendo el gusto francés que tan exquisitamente femenino le parecía. Dispuso para ella una salita en tonos amarillos de estilo rococó. Constanza quedóse sin palabras cuando vio los dos “fateuil á la reina” tapizados en delicada seda con las mismas escenas de las fábulas de La Fontaine que decoraban las paredes, la “chaise longue” de color fucsia o el pequeño escritorio chiffonniére en madera de caoba con incrustaciones de marfil. Por un momento, Costanza se sintió abrumada por tanto lujo, acostumbrada al austero dormitorio de su infancia. Alzó la mirada hacia su marido como si buscase protección y él la besó en los labios para darle valor en su nueva vida.

Jerónimo acogió con alborozo al nuevo rey, de quién esperaba que modernizase España según el modelo de Napoleón. Al poco tiempo de su llegada a Madrid, el flamante marido de Constanza entró a formar parte de la Corte de José I. Gracias a la intervención del Marqués de***, obtuvo un puesto de mediana importancia en la administración josefina por medio del cual conoció a lo más encumbrado de la sociedad afrancesada madrileña. Recibía invitaciones de los mejores salones para acudir a sus veladas de té, a sus bailes y a sus tertulias, donde, a imitación de las parisinas, las damas españolas animaban a sus invitados a departir sobre las últimas novedades en arte, literatura y política. Mas él, sabiendo que a Constanza le causaban gran inquietud las reuniones sociales, declinaba casi siempre tales invitaciones y prefería pasar la tarde al lado de su esposa deleitándola con las historias acerca de los acontecimientos del día. Aun así asistió a alguna de estas veladas, solo, la mayoría de las veces; ocasionalmente, acompañado de Constanza, que, con el rostro oculto bajo un velo blanco, adquirió fama de mujer misteriosa.

No había velada ni fiesta ni baile en la Corte de José I a los que no acudiera Arabela de los Infantes. Casada con un hombre que le doblaba la edad, no perdía ni una oportunidad de diversión aunque ello supusiera dejar a su esposo solo en casa. Era la comidilla de la sociedad josefina por su talante desenvuelto rozando lo descarado. Se colgaba del brazo de los invitados a los salones sin importarle si estaban solteros o casados, si viudos o prometidos. Los caballeros decían de ella que su coquetería no era sino ingenua frivolidad; las damas murmuraban de ella dudando de su libertina honestidad. Había quien decía que había compartido el lecho con un duque, un conde y un mayordomo de Palacio; otros que su vida era virtuosa. Mas de ninguna de tales habladurías se sabía nada cierto.

Arabela de los Infantes se fijó en Jerónimo un día en el que oyó en un corrillo cómo le compadecían por haber unido su destino a Constanza. Con cruel conmiseración, describían las miradas llenas de ternura que derrochaba cuando su esposa estaba cerca; cómo velaba para que, en las raras ocasiones en que acudía con ella a alguna reunión social, no estuviera sola ni un solo instante; cómo, al salir de su despacho, no permitía que nadie lo demorase para no hacer esperar a su esposa; cómo era el único marido de quien se podía decir que, además de fiel, no entraba nunca en el frívolo juego de la coquetería tan del gusto de aquella sociedad afrancesada.   

La conversación en la que Arabela oyó tales comentarios no pasaba de ser una de tantas charlas ligeras en las que se sacaba a relucir detalles de la vida de los demás sin otro afán que pasar un rato divertido. Mas, para ella fue como si la retasen al mayor desafío. ¿Que para Jerónimo Rico no había otra mujer que su esposa? Eso habría que verlo. Que se atreviera alguien a decir que un rostro estragado por la viruela tenía algún poder frente al de la mujer más bella de la Corte josefina.

En las fiestas y veladas a las que acudía, Arabela procuraba sentarse cerca del esposo de Constanza a fin de observarlo. Miraba de soslayo por encima de su abanico de seda y encaje mientras ocultaba una aviesa sonrisa. Pero nunca se dirigía directamente a él ni siquiera cuando los sentaban juntos a la mesa. Pensó que mayor resultado le daría si, en lugar de abordar al marido, se ganaba el afecto de Constanza. Así que era la primera en darle la bienvenida cuando la veía hacer su entrada en algún salón; la invitaba a tomar el té en sus salones, según la moda inglesa, o la visitaba cuando sabía que Jerónimo estaba a punto de llegar a casa. Siempre tenía en los labios una palabra cariñosa para la recién casada, una alabanza a su gusto en el vestir. No se presentaba ante ella sin un pequeño obsequio: una caja de marfil, una peineta de plata, una miniatura encargada expresamente para ella... Escondía el hastío que le producían las sencillas conversaciones de Constanza fingiendo un interés que estaba muy lejos de sentir y, en más de una conversación, convirtió en sonrisa un bostezo naciente. Así fue la primera en enterarse que la joven estaba encinta y la primera en prodigarle consejos de buena crianza pese a no haberse ocupado nunca de sus propios hijos.

Constanza, que en un principio acogió con desconfianza tantas atenciones por parte de quien tenía fama de frívola insensible, fue sucumbiendo a lo que le pareció una prueba de bondad. La agasajaba a la pródiga manera que había visto siempre en sus padres, derrochando en ricos manjares y buenos vinos que don Serafín, a pesar de la guerra, conseguía hacerle llegar desde Baeza. Cada vez eran más y más frecuentes las invitaciones a cenar o a almorzar, que la señora de los Infantes aceptaba sin detenerse a pensar. Se convirtió en parte de la casa y hasta los sirvientes la consideraban de la familia.

Jerónimo la acogía con alborozo, agradeciendo así las bondades que tenía con su esposa. Muchas tardes la frívola dama permanecía con ellos en la salita amarilla con una labor entre las manos como si lo más divertido fuera para ella preparar el ajuar del bebé que había de llegar en lugar de lucir sus elegantes vestidos por los salones de Madrid. De vez en cuando, Arabela dejaba escapar un suspiro y miraba de soslayo al amante marido de Constanza retirando presto los ojos si, por un un instante, tropezaban con los de él. A veces, como si fuese fruto de la traviesa Fortuna, rozaba el brazo de Jerónimo con sus dedos largos y elegantes. Mas el esposo de Constanza no parecía percatarse de tales caricias atento siempre a los deseos no expresados de su esposa.

En los salones de la Corte no se hablaba de otra cosa que de la extraña amistad de la elegante dama con el matrimonio Rico, buscando una razón oculta para el repentino cambio de Arabella de los Infantes. Ella no respondía a las mil y una preguntas que le dirigían sino con una enigmática sonrisa, pasando a continuación a alabar a Constanza en un tono que bien se podía tomar como admiración, mas, también, como burlona ironía.

Con el paso de las semanas, arreció el asedio a Jerónimo. Intentaba engatusarlo con palabras zalameras mientras su mirada dejaba entrever una invitación. En el besamanos, oprimía los dedos del esposo de Constanza aprisionado entre los suyos unos segundos más de lo que permitía el decoro. Pero no lograba de Jerónimo sino una mirada más y más fría. Y, aun así, Arabela de los Infantes no se daba por vencida en su empeño. Ya ni tan siquiera se molestaba en fingir afecto por Constanza, que recibía con gran desconcierto las desabridas contestaciones a sus palabras de su hasta entonces única amiga. 

Y, cuanto mayores eran las insinuaciones de Arabela, mayor era la tensión de Jerónimo, que luchaba entre el deseo de sucumbir a la tentadora pasión de la más bella dama de la Corte y su amor leal por Constanza. Y, con el paso del tiempo, era más y más la aversión que le iba tomando a la amiga de su esposa.

A medida que avanzaba el embarazo de Constanza, su salud se iba debilitando más y más. Sufría frecuentes desmayos; momentos de repentinos fríos seguidos de fuertes sofocos. Una tarde en el que había ido a visitarla Arabela, hubo de retirarse a su dormitorio aquejada con un fortísimo dolor de cabeza. Jerónimo, preocupado al ver el sufrimiento que mostraba su rostro, la acompañó hasta el lecho sosteniéndola en sus brazos para evitar un desvanecimiento. Cuando regresó a la salita amarilla, no pudo disimular la preocupación que le causaba la debilidad que mostraba Constanza. Se dejó caer en un sillón y, olvidándose de su invitada por unos instantes, escondió el rostro entre las manos. Arabela se acercó silenciosamente y, alzándole la cabeza, le sorprendió con un apasionado beso que fue más allá de los labios. Jerónimo respondió con el mismo ardor, mas, al darse cuenta de ello, la alejó de sí con un fuerte empujón y se limpió la boca con el pañuelo sin disimular la repugnancia que le había producido el gesto de su invitada. Después respiró con alivio cuando vio a Arabela, entre sorprendida y ofendida, salir de la casa con la amenaza de no volver más.

IV. Pedro María Sánchez Espinosa, Juez de Policía de Sevilla.
Ante la puerta del edificio en el que tenía su despacho Pedro María Sánchez Espinosa, el Juez de Policía de Sevilla, se detuvo un carruaje tirado por dos caballos cuyo estado de decrepitud no lograba esconder el lujo de otros tiempos. De él se bajó un anciano con la peluca medio ladeada y sin empolvar, una casaca celeste de terciopelo que conoció tiempos mejores y zapatos de hebilla. A los que le habían conocido en la Corte, les hubiera costado reconocer en él a don Serafín Sotomayor de Montehermoso, célebre en la Corte de Carlos IV, que, tras la abdicación de su señor en Bayona, se había retirado definitivamente a sus tierras de Baeza.

Aquella fría mañana de marzo de mil ochocientos trece un triste asunto le llevaba a la ciudad hispalense. A principios de agosto le había escrito su hija para comunicarle que partían al día siguiente hacia Baeza pues, desde la salida de José I de España, todos los que habían colaborado con el hermano de Napoleón eran ajusticiados por traidores. Desde entonces, don Serafín no había vuelto a tener noticias de Constanza y su familia hasta dos meses antes en el que una carta de la institutriz de la pequeña Matilde le daba cuenta del arresto de Jerónimo y su esposa a pocas leguas de Sevilla cuando hacían noche en la Posada del Zapato, célebre por, se decía, hospedar a gente que tenía tratos con los franceses. 

En cuanto recibió las nuevas del arresto, don Serafín partió para Sevilla. Encontró a sus tres nietos, una niña de cuatro años, un niño de dos y el bebé de apenas unos meses, en una posada de mala muerte en los arrabales de la ciudad. Por medio de su ayuda de cámara, los envió junto a la doncella de Constanza a Baeza al calor del amor de doña Matilde, en tanto él buscaba la manera de liberar a su hija y a su yerno de la prisión. Todas las influencias de otros tiempos no le valieron de nada para obtener una audiencia con el Juez de Policía hasta aquel día. Él, que se había dirigido al Rey y la Reina con la misma campechanería con la que hablaba a su esposa, llevaba en ese momento metido en el alma el reverencial temor que inspira quien tiene la vida de los seres más queridos en sus manos.

Hubo de esperar en una sala atestada de gente horas y horas antes de que Pedro María Sánchez Espinosa se dignara a recibirlo. Se vio rodeado de personas de toda condición, algunas de muy baja estopa, que llenaban la estancia con sus voces estridentes y de olores muy distintos a los perfumes franceses de la Corte. Allí no había perrillos falderos sino gallinas y algún que otro cochinillo cuyos gritos se confundían con los de unas mujerucas que exigían ser atendidas. Aunque don Serafín había llegado antes de las ocho de la mañana, no lo llamaron hasta pasadas las tres de la tarde. Lo recibió un hombre de aspecto severo y adusto que no levantó la cabeza del documento que estaba leyendo hasta unos segundos después de que hiciera su entrada en el despacho. Y, a pesar de la descortesía, el atribulado padre vio con alivio que el Juez de Policía tenía las trazas de un caballero.

Tras hacerlo sentar, don Serafín expuso el motivo de su visita. Con la voz entrecortada, describió ante el juez el delicado estado de salud de su hija, su mermada fortaleza tras varios embarazos de peligro que un viaje tan arriesgado había debilitado aún más. Pero, aunque la emoción del hacendado andaluz íbase acrecentando a medida que hablaba, el rostro de don Pedro María Sánchez Espinosa manteníase impasible ante tan dramático relato. Las palabras de Don Serafín se acallaron de repente cuando se le secó la boca. Don Pedro se levantó de su asiento y sacó de una escribanía unos documentos. Los examinó con detenimiento, como si no hubiera nadie más que él en la estancia y, después, con el frío lenguaje del Derecho, que a don Serafín le pareció tan alejado del humano, le enumeró los hechos con la misma frialdad que si estuviera en el estrado.

A finales de octubre, la Junta Suprema le había remitido una carta anónima escrita con elegante caligrafía de mujer en la que se le informaba del viaje clandestino a Baeza de don Jerónimo Rico, funcionario de José I, y de su esposa, Constanza Sotomayor y Beltrán. El matrimonio viajaba en dos simones acompañado de una joven, doncella de la señora, una señora francesa unos treinta años que decía ser institutriz y tres niños de corta edad. Aunque el destino de la familia era la ciudad de Baeza, habían de dar un rodeo por Sevilla para evitar a los soldados que estaban al acecho de los que habían colaborado con el rey francés. En la carta se daba cuenta de los puntos donde tenían previsto hacer parada, por lo que no fue difícil para el Juez de Policía enviar una partida de soldados a la Posada del Zapato, donde hacían noche, para hacerlos prender. Desde entonces aguardaban, junto a la institutriz francesa y posible espía, en una mazmorra ser ajusticiados.

Don Serafín apeló a la misericordia de don Pedro María Sánchez Espinosa. Repetía una y otra vez frases incoherentes en su afán de hacerle ver que Constanza no soportaría mucho tiempo en las malas condiciones de una mazmorra; que su salud necesitaba cuidados; que no merecía castigo alguno pues ella no se cuidaba más que de su esposo y de sus hijos; que jamás participó ni pensó participar en asuntos políticos... Pero el Juez de Policía no parecía escucharlo. Revolvía entre sus papeles como si buscase en ellos la prueba definitiva de la justicia del arresto. Hasta que levantó la mirada, le tendió una copia de la fatídica carta y, con un gesto de la mano, le ordenó que saliera presto del despacho. 

Ya en el coche, desplegó sobre sus rodillas el pliego que le había entregado el Juez de Policía. Las letras bailaban en el papel confundiendo las palabras. Respiró hondo, secóse el sudor de la frente y, cuando consiguió acallar los latidos de su corazón, leyó despacio la misiva. Y, al llegar al lugar donde debería estar la firma, no encontró más que unas iniciales: A.I. 

Durante más de un año, visitó a cada uno de los conocidos que pudieran tener alguna relación con el Juez de Policía. Los mismos que en otro tiempo le perseguían por tratarse de un miembro destacado de la Corte de Carlos IV; los mismos que intentaron atraerlo al partido de Fernando; los mismos que se sintieron los más honrados cuando acudió como invitado a alguna de sus fiestas: esos mismos lo rehuían entonces con fútiles excusas o, simplemente, fingían no conocerlo. Gastó una fortuna en sobornar con sumas suculentas a funcionarios de toda condición de los que, luego de entregarles la dávida, dejaba de tener noticia. Trabó amistad con uno de los carceleros para que le hiciese llegar a Constanza alimentos y ropa de abrigo, mas nunca supo si le habían hecho entrega de su envío o había quedado en manos del guardián. Ninguno de sus esfuerzos, en fin, le sirvió para llegar a su hija querida: la razón de su dicha, la causa de sus desdichas.   

A mediados de septiembre, le llamó de nuevo a su presencia don Pedro María Sánchez Espinosa. Como ocurriera en marzo, acudió a la cita antes de las ocho de la mañana con la vana esperanza de ser pronto recibido; mas como entonces hubo de aguardar durante horas. En la misma sala en la que aguardó la llamada del Juez de Policía en primavera, parecían haberse congregado las mismas personas: oíanse los mismos gritos, el cacareo de las mismas gallinas, los ladridos de los mismos perros y el aíre estaba lleno de los mismos olores a sudor y suciedad. Don Serafín hizo una seña a un ujier que conocía de sus muchas visitas, que tal vez compadecido de él, tal vez esperando algún presente, lo hizo pasar a otra sala para que pudiese aguardar a solas. Pasado el mediodía, el mismo ujier fue a buscarlo y lo acompañó hasta el despacho del Juez de Policía. Tantas horas de espera, tantos días de esperanza para no estar más que diez minutos en aquella estancia. Lo despachó don Pedro María Sánchez Espinosa con apenas cuatro o cinco palabras. Después, ni una frase de consuelo, ni una mirada de compasión, nada sino el mismo gesto desabrido que la otra vez conminándole para que se fuera.

Don Serafín dejó aquellas dependencias caminando sin más voluntad que la que anima a un autómata. Ante él desapareció el presente. Volvió a ver a Constanza niña correteando seguida de Tritrás, su perrillo de aguas; recogiendo florecillas en el jardín; bebiendo agua fresca de la fuente. Volvió a sentir sus caricias mañaneras, a ver su sonrisa cuando descansaba en el regazo de su madre. Y, en el momento en el que le pareció que iba a romperse de dolor su corazón, oyó a lo lejos el canto de un mirlo. 
  









lunes, 14 de diciembre de 2015

Retazos de un sueño





I
Como todas las mañanas desde hacía tres años, Fran se despertó bruscamente. Con el corazón desbocado, intentó apresar los últimos minutos de un sueño que, una vez más, se le escapaba enredado entre los rayos del sol que se filtraban por la claraboya. Desde hacía tres años, cada noche lo visitaba el mismo sueño. Se veía caminando por un bosque en el que crecían florecillas silvestres de múltiples colores. Rojas, blancas, amarillas, añiles… A lo lejos, una gran extensión de agua: un lago que parecía un río, un río que parecía un lago. Sentada a la orilla, una joven engarzaba un puñado de flores en una guirnalda mientras un gato blanco se enroscaba a sus pies. La joven no tendría más allá de veinte años. El óvalo de su rostro de seda estaba enmarcado por una mata de cabellos color avellana que caía en cascada por la espalda. Sus ojos verdes se paseaban por la vereda como si estuviera esperando a alguien. A medida que Fran se acercaba, su corazón iba despertando de contento. Cuando al fin se encontraban, ella lo tomaba de las manos y, en el momento en que se las llevaba a los labios, Fran despertaba súbitamente con la sensación de haber perdido su bien más preciado.

Fran no sabía quién era la joven: no la conocía ni recordaba haberla visto nunca. Sólo podía decir que se colaba cada noche en sus sueños y, al despertar, lo dejaba invadido por una inmensa tristeza; una punzada de dolor de la que luego le costaba desprenderse. No le había contado a nadie su anhelo por aquella quimera para que no le tomasen por loco, pero lo cierto era que vivía entre el deseo de encontrarla y la frustración de saberla inalcanzable.

Como cada día, apartó las sábanas y, de un salto, se levantó con la esperanza de ahuyentar la tristeza. Paseó la mirada a su alrededor. Era tal el caos que reinaba en la habitación, que parecía encontrarse en medio de los restos de una batalla campal. Buscó entre el desorden unos pantalones vaqueros y una camisa limpia más o menos planchada y, sin volver la vista atrás, salió de la buhardilla hacia la calle en busca de un lugar sin mucho bullicio donde le dieran un desayuno. Cruzó el pasillo con andares sigilosos para que no lo delatasen ante la gruñona casera, quien ni siquiera un domingo como aquel dejaría de perseguirlo con su retahíla de quejas sobre su gris existencia. Únicamente el miedo a la soledad impedía al joven dejar la pensión y buscar una casa para él solo.

A pesar de no ser aún las diez de la mañana, las calles ya estaban abarrotadas de gente que iba sin rumbo fijo calentando sus ilusiones bajo el tímido sol de noviembre. Ante “El jardín de las amapolas” padres y madres, niños y niñas se arremolinaban a la espera de que abriera sus puertas para asistir a la sesión dominical del Teatro La Nueva Polichinela, famoso en la ciudad por sus títeres, que cada semana representaba una función diferente. Fran dobló la esquina para esquivar a los pequeños que, impacientes, revoloteaban y gritaban como si creyeran que, así, apresurarían la apertura de la verja.

Entró por una callejuela de casas viejas y oscuras, tan estrecha que desde los balcones de uno y otro lado podían tomarse de las manos los enamorados. Sus pasos resonaban en el suelo empedrado. El cristal del escaparate de una peluquería reflejaba como un espejo cóncavo la imagen deformada de los viandantes. A pesar de haber transcurrido semanas desde las últimas lluvias, había que ir sorteando de tanto en tanto los charcos. Pocas personas se aventuraban a pasear por aquellas lugares; ni siquiera los rayos solares se colaban en aquellas callejas. Así que la humedad se hacía dueña de sus aceras desde principios del otoño hasta bien entrada la primavera. Frente a una taberna, un ciego dejaba escapar de su bandoneón una melodía que recordaba vagamente el Verano Porteño de Astor Piazzola. Fran se detuvo a escucharlo. Hacía mucho rato que había olvidado ya su propósito de regalarse con un desayuno. Nadie más que él parecía darse cuenta de la belleza de la música. Tal vez la costumbre de oírlo cada día había vuelto sordos a los viandantes. El ciego pareció percatarse de su presencia, porque, como si le avergonzase haber sido sorprendido en su ejecución, guardó el bandoneón en su estuche y se fue caminando hasta la puerta de otra taberna. Fran no se atrevió a seguirlo temiendo asustarlo. Cruzó la calle y permaneció unos instantes dubitativo, como si no acertara a decidirse el camino a tomar.

Escondida entre una floristería y una tienda de aparejos de pesca, había una pequeña galería de arte. A Fran le pareció muy extraño, casi incongruente, encontrarla en aquella callejuela olvidada del mundo. Se sintió tentado por la curiosidad y abrió la puerta que daba acceso a la galería. Después de la gris penumbra de la calle, la intensa luz de la recepción lo deslumbró. Una joven con rasgos orientales salió a su encuentro con la sonrisa de quien hace tiempo que espera la llegada de un cliente.

—Mi nombre es Sheila —dijo tendiéndole la mano —. Soy la dueña de la galería. ¿Qué puedo hacer por ti?

Le dijo que quería ver alguna de sus exposiciones y ella se ofreció a hacer de cicerone, como una nueva Beatriz mostrándole a Dante el Paraíso. La galería constaba de dos salas. En una de ellas se exponían objetos de artesanía traídos desde Uganda: alfombras confeccionadas con la corteza del árbol mutuba, figurillas de madera policromada que representaban a mujeres danzando, bolsas tejidas con lanas de alegres colores… Fran apenas prestaba atención: pese a su belleza, aquellos objetos no le decían nada. Pero el entusiasmo de la joven le impedía abandonar el local y continuar su paseo matutino. Con un dedo índice fino, largo, terminado en una uña nacarada, Sheila iba apuntando vasijas, estatuillas, sombreros, mientras le iba explicando la procedencia de cada pieza. Sólo el disfrute de la compañía de la joven oriental le animó a adentrarse en la otra sala.


Ophelia. Waterhouse


Una cristalera de pared a pared adyacente a la puerta de la sala dejaba pasar los rayos del sol desde un jardín que se encontraba en la parte trasera del edificio. De los muros de la sala, colgaba una decena de cuadros que recordaban las pinturas de Waterhouse, el artista prerrafaelita que recreó a La dama de Shalott. En todas las pinturas aparecía un lago de nenúfares cercado por un bosque frondoso donde, de tanto en tanto, se veían florecillas silvestres. Asomaba entre los árboles una joven de largos cabellos de color avellana vestida con una larga túnica de tela translúcida y los pies descalzos. En algunos lienzos apenas se distinguía su rostro, velado por la niebla, pero en otros sus facciones aparecían nítidas con los ojos verdes perdidos en la lejanía.



Miranda. La Tempestad. Waterhouse


Se detuvo frente a uno de los lienzos en el que la muchacha estaba sentada en la orilla del lago concentrando su atención en la guirnalda que sus bellas manos creaba engarzando flores silvestres mientras un gato blanco se enroscaba a sus pies. Lo miró con asombrada atención; no podía dar crédito a lo que estaba viendo. La joven de los cuadros no era sino la que cada noche se le aparecía en sus sueños. Allí estaba el lago, el bosque, la pradera con las florecillas silvestres de múltiples colores y el gato blanco enroscado a sus pies. Sólo él faltaba para que la escena estuviese completa: él saliendo al encuentro de la muchacha.  Sin saber muy bien qué pensar, miró a Sheila buscando una explicación a aquel despropósito. Después, sobreponiéndose a duras penas a la sorpresa, balbució una excusa y salió de la galería tan aprisa que se diría que hubiese visto un espectro.

Al día siguiente regresó después del trabajo. Esta vez se dirigió a la sala donde se exponían las pinturas sin detenerse siquiera a saludar a la galerista, que estaba hablando con una señora de edad avanzada. Permaneció casi una hora contemplando las pinturas. Cada cuadro parecía un retazo de su sueño. Analizaba los rasgos de la joven retratada, el más insignificante detalle de la escena, buscando una razón a lo que no tenía explicación alguna. Durante varios días, apenas comió ni durmió, tal era el estado de excitación en el que se encontraba; más y más persuadido de que una y otra joven eran la misma mujer. Finalmente, se armó de valor y le preguntó a la galerista por el pintor. Sheila se mordió el labio inferior antes de responder como si sopesase sus palabras.



Mi dulce rosa. Waterhouse



—Me gustaría poder contestarte, pero no es mucho lo que sé de él; por no saber ni siquiera puedo decirte su nombre. Hace tres meses vino a verme un abogado de una pequeña población de nombre desconocido para mí. Dijo venir en representación de un cliente que no quería que se supiese de él más que sus iniciales: J.B.C. Pretendía que le expusiera sus pinturas y me pusiera en contacto con su despacho si lograba vender alguna de ellas. Pese a mi insistencia, no he conseguido aún que me diga quién es el pintor. Me figuro que es un hombre, pero tampoco puedo asegurarlo. Ignoro si es joven o viejo, si vive en el campo o en la ciudad. Lo único que sé de él es lo que me cuentan sus pinturas.

Fran se inventó una historia sobre la modelo dando a entender que la conocía desde hacía tiempo y necesitaba encontrarla. Sheila pareció dudar, como si no acabara de creerlo. Él insistía en su deseo de dar con ella improvisando una y mil anécdotas sobre la joven de las pinturas en un desesperado intento por convencerla de que lo ayudase a localizarla. Tras mucho insistir, le arrancó la promesa de llamar al abogado para que le transmitiese su deseo de ver al pintor.

Las semanas siguientes, Fran consumió el tiempo que le dejaba su trabajo en una gestoría fiscal entre búsquedas infructuosas por Internet y visitas a la Galería de Arte. Navegaba por la red con la esperanza siempre frustrada de dar con algún rastro del pintor y su modelo. Esperaba que los títulos de las obras le pusiesen en el camino correcto: “El Lago de los prodigios”, “El cementerio de los enamorados”, “La morada de los libros”... Pero nada sacaba de aquellas búsquedas. Se sacudía de la decepción yendo hasta la Galería de Arte donde Sheila lo recibía con una amplia sonrisa. Sin cruzar más palabras que un breve saludo, entraba en la sala y pasaba la tarde entre los cuadros deteniéndose en uno u otro mientras dejaba escapar de cuando en cuando un suspiro que surgía de lo más profundo del alma. Yendo de la duda a la certeza, de la certeza a la duda. Y al término de su visita, la joven galerista lo estaba esperando con una taza de té de jazmín y dulce de jengibre.

Mientras Sheila parloteaba sin apenas hacer una pausa, Fran esperaba la menor oportunidad para interpelarla impaciente por saber si tenía noticias del pintor y su modelo. La joven no parecía oírlo cuando deslizaba sus preguntas, contándole mil y una historias del barrio. Sólo al final de la tarde le despedía con la misma respuesta:

—El abogado dice que no me puede contar nada.

Y Fran tomaba el camino de regreso a casa cabizbajo con las esperanzas agonizantes.

A medida que pasaban las semanas, Fran le iba contando más y más acerca de sus sueños. Si al principio no se atrevió a hablar de ellos consciente de lo absurdo que era andar buscando a una mujer que no existía más que en el etéreo mundo de la noche, con el paso del tiempo se convirtió en una necesidad el desahogo de su corazón. Enseguida se dio cuenta de que Sheila, lejos de considerar su historia un despropósito, lo escuchaba extasiada, sin osar siquiera respirar. Le aturdía con mil y una conjeturas sobre el misterio de la joven del cuadro que, en lugar de tranquilizarlo, le causaba más y más desasosiego: ¿Sería una mujer de un pasado olvidado?, ¿de una vida anterior?...

Los viernes Fran la ayudaba a cerrar la galería y, después, se iban juntos a cenar a un local que, de tan pequeño, costaba llamarlo restaurante. De camino, iban saludando a la gente del barrio que les salía al paso. Gregorio, el ciego, tocaba para ellos con su bandoneón melodías de viejas canciones de amor francesas antes de entrar en la taberna a beber el último vaso de aguardiente. Durante la cena, Fran escuchaba el alegre parloteo de Sheila, con el que, emocionada, intentaba desentrañar el misterio del joven.

Y cada tarde, la misma pregunta:

—¿Has sabido algo del pintor y la modelo?

Y cada tarde, la misma respuesta:

—El abogado dice que no me puede contar nada.

Mientras tanto, la joven de las pinturas seguía visitándolo por las noches. Sus sueños se tornaron más y más angustiosos. La muchacha ya no lo esperaba apaciblemente junto a un lago que parecía un río, un río que parecía un lago, mientras engarzaba flores silvestres de múltiples colores para formar guirnaldas y un gato blanco se enroscaba a sus pies. La encontraba vigilante en lo alto de un acantilado y, al acercarse él, veía con horror cómo se precipitaba al vacío. Lo despertaba su grito desesperado. Paseaba su mirada a su alrededor confundido, como si no supiese dónde se encontraba, como si no supiese quién era, hasta que el desorden de su habitación tomaba forma y él regresaba a la realidad. Aquellos despertares le dejaban el corazón rebosante de un inmenso dolor que únicamente lograba disipar cuando llegaba al trabajo y encendía el ordenador para enfrentarse a las facturas de la gestoría.

Los meses siguientes, Fran pareció sumergirse en la rutina olvidando su descabellado anhelo. Aunque a la salida del trabajo seguía acudiendo a la Galería de Arte, reprimía su deseo de pasearse entre los cuadros de J.B.C. Su ánimo oscilaba entre el apremiante deseo por conocer quién era la joven del cuadro, el porqué de su persecución nocturna, y el temor a terminar enajenado por una esperanza vana y absurda.

Un día Sheila, contra su costumbre, fue a buscarlo a la buhardilla. Esperó en la sala de estar mientras la casera intentaba encandilarla iniciando una conversación tras otra. Fran, extrañado de su visita, bajó apresuradamente las escaleras.

—El pintor quiere verte —fue lo único que le dijo y se marchó sin darle tiempo a decir nada ni a despedirse siquiera, tras guiñarle un ojo y entregarle unas hojas con la respuesta del director del banco a su correo electrónico.

Al día siguiente, pasó temprano por la gestoría y permaneció en ella el tiempo suficiente para hablar con su jefe y pedirle unos días de permiso. Después alquiló un Seat León y, siguiendo las indicaciones del correo electrónico, tomó la carretera que le había de llevar a la ciudad en la que se encontraba el despacho de abogados.

Fran llegó al bufete poco antes de la una de la tarde y salió del mismo dos horas después. Su piel, de ordinario oscura, lucía pálida con pronunciadas ojeras bajo los ojos. Parecía desorientado. Pasó por delante del coche tres veces antes de reconocer el que había alquilado para hacer el viaje. Ya en la carretera, se confundió dos veces de sentido retrasándolo en su camino hacia la casa del pintor. Su mente iba rumiando las palabras del abogado buscándoles un significado que no lograba desentrañar. Se esforzaba por hallar vestigios en su recuerdo de un episodio que, aún le costaba creer, había vivido siendo un niño. ¿Cómo era posible que se hubiese borrado de su memoria un acontecimiento así? Ni siquiera tenía un adjetivo para describirlo. ¿Terrible?, ¿desdichado?, ¿trágico?, ¿desgraciado?, ¿funesto? Intentó verse con doce años en lo alto del acantilado, intentó ver a la joven vestida de blanco, pero sólo venían a su mente las imágenes de su sueño.

Cuando no quedaban más que unos kilómetros para llegar a su destino, sus recuerdos parecieron empezar a desperezarse. Un árbol al borde de la carretera, la antigua caseta de un peón caminero, una granja medio derruida... A medida que avanzaba, se iba despertando el ayer: al principio sólo eran fogonazos que iluminaban trozos del pasado y se apagaban antes de darle tiempo a reconocerlos, pero al cruzar un riachuelo le pareció que se alzaba un pesado telón quedando al descubierto parte de lo que tenía olvidado. Aparcó el coche en un lado la carretera y continuó su camino a pie. Antes de divisar la casa, la vio con los ojos del niño que fue. Se aceleraron los latidos de su corazón y hubo de detenerse para evitar que le rompieran el pecho. Tragó saliva y siguió adelante. Y, al doblar una curva, la vio. Toda de piedra, estaba cubierta de una parra virgen que abrigaba sus paredes. Frente a ella, una pradera de césped cuidadosamente cortado, liso y reluciente. Nada había en aquel mar esmeralda sino un viejo pozo, que como si fuese un barco, descansaba varado en un rincón del jardín. En el centro, un naranjo alegraba la vista con sus flores de azahar, el único adorno de aquel edén. Y, a lo lejos, una gran extensión de agua: un lago que parecía un río, un río que parecía un lago.

No tuvo que llamar. En el momento en que iba a tocar el timbre, se abrió la puerta. En el umbral, los rasgos sobradamente conocidos, por años olvidados, del viejo pintor. El anciano le tendió las manos y, antes de fundirse en un abrazo, todo el pasado regresó como si nunca se hubiese ido.

II
Aquel verano, los padres de Fran alquilaron una casa en un pueblo cerca de la costa. Un compañero de trabajo de su madre les recomendó el lugar y los puso en contacto con el propietario, el hijo de un antiguo lugareño que había heredado varias propiedades en la comarca.

El pueblo no ofrecía muchas oportunidades de diversión para un niño de doce años como Fran más que los baños en un lago situado en una llanura o en la playa, unos kilómetros más allá. Para llegar al lago, había que tomar un camino de grava que atravesaba un bosque en medio del cual se encontraba una pequeña casa de piedra cubierta de parra virgen. En aquella casa vivía un pintor con su hija: una joven de la que se decía que estaba loca. En el pueblo se contaban en voz baja cientos de historias sobre ella. Corría el rumor de que su madre había muerto agotada de vigilarla noche y día para evitar que se arrojase al acantilado que había junto al mar. Pocas personas la habían visto y las que lo hicieron quedaron encandilados con su belleza, aunque también contaban el pavor que les causaba su mirada extraviada en algún punto desconocido y lejano.

Aquellas historias fascinaban a un niño de viva imaginación como Fran. Las oía a las mujeres que se congregaban en la plaza después de hacer la compra en el mercado. Es cierto que cuando él pasaba cerca, ellas guardaban súbitamente silencio, como si lo siniestro del caso no pudiera ser oído por un niño, pero aquel secretismo no servía sino para avivar más y más su curiosidad.

Alguna vez logró escaparse a la hora de la siesta mientras sus padres reposaban la comida. Remoloneaba alrededor de la casa del bosque y se asomaba al jardín intentando meter la cabeza entre los barrotes de la verja con la esperanza de dar con la joven loca. En más de una ocasión le pareció sorprenderla vigilando entre los visillos de la ventana que daba al porche: una muchacha vestida de celeste con una larga cabellera de color avellana. O tal vez era su imaginación la que le hacía creer que estaba allí después de haber estado oyendo las historias que sobre ella corrían en el pueblo.

La primera vez que la vio lo cogió desprevenido. Volvía con sus padres después de pasar la mañana en el lago. Iba entretenido con las leyendas que le contaba su madre acerca de aquella zona del país, así que estuvo a punto de pasar por delante de la casa del bosque sin darse cuenta de su presencia. Fue una bandada de gorriones que de repente emprendieron el vuelo la que llamó su atención. Giró la cabeza hacia el jardín de la casa y allí estaba ella sentada bajo el naranjo. Fran se fue quedando más y más rezagado. Cuando sus padres se adelantaron unos metros, él volvió sobre sus pasos y ocultándose tras un arbusto, se asomó al jardín para espiar a la joven.

La muchacha estaba sentada en un banco de piedra rodeada de florecillas silvestres que iba engarzando en una guirnalda. Parecía más alta y esbelta de lo que Fran había imaginado. Sus cabellos color avellana se escapaban de una coleta a medio deshacer cayendo sobre sus ojos una y otra vez. A sus pies, un gato blanco dormitaba acurrucado en un ovillo y frente a ella, un hombre de cabellos plateados plasmaba la escena en un lienzo. Fran la contemplaba desde su escondite olvidado del tiempo hasta que la voz de su madre llamándolo lo devolvió a la realidad.

Aquella visión aumentó su fascinación por la joven. ¿Estaría loca de verdad o su locura era producto de la imaginación de la gente? A él no le parecía que padeciera enajenación alguna. ¡Se la veía tan serena! Era la mujer más bella que había visto nunca.

Supo por un pastor de cabras que solía pasear por los alrededores al atardecer. Se las arregló para adentrarse en el bosque cada día a la caída del sol a espaldas de sus padres, que le habían prohibido atravesarlo si no iba acompañado por ellos. Esperaba la llegada de la joven oculto detrás de la cerca de una antigua granja abandonada y luego la seguía a distancia para no asustarla. La joven siempre hacía el mismo recorrido, caminando los tres kilómetros que los separaba de la playa. Allí se sentaba en la orilla del mar contemplando cómo las olas iban a romper hechas espumas jugueteando con sus pies desnudos. Luego, cuando el sol se escondía en el horizonte, se levantaba como quien despierta de un sueño y emprendía el camino de regreso seguida a pocos pasos de Fran.


Windflowers. Waterhouse


Una tarde la vio subir hasta el acantilado. Un mal presentimiento hizo que se aproximase a ella más que en otras ocasiones. La joven caminaba aprisa hacia el borde. Fran recordando entonces las historias que corrían sobre la muchacha que hablaban de cómo su madre no cesaba en su vigilancia por miedo a que atentase contra su vida, temió que cometiese tal locura, allí, en lo alto del acantilado. Los latidos de su corazón le golpeaban el pecho con más y más fuerza. Se había levantado un terrible viento que acrecentó el temor del niño. Quiso gritar pero ningún sonido salió de su garganta. Dejó su escondite y corrió hacia la joven mas no pudo hacer nada. Un instante antes de llegar a su lado, la muchacha se precipitó al vacío.

Por unos momentos que le parecieron una eternidad, Fran no supo qué hacer, paralizado por lo que acababa de suceder. Miraba desde lo alto del acantilado hacia las rocas buscando sin encontrarlo el rastro de la joven. El terror entrecortaba su respiración. Volvió la vista a su alrededor esperando hallar un camino para bajar a los pies del acantilado pero el miedo a caerse le hizo desistir. Finalmente, decidió ir a pedir ayuda. Emprendió una carrera tan frenética hacia la casa del bosque que le pareció no haber tardado más que unos minutos en llegar. Llamó con los puños a la puerta entre furioso y asustado mientras gritaba palabras incoherentes. Le abrió la puerta el hombre del cabello plateado que, con sólo verlo, pareció adivinar lo sucedido. Salieron corriendo hacia el acantilado. Por el camino, Fran no hacía más que repetir una y otra vez:

—No pude evitarlo, no pude evitarlo.

Llegaron en el momento en que el sol se escondía en el mar. En la cima del acantilado no quedaba otro rastro de la joven que sus sandalias doradas sobre la pradera. El pintor, como antes había hecho Fran, buscó un camino para bajar a las rocas y, al no encontrarlo, se llevó las manos a la boca a modo de altavoz y llamó a su hija en un grito que semejaba un rugido. Pero no obtuvo más respuesta que la que le devolvió el eco. La desesperación del hombre iba en aumento conforme pasaba el tiempo. Zarandeó a Fran para que le dijera dónde había caído la joven, más el niño estaba tan asustado que sólo sabía repetir:

—No pude evitarlo, no pude evitarlo.

Ya era noche cerrada cuando el pintor decidió regresar a su casa para dar aviso a la Guardia Civil. Sólo entonces Fran cayó en la cuenta de que sus padres podían estar preocupados por su ausencia. Pidió permiso al hombre para telefonearlos y, tras darles unas explicaciones apenas inteligibles, los convenció para que le dejasen permanecer con el pintor hasta que apareciera la joven. Media hora más tarde, la casa estaba llena de gente que no hacía caso de él. Se había dado la voz de alarma y todo el pueblo se había echado a la calle para ir a rescatar a la muchacha. Los padres de Fran también se unieron al grupo de búsqueda, pero él no los vio. Con el corazón saltando en su pecho, sólo prestaba atención a la pareja de guardias civiles que intentaban dirigir la partida.



Ophelia. Millais


Pasaban las dos de la madrugada cuando un hombre la encontró. Mecida por las olas que iban a romper en la orilla, estaba recostada entre las rocas. La expresión de su rostro era tan apacible que se hubiese creído que sólo dormía. Mas Fran, que no la vio sino unos segundos, sabía que de ese sueño no había de despertar más. Intentó acercarse a ella, pero una mano, la de su madre, se aferró a su brazo y lo retuvo alejado de la joven hasta que se la llevaron a la casa del bosque. Sus padres no quisieron esperar mucho más y lo arrastraron al coche de regreso al pueblo.

Desde primeras horas de la mañana, Fran anduvo por la casa como un sonámbulo. Sus padres no le dejaban solo y le animaban a que los ayudase a preparar el equipaje para la inminente vuelta a la ciudad. No le nombraron ni una sola vez lo sucedido. Tal vez con la ilusa esperanza de que lo dejase cuanto antes atrás; pero a Fran no le abandonaba el recuerdo de la joven.

Cuando llegó la tarde, Fran no soportaba más su desasosiego. Insistía una y otra vez en su deseo de ir a ver al pintor por última vez. Lloró con tanto desconsuelo que  sus padres acabaron permitiéndoselo por miedo de que se ahogase en la congoja.

Encontró la puerta del porche entreabierta. Llamó con los nudillos pero nadie le contestó. En el vestíbulo lo recibieron los cuadros que cubrían las paredes: “El lago de los prodigios”, “El cementerio de los enamorados”, “La morada de los libros”... En todos ellos aparecía la joven, protagonista de una leyenda medieval. Frente a la puerta de la entrada había otra abierta. Traspasó el umbral de la habitación y en medio de la misma la vio durmiendo su último sueño en una cama que parecía pensada para una niña. Fran acercó una silla al lecho y se sentó a su lado como si quisiera velar para que nadie perturbase su descanso. No supo cuánto tiempo estuvo solo con ella. De pronto, una mano se posó en su hombro y, al volverse, sus ojos se encontraron con los del pintor.

Al día siguiente, partió con su familia. Cuando llegaron a la ciudad, Fran contrajo unas extrañas fiebres. Durante semanas, se perdió en un mundo de delirios sin reconocer a los que rondaban a su alrededor. Cuando despertó de su extraño sueño, se había borrado de su memoria el recuerdo de la joven, que permaneció en el olvido hasta que veinte años después lo empezó a visitar cada noche.