domingo, 23 de octubre de 2016

Reencuentro








   En una calle populosa, se encontraba Le paradis sur la terre, la cafetería más elegante de la ciudad. A la caída de la tarde se daban cita en ella hombres y mujeres que querían ver y ser vistos aunque los precios elevados de su carta no les permitiese tomar más que una infusión: lo más barato entre una suculenta oferta de tartas, pastelillos o brioches, especialidad de la casa. No era raro ver a algún cliente tomar una o dos fotos a su familia para dejar constancia del momento y presumir ante los amigos, que miraban con envidia los manteles de hilo de color vainilla y los cojines rojos de terciopelo de las sillas lacadas en crema.

   ─¡Natalia, estás igual! ─exclamó Sofía ─ Nadie diría que han pasado más de quince años.

   Natalia dejó la taza de café hirviendo sobre el platillo y levantó la mirada hacia el espejo que cubría la pared. Lo primero en lo que reparó fue en los pliegues que, como un paréntesis, custodiaban sus labios. La luz que caía sobre su rostro parecía pensada a propósito para acentuar la fea hendidura. Una mueca de disgusto puso de relieve las arrugas de su frente, que semejaban los dibujos del mar de su hijo Miguel: un mar furioso, en el que las olas saltaban unas sobre otras. Con aquella iluminación, su cutis se veía verdoso, sin brillo. Arrugó aún más la frente como si así quisiera ahuyentar su reflejo en el espejo, pero la imagen burlona no apartaba los ojos de ella. Pensó con tristeza en los veinte minutos que había pasado retocándose el maquillaje antes de salir de casa, el cuidado que había puesto en perfilar la línea de los labios, encendiendo sus pupilas con la sombra azulada que dio color a sus párpados. 

   ─Natalia, déjame que te mire. Estás monísima.

   Se había probado el vestido de color chocolate con los puños y el cuello beige y lo había desechado al momento. Parecía una hermana Clarisa, le decía su yo más crítico, que no tenía piedad en colmarla de inseguridades. Había extraído del armario varias faldas, que fue arrojando una a una sobre la cama: con la de tubo verde se veía bajita y rechoncheta, la vaquera con cristalitos era demasiado campestre, la larga de flores que tanto le gustaba a su hija le hacía parecer una zíngara... Se había enfadado consigo misma por agobiarse tanto. Sólo había quedado con Sofía para tomarse un café, se había dicho. Sí, pero Sofía ya no era la Sofía de entonces; era una mujer que tenía el mundo a sus pies. 

   Había cogido una falda cualquiera del montón, casi sin mirar, y se la había puesto con la blusa rosa apagado que tanto le favorecía, pero que aquella tarde la hacía parecer demacrada. Finalmente, había elegido un pantalón de hilo de color verde manzana y una blusa blanca con chorreras, el mismo atuendo que llevaba al colegio cuando tenía que hablar con el tutor de alguno de sus hijos, y por encima, se había puesto un fular en tonos crema. Del joyero, había extraído la pulsera de perlas y turquesas. Un poco ostentosa, había pensado, pero seguro que Sofía iba sorprenderla con joyas aún más valiosas y llamativas. Antes de salir, se había rociado con el perfume Airs du printemps que le regaló Eduardo por su decimoséptimo aniversario de bodas. Una última mirada en el espejo del ascensor la había dejado satisfecha. 


   Sin embargo ahora se veía ajada y envejecida. Sentada en la cafetería en la que la había citado Sofía, se sentía fuera de lugar. ¿Qué hacía ella, una simple madre de familia, en aquel local de moda, donde iban a parar lo más sofisticado de la ciudad?



   No pudo evitar mirar de arriba abajo a Sofía, sentada en la silla frente a la suya. Llevaba un vestido corto, sin mangas, de color blanco, dividido en dos: a la derecha, el vestido era liso y a la izquierda, una guirnalda de rosas malvas pintadas en la tela subía hasta el hombro. No llevaba más. Ni joyas, ni chales, ni los fulares que ella no se quitaba de encima, fuera de día o de noche, hiciese frío o calor. No llevaba nada más que unas sandalias negras, con unos tacones tan altos y tan finos que Natalia no entendía cómo su amiga podía sostenerse en ellas.

   ─Es que te miro y no me lo puedo creer. A ti no te ha estropeado el tiempo como a mí. Sigues siendo tú, tan natural, sin necesidad de fingir que eres otra. Mi querida Natalia, ¡cuánto te he echado de menos!




    Natalia no sabía si su amiga hablaba en serio o se burlaba de ella. No había más que ver la imagen que les devolvía el espejo de la cafetería. A la legua se veía que Sofía era una mujer de mundo, que había triunfado en su trabajo, que despertaba la admiración de hombres y mujeres; en tanto ella sólo era la madre de Miguel y Cecilia, la esposa de Eduardo.

   ─Y cuéntame. ¿Cómo es tu vida?, ¿tu familia?, ¿tus niños, tu marido? Cuéntamelo todo. No sabes cómo he lamentado estos años perdérmelo. Cómo te he envidiado. Acuérdate cuánto deseaba de niña tener una familia como la tuya. Y, ya ves. Aquí me tienes sola, mientras que tú...

   Después de tanto tiempo, ya no conocía su sonrisa. ¿Era de alegría por el reencuentro o su gesto no era sino la mueca de quien se mofa del perdedor?

   ─Vamos, Sofía. Si tú tienes todo lo una mujer puede desear: un puestazo en una empresa de comunicaciones, un apartamento en el mejor barrio de París y no me cabe la menor duda de que te basta con chasquear los dedos para que todos los hombres se rindan ante ti ─le dijo Natalia mientras con los brazos abiertos hacía como si quisiera abarcar toda la cafetería.

   ─Sí. Todos los hombres. Menos los que se quedan con una, como el tuyo, como tu Eduardo.

   Un incómodo silencio se impuso entre ellas que Natalia no supo cómo interpretar. Pensó en Eduardo, que hacía dos días que no la hablaba. Sí. Su marido era de los que se quedaban con una pero a veces a qué precio. Todo iba bien entre ellos siempre que Natalia no contrariara su voluntad mas, bastaba con que ella pusiese alguna objeción a sus deseos, por pequeña que fuese, para que se desatara una tormenta de hielo. Como dos días antes, cuando se opuso a que Cecilia abandonase el colegio para hacer un módulo de peluquería. Tanto el padre como la hija llevaban semanas asediándola con argumentos tramposos: que si la niña no podía con los estudios, que si estaba obstaculizando su vocación, que si esto, que si lo otro. Pero ella no se dejaba convencer. Si la vocación de Cecilia estaba tan arraigada, bien podía esperar dos años a terminar el bachillerato.

   La voz de Sofía la sobresaltó. Con el entusiasmo que venía mostrando desde que se encontraron aquella tarde, estaba recordando una anécdota tras otras de cuando eran niñas y compartían pupitre en el colegio de las teresianas. ¡Cuánto tiempo había pasado y qué distintas eran las mujeres en las que se habían convertido! Entonces Natalia soñaba con ser una corresponsal de prensa que trajera con su pluma la voz de las mujeres silenciadas. Influida por los libros de Simone de Beauvoir que cogía de la biblioteca municipal, organizó en el colegio un club con las alumnas de tercero de BUP y COU con la consigna “Las mujeres al poder”. ¡Qué ingenua! Cada lunes, después de la clase de latín, se reunían a escondidas de las monjas e improvisaban discursos incendiarios por la liberación de la mujer. Ella nunca vendería su libertad por un marido y unos hijos, decía entonces. Sus esfuerzos por ser la primera de la clase no serían en vano. En tanto Sofía, a pesar de ser su íntima amiga, no se mostraba muy entusiasmada con las ambiciones de Natalia y parecía andar renqueando al ritmo que le marcaba la vida. Casi treinta años después, los papeles se habían intercambiado. La imagen de sí misma que le devolvía el espejo era la de una mujer que se ha rendido a la vida en tanto la de su amiga era la cara del triunfo.





   Sofía se retiró un mechón inconformista de la frente. Estaba cansada después de una semana sin dormir más que unas horas. Pese haber sido ella la que había dejado a Lucian, no podía deshacerse de la sensación de frustración que la embargaba. No era la soledad lo que más le pesaba. Se sentía sola desde hacía muchos años. Los hombres que habían pasado por su cama no la habían querido lo suficiente como para llenar el vacío de su alma. O tal vez había sido ella la que había sido incapaz de amarlos. No sabía. Lo único cierto era la insatisfacción cada vez mayor que le dejaban las sucesivas relaciones con sus amantes y el sentimiento de fracaso que se apoderaba de ella cuando terminaban.

   Frente a ella, Natalia se deleitaba con una tarta a los tres chocolates. Partía un trozo minúsculo con la cucharilla dentada y se lo introducía en la boca mientras entornaba los párpados como si alcanzase el más elevado estado de éxtasis, como si nada fuera más importante que aquel pedazo de bizcocho. ¿Cuánto hacía que ella no se abandonaba al placer de ese modo?, ¿cuánto que tenía que fingir una felicidad que no sentía para escapar de la compasión de los demás? Y, sin embargo, sabía que muchas mujeres darían media vida por calzarse sus sandalias. No era tonta ni le habían pasado inadvertidas las miradas envidiosas de las otras ejecutivas de la empresa de comunicación en la que trabajaba desde hacía quince años y a las que había ido dejando atrás en su camino de ascenso hasta lo más alto. Y todo, ¿para qué? ¿Para comprarse unos Manolos?, ¿para escuchar en la Scala de Milán a la Bartoli?, ¿para volar a Nueva York y cenar con el Lucien de turno en Brooklyn Fare? Mucho mejor le iba a Natalia, con sus zapatos de tacón torcido, su blusa barroca que parecía sacada del baúl de su abuela y su fular desentonado. Cuánto daría ella por una vida sencilla como la de su amiga.

    Sofía sonrió cuando Natalia sacó del bolso un pequeño álbum de fotografías. En una época en la que todo el mundo guardaba sus fotos en dispositivos electrónicos, su amiga seguía siendo fiel a aquellos libros de cartón forrados en piel.

   ─Éste es mi hijo Miguel ─le estaba diciendo Natalia ─. Míralo. No es porque lo diga su madre pero ¿a que es guapo? Tiene doce años y lo han seleccionado entre doscientos más de su edad para participar en un torneo europeo de tenis. No es que quiera presumir ni nada por el estilo pero no me digas que no es para estar orgullosa.

   La sonrisa de Natalia llenó de luz su rostro. ¿Quién pudiera sentir un amor así? 






   Sofía siempre había querido ser madre. Hasta donde alcanzaba su memoria, se recordaba deseando tener un bebé en sus brazos que pudiese llamar suyo. ¿Cuántas veces siendo niña la habría regañado su madre cuando iban por la calle por soltarse de la mano y echar a correr sólo por ver a un bebé que llevaba alguien en su cochecito?, ¿cuántas noches no llamaba el sueño a su puerta hasta las tantas porque ella se perdía en fantasías imaginando al hijo que nunca nació? Lo veía cuando lo bañaba entre espuma y pompas de jabón, mostrando con su risa un dientecillo de arriba. Luego lo cubría con una toalla y el niño dejaba escapar ruiditos de satisfacción. A su lado su marido tomaba en brazos a su hijo que enredaba dos dedos en un mechón de pelo de Sofía.

   ─… Esta foto se la hizo mi hija Cecilia este verano en la casa que tenemos en el Puerto de Santa María ─estaba diciendo Natalia ─. No quería venir. Acuérdate cómo éramos nosotras a su edad. Todo lo que fuera ir con nuestros padres, nos olía fatal. Preferíamos aburrirnos con el bueno de Juanfran a pasar una tarde con nuestras madres.

   ─¿Juanfran?, es cierto, ¿qué será de él? Me acuerdo cómo nos aprovechábamos del pobre empollón para que nos hiciera los trabajos que mandaba la madre Segundina. ¿Qué hubiese dicho la pobre mujer de haber sabido que martirizábamos al primo de Lourdes de aquella manera?

   ─¡No lo martirizábamos! Al contrario. Él estaba encantado. Además, tú le gustabas.

   ─¿Yooo?

   ─Sí, tú. No te hagas la tonta ahora, Sofía. Todo el mundo lo sabía.

   Sofía rió con ganas antes de que un haz de tristeza cruzase su mente. Ojalá pudiese dar marcha atrás y volver a los dieciséis años cuando todo era posible. Treinta años después hasta lo más sencillo le parecía imposible. 

   Y sin embargo sabía que no podía quejarse. Millones de personas tenían muchas más razones que ella para sentirse desgraciadas. ¿Qué le faltaba a ella?, ¿acaso no disfrutaba con su trabajo, con sus viajes por Europa? ¿De verdad quería ser como Natalia? Una mujer sin otra aspiración que su hijo destacase en el fútbol. ¿No le gustaba más la Natalia de dieciséis, diecisiete, dieciocho años, la que iba a poner el mundo patas arriba para que se reconociesen los derechos de la mujer? ¿De dónde le venía a ella aquel sentimiento de fracaso?

   Sus ojos se posaron en los de Natalia. Por un momento vio en ellos su misma frustración. Quizás su amiga tampoco se sintiera feliz con la vida que le había tocado vivir; quizás también añorase aquello que nunca tuvo. ¿Acaso no había tenido que renunciar a su sueño de convertirse en una gran periodista cuando se quedó embarazada a pocos meses de terminar la carrera y tuvo que casarse con un chico que apenas conocía? Era como si la vida, en su reparto, hubiese equivocado las cartas. Cuán feliz hubiese sido ella con la familia de su amiga, sin tener que arrastrar ella sola aquella vida vacía. Pero, ¿se la cambiaría Natalia? Ocultó una sonrisa burlona. ¡Por qué vericuetos la llevaban sus pensamientos!







   ─Yo siempre quise ser como tú ─dijo Natalia en un rapto de sinceridad y después de unos minutos de silencio─. Llevo más de veinte años casada y hasta esta tarde no me he dado cuenta de cómo he desperdiciado mi vida. ¿De qué me sirvió estudiar tanto?, ¿para qué sirvieron aquellas lecturas a escondidas de las monjas? Me creía a la vanguardia del mundo. Mis ideas estaban muy por encima de la manera de pensar de esta ciudad mezquina y opresiva. Y todo, ¿para qué? ¿Para acabar limpiando las narices sucias de mis hijos?, ¿para estropearme las manos con el estropajo?, ¿para que la gente no vea en mí más que a una ama de casa gris sin nada que decir? Mírate tú y luego mírame a mí. ¡Si parezco tu madre! Tú sí que lo has conseguido, Sofía. Eres una mujer valorada y respetada. No como yo, que cada día que pasa, soy más invisible. Eres...

   ─Una mujer sola. Eso es lo que soy. Cuando llega la noche, tú estás rodeada de tu marido y de tus hijos que te quieren; en cambio yo, en el mejor de los casos, estoy rodeada de desconocidos para los que también soy una extraña. ¿De verdad quieres eso? Yo sí que quería lo que tú tienes y lo sigo queriendo aunque ya no me queden esperanzas de encontrarlo.

   Natalia sintió que la ira se le escapaba por la boca. Se levantó de la silla y, al volver a sentarse, golpeó la taza de café que se derramó sobre el mantel de hilo. 

   ─Dices que estás sola. ¿Te crees que yo no lo estoy? ¿Quién te crees que me ha acompañado cuando mis hijos han estado enfermos? Nadie. Mi marido está más tiempo fuera de casa que con nosotros, siempre viajando, recorriendo el país de norte a sur, para ganarse unos euros. ¿Por qué te crees que dejé de trabajar, yo, que siempre he despreciado a las mujeres que abandonan su carrera cuando se casan? Para que mis hijos no encontraran la casa vacía al volver del colegio. Yo sí que he estado sola y sin ninguna recompensa. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no leo un libro decente? Yo tampoco lo sé. Por las noches acabo tan rendida de ir de aquí para allá sin rumbo que me enchufo a la televisión y me trago los programas del corazón para no pensar en mi vida vacía. Mientras tú estás transformando la opinión de la sociedad en tu agencia de comunicación, yo estoy doblando calcetines.

   ─¿Transformando la opinión de la sociedad? ¡Ja! Vendiendo humo, querrás decir. O mentiras en las que nadie cree, para ser más exactos. Mentiras que son más gordas cuanto mayor es la cuenta del que paga.

   ─Vamos, Sofía. ¿No querrás decirme que no te gusta tu trabajo? Si es igual que lo que imaginábamos cuando íbamos a la facultad de periodismo.

   ─No voy a negarte que disfruto con lo que hago. Hablando con nuestros clientes, preparando la mejor estrategia para darlos a conocer, explorando las noticias casi antes de que nazcan; sentarme ante la pantalla del ordenador y tener ante mí el mapa del mundo con los puntos calientes en política, economía, cultura... Prever lo que sucederá después, con una autonomía que ni siquiera soñaba cuando entré en la empresa. Pero, ¿a costa de qué? A costa de estar sola, de dejar por el camino personas y, lo que es peor, mis principios. Me he perdido a mí misma y ya no me reconozco. ¿Sabes cuánta gente me odia por haberle quitado un puesto, un novio, un ascenso? Natalia, yo no era así.

   Las dos amigas se sostuvieron la mirada. Desafiantes. Durante unos segundos que a ambas les parecieron una eternidad, ninguna dijo una palabra, como si esperase la iniciativa de la otra para disparar sus municiones. Se hubiera dicho que se culpasen de la decepción que les había traído la vida y hubiera llegado el momento de ajustar cuentas.

   De repente, como movidas por una misma mano, estallaron en una carcajada.

   ─¿Tan horrible es tu vida? ─preguntó Natalia.

   ─¿Tan horrible es la tuya?

   Rieron hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas llevándose por delante el maquillaje. Dejaron de lado sus rencores y celebraron el reencuentro con una botella de cava. La risa había roto las barreras levantadas por el tiempo y pudieron hablar ya sin tapujos ni recelos del pasado, del presente y del futuro, y se prometieron amistad eterna, que no permitirían que transcurriese tantos años antes de volver a verse.







   Pasadas las diez se despidieron las dos amigas a la puerta de Le paradis sur la terre. Sofía paró un taxi, que la llevó hasta el hotel donde se alojaba. La noche le trajo de nuevo la fatiga y la tristeza. Se descalzó. Las tiras de las sandalias se habían clavado en la piel. Desde la ventanilla le asaltó la visión de una ciudad alegre. Las luces de las farolas iluminaban a intervalos el interior del vehículo. En el exterior grupos de jóvenes se dirigían a los locales de moda llenando las aceras con sus risas y sus voces cantarinas. Pero aquella algarabía no servía sino para aumentar la sensación de desdicha de Sofía. Después de pasar la tarde reconciliándose con Natalia, con ella misma, volvía a colmarse de vacío. 

  La campanilla del móvil le avisó de la entrada de un mensaje borrando en un instante sus sombríos pensamientos. Lo leyó una, dos, tres veces. Una subida de la adrenalina aceleró el pulso de su muñeca. Se adelantó en el asiento para meterle prisa al taxista. Al llegar al hotel, no se detuvo a esperar al ascensor sino que subió de dos en dos las escaleras que le conducían a su habitación. Ya en ella, se conectó al portátil. Allí estaba: el correo de su cliente más importante. Una ráfaga de euforia recorrió su médula espinal. No cambiaría aquella emoción por nada del mundo, el convencimiento de ser la mejor en su trabajo, y mucho menos la cambiaría por la vida insulsa de Natalia.







    Natalia llegó a su casa pasadas las diez y media de la noche. Tras la loca alegría que había mostrado con Sofía, se sentía enfadada consigo misma, descontenta con su proceder. ¿Cómo era posible que se hubiese mostrado tan débil dejando al descubierto sus flaquezas, su decepción ante la vida? Seguro que su antigua amiga la había tomado por una fracasada. Era tal su indignación que no acertaba a introducir la llave en la cerradura. En el momento en que lo logró, le abrió la puerta su hijo Miguel, que la abrumó con su charla atropellada. No la dejaba hablar mientras enlazaba una frase con otra para ponerla al día de su jornada escolar. Antes de que su mente pudiera atrapar las palabras de su hijo, Cecilia bajó las escaleras que llevaban a los dormitorios. Dio tres vueltas en torno a ella y la hizo reír, ruborizarse, cuando la colmó de alabanzas sobre su atuendo. Desde la cocina, le llegaba el aroma a lenguado al horno que Eduardo preparaba para ella cuando quería hacer las paces después de alguna disputa. Una sensación de bienestar se llevó toda la fatiga y la cólera que le había dejado el encuentro con su amiga. ¿De verdad había querido cambiar el sentimiento de sentirse querida por Eduardo y sus hijos por la vida solitaria de Sofía?

lunes, 10 de octubre de 2016

Salomé









“Amo a aquel que ama lo imposible”.
Fausto. Johann Wolfgang von Goethe


    Para Federico no fue fácil asimilar la pérdida de sus padres y el despido de su trabajo, ocurridos ambos sucesos con unos pocos meses de diferencia. Aunque desde muy joven dijo que quería tener casa propia, había dejado pasar los años sin hacer nada por independizarse y a los treinta y cinco años abandonó sus planes para un futuro mejor. Con la ayuda de su madre, vació la buhardilla de trastos viejos, pintó las paredes del color del cielo en primavera, compró una cama tan grande que en ella podían dormir cuatro personas holgadamente y llenó la habitación de estanterías para sus libros. En aquella estancia pasaba casi todo el tiempo que no le robaba su trabajo como contable en un negocio de compraventa de coches de segunda mano. La juventud y buena parte de la madurez se le fueron lamentándose ante sí mismo de su vida gris y solitaria pero nunca hizo nada por ponerle remedio. Vio cómo sus amigos del colegio se enamoraban y casaban con mujeres que habían conocido desde niñas mientras que a él lo dejaban atrás hasta convertirlo en un extraño. 

    Con el tiempo se tornó huraño. No se relacionaba más que con tres o cuatro parroquianos de una taberna cercana a la casa de sus padres con quienes jugaba una partida de mus las tardes de los domingos. Llegada la noche, permanecía en la salita de su casa, aburrido ante el televisor, oyendo sin escuchar las conversaciones de sus padres; siempre las mismas, año tras años. Hasta que su madre empezaba a cabecear. Entonces tenía que ayudarla a subir los cuatro escalones que la separaban de su dormitorio y se quedaba junto a ella esperando a que su padre se acostara.

    Ya solo en su cama gigantesca dejaba volar la imaginación y fantaseaba con una vida lejos de allí. Soñaba que conquistaba países exóticos a lomos de un caballo negro como el firmamento sin estrellas; que se dejaba amar por mujeres de largos cabellos cobrizos, cinturas cimbreantes y labios jugosos; que borraba su pasado y se transformaba en un nuevo Rodolfo Valentino. Luego, de repente, despertaba de su sueño. Miraba a su alrededor y se sumergía en el presente. A su mente acudía la imagen de sus padres indefensos por su avanzada edad y lo corroía la culpa, que lo acusaba de hijo egoísta y desagradecido. 

    La muerte de sus padres lo sorprendió en una época en que creía haberse conformado con su destino. No la esperaba, a pesar del delicado estado de salud de ambos. Primero se apagó la vida de su madre, que se durmió una noche para no despertar más. El padre quiso velarla a los pies del lecho conyugal y, pese a las protestas de Federico, no se movió de su lado hasta dos días más tarde, cuando la muerte vino a buscarlo compadecida de su soledad por la partida de su esposa. 

    Federico, de pronto, se sintió golpeado por el vacío de su vida. La aguja de su brújula interior giraba enloquecida sin acabar de detenerse en ningún punto. Entraba en una habitación y se quedaba parado en medio sin saber qué buscaba, salía y volvía a entrar desorientado para volver a salir al momento. Las horas pasaban a su lado sin percatarse si era de día o de noche. Por las mañanas, permanecía con la mirada perdida en el infinito en tanto en su mesa de trabajo se amontonaban facturas sin revisar. Por las tardes se dejaba caer en cualquier sitio. 

   Al principio, su jefe se mostró comprensivo e, incluso, le dio unos días libres para que resolviera los asuntos de sus padres. Pero, con el paso de las semanas, se volvió más y más exigente, hasta que un error en dos facturas precipitó el despido de Federico.

    A partir de entonces, se confundieron los días, el reloj cesó de dar las horas y él se sumergió en un estado de estupor que le hizo olvidar que tenía que seguir viviendo. No era raro verlo caminar por el espigón hasta bien entrada la madrugada. A paso rápido, la mirada al frente, los brazos balanceándose hacia delante y hacia atrás. Mientras la vida seguía su curso en la pequeña ciudad, Federico caminaba sin descanso por las calles hasta que, vencido por el agotamiento, tomaba el camino que lo llevaba de regreso a casa. Allí lo esperaba la densa presencia de la ausencia que le aplastaba los hombros hasta hacerle casi tocar el suelo. Medio aturdido, subía las escaleras que le conducían a la buhardilla y, cuando alcanzaba la cima, se dejaba caer en la cama sin desvestirse ni quitarse tan siquiera los zapatos. 

    Muchas veces, en las largas noches, lograba dejar la mente en blanco mientras, con la vista fija en el techo, acababa hechizado con las figuras que se formaban sobre la superficie rugosa cuando la habitación se iluminaba por el paso de los coches que transitaban por la carretera: una pipa humeante, un molino de viento, una noria... Luego de nuevo la oscuridad hasta que los faros de otro automóvil traían con su luz la silueta de más figuras. Aquel juego de luces y sombras fue convirtiéndose en su razón de ser. Esperaba con ansiedad la llegada de la noche sólo por encontrarse con esas imágenes fabulosas que forjaba su mente con la ayuda de un haz de luz y la superficie informe del techo abuhardillado. Pronto descubrió que, si dejaba ascender el humo rizado de su cigarrillo, las imágenes cobraban volumen y se llenaban de color: se hacían más vívidas. Entrecerraba los ojos y exhalaba un aro de humo que se elevaba hasta casi tocar la línea donde se juntaban las paredes inclinadas del techo. Entonces le parecía ver la figura de un tren que entraba en un túnel dejando a su paso una estela de vapor.

    Llevaba tres semanas recreándose con aquel juego de luces y sombras cuando apareció ella. Vino precedida de la mayor calada al cigarrillo que había dado jamás. Primero entrevió la línea ondulante de unas caderas que ascendía sinuosa hasta perderse en unos brazos que se movían gráciles al ritmo de una melodía silenciosa. Se incorporó de la cama con la intención de percibir mejor la insinuante figura pero, antes de vislumbrar siquiera fugazmente el contorno de su rostro, la imagen se desvaneció entre el humo del cigarrillo. Al día siguiente, se le presentaron unos ojos rasgados, al otro, una mano de largos dedos y al otro, la figura al completo. Cintura estrecha, piernas kilométricas, pies descalzos y cabello ondulado que caía rebelde sobrepasando los hombros. Noche tras noche, la imagen se formaba lentamente desde la primera calada y el corazón de Federico se detenía hasta que vislumbraba el rostro de la mujer. A veces le parecía descubrir en sus ojos la dulzura de la Venus de Botticelli; mas, un segundo después, clavaba su mirada en él con la perversidad de Jezabel.

   La vida de Federico dejó de ser vida sino era en los momentos en que se hacía presente la dama misteriosa. Durante días, apenas salió de la buhardilla sólo por sorprender la silueta que lo hechizaba. Si la luz del sol iluminaba la estancia, cubría la ventana con una gruesa cortina y dejaba colarse la brisa entre sus pliegues, que, en su vuelo, sugerían el perfil de la evocadora imagen. Sólo en ocasiones salía a dar un largos paseo por la ciudad y entonces se sorprendía a sí mismo buscándola entre la gente. En estos paseos, no era raro el día en que creía adivinarla doblando una esquina. Una rama agitada por el viento le hacía pensar en la gracia de su cuerpo al moverse y el roce de una mano al pasar por la concurrida avenida que conducía a la Plaza del Mercado lo colmaba de una loca esperanza.

   En su largo deambular por la ciudad, una mañana se detuvo ante el escaparate de una tienda de antigüedades. Un cuadro de enormes dimensiones destacaba entre un baúl de madera policromada, un mantón de cachemir de vistosos colores y una colección de caracolas marinas. Federico no podía creer lo que veían sus ojos. Sobre un fondo oscuro, sobresalía el retrato de una mujer de edad indefinida entre los veinte y treinta años. Una mujer inquietante. En un primer vistazo sorprendía que, en la misma persona, se conjugase la dulzura de su rostro con la exuberancia de sus caderas, pero una mirada más atenta le descubrió la armonía del conjunto. Federico quedó prendado de sus ojos rasgados color cobalto con un destello de luz blanca en el mismo centro de la pupila. Desvió la mirada por los brazos en los que ajorcas de oro repujado apenas dejaban ver unos centímetros de piel: unos brazos que se elevaban sobre su cabeza y terminaban en unas manos que parecían querer acariciar el cielo. Iba vestida con una túnica blanca casi transparente con un cordón dorado que le ceñía una cintura desmesuradamente estrecha. Se perdió entre las piernas esbeltas y terminó en sus pies que, descalzos, iniciaban una danza. Federico ascendió hasta enredar la mirada entre la larga cabellera negra y volverse a perder en los ojos de mirada seductora. Dio unos pasos hacia atrás para contemplarla mejor. Por un momento le pareció que la bailarina, la misma mujer que cada noche lo visitaba en su buhardilla, tendía sus brazos hacia él y ladeaba la cabeza en un gesto de súplica. No fue más que un instante: suficiente para que se detuviese su corazón. Mas una nueva mirada restableció la quietud. 

    Sin aliento, no supo qué hacer. Sentía que aquel cuadro le pertenecía pero no se atrevió a entrar en la tienda para preguntar por él. Intuía el carácter exclusivo de la tienda y temía que el precio de la pintura no estuviera a su alcance. Con la decepción pintada en sus facciones, se dejó caer en el banco que había frente a la tienda y estuvo contemplando el rostro de la mujer hasta que, ya anochecido, bajaron la persiana del escaparate.

    Aquella noche olvidó los juegos de luces y sombras, aunque no durmió mucho pensando en la turbadora pintura. En cuanto llegó la mañana, salió hacia la callejuela en la que se encontraba la tienda. En su ansiedad por llegar cuanto antes, equivocó el camino. Por un momento, lo invadió el pánico al no reconocer las casas que lo rodeaban. Miró en torno a sí asustado. Buscó alguna persona para preguntarle por dónde tenía que ir, pero, antes de dar con ella, vio la farmacia a la que solía acudir su madre y pudo ya orientarse.

     Ese día y los que siguieron los pasó sentado en el banco frente a la tienda de antigüedades extasiado ante la belleza de la bailarina de las ajorcas. Como, para entonces, no hablaba con nadie, a nadie pudo contar que la bailarina del cuadro le dedicaba miradas amorosas, que ladeaba la cabeza, fruncía los labios y le enviaba un beso antes de regresar a la inmovilidad del cuadro y a su mirada fría e indiferente. Federico, encandilado, no abandonaba su puesto hasta llegada de la noche, cuando el dueño cerraba la tienda de antigüedades.

    Una de esas noches, Federico se armó de valor y se presentó ante el anticuario con el fin de preguntarle el precio del cuadro. Tres mil setecientos cuarenta euros, le dijo. Una fortuna para alguien como él que apenas vivía con el subsidio por desempleo. Durante semanas estuvo dándole vueltas a la manera de hacerse con la pintura. Recontó los billetes que guardaba en una caja de madera bajo la cama para alguna emergencia. ¿Qué mayor emergencia que llevar a casa a la dueña de su vida?, pensó. Pero, como ya sabía, sus esmirriados ahorros no llegaban a los ochocientos euros. Sacó del joyero de su madre las cuatro alhajas que conservaba de ella y las mandó tasar en una casa de empeños pero ni el collar que con tanto orgullo lucía en las ocasiones especiales era de perlas auténticas ni la sortija que le trajo su padre de un viaje a las islas era de oro. De tan pequeño tesoro sólo merecían la pena una medalla de la Virgen del Rosario y la pulsera que le regaló una prima con motivo de su boda. Pero no obtuvo por ellas más que unas decenas de euros. 

    Al borde de la desesperación, acudió a su banco en busca de un préstamo. La cabeza le dolía hasta no poder resistir el ardiente clavo que le atravesaba las sienes y la culpa le cosquilleaba el pecho. Nunca había pedido dinero prestado siguiendo las enseñanzas de su padre, que se enorgullecía de no deber nada a nadie. Lo que no sabía era que, por estar desempleado, le iban a poner tantas trabas antes de concederle el préstamo. Tuvo que suplicar, escuchar condiciones incomprensibles y firmar cientos de documentos con el fin de que le dieran el visto bueno si ponía como garantía la casa de sus padres.

   Con el dinero en el bolsillo, salió del banco en el momento en el que caían las primeras gotas de lo que sería un fuerte chaparrón de verano. Un temor supersticioso se adueñó de Federico. ¿Y si aquella lluvia incipiente no fuera sino las lágrimas de su padre que, desde el cielo, lloraba su comportamiento imprudente? Aligeró el paso por la acera para ahuyentar tan lúgubres pensamientos y la evocación de la imagen de su amada hizo que olvidase sus temores. 

   En pocos minutos se presentó ante la tienda de antigüedades. Casi se detuvo su corazón cuando dejó descansar la mirada en el escaparate. ¿Dónde habían llevado a su amada? En lugar del retrato de la bailarina, un horroroso reloj se burlaba de él. Sobre un pie de mármol verde, ofendía la vista de los viandantes con sus azules y dorados estridentes. Era tan feo que hubiese sido repudiado por el mismo Luis XV, tan devoto de tales excesos. ¿Sería posible que hubiesen vendido su cuadro? Entró en la tienda presa del pánico y allí estaba, arrumbado en un rincón medio oculto por el mantón de cachemir. Sin detenerse siquiera a saludar, puso sobre el mostrador el fajo de billetes que le habían dado en el banco. El anticuario pareció asustarse ante aquel cliente de rostro alucinado. Mas, tras respirar hondo, Federico logró convencerlo de que le vendiese el cuadro de sus desvelos: “Salomé”, así dijo el dueño de la tienda que se llamaba la danzarina.

    Se lo llevaron a casa esa misma tarde. Estuvo dos días buscándole un lugar digno de ella. Su buhardilla le parecía poco elegante, la habitación de sus padres, nada adecuada y el dormitorio de invitados, muy frío. Finalmente, lo colgó en el salón y puso frente a él el sillón orejero donde solía cabecear a la hora de la siesta su padre. Aquel lugar se convirtió en su dormitorio, su salón, su comedor. No se apartaba de Salomé más que para hacerse un bocadillo con lo primero que encontraba en la cocina. Su vida se consumía en el deseo no siempre satisfecho de ver a la bailarina danzar para él desde su marco en la pared. Con los ojos bañados en lágrimas, seguía el vaivén de sus caderas voluptuosas, el vuelo de sus manos juguetonas y la caricia de su melena en sus hombros. Federico hubiese entregado su vida con placer si la mujer de pérfida mirada hechicera hubiera pedido su cabeza a un Herodes cualquiera. Con gusto hubiera ofrecido su cuello al verdugo sólo por saberse objeto de los pensamientos de su amada. Pero a ella no parecía importarle su hondo amor. Mientras lo seducía con su sugerente baile, le dirigía despreciativas miradas. 

   En tanto Salomé bailaba su danza, Federico no se atrevía apenas a moverse. Bastaba con que alargase la mano para que la mujer regresase a su hierática quietud, que era como una muerte; perderla sin haberla tenido. Salomé se le escapaba cada noche mientras él se consumía de deseo. Su cuerpo ardía como una antorcha encendida anhelante de un abrazo y sus labios no deseaban otra agua que apagase su sed que la de los besos de su amada. En alguna ocasión, logró armarse de valor y, mientras Salomé bailaba su danza sensual, Federico quiso llamar su atención. Mas ni el llanto ni los gritos le arrancaron una sola caricia. No consiguió con ello sino que Salomé se refugiase en la inmovilidad del cuadro. Federico, entonces, se alzó ante ella y la cubrió de besos ardientes que le dejaron frustrado ante la frialdad del lienzo.

  Una noche, su amada escuchó sus súplicas. Con paso insinuante, bajó del marco y se arrodilló ante Federico, que la miraba lleno de deseo desde el sillón orejero. Salomé le acarició la mejilla con el dorso de su mano derecha. La sortija con el lapislázuli le rasgó la piel y un hilo de sangre humedeció sus labios. Como si de un delicioso néctar se tratara, ella acercó la boca a la suya y libó el líquido rojo. Los labios de Federico se abrieron como una rosa roja y respondieron al apasionado beso antes de que su mente fuera consciente de la dicha que lo embargaba. Sus manos recorrieron la línea de su talle y, sin pedir permiso, desciñeron su cintura. La túnica de seda cayó a los pies de la bailarina y, cuando Federico, contempló su alba desnudez, la oscuridad cubrió su abrazo de amor.


***

   La noticia corrió con celeridad por toda la ciudad. Tras un mes sin que los vecinos supieran nada, la policía entró en la casa de don Federico Bautista. Un pestilente olor a podredumbre les dio la bienvenida. Nadie respondió a los gritos de los agentes. En la cocina, los restos de comida habían atraído a un batallón de hormigas que, de manera ordenada, formaban cientos de hileras de disciplinados soldados. Toda la casa estaba a oscuras. Los dormitorios cerrados, con las persianas bajadas para que la luz del sol no alterase la paz de los muertos que una vez descansaron en sus camas. Al final de un largo pasillo, una puerta estaba abierta. Entraron los dos policías seguidos del vecino que se había ofrecido a acompañarlos. 

   Allí estaba don Federico Bautista. En el suelo. Abrazado a un cuadro. Y muerto desde hacía una semana. No había signo alguno de violencia sino un leve rasguño en su mejilla derecha.