jueves, 25 de febrero de 2016

Very Inspiring Blogger Awards





Mi querida amiga María Jesús Fernández me ha nominado para el premio “Very Inspiring Blogger Awards”. Desde aquí quiero agradarle de corazón que de haya acordado de mí.



Aprovecho la ocasión para expresarle también mi más profunda admiración. Es una gran escritora y, para que veáis que no exagero, lo podéis comprobar visitando su blog “Reinvenciones”. Me consta que os va a encantar.

Las normas de este premio son:

Dar las gracias y vincular a la persona que te ha nominado.
Seguir el blog que te ha nominado.
Enumerar las normas del premio.
Mostrar el logo del premio.
Contar siete cosas de ti.
Nominar diez blogs y comunicárselo a los nominados.

Así que sólo me falta contaros algo de mí y hacer las nominaciones.

Nací en Madrid un domingo de diciembre.

Una vez me ofrecieron una participación de lotería de Navidad y, harta de comprar a todos los que pasaban por mi mesa de trabajo, le dije que no quería. Luego tocó ¡el gordo! Entonces supe que lo mío no era la suerte con los juegos de azar, bueno, con los otros tampoco tengo mucha.

Mi flor favorita es la camelia.

Vivo en las afueras de Madrid.

Una de las cosas que más me gustan es leer una buena novela, pero desde que escribo estos relatillos, hasta me olvido de mis lecturas.

Pero, a pesar de estas aficiones, si me invitas a una conversación con un café lo dejo todo encantada.

Me encanta ver sola una película para reír y llorar a gusto.


En cuanto a mis nominaciones, son las siguientes:




  1. Conxita Casamitjana:Enredando con las letras
  2. Jorge Valín: Entre las brumas de Galicia
  3. Ricardo Zamorano: Palabras Narradas
  4. Paola Mendoza: Friends toons
  5. Isidoro Varcálcer: Cuentos Nawed
  6. Pilar Serrano: Entre dos líneas
  7. Nieves Lacasta: Nieves Lacasta
  8. Patxi Hinojosa Luján: Mis cosas
  9. Bruno Aguilar: Mensaje de Arecibo
  10. Rafa Ricote: Mis relatos

¡Enhorabuena a todos!

lunes, 8 de febrero de 2016

Un cuadrado entre círculos








Nota: Este relato lo escribí para el concurso “Torneo de Escritores” de la web Tus Relatos. El tema era libre, pero ellos te daban un título y no podías escribir más de 1.500 palabras.


El ocho de enero, Rosa saltó de la cama en cuanto el despertador dejó oír su melodía a las siete de la mañana. Su marido entre gruñidos intentó que volviera a acostarse. ¿Qué hacía levantándose y haciendo un ruido de mil demonios tan temprano si se había tomado el día libre en la oficina? Pero, cuando Rosa quiso responderle, él ya se había dado la vuelta en la cama dejando oír sus ronquidos. 

No tenía Rosa mucho tiempo que perder si quería estar en la puerta de los Grandes Almacenes a tiempo para coger un buen sitio antes de que abrieran. En menos de diez minutos se duchó, se vistió y, sin detenerse a desayunar, salió como una exhalación del apartamento: ya tomaría algo más tarde. Si corriese tanto para ir a la oficina, pensó, se ahorraría muchas broncas de su jefa. Pero, bueno, esa era otra historia.

Enfiló la Calle de los Tulipanes y, al llegar a la esquina con la Avenida del Petirrojo, el enorme cartel sobre la marquesina la dejó sin aliento. Debajo del anagrama de los Grandes Almacenes, se podía leer a grandes letras rojas: ¡Rebajas al 70%! Se quedó extasiada contemplando el cuadrado entre los siete círculos de este anagrama, dispuesta a dejarse seducir con todas las ofertas. Mas, cuando bajó la mirada a la acera, vio tal multitud, que a punto estuvo de retroceder y tomar el camino de regreso a casa. ¡Puff!, ¡menuda mañana la esperaba! Respiró hondo, preguntó a una señora por el último puesto de la fila y se puso a la cola lista para aguardar las dos horas que aún faltaban hasta que se abrieran las puertas de aquel Edén. 

No llevaba cinco minutos de espera cuando una joven toda vestida de cuero negro con una cresta verde fluorescente llegó corriendo. Al principio, tal fue la sorpresa que Rosa aguantó sin rechistar los calificativos irrepetibles con los que la recién llegada la acusaba de haberle robado su puesto en la cola aprovechando los escasos minutos en los que ella había ido a fumar un canuto. Pero luego, le respondió con los mismos bríos. Alrededor de las dos mujeres se armó un enorme revuelo entre los que daban la razón a la joven y los que decían que ésta, al abandonar su sitio, había perdido el puesto en la cola. Entre gritos y gestos poco armoniosos, las mujeres en liza estuvieron al borde de enzarzarse en una pelea de lucha libre, pero un municipal se entrometió en medio de la contienda en un intento de hacer valer su autoridad y poner orden. Apenas se hacían entender unos y otros, tales eran las voces con las que se dirigían al oficial, pero, finalmente, Rosa, muy ufana, vio como este apuesto policía le daba la razón y, guiñando un ojo a su oponente, retomó su puesto en la fila detrás de una señora que había sacado su labor de ganchillo para engañar la larga espera. 

A pesar de haberle parecido una eternidad el tiempo que duró la pelea, aún tuvo que aguardar hora y media hasta que pudo adentrarse en aquella cueva de Alí Babá. De cuando en cuando, tenía que patear el suelo para evitar los calambres en las piernas y soplarse los dedos de la mano para que no se convirtieran en carámbanos. En un descuido, se abrieron las dos grandes cristaleras que daban entrada a los Grandes Almacenes. Rosa, entonces, tuvo que correr a toda velocidad para no ser arrollada por la estampida de los que, frenéticos, querían ser los primeros en cruzar el umbral. 

Tal era el ansia por hacerse con una ganga que, en menos de lo que dura un suspiro, se vino abajo el exquisito orden que presidía los anaqueles de los artículos en venta. Aquí y allá se veía a un señor tirando de la manga de un jersey; una señora que intentaba esconder su cuerpo voluminoso en un pantalón minúsculo; una joven pizpireta rociándose de perfume; dependientas que se enjugaban el sudor de la frente a pesar de no estar sino empezando la mañana; el encargado del departamento de moda juvenil que corría de un lugar a otro como si no supiera adónde ir... 

Rosa también corría de un lugar a otro sin saber adónde ir. ¡Había tantas cosas bonitas a su alrededor...!

De repente lo vio. Un maniquí esbelto lo lucía en lo alto de una escalinata construida especialmente para él. Era de un color luminoso, entre blanco y crema; tornasolado, con destellos que refulgían para tentarla. Parecía una aparición, la materialización de un sueño. Sólo de verlo, se le cortó la respiración y tuvo que tragar saliva para recuperarse de la impresión. Subió despacio la escalinata. Cada peldaño le descubría un nuevo detalle que la enamoraba más y más: encaje de chantillí, rosas de organza, una cenefa bordada en pedrería y, al culminar el ascenso, la larga cola de varios metros. 

Pero... ¡No!, ¡no podía ser!, ¡otra vez no! Subiendo a su lado dispuesta a arrebatárselo, la joven de la cresta verde fluorescente. ¿Cómo semejante esperpento osaba pretender algo tan delicado? 

Rodeó dos veces el maniquí para apreciar la belleza del vestido desde todos los ángulos posibles mientras lanzaba miradas asesinas a su rival. ¡A ver quién se llevaba tan codiciada presa! Tomó entre sus dedos el tejido de la falda y se dejó acariciar la mejilla por su dulce suavidad. A su lado, la joven de la cresta parecía no haber reparado en su presencia, pero de vez en cuando dejaba asomar a sus labios una sonrisa victoriosa como si diese por sentado que el vaporoso vestido iba a ser para ella. Llamó a la dependienta para que despojase al maniquí del traje y, así poder llevárselo. Pero Rosa no estaba dispuesta a dejárselo arrebatar: ella lo había visto primero. Aguardó firme frente al maniquí en tanto mostraba los dientes a la joven como si de un fiero buldog se tratara. La dependienta miraba a una y a otra sin decidirse por ninguna. El duelo podía acabar en sangre y no quería que la sorprendiera entre semejantes energúmenos. De manera que volvió a su puesto detrás del mostrador como si esperase a que ellas solas resolviesen el problema. 

Mientras tanto, Rosa repartía su atención entre el vestido y la joven de la cresta para adelantarse a cualquier argucia de su oponente por quedarse con aquel traje digno de una princesa. Las miradas de una y otra no podían ocultar los instintos asesinos. Los minutos pasaban sin que ninguna pareciera decidirse a dar el paso decisivo. Hasta que, en un descuido de la muchacha, Rosa agarró el desmañado maniquí por la cintura y, con él bajo el brazo, se dirigió al mostrador sin hacer caso de los gritos y epítetos que le dedicaba la joven a su espalda.

Como no tenía suficiente dinero en efectivo, lo pagó con la Visa haciendo caso omiso de su conciencia, que se empeñaba en recordarle una y otra vez el elevado precio del vestido Después, no se detuvo a mirar más cosas. Regresó a casa cargada con el voluminoso paquete engalanado con un gran lazo de color de rosa. 

Apenas podía dar un paso por las aceras abarrotadas de gente que entraba y salía de las tiendas. Sin aliento, subió por las escaleras los cuatro pisos hasta su casa: tal era su contento que parecía haber olvidado que podía coger el ascensor. Le temblaban las piernas, las manos. Tardó unos segundos en encontrar las llaves y otros más en conseguir que ésta entrase en la cerradura. Ya en el apartamento, se quitó los zapatos y abrió el paquete con la misma expectación que si ignorase lo que escondía la inmensa caja. Sacó el vestido y lo estuvo contemplando con arrobo. Se lo puso por encima mientras se miraba excitada en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Sus ojos cayeron sobre el papel que envolvía el paquete y se perdieron en el anagrama de los Grandes Almacenes: un cuadrado entre círculos, siete círculos con los colores del arco iris. Sólo entonces se dio cuenta: se había vuelto a dejar tentar por el artístico anagrama. Angustiada, guardó presta el vestido de nuevo en la caja y luego lo ocultó en lo más profundo del armario. Tenía que apresurarse si quería hacerlo desaparecer antes de que su marido descubriera que había gastado una fortuna en comprar un traje de novia. 












lunes, 1 de febrero de 2016

Perseguida por el miedo




I
Cuando María bajó del autobús, se vio sorprendida por un golpe de calor que casi la hizo retroceder después del frescor que, a causa del aire acondicionado, se respiraba en el interior del vehículo. Esperó a que el semáforo le diese permiso antes de cruzar la calle y dirigirse a la calle en la que se encontraba la guardería de su hijo. Estaba cansada tras la larga jornada laboral y el peso de la bolsa con las naranjas y la barra de pan no contribuían a disminuir su fatiga; mas ello no impedía que su paso juvenil fuese acelerado y anduviera casi corriendo.

Al alcanzar la acera que la conducía a la escuela infantil, subió el escalón casi de un salto, torciéndose levemente el tobillo izquierdo. Se detuvo un instante para recuperar el aliento y se inclinó para darse un pequeño masaje en el pie dolorido. En ese momento, las vio. Pese a los más de diez años que la separaban de la última vez que se había encontrado con ellas, no tuvo ninguna duda: se trataba de ellas; allí estaban, a menos de cien metros de ella, frente al escaparate de una tienda de artículos deportivos, hablando con otras chicas que María no conocía. La marcha de su corazón se aceleró hasta hacerla sentir como cada latido golpeaba con fuerza en su pecho. Un zumbido como de un enjambre de abejas le susurraba al oído; las manos le temblaban ligeramente y sentía seca la boca, resecos los labios. Se cubrió la cara con la melena para, así, esconderse de ellas. Si hacía algún movimiento brusco, podía llamar la atención de alguna de las dos y, entonces, estaría perdida. Tenía que encontrar con rapidez una forma de esquivarlas; pensar con lucidez antes de que el pánico se apoderase de ella. Pero sus pensamientos, volátiles, se le escapaban antes de poderse hacer con ellos.

Tras unos segundos en cuclillas, que fueron una eternidad para María, se incorporó. Lo mejor sería darse la vuelta despacio, ir en la dirección opuesta y rodear la manzana, aunque ello la retrasase un cuarto de hora: tal vez las cuidadoras recriminaran su demora, pero aguardarían su llegada. Al comenzar a caminar, un fuerte dolor en el tobillo atravesó su cerebro como un trallazo. El pánico hizo que su frente se perlara de sudor frío: lo peor que le podía pasar en aquel momento era que la vieran cojear. Respiró hondo y cambió de mano la bolsa con las compras que, en aquel momento, parecían haber doblado su peso. Con paso lento y no muy seguro, comenzó a recorrer los doscientos cincuenta metros que faltaban hasta la siguiente calle, alargando más y más la distancia que la separaba de las dos jóvenes. Tuvo que dominar el impulso de volver la cabeza y mirar para comprobar si la seguían. Se acercó a la pared del edificio y, así, caminar con mayor estabilidad. El miedo se convirtió en una bola que le obstruía la garganta, impidiéndola tragar saliva con facilidad. Al fin, una señora que iba paseando un perro se acercó a ella, se ofreció a acompañarla y a llevarle la pesada bolsa. Le dio el brazo y la dejó sana y salva en la puerta de la guardería. Después de darle las gracias y despedirse de ella, respiró hondo, mientras cruzaba la puerta y se dirigía a la sala de juegos en la que le esperaba su hijo. Había logrado burlarlas.


II
Cuando María empezó a estudiar en el instituto, tenía catorce años, aunque quien no la conociese no veía en ella sino una niña de apenas diez. Era, entonces, de baja estatura y su aspecto menudo la hacía parecer aún de menor talla. La ropa colgaba de su cuerpo sin gracia debido a la delgadez de su cuerpo todavía infantil; y unos correctores dentales afeaban su sonrisa. Tal vez si no hubiese sido tan tímida; si su miedo a aquella clase para ella desconocida no la hubiese hecho titubear cuando los profesores se dirigían a ella; tal vez, digo, si no hubiese parecido un ratoncillo asustado; tal vez, Amparo y Pilar, las niñas más populares de la clase, no se hubiesen fijado en ella. Pero no fue así: Se fijaron en María e hicieron de ella el blanco de sus burlas.

No llevaba ni un mes en el instituto y ya la tenían atemorizada. La seguían a la salida de las clases llamándola “ratona”, primero en susurros, mas, poco a poco, iban elevando la voz hasta convertirla casi en un grito. Y esta cadencia de voces no era más que el reflejo de como iba creciendo su miedo. Pasado un tiempo, empezaron a amenazarla con hacer público aquel infame sobrenombre si no les daba dinero; le pedían que les hiciese las tareas que les ponían en clase o que les dejara copiar las respuestas a las cuestiones de los exámenes. Se dieron cuenta de que la hacían llorar si ridiculizaban su forma de vestir y no dejaron de hacerlo cada vez que se presentaba la ocasión. Para entonces, ya no era sólo ratona, sino “ratona llorona”. 

Las exigencias se tornaban más y más osadas y el miedo a ser llamada ratona, se burlasen de ella o abusaran de su mayor fuerza física la llevó, incluso, a sustraer dinero del cajón del escritorio de su padre. Su padre: tanto confiaba en sus hijos, que jamás cerraba con llave ni armarios ni cajones. Durante días, María se debatió entre la posibilidad de traicionar la confianza de sus seres queridos o arriesgarse a provocar a Pilar y Amparo. Finalmente, se dejó vencer por el pánico. Aun así, no pudo evitar que, mediado el curso, toda la clase conociese aquel apelativo que servía para que se sintiese más y más humillada. Consiguieron las dos amigas que ningún compañero se atreviera a ofrecerle su simpatía no fueran a convertirlo en otro apestado de la clase. 

Cada vez más despreciada y con menos defensas, lloraba al menor gesto de los demás, tomándolo como indicio de burla. Adelgazó aún más y tenía pesadillas tan reales que la dejaban asustada durante varios días. Sorprendía a los demás con sus explosiones de llanto sin causa aparente o con enfados repentinos cuando cuidaba a sus hermanos más pequeños. Las calificaciones escolares, siempre brillantes, bajaron y llegó a suspender en varias asignaturas. Los días que no tenía que ir a clase se refugiaba en su habitación, negándose a salir de casa por miedo a encontrarse con algún compañero que propagase fuera de las aulas aquel horrible sobrenombre. Incluso se escabulló más de una vez de las clases. Esperaba el paso de las horas escondida en algún rincón del parque que había cerca de su casa y, poco antes de la hora de salida del instituto, se dirigía a casa fingiendo que regresaba de su jornada escolar. 

Fue su madre la primera en darse cuenta de que los cambios en el comportamiento de María no eran debido a la rebeldía propia de la adolescencia. Intentó que le contase lo que le ocurría con los trucos más diversos: con mimos, con enfados, la invitó a comer, la llevó de compras... Después de mucho insistir sin hacer caso de las negaciones de su hija, logró que le confesase todo entre llantos. Las revelaciones de María, que, una vez que empezó a hablar, no omitió nada, la dejaron horrorizada. Se acercó al instituto para hacérselo saber a los profesores. Los que accedieron a hablar con ella le quitaron importancia al asunto o negaron que en el instituto hubiera comportamientos tan crueles: no se trataba sino de bromas a una niña demasiado mimada y susceptible. Tras infructuosos intentos de que tomasen alguna medida punitiva sobre Pilar y Amparo, los padres de María la cambiaron de instituto.

Diez años después, María creía haber despertado de la pesadilla en la que vivió sumergida al final de su infancia. Se sentía protegida por el amor de su marido y el de su hijo de apenas seis meses. Pasaba casi todo el día trabajando como dependienta en la floristería que tenían sus suegros y había alejado el miedo de su vida hasta aquella tarde en la que, en unos instantes, lo revivió todo.

A la salida de la guardería con su hijo dormido en su sillita de bebé, no se atrevió a ir caminando hasta su casa, pese a que estaba a sólo dos manzanas de la calle de donde vivía. Sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a su marido para que fuera a recogerlos. Se había torcido el tobillo, le dijo, y no podía caminar por el dolor.