viernes, 25 de marzo de 2016

Premio Liebster Awards







Mi querida amiga Manoli Vicente Fernández me ha nominado para el premio “Liebster Awards”.  Manoli es una gran escritora que llena de poesía todo lo que toca. La conocí en la Red Social Falsaria y me enamoraron sus poemas. Tiene un blog que, al que le gusta lo bueno, no debe dejar de visitar: Lascosasqueescribo


 Las normas de este premio son las siguientes:


  • Mostrar el logo del premio.
  • Agradecer a la persona que te ha nominado.
  • Responder unas preguntas.
  • Nominar a diez blog que te gusten.


Desde aquí quiero agradecerle a Manoli de corazón que de haya acordado de mí.



Las siete preguntas son:

1. ¿Cómo te definirías en tres adjetivos?

Disciplinada, alegre y precipitada.

2. ¿Cuál es tu palabra favorita?

Alegría. Me gusta su significado y cómo suena.


3. ¿Qué objetivos persigues con tu blog?

Simplemente que alguien me lea y que mis historias le lleguen al corazón de una persona.


4. ¿Hay algo que te haya influenciado o inspirado a la hora de su creación o que aún lo haga?

La idea me la dio mi amigo Carlos Caro y le estoy muy agradecida por ello. He descubierto una forma de compartir mis relatos en un espacio que forma parte de mí y me permite personalizarlo a mi gusto.


5. Cuenta algo que te identificase en tu niñez y aún lo haga.

La fantasía. Desde muy pequeña, he sido muy fantasiosa. Antes me guardaba para mí las historias que inventaba, pero desde hace tres años las recojo en el papel, bueno, en la pantalla del ordenador.

6. ¿Hay algún sueño por cumplir que determine tus pasos? ¿Cuál es?

Muchos, porque cada vez que se cumple un sueño, busco otro para tener una ilusión por la que luchar. Me gustaría ver algún día un libro mío publicado en papel, pero que anduviera solo por el mundo sin que tener que preocuparme de promociones y esas cosas.


7. Recomienda algún libro cuya lectura sea para ti imprescindible.

¡Qué difícil! Me gustan mucho los que se escribieron en el periodo de Entreguerras, como “Carta de una desconocida”, de Stefan Zweig, “Adiós a las armas” de Hemigway o “Al este del Edén”, de John Steinbeck. Pero mis favoritos son los novelistas del siglo XIX. Cualquiera son para mí un premio.

Y mis nominados:



  1. Conxita Casamitjana:Enredando con las letras
  2. Jorge Valín: Entre las brumas de Galicia
  3. Ricardo Zamorano: Palabras Narradas
  4. José R. Capel PURPLE Relatos en Re Menor
  5. Isidoro Varcálcer: Cuentos Nawed
  6. Pilar Serrano: Entre dos líneas
  7. Nieves Lacasta: Nieves Lacasta
  8. Patxi Hinojosa Luján: Mis cosas
  9. Bruno Aguilar: Mensaje de Arecibo
  10. Rafa Ricote: Mis relatos

¡Enhorabuena a todos!

lunes, 14 de marzo de 2016

El canto del cisne



En los años veinte la ciudad de Los Ángeles se pobló de jóvenes aspirantes a estrellas de cine venidos de las cuatro esquinas de los Estados Unidos. Ellas querían ser Louise Brooks, Mary Pickford, Lilian Gish; ellos, Rodolfo Valentino, John Gilbert, Douglas Fairbanks. Los estudios de la cine rechazaban cada día a chicas soñadoras convencidas de que bastaba con un aleteo de los párpados para que Griffith se inspirase y repitiera la epopeya del “Nacimiento de una Nación”. Pero solo unos pocos elegidos estaban llamados a convertirse en los privilegiados que cada día conseguían con su interpretación que la gente dejase atrás los horrores de la Gran Guerra.

Sophie formaba parte de aquel ejército de jóvenes que buscaban dar un giro a su destino en la Ciudad de los Sueños. Había llegado a Los Ángeles desde su pueblo natal en Texas pocos días después de cumplir diecinueve años alentada por su prima Beth, quien llevaba tres años alternando su trabajo de aprendiz de peluquera con apariciones esporádicas como figurante en películas en los estudios de la Warner Bros recientemente inaugurados en Sunset Boulevard. Iban a compartir habitación con otras dos jóvenes en una pensión de segunda o tercera categoría donde recalaban un número mayor de futuras starlet del que hubiera sido sensato albergar si se consideraba el diminuto tamaño de las cuatro habitaciones de la casa. La pensión era regentada desde hacía siete años por Miss Blake, una antigua bailarina de variedades que había salido huyendo de Broadway para evitar el escándalo al quedarse embarazada del dueño del teatro, un hombre casado.


Mary Pickford



A los pocos días de pisar por primera vez el suelo de Los Ángeles, Sophie consiguió un empleo de camarera en un establecimiento que ofrecía platos caseros a bajo precio a los camioneros que cruzaban la ciudad de paso en su viaje de Norte a Sur, de Sur a Norte, por la Costa Oeste. Desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, Sophie caminaba entre las mesas del local anotando los pedidos en una libreta, llevando y trayendo bandejas y aguantando las bromas algo subidas de tono que los clientes hacían a su costa. A la salida del trabajo, con los pies doloridos tras las prolongadas horas sin haber podido sentarse un instante y la cabeza repleta de voces, no la animaba sino un deseo: acostarse cuanto antes en su cama. De lunes a viernes su alma permanecía aletargada. Mas el fin de semana recobraba la vida y volvía a ser la joven que anhelaba convertirse en una nueva Lilian Gish.

Sophie creyó que, a su llegada a la ciudad, su prima le abriría las puertas del Paraíso, que iba a guiarla por los intrincados caminos que conducen a la Fama. Pero Beth estaba demasiado ocupada para dedicarle su tiempo y ni siquiera la llamaba cuando salía con sus amigos tal vez avergonzada de su acento pueblerino y su vestuario provinciano. Pero Sophie parecía entender los prejuicios de su prima y no se sentía ofendida de los desplantes de los que era objeto. Después de todo, ¿quién era ella comparada con Beth que salía en las películas que luego veía en el cine?




Douglas Fairbanks




Así que los sábados recorría la ciudad maravillándose a cada instante de los tesoros que en ella se escondían. De vez en cuando, veía un coche atravesar la calzada a toda velocidad y creía vislumbrar entre los cristales el rostro sonriente de alguno de sus ídolos de la pantalla. Entonces el corazón se le detenía un instante impresionada al pensar que respiraba el mismo aire que ellos.

A las cinco de la tarde, entraba en el “Cine Intercontinental” y se gastaba lo que había ganado con las propinas que le daban los clientes por su buen servicio. Allí la veía yo desde el rincón donde tocaba al piano las melodías que acompañaban aquellas películas del cine mudo. Enseguida me fijé en su cabello cobrizo peinado con ondas que le caían sobre los hombros y en sus ojos del color de las violetas. Desde mi rincón la vi reír con Charles Chaplin en “Vida de perro” y con Harold Lloyd en “La niña y la niñera”; llorar con “Lirios rotos” y con “Intolerancia”; suspirar con Rodolfo Valentino y estremecerse ante Nosferatu.




Louise Brooks


Al término de cada película, permanecía en su asiento como si su espíritu se hubiera quedado prendido a la pantalla. Yo no me atrevía a moverme por miedo a asustarla y, de ese modo, podía transcurrir un cuarto de hora largo hasta que, al fin, parecía despertar de un sueño y salía del cine casi corriendo como si temiera ser reprendida por su mal comportamiento.  Yo la seguía a distancia para asegurarme de que llegaba sana y salva a la casa donde creía vivía con su familia. Aquel amor a distancia duró semanas. Una tarde me armé de valor y, a la salida del cine, me ofrecí a acompañarla. Fue entonces cuando me contó sus esperanzas de llegar a ser un día una estrella de Hollywood. Con la ingenua convicción que otorga la juventud, me mostró el futuro que contemplaba ante sí, tan brillante como el presente de sus admiradas Mary Pickford y Louise Brooks. Y con la misma ingenuidad de la que la joven daba muestra, yo la creía, contagiado de su entusiasmo.



John Gilbert


A partir de aquella tarde, las veladas de los sábados dejaron de recordarme mi mediocridad de pianista frustrado y se convirtieron en el centro de mi existencia. Ya no tocaba para un público indiferente que, atento a las historias que se sucedían en la pantalla, no reparaba en las notas falsas que de cuando en cuando se me escapaban. Tocaba para ella y me recreaba en la melodía con la esperanza de llegar a su corazón. Pero para Sophie sólo fui su compañero de soledades, la persona que la aliviaba de sus pesares y le hacía creer que sus fantasías eran el preludio de una vida mejor.

Una de estas tardes la invité a cenar en un restaurante barato no muy lejos de la pensión. Enseguida me percaté de que algo le había sucedido. Sus ojos semejaban luciérnagas y reía por todo y por nada. Nunca la había visto tan contenta, pero hasta acabada la cena no me quiso decir qué la hacía tan feliz.

─Voy a salir en una peli de verdad.

Apenas entendía lo que me decía pues, entre frase y frase, dejaba escapar una risa nerviosa. Nunca me había resultado tan encantadora, nunca había sido menos para ella. Con su acento texano, se enredaba con las sílabas y la emoción le hacía atragantarse con las palabras.

─Te va a parecer increíble: yo todavía no me lo creo. ¡Una película!, ¡una película de verdad! ¡Como las que vemos en el Intercontinental!

─Cálmate, anda, y cuéntamelo desde el principio.

 ─Tenía que ir Beth, pero está con un gripazo que no se puede levantar de la cama. Verás, verás. La llamaron el lunes de los estudios de la Warner.

─Pero, ¿cómo es que la llamaron?, ¿acaso es la nueva chica de John Gilbert? ─le pregunté mofándome un poco; divertido al verla tan ilusionada como un niño al que regalan un trenecillo.

─No te burles de mí, Joey. Ya te he contado millones de veces que Beth hace películas. De figurante, pero sale en las películas. ¡Anda, no me interrumpas!

La hubiera besado en aquel momento si no hubiese sido por mi miedo a perder lo poco que tenía de ella.

─Pues, como te estaba diciendo antes de que me cortaras, la llamaron el lunes para que fuera al día siguiente a las diez de la mañana a hacer una prueba pero ella no podía ir porque tenía una fiebre espantosa, así que me dijo que fuera yo en su lugar, que habría tanta gente que nadie se iba a dar cuenta del cambiazo.

─¿Te hiciste pasar por tu prima? ─pregunté asombrado.

─No, no. No me atreví. Cuando llegué a las oficinas, había un señor calvo y bajito apuntando los nombres de los que íbamos entrando. Éramos miles, no te exagero, y me asusté tanto al ver tanta gente que casi me doy la vuelta y me voy. Pero entonces vi una foto gigante de Charlot y me subieron las cosquillas por la espalda al pensar en las estrellas que pasaban por allí y me quedé. ¿Por qué no podía intentarlo? Entonces, entonces, cuando me preguntó el hombre cómo me llamaba, le conté la verdad, que Beth no podía ir porque estaba en la cama con gripe. Y, ¿sabes?, no me dijo nada. Apuntó mi nombre y mi dirección en su libreta y me mandó pasar a una sala donde había mucha más gente esperando para hacer la prueba.

No conseguí saber en qué consistió la prueba: supongo que sería una prueba de fotogenia. Estaba tan nerviosa que iba de una cosa a otra sin acabar de contar ninguna. Quien la viera hubiera pensado que le habían dado el papel protagonista de una gran producción cuando no se trataba más que de una simple aparición de unos segundos en una película de un director desconocido: apenas unos cuantos fotogramas en los que se la vería un instante mientras contemplaba el escaparate de una tienda en el momento en que pasaba por la acera la pareja protagonista. Nada más. Y nada menos. Porque transformaron a Sophie en una gran dama de la alta sociedad neoyorquina. Cubrieron sus cabellos cobrizos con una peluca negra peinada la melena corta según el estilo que imperaba en aquellos años del Charlestón y la engalanaron con un collar de perlas de imitación que le daba dos vueltas y le llegaba por debajo de la cintura.

Después de aquel no me atrevo a decir papel, la llamaron con frecuencia. Ignoro cómo se las arreglaba para faltar a su trabajo. Me figuro que los días en los que tenía que acudir a los estudios a rodar sus dos segundos de gloria, engatusaría a alguna de las chicas para cambiarles el turno. No lo sé. A mí no me hablaba más que de sus apariciones en la pantalla, de los trajes que le hacían poner, de las veces que se cruzaba con alguno de sus ídolos... Ensayaba conmigo cada movimiento con la seriedad con la que una gran actriz se prepara el papel de Ofelia, aunque sus intervenciones se limitasen a cruzar una calle, sentarse en el banco de un parque con un libro entre las manos, pasear un perro o simular que se tomaba una copa en la barra del bar de un hotel. Era tal nuestro entusiasmo, que cuando se estrenaba la película, la veíamos una y otra vez sólo por deleitarnos con esos dos segundos en los que apenas se la distinguía.

Mientras yo me iba enamorando más y más de Sophie, ella se iba alejando de mí. De nada me servía confesarle mi amor: ella me acariciaba la mejilla con el dorso de su dedo índice y, como si siguiera una broma muy repetida que a mí me partía el corazón, decía entre risas que no se casaría con nadie más que conmigo.

Un año después de asomarse a la pantalla de los cines por primera vez, un director se fijó en ella y le ofreció un pequeño papel. Ya no se trataba de dos segundos que pasaban inadvertidos a la mayoría del público, sino de quince minutos en los que interpretaba a la doncella de la protagonista y mantenía una conversación que recogían los intertítulos. Su estreno como actriz hubiese pasado inadvertido de no ser por un primer plano de su bello rostro que llenó la pantalla. Todo el mundo se rindió deslumbrado ante la luz cegadora de sus ojos y se enamoró del hoyuelo de su barbilla. “Vanity Fair” sacó su fotografía en portada y los kioskos se llenaron de su sonrisa. A la puerta de la pensión se arremolinaban cada día periodistas, fotógrafos y curiosos a la caza de una palabra, una sonrisa, una mirada. El teléfono de Miss Blake repiqueteaba a todas horas con ofertas de papeles para miles de títulos de películas. Sophie no sabía si estaba en el cielo o en el infierno. Se sentía desbordada del cambio radical que estaba tomando su vida. Fue entonces cuando perdió el control de su vida y yo la perdí a ella.

Sophie nunca fue una primera figura ni una actriz deslumbrante de aquellos años de esplendor del cine mudo; sin embargo, alcanzó suficiente popularidad para ganarse el cariño de un público fiel. Los estudios de la Warner le hicieron un contrato por un año que, al finalizar, prorrogaron por otros cinco. En pocos meses convirtieron a la muchacha provinciana en una joven sofisticada con aire cosmopolita. Cortaron su larga melena por encima de los hombros, oscurecieron sus cabellos, la maquillaron resaltando sus pómulos salientes y la vistieron con trajes de alta costura. Los mismos estudios alquilaron para ella un apartamento en Beverly Hills, lejos de la pensión de Miss Blake. Y le buscaron un acompañante, un actor de segunda, con el que aparecía en todas las fiestas que daban los grandes del mundo del cine. Me bastaba abrir las páginas de “Harper Bazaar” para verla sonriendo a la cámara junto a Douglas Fairbanks y su esposa, Mary Pickford: sus ídolos apenas unos meses antes.



Lilian Gish



Podían pasar semanas sin que la viera más que en esas imágenes de la prensa o compartiéndola con el público que acudía al Intercontinental mientras mis dedos recorrían las teclas de marfil. Hasta que recibía una llamada suya y, durante unas horas, nos ocultábamos de las miradas indiscretas en el rincón más oscuro de una cafetería o paseábamos por “El jardín de las Rosas” saboreando un helado de fresa. Sophie, entonces, volvía a ser la joven ingenua que se entusiasmaba contándome sus sueños. Escuchaba embelesado sus historias sobre los chismes que corrían por los estudios, las manías y caprichos de actrices y actores. Me divertía cuando se escandalizaba con los rumores de adulterios y amores prohibidos que le susurraban en el oído los chismosos y chismosas del estudio. Seguía siendo la chica inocente llegada de un pueblo de Texas que se maravillaba por todo. Pero, con el paso de los meses, nuestros encuentros fueron haciéndose más y más distantes hasta que desapareció de mi vida.

No volví a ver a Sophie en mucho tiempo. Me costaba reconocer en la dama elegante que se paseaba por la prensa de oropel a la joven espontánea que se entusiasmaba contándome sus sueños. Las fotografías me la mostraban acudiendo a las fiestas y recepciones de la alta sociedad de Los Ángeles y Nueva York, bailando en los brazos de los actores más atractivos, navegando en los yates que atracaban en la Bahía de San Francisco o veraneando en La Costa Azul. En el otoño de mil novecientos veintitrés rompió mi corazón cuando la prensa anunció su matrimonio con el director de la primera película en la que fue protagonista y, apenas siete meses después, acabó de herirme cuando se divorció para casarse con un cámara que vivía de ella. Cada noticia que recibía de Sophie era una puñalada para mí y a pesar de ello, devoraba todo lo que sobre ella se publicaba.

Mientras tanto, salí con otras mujeres, a las que no podía evitar compararlas con su recuerdo, o más bien debería decir con la imagen que fui construyendo semana tras semana, mes tras mes. Una vez estuve a punto de casarme con una buena chica que me ofrecía su amor sin ninguna reserva y su familia también me tenía afecto. Llegamos incluso a mirar apartamentos y a fijar la fecha para la boda. Pero un mes antes del enlace, rompí el compromiso: Aceptar su amor deseando a Sophie hubiera sido cometer una vileza. Así que se lo conté todo y la abandoné tras romperle el corazón. Después ese fracaso, me sumergí en mi vida gris de pianista frustrado que tocaba en el “Cine Intercontinental” mientras se dejaba llevar por sueños imposibles.

Dos años después de que triunfase en los teatros de Broadway, se estrenó en los cines “El cantor de jazz”. La premier no causó sensación por su guión ni por la magnífica interpretación de Al Jolson sino por tratarse la primera película sonora. Muchos creímos que el entusiasmo que despertó en el público aquel avance de la técnica iba a ser pasajero, un capricho de excéntricos que desaparecería tan pronto como dejase de ser una novedad. Pero nos confundimos. La gente hacía cola para conseguir una entrada de las nuevas películas y se olvidó del esplendor del cine mudo. El cine sonoro no sólo trajo consuelo a los que, tras la crisis del veintinueve, habían perdido sus esperanzas, también llevó a la ruina a buena parte de los que, como yo, habíamos vivido de las antiguas películas. ¿Para qué servía ya un pianista en un cine? Fueron legión los actores y las actrices que no lograron sobrevivir a la revolución que se produjo en los últimos años veinte, entre ellos estaba Sophie.

En mil novecientos veintiocho, seis años antes que Greta Garbo, Sophie interpretó a Marguerite Gautier en una nueva versión de “La dama de las camelias”. El estreno en Nueva York causó una gran expectación entre el público y la prensa: era la primera vez en la que se podía oír su voz. Yo tampoco quise perderme la premier, de manera que me tomé una semana libre y, con unos cuantos dólares que había podido ahorrar, me presenté en Nueva York dispuesto a saborear aunque sólo fuera unas gotas de las mieles del éxito de Sophie.

Dos horas antes de tan importante acontecimiento, la avenida en la que iba a tener lugar el estreno y las calles adyacentes estaban colapsadas de gente que esperaba con impaciencia la llegada de Sophie. Muchos se conformaban con ver un trozo de su vestido, mas también eran muchos los que tenían la esperanza de ser los destinatarios de su sonrisa.

Por mediación de un amigo que trabajaba en la Warner, había conseguido una localidad en el patio de butacas lo suficiente cerca de la puerta como para ser testigo de su entrada en el cine. Llegó del brazo de Lou Tellegen, con quien se la relacionaba desde que éste obtuviera el divorcio de Nina Romano. La vi mucho antes que el público se diera cuenta de su entrada. Parecía una sirena con un vestido de lamé plateado que se ceñía a su figura hasta los pies. Cubría sus hombros desnudos una estola de visón blanco sobre la que caía su melena cobriza peinada en ondas. Un murmullo recorrió la sala cuando la pareja atravesó el pasillo central. Al pasar por mi lado, Sophie volvió la cabeza y, por una décima de segundo, me pareció que me había visto pero su mirada permaneció impasible mientras hacía su recorrido hasta las localidades de honor seguida de la admiración de su público.



Lou Tellengen



Al apagarse las luces y oírse los primeros acordes del “Concierto para piano número 2” de Rachmaninov se hizo el silencio en la sala. Sin darme cuenta de lo que hacía, cuando apareció en escena Sophie, adelanté todo mi cuerpo y me aferré a la butaca que tenía delante. Todo el mundo contuvo el aliento expectante por escucharla al fin. Y entonces ocurrió lo que nadie había previsto. En cuanto empezó a hablar con su voz chillona y su acento texano, una ola de carcajadas recorrió la sala. ¿Era aquélla la Sophie Maxwell que todos admiraban? Si no sabía pronunciar las palabras, si su voz producía risa. Mientras en la pantalla Marguerite Gautier se moría de tuberculosis, en una de las butacas Sophie se moría de humillación y yo me moría en la mía al pensar en su vergüenza. Y de pronto la vi salir corriendo hacia la puerta. Quise seguirla pero dos gigantones, guardaespaldas, supongo, me lo impidieron.

Después de aquel fiasco, Sophie desapareció. Durante meses, los sabuesos de la prensa husmearon en busca de su rastro sin lograr dar con ella. Inventaron sobre ella las historias más inverosímiles: que si había dejado a su marido por un magnate del acero, que si estaba en una clínica de desintoxicación, que si había entrado en un convento para expiar la culpa por la vida un tanto desordenada que había llevado hasta entonces... Pero no pudo comprobarse ninguna de tales historias. El misterio que la rodeaba hizo olvidar el fracaso de “Las damas de las camelias”. Se construyó en torno a ella una leyenda que la hicieron aún más deseable. Hasta que poco a poco cayó en el olvido: la Fama es ingrata y cuando asciende una nueva estrella abandona, cual madrastra, a sus hijos mayores.

Yo también la busqué. Egoísta, estaba convencido de que, si el éxito me la había arrebatado, el fracaso me la devolvería. Pero me equivoqué. Llamé a las puertas de la pensión de Miss Blake, que no supo decirme su paradero pero me dio el teléfono de su prima Beth. Me encontré a una mujer vanidosa precozmente envejecida que durante un par de semanas me entretuvo con el cuento de que iba a hablar con Sophie y arreglar un reencuentro. Pero resultó que no sabía de su prima más que yo y sólo obtuve de ella una noche de pasión que ni siquiera disfruté pensando en Sophie. Después de aquel fracaso, me presenté en las oficinas de los estudios de la Warner dispuesto a no moverme de sus sillones de cuero negro hasta que me dieran noticia de Sophie, pero sólo logré que llamasen a los de seguridad y me echasen de allí a patadas, literalmente. Finalmente, me resigné a su pérdida y me hundí en una existencia mediocre simulando ante mí mismo que la había olvidado.

Cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor, arrastraba mi vida en un colegio de señoritas en San Francisco enseñando a aporrear el piano a adolescentes sin ninguna vocación musical. Vivía en una casa medio en ruinas sin más compañía que la de un perro que recogí en la calle cuando alguien lo abandonó a los pocos día de nacer. Hacía mucho que había dejado atrás mis sueños de juventud y mi única esperanza cada despertar era llegar sano a la noche. No estaba al tanto de las noticias pues sólo oía la radio para escuchar el concierto de las siete de la tarde y, desde que desapareció Sophie, me negaba a gastarme unos centavos en quien había contribuido a su destrucción. Así no es de extrañar que no me enterase del bombardeo de nuestra base naval en Hawai hasta dos días después cuando llegué al colegio.

Aquella noche de diciembre, salí a pasear con mi perro antes de cenar. No me extrañó encontrar desiertas las aceras: el frío no invitaba a adentrarse por las calles. Recorrimos de arriba abajo el Embarcadero: siempre he encontrado paz contemplando el ir y venir de los barcos, imaginando los lugares que han visitado y las historias de los viajeros que se aventuran a surcar los mares. Durante un rato largo, descansé la vista en el horizonte antes de emprender el camino de regreso. A la altura de la iglesia presbiteriana a unos veinte metros de mi casa, el perro se puso a ladrar nervioso y tiró de mí, que lo llevaba sujeto por una correa, hasta casi hacerme caer. Una desconocida que parecía estar esperándome sentada en los escalones del portal. Al vernos llegar, empezó a temblar como si tuviera miedo no sé si de mi fiel compañero o de mí. Se levantó con mucha lentitud, como si le costara moverse. Pensé que se trataba de una vieja indigente maltratada por muchos años de vida a la intemperie, tal era su aspecto desgreñado.

─Joey ─gritó una voz del pasado─. Soy yo, Sophie.

Entonces reconocí sus ojos color violeta y el hoyuelo de su barbilla. Por un momento no supimos qué decir. ¿Cómo podía ser Sophie aquella mujer envejecida que despedía un fuerte olor a ginebra barata y a miseria? No debía de tener sino cuarenta y dos años y parecía una anciana. Sus ojos estaban vacíos y su boca no lograba esbozar una sonrisa, sólo mostraba una mueca a medio camino entre la amargura y el escepticismo. Una carcajada burlona muy diferente de su risa ingenua de otros tiempos me sacó de mi estupor.

 ─¿No me reconoces o qué?

Su acento texano había desaparecido para dar paso al modo de hablar de los barrios bajos de Los Ángeles.

 ─Te doy miedo, ¿eh? No creas que me extraña. No eres el único. ¿Pero me vas a dejar pasar a tu casa para hablar un rato o no? No quiero más que eso, no creas que vengo a pedirte dinero. No. A ti no, Joey.

Avergonzado de mí mismo, me recompuse como pude y la invité a entrar. Miró a su alrededor como para hacerse una idea de la persona en la que me había convertido en su ausencia.

─Veo que tú tampoco te has hecho rico. Pero me gusta tu casa. Es como te recordaba: ordenada y cálida.

Se acercó a la librería y leyó en voz baja los títulos de los cientos de volúmenes que me habían hecho compañía mientras ella estaba escondida. Quise decírselo, hablarle de mi espera sin esperanza, pero no me salían las palabras. Sentía unas ganas inmensas de llorar por lo que fuimos, por lo que nos habíamos convertidos. Pero aquella mujer ajada no era sino una extraña para mí ante la que no sabía cómo comportarme. Ella tampoco parecía sentirse muy segura conmigo, a pesar del tono descarado con el que me hablaba.

Improvisé una cena con los restos del almuerzo y abrí una botella de vino blanco, regalo una alumna cuya familia era propietaria de unos viñedos. Tal vez un plato caliente podía ayudarnos a romper el hielo. Durante la cena, Sophie apenas probaba bocado aunque llenó su vaso de vino en varias ocasiones. No paró de hablarme de los años gloriosos del cine, cuando el cielo la adoptó como una estrella más. Intenté que me contara dónde había estado en los últimos doce años pero esquivaba mis preguntas sin interrumpir su verborrea repetitiva. Eran las mismas historias con las que me entretenía cuando éramos jóvenes pero sin la inocencia de entonces: en ellas sólo había sarcasmo y amargura. Al acabar la cena, estábamos algo más que bebidos. Pasamos del plato a los besos sin que supiera cómo había sucedido: los primeros y últimos besos de nuestras vida, aquellos tantas veces deseados por mí: besos con sabor a hiel. A pesar de mi afán por disimularlo, la pasión había desaparecido de mi corazón dejando en su lugar un extraño sentimiento en el que se confundían la compasión y la repugnancia.

Como si me impusiera una penitencia, la conduje a mi habitación y la fui despojando lentamente de su ropa. En sus ojos leí la súplica como si quisiera volver a sentirse bella y deseable. Fingí un amor que estaba muerto y acaricié los restos de mi adorada Sophie. Le susurré las palabras que en otro tiempo deseé decirle. La colmé de ternura y, por unos momentos, me pareció tener en mis brazos a la mujer que nunca había dejado de amar. Sus ojos se desprendieron del resquemor y se vistieron de  dulzura. No fueron sino unos minutos en los que alcanzamos la dicha. Después apoyó la mejilla en mi hombro y se quedó dormida. La noche, con su placidez, me devolvió a mi Sophie. La estuve contemplando hasta que también me dejé mecer por el sueño.

El sol estaba ya en lo alto cuando me desperté. Alargué el brazo buscándola pero no encontré a nadie a mi lado. Recorrí la casa sin hallar rastro de ella, como si la noche anterior no hubiese sido sino un sueño. Entonces lo vi. En la esquina de la mesa de la cocina un pedazo de papel con una sola palabra: “Gracias”.

Salí a la calle en su busca pero no me encontré más que el frío de la mañana. Recorrí la larga avenida que conducía al Embarcadero y creí reconocerla en una mujer que caminaba delante de mí pero al aproximarme me percaté de mi error. Entonces lo comprendí. Aquella noche no había sido sino su forma de de decirme adiós, su canto del cisne antes de enterrar para siempre a la joven Sophie que un día secuestró mi corazón.










martes, 1 de marzo de 2016

La silueta de la mariposa




I

La joven sostenía la taza de café con firmeza. Sus ojos eran duros y un ligero temblor de la barbilla delataba su agitación. Por más que la miraba, Julia no veía en ella ningún rasgo que le fuera familiar. Era de elevada estatura y tan delgada que su hechura recordaba la de un efebo: el pecho apenas marcado por debajo de la blusa amarilla y las caderas lisas estaban muy lejos del aspecto de matrona que ella presentaba. Tampoco el óvalo de su rostro con unos pómulos salientes tenían nada que ver con su cara redonda ni con la mandíbula cuadrada de Juan. Cuanto más la miraba más convencida estaba de que la joven no era su hija.

El silencio entre ellas se iba haciendo más y más espeso. Entre ellas se interponía un racimo de preguntas que ninguna se atrevía a plantear. Julia se arrepintió de haber accedido a recibirla.

─Tengo unas perronillas que mi hija Isabel trajo de Salamanca el otro día. ¿Quieres probar una?

Julia se mordió el labio inferior. No debería haber mencionado a Isabel, pensó. A la joven podía molestarle que hablara de sus otros hijos.

─¿Cuántos tiene? Hijos, quiero decir.

Julia se quedó pensando antes de contestar. ¿Cuántos debía decir? ¿Tres?, ¿cuatro? La joven pareció darse cuenta y se impacientó al verla dubitativa. Sobre el televisor, una fotografía mostraba la imagen de su familia en las últimas vacaciones: caras sonrientes muy distintas del rostro adusto de la joven. Julia se levantó para enseñársela. Tal vez le ayudase a romper el hielo.

─Mira. La mayor, Isabel, tiene dieciocho años. Éste es Pedro, que tiene dieciséis y el pequeño pecoso, Santi, que tiene doce.

La joven tomó la fotografía con delicado cuidado y permaneció unos instantes contemplándola como si quisiera labrar en su memoria cada rasgo.

─¿Tú tienes hijos?

─No.

La conversación iba a morir antes de nacer. La joven no se lo estaba poniendo fácil. ¿Qué podía decirle ahora? Julia se removió incómoda en el sillón. En su interior se confundía la piedad por aquella joven que no sabía cómo plantearle las preguntas que la torturaban y la rabia porque la obligase a revivir todo el dolor que tanto esfuerzo le había costado dejar atrás. ¿Qué quería de ella?, ¿que se pusiera a hablar del pasado, así en frío, sin que le dijera una palabra que le ayudase a empezar? Después de todo, había sido la joven la que le había pedido que la recibiera: Julia jamás se hubiera atrevido a buscarla. Y aquel muro de silencio contenía una acusación más ofensiva que cualquier palabra injuriosa.

─¿Y tú a qué te dedicas? ─le preguntó a la joven en un nuevo intento por romper el hielo.

En Julia iba creciendo la hostilidad por aquella joven que la hacía parecer tan ridícula. ¿Cómo podía haberle hecho una pregunta tan tonta? La joven le sostuvo unos minutos la mirada como si quisiera retarla. No, aquélla no era su hija, no tenía nada de ella ni de Juan.

─No tengo hijos porque no puedo tenerlos ─contestó al fin la joven.

Para sorpresa de Julia, después de media hora de hostil silencio, la joven se animó a hablar. De su boca perfilada con esmero, salían confidencias a borbotones. Parecía como, si después de mantenerlos tras un dique, los sentimientos salieran a presión.

─Me casé hace tres años ─estaba diciendo─ y, desde entonces, mi marido y yo lo hemos intentado una y otra vez sin ningún resultado. Nos hemos sometido a toda clase de pruebas y no se ha encontrado ninguna causa física que justifique mi infertilidad; la mía, porque mi marido tiene dos hijos de un matrimonio anterior.

─¿Habéis pensado...?

─¿Adoptar? Antes intentaríamos otros métodos. No soportaría ver a un niño sufrir lo que yo sufrí.

Julia no quiso darse por aludida. Presentía que la mañana iba a ser larga y, si acusaba el primer golpe, podían acabar haciéndose daño.

─Todos piensan que la causa de mi infertilidad está en mi miedo, mi pánico, a convertirme en una mala madre; que, al sentirme repudiada por la mía, tengo miedo de sentir rechazo hacia mi hijo; que hasta que no supere lo que me pasó, no conseguiré quedarme embarazada. Por eso estoy aquí: mi marido piensa que, si hablo con usted...

Después del chorro de palabras, permaneció en silencio unos segundos como si vacilase. Se frotaba las manos y se mordía la mejilla mostrándose más y más nerviosa, más y más inquieta. Julia se dejó vencer por la compasión. Quiso ayudarla a seguir con sus confidencias. Intuía que la joven necesitaba ese desahogo más incluso que las explicaciones que ella pudiese darle.

─¿Y tú qué piensas? ─le preguntó.

La joven no contestó. Desvió la mirada y permaneció en silencio. Julia no sabía qué decir. Se compadecía de su dolor y lo sentía como suyo.

─Aunque te cueste creerlo, sé cómo te sientes. Para mí también fue difícil decidirme a ser madre después de aquello: como tú, tenía miedo de ser una mala madre.

La joven saltó como si hubieran pulsado algún extraño resorte. Sus ojos parecían despedir llamas.

─¿Cómo se atreve a compararse conmigo? Yo no tuve culpa de nada. Fui yo la que sufrió sus culpas, no lo olvide. Yo nunca he abandonado a nadie.

La joven se levantó bruscamente del sillón y cogió el bolso que descansaba en el escabel. Julia la miró asustada. No podía dejarla marchar sin que lo aclararan todo antes. Ahora era ella la que necesitaba hablar. Aunque dudaba que aquella joven alta y elegante fuera su hija, tenían que darse una oportunidad la una a la otra para poder cerrar las heridas definitivamente.

─Por favor, quédate, Paloma. ¿Me permites que te llame Paloma? Tú puedes llamarme Julia si quieres.

La joven no contestó pero volvió a sentarse. De nuevo se impuso el silencio, pero esta vez iba acompañado de un mayor sosiego.

─Me enteré que era adoptada el mismo día en que murió mi padre. No tenía más que nueve años, ¿sabe?

La joven hablaba en susurros, como para sí misma, conteniendo a duras penas la emoción. Ni siquiera dirigía su mirada hacia Julia. Un hilo de sudor perlaba su labio superior. Julia se preguntaba cómo se había decidido a llamarla y a exponer su dolor de esa manera ante ella: una extraña, por más que sospechase que fuera su madre. Debía de estar muy desesperada, pensó.

Las palabras de la joven fluían con lentitud, como si le costase encontrar las más precisas, como si temiera mostrar su corazón.

─No tenía más que nueve años y estaba destrozada, asustada: quería mucho a mi padre, ¿sabe? Fue en el tanatorio. Mi madre lloraba en brazos de mi abuela sin que ninguna palabra le diera consuelo.

Una nueva pausa se interpuso entre ellas. Fueron unos minutos en los que Julia no se atrevía a hablar. Al retomar el relato, a la joven le salían las frases entrecortadas. Era más que evidente lo doloroso que le estaba resultando enfrentarse a los recuerdos.

─La gente entraba y salía de la sala y nadie me hacía caso. Me senté en una silla medio rota que encontré en un rincón y quedé oculta por una columna, sin atreverme a moverme, a hacer ruido... Muy cerca de mí, una de mis tías hablaba con una señora que no había visto antes. Al principio... Al principio, no escuchaba lo que decían... No tenía ánimo para oír historias. Sólo tenía mi pena: un fuerte dolor en el pecho. Pero, cuando oí mi nombre, puse toda mi atención en su charla: mi tía se lamentaba de que mis padres me hubieran adoptado. Ahora que mi padre había muerto, decía, me convertía en una carga para mi madre.

─¡Dios mío! ¡Qué duro debió de ser para ti, tan pequeña!

Julia alargó la mano en un amago de caricia pero retrocedió por temor a asustarla.

─Me sentí tan desolada que no le dije nada a mi madre. Tuve miedo de que quisiera deshacerse de mí. Si mi madre verdadera me había rechazado, ¿por qué no había de hacerlo ella?

Julia quiso defenderse pero la joven estaba muy lejos de ella y no atendía más que a sus recuerdos.

─Desde aquel día, no viví más que para hacerla feliz, para ganarme su cariño. Y eso que mi madre fue siempre muy cariñosa conmigo, nunca me dio un motivo que justificasen mis temores; nunca me negó un beso, un abrazo, una caricia. Estábamos solas y nos apoyábamos la una en la otra. Volvió a acompañarme al colegio y eso que hacía tiempo que me dejaban ir sola: el colegio estaba a pocos pasos de nuestra casa en una calle por la que no pasaban apenas coches. Cada tarde, permanecía a mi lado mientras hacía los deberes y no nos íbamos a dormir sin antes contarnos las cosas que nos ocurría cada día. Poco a poco nos fuimos recuperando de la tristeza hasta que fueron más los momentos en los que predominaba la risa que en los que lo hacía el llanto.

Su voz se había ido volviendo más y más tierna a medida que iba recordando los momentos pasados junto a su madre. Con la cabeza inclinada y los ojos medio entornados, fue evocando la infancia de una niña mimada por su madre y arropada por abuelos, tíos, tías, primas y primos. Sin decirlo, dejaba entrever el consuelo que había supuesto para la viuda contar con la compañía y el apoyo de su hija; cómo tener que luchar por sacarla adelante la había salvado de caer en una depresión. Pero, de pronto, su mirada se endureció de nuevo.

─Y, entonces, a los doce años me lo contó todo.

Su voz se elevó tanto que Julia, que un momento antes se había dejado arrullar por el dulce tono de las palabras de la joven, se sobresaltó.

─Aún me duele recordar aquella tarde. Sin ninguna piedad por los sentimientos que pudiera tener mi madre, la asedié a preguntas. Quise saberlo todo, incluso aquello para lo que la pobre no tenía ninguna respuesta. Sí, porque lo que me atormentaba era no saber las razones que habían llevado a mi verdadera madre a abandonarme; qué tenía yo para que me rechazara antes de haber tenido tiempo a hacer daño a nadie. Pero mi madre sólo sabía darme razones del cariño que ella y mi padre sentían por mí, la niña adoptada.

Julia quiso hablar pero el nudo que atenazaba su garganta se lo impedía. A esas alturas de la mañana, la voz de la joven era ya un grito desesperado. Las lágrimas le corrían por las mejillas pero no parecía darse cuenta de ello. Cuando se impuso de nuevo el silencio, le preguntó a Julia si podía ir al baño. Permaneció casi media hora encerrada mientras Julia la esperaba preocupada: temía que la emoción la hubiese enfermado. Ya iba a llamar a la puerta cuando la vio salir. Se había retocado el carmín de los labios y en sus ojos no quedaba más rastro del llanto que una lágrima en la punta de una de sus largas pestañas. Tomó asiento de nuevo frente a Julia y, como si no hubiese habido ninguna pausa, continuó su relato donde lo había dejado.

─Todavía me duele recordar las lágrimas que le arranqué a mi madre aquella tarde con mi afán de saberlo todo, de desvelar lo que estaba oculto. Cuando me percaté de su dolor, la abracé y le prometí no volver hablar de ello nunca. Y bien sabe Dios que cumplí mi promesa aunque a veces me sintiera desgarrada por las preguntas, por mi anhelo de conocer toda la verdad.

Ahora era Julia la que permanecía en silencio. Buscaba en vano palabras de consuelo. Tal vez, pensaba, era mejor dejarla hablar para que se disolviera toda la amargura que llevaba dentro desde niña, aunque eso supusiera sumergirse en su propio dolor.

─¿Sabía que había dos niñas? ─dijo de repente la joven, como si hubiese cambiado de tema.

─¿Dos niñas? No entiendo.

─Cuando fui a hablar con las Hijas del Espíritu Santo, me contó la hermana que me atendió que  aquel día dejaron dos niñas en el orfanato: una era la de usted y la otra de padres desconocidos. Pero la hermana no supo decirme cuál de las recién nacidas era yo. Aquel día pusieron a las dos niñas en la misma cuna y se olvidaron de ellas hasta que, unas horas más tarde, las encontró una de las hermanas dormiditas y cogidas de una mano. Pero nadie se acordaba quién era una y quién la otra. Como no tenían nombre, la madre superiora quiso que llevaran el de la Virgen: Paloma, yo, Lourdes, la otra niña. Hasta que me adoptaron mis padres cinco meses después, nos criaron como si fuéramos mellizas. Compartíamos la misma cuna, los mismos trajecitos y, si nos separaban, llorábamos mientras nos buscábamos.

En la mirada de la joven, se posó la tristeza, como si recordase a la pequeña Lourdes. Otra pérdida en su vida antes de que fuera consciente de ello, pensó Julia.

─Así que, ya ve, ni siquiera se puede asegurar que yo sea su hija.

Julia se removió en su asiento. Una bola de dolor le atenazaba la garganta.

─¡Pero mi niñita tenía una marca en el pie! ─exclamó Julia en un hilo de voz.

La joven siguió con sus recuerdos sin que pareciera haberla oído.

─Yo tuve más suerte que mi hermana Lourdes. Ella se quedó en el orfanato, nadie la quiso adoptar. Era flacucha y pequeña; débil, muy débil, y, a los tres años, murió de meningitis.

Julia no pudo reprimir un sollozo. Por primera vez en toda la mañana se quebró. Su llanto estremecía todo su cuerpo. Lloraba por la niña muerta y por ella también. Se vio a sí misma en aquellos treinta años recorriendo las calles de Madrid, escrutando con ansiedad los rostros de las niñas, primero, de las jóvenes, con el deseo de encontrar sus propios rasgos en ellos; imaginando la vida de esa niña que le arrebataron al nacer; soñando con un encuentro que ya nunca se iba a producir. Unos brazos rodearon su cuello. La joven lloraba con ella. Julia intentó sonreír entre las lágrimas. La joven la besó en la mejilla.

─Tú no crees que yo sea tu hija, ¿verdad? ─preguntó pasando al tuteo.

─No lo sé. ¡Eres tan distinta a mí! Tan fina y elegante, tan guapa. Yo sólo soy un ama de casa que no he hecho otra cosa en la vida que ocuparme de mi familia. Mira tus manos, tan blancas y tan delicadas, y las mías coloradas y deformadas por tanto cacharro fregado... Cuando te vi llegar y me miraste con enfado, me diste miedo. Ya sé que tienes razón para guardar rencor, pero yo también he sufrido mucho. Mucho, mucho. Y sigo sufriendo. A pesar de tener otros hijos que me quieren, no hay día que no me acuerde de mi niña. Y, ya ves, hasta hoy, no me salía llorar. Tenía tanta pena dentro que no me salía llorar. Has tenido que venir tú a hablarme de la niña muerta para que se derramaran las lágrimas que tenía dentro.

─¿Qué pasó? Cuéntamelo, por favor, cuéntamelo.

La voz de la joven era entonces un dulce susurro que invitaba a hablar. Atrás quedó la hostilidad que la había acompañado desde hacía casi dos horas. Julia se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Había llegado el momento en el que a ella le tocaba contar su historia.

─No era más que una niña y ya me creía mujer…

II

No era más que una niña pero ya me creía mujer. Tenía unas ganas locas por ser mayor. Pensaba que, cuando dejara atrás la infancia, se abriría ante mí un paraíso en el que bastaba con desear una cosa para tenerla al alcance de la mano. Parecía como si todo el universo se hubiera puesto de acuerdo para hacerme feliz. Me miraba al espejo y veía como mi cuerpo se iba transformando más de prisa que el de mis amigas del instituto: la oruga salía de su crisálida convertida en mariposa. Por primera vez, me sentí admirada. Yo, que siempre había pasado desapercibida, sorprendía a mi alrededor miradas codiciosas. Un cuerpo joven siempre despierta anhelos, pero yo, primeriza en esto, me creía que la razón de esta admiración era mi belleza única. Me sentía la más guapa y, en aquellos años en las que todas teníamos prisa por convertirnos en adultas, creí que el destino me había concedido el deseo de ser mujer antes que a las demás, que había hecho de mí una chica especial.

Aquel verano acababa de cumplir catorce años. Mi madre, con cinco hijos más pequeños que yo y otros tres de más edad, no tenía tiempo de ocuparse de mí, y mi padre, camionero, apenas paraba en casa, por lo que casi no lo veía. Así que no es de extrañar que anduviera correteando por las calles de mi pueblo todo el día y parte de la noche conquistando corazones. O, al menos, eso creía yo.

Para atraerse a los veraneantes, el alcalde había contratado una pequeña orquesta que tocaba cada noche en la plaza las canciones que entonces estaban de moda. Mi amiga María José y yo nos colábamos en la pista de baile: ella, alta y de piernas largas, como una cigüeña, yo, sin llegar al metro y medio, pero con mis formas femeninas y exuberantes, una mujer en miniatura. No haciendo ningún caso de lo que ocurría a nuestro alrededor, bailábamos la una con la otra, unas veces, con la seriedad de quien participa en una ceremonia solemne, otras, entre carcajadas; cualquier tontería nos producía risa: el tacón torcido de una chica, el bigote del que tocaba la trompeta, la pinta desgarbada de un adolescente... Te diré que nunca he sido muy aficionada a la música, pero todavía me emociono cuando oigo la canción “Maquíllate” de Mecano, que me evoca el último minuto en el que aún creía en la alegría y la bondad del mundo.

Cuando me fijé en Juan, no lo reconocí. Creí que se trataba del hijo de alguno de los veraneantes que alquilaban los chalés que había a las afueras del pueblo. Era de cabellos morenos y piel oscura con los ojos verdes más alucinantes que te puedas imaginar. ¿Has visto alguna vez el color del agua de un estanque cuando la acarician los primeros rayos del sol? Verde oscuro, muy oscuro, casi negro, con destellos dorados. Así eran los ojos de Juan. Y como las aguas de un estanque, tan profundos que, si hundías la mirada en sus pupilas, corrías el peligro de ahogarte en ellas.

─¿Quién es ese chico tan guapo? ─le pregunté a mi amiga incapaz de disimular mi emoción.

─¿No lo conoces? Es Juan, el hijo del panadero.

─¡No! ¿Aquel esmirriado que se fue hace años a la ciudad a estudiar con una beca de los Escolapios? ¡No puede ser!

Lo miré de reojo con torpe disimulo y, cuando sus ojos se encontraron con los míos, una corriente eléctrica me subió por la espalda y se posó en mi corazón palpitante.

A partir de aquel momento, no viví más que para encontrármelo. Me olvidé de María Jesús, a la que no volví a ver hasta acabado el verano, de mis hermanos, de mi padre, de mi madre. Durante el día, el tiempo se me escurría entre las manos mientras vagabundeaba en torno a la panadería con la esperanza de vislumbrar su silueta recortada en la ventana. Bastaba con que lo viera un instante para que me creyese en el cielo, para que no durmiese en toda la noche entretenida en dibujar en el aire cada una de sus bellas facciones. Pero si la fortuna no me regalaba con su presencia, me parecía que el cielo se teñía de cárdeno oscuro y mi corazón se llenaba de zozobra. ¿Se habría ido de regreso a la ciudad?, ¿y si ya no volvía a verlo?

A los catorce años, la vida está hecha de absolutos: todo o nada; siempre o nunca; blanco y negro. Y da miedo. Luego el paso del tiempo te enseña que se puede vivir la eternidad en lo que dura un beso y que el dolor por la pérdida de la persona amada tiene fecha de caducidad.

En una de mis rondas por la panadería, Juan vino a mi encuentro. ¡Oh, Dios mío! Todavía se me acelera el corazón cuando recuerdo ese momento. Vuelvo a ser la niña de catorce años enamorada por primera vez y vuelvo a sentir la emoción que me produjo oír mi nombre en sus labios. Paloma, ¿tú sabes lo que es estar prendada del chico más guapo del pueblo y que él te reconozca y te llame por tu nombre? Me convertí en ese momento en una hoja de abedul temblorosa por el soplo del cierzo, en pajarillo asustado que acaba de caerse del nido y descubre que tiene alas para volar. Y, sin embargo, no puedo recordar sus palabras a pesar de que estuvimos más de dos horas hablando. A media tarde, le llamó su padre para que le ayudase en la panadería y él se despidió de mí con un dulce beso en la mejilla. Te juro que ningún beso que me ha dado un hombre después, por apasionado que fuera, me ha transportado a las estrellas como aquel casto beso.

Al día siguiente, volví en busca de mi beso, y al otro, y al otro. Cada tarde lo mismo: un rato de conversación y un beso, que fue haciéndose más y más apasionado. Dejé de ir al baile por no verlo con otras. Tenía celos hasta del perro tuerto que lo seguía como su sombra. Juan jugaba con ventaja. Contaba con tres años más que yo y mucha más experiencia en el arte del amor. Fue atrayéndome con caricias y besos mientras me susurraba al oído palabras de amor. La pasión entre nosotros crecía de día en día hasta hacerme perder la voluntad.

Una noche sin luna llamó a la ventana de mi habitación y me escapé con él a escondernos en la panadería de su padre. Entre el cálido aroma a pan, nos amamos hasta que el sol nos tocó en el hombro para avisarnos de que había llegado un nuevo día. En mi recuerdo se confunden las caricias de las tres noches siguientes. Su cuerpo bronceado se me sigue apareciendo las noches en las que se esconde la luna y eso que ya no queda en mí ni las cenizas de aquel primer amor.


Sí, nos amamos durante tres noches. Después, se fueron espaciando más y más nuestros encuentros. Cuanto más le necesitaba, más parecía aburrirse conmigo. Le hablaba y me escuchaba distraído, más atento a la gente que pasaba por la calle que a mis palabras. Hasta que un día, con la precipitación de quien quiere quitarse de encima una obligación cuanto antes, rompió una relación que apenas había tenido tiempo de nacer.

Sin comprender aquella brusca ruptura, me torturaba tratando de encontrar en mi memoria alguna palabra que le hubiese podido ofender. Me preguntaba una y otra vez qué podía haberle hecho yo para que me apartase de su lado. Hoy, con la experiencia que dan los años, pienso que sólo fui para él una chica para pasar un rato y, al ver que mis sentimientos iban más lejos que los suyos, se asustó y decidió romper antes de que la situación se le fuera de las manos. Pero entonces sólo veía el amor que sentía por él y mi meta era recuperarlo. Me avergüenzo al recordar las veces que lo llamé por teléfono sin querer darme cuenta de que me rehuía cuando su padre me decía que estaba ocupado o que había salido; me avergüenzo al recordar las veces que lo seguí a distancia y me torturé al verlo desde mi escondite con sus amigos riéndose con otras chicas que no eran yo; me avergüenzo al recordar las veces en las que me expuse a la humillación, las veces en que, al cruzarse en mi camino, hizo como si no me viera o me dedicó un saludo tan cortés como distante, un saludo capaz de helarme el corazón. Nadie me había preparado para tanto dolor. Y, a pesar de todos los desplantes, nada fue tan doloroso como lo que vino después.

En septiembre Juan volvió a la ciudad a terminar sus estudios sin que me hubiera dado la oportunidad de hablar ni una sola vez con él en tanto que yo volví a la rutina del instituto. Poco a poco el dolor del abandono fue remitiendo. La realidad de las clases, los primeros fríos del otoño y las exigencias de mi madre para que la ayudase en las tareas domésticas se impusieron sobre el recuerdo de aquellos días de verano. Hubiera llegado a creer que mi amor por Juan no había sido sino un sueño de no haber ocurrido lo que sucedió con la llegada del invierno.

Mis reglas nunca habían sido regulares. Podían pasar meses sin que aparecieran y, de repente, tener dos seguidas separadas por sólo quince días apenas. No es, pues, de extrañar que tardase en darme cuenta de que estaba esperando un hijo. En Navidad no me había encontrado bien. Por las mañanas me mareaba y el resto del día me sentía muy cansada. Pero no empecé a sospechar la verdad hasta que, al regresar a las clases, la ropa que me ponía habitualmente parecía haber encogido. Un día, después del baño, me armé de valor y me planté desnuda ante el espejo. ¿Cómo explicarte el terror que me recorrió por todo mi ser? No pude contener el llanto ante la vista de mi vientre hinchado: ya no era la bella adolescente que despertaba las miradas ajenas. Mis sollozos debieron de oírse por toda la casa porque enseguida acudió la familia entera a aporrear la puerta del cuarto de baño. Me negué a dejar pasar a nadie y hubiera permanecido hasta el fin de mis días encerrada de no ser porque mi madre me amenazó con castigarme una semana sin probar bocado si no le abría la puerta. Y de sobra sabía yo que, cuando mi madre amenazaba con algún castigo, no lo hacía en broma.

Le bastó una mirada para comprenderlo todo y a mí me bastó otra para darme cuenta de que mi vida ya no sería igual.

No hubo los gritos que se hubieran esperado de haber sido otra madre ni me pidió en aquel momento ninguna explicación. Fue la calma con la que cerró la puerta y me ayudó a vestirme la que me asustó. Nada más que un suspiro y un “¡gracias a Dios que tu padre no está! Lo tenemos que arreglar antes de que venga”. Al salir del baño, les dijo a mis hermanos que me había puesto enferma, que no iría a clase. A mí me mandó a la cocina. Yo no sabía si debía tener miedo por lo que me iba a decir cuando nos quedáramos solas o alivio por dejar un problema tan inmenso en sus manos. Pasó la mañana hablando por teléfono sin dignarse ni a dirigirme una mirada y poco antes del mediodía me ordenó que guardara mi ropa en una bolsa y me fuera a la estación para coger el autobús de las dos que iba a Madrid. No me dijo nada más ni se despidió de mí con un beso ni con un abrazo. Así era mi madre cuando se enfadaba. No te gritaba ni te golpeaba, como hacía mi padre: simplemente te apartaba de su lado.

Hice el viaje atemorizada, sin saber cuál sería mi destino, qué o quién me esperaba en Madrid. A mi llegada, tras cinco horas de curvas, tras cinco horas de angustia, me recibieron los brazos amorosos de mi tía Luz, la hermana de mi madre, y fue ella, ya en su casa, la que, al fin, me explicó lo que habían dispuesto para mí.

Mi padre no pidió explicaciones cuando le dijeron que habían encontrado una colocación para servir en una casa de Madrid y eso que me faltaban dos años para tener edad suficiente para trabajar: una boca menos que alimentar, debió de pensar. También yo fingí estar conforme cuando me dijeron que tenía que renunciar a mi hijo: tal era mi miedo al mañana. Durante meses, lo sentí crecer dentro de mí. A mis ojos acudían las lágrimas con cada señal de vida. ¿Cómo me iba a separar de él? Dejaba correr los días esperando un milagro. Escribí una carta a Juan contándoselo todo, suplicándole que fuera en mi rescate; pero no sé si no le llegó la carta o le asustó la noticia. Lo cierto es que nunca me contestó. Nunca. Ni siquiera años después cuando un día lo encontré de nuevo en el pueblo y me acerqué a saludarlo. Fue como encontrarse con alguien vagamente conocido que no se sabe muy bien dónde ni cuándo lo vio por última vez.

A mediados de mayo, me sorprendieron los dolores del parto. Fue todo tan rápido que no recuerdo más que el blanco de las paredes del hospital y el mechón de pelo cobrizo de la comadrona. La niña no se hizo esperar. Y, en cuanto asomó su cabecita, me la arrebataron sin ni siquiera dejármela ver. Sólo cuando una enfermera la cogió en sus brazos, vislumbré en una décima de segundo uno de sus piececitos, apenas un trozo de piel sonrosada y, como si fuera un tatuaje, una marca más oscura: la silueta de una mariposa. Una mariposa igual que la que tiene mi hija Isabel en el tobillo derecho.      

III

─... igual que la que tiene mi hija Isabel en el tobillo derecho.

El sonido de unas llaves al abrir la puerta de la casa sobresaltó a Julia. Se trataba de su marido que venía del trabajo. Pasaban las dos de la tarde y había estado hablando y devanando los recuerdos durante casi tres horas. Sentía la boca seca y los labios agrietados le escocían. Había sido la primera vez que hablaba de su niña perdida, la primera vez en muchos años que dejaba paso libre a sus fantasmas. Se sintió dolorida y aliviada al mismo tiempo; sin fuerzas, agotada. Quiso levantarse para decirle a su marido que estaban en el salón pero Paloma se lo impidió tirándole de la manga del jersey. Su ojos ya no mostraban la hostilidad de aquella mañana, aunque estaban desbordados de lágrimas. De pronto, se quitó los zapatos y las medias dejando al descubierto un tobillo blanco. Sobre una piel lisa destacaba una mancha entre rojiza y amarronada: la silueta de una mariposa.