Primera parte
Segunda parte
VII
Matteo Stuccio no podía evitar el rítmico movimiento de arriba abajo de su pie inquieto. Por fortuna, nadie podía percatarse de su nerviosismo pues la mesa le ocultaba las piernas. Aquel era su primer juicio como abogado defensor y desconfiaba de su pericia. No obstante de los buenos consejos de su padre para que no creyese todo lo que le dijera su defendido, él estaba convencido de la inocencia de Luigi Burlleschi. En sus visitas al presidio lo asediaba a preguntas en busca de un resquicio por donde se pudiera escapar algún indicio de culpabilidad, pero, a pesar de haberse derrumbado en más de una ocasión, il castrato nunca se desviaba de su historia. Amaba a Lucrecia Bernacci desde la primera vez que la vio, ocho años antes en una velada musical, mas él no había sido para la bella dama sino el amigo en el que se desahoga el corazón cuando lo colman los pesares y al que se participa de las alegrías. Matteo lo creía cuando, con lágrimas en los ojos, juraba su inocencia. Por ello, temía tanto que un error suyo lo enviase al patíbulo.
La entrada en la sala del ayudante del fiscal lo distrajo de sus pensamientos. Matteo lo vio deslizarse con paso sigiloso por detrás de los escaños de la acusación, llegar junto a su jefe y susurrarle unas palabras al oído. El señor Da Murotti escuchaba a su ayudante con la ceja del ojo derecho ostensiblemente levantada. Poco a poco se fue insinuando una sonrisa en sus labios finos hasta que todo su rostro mostró una expresión triunfal. Garabateó el fiscal unas letras en un trozo de papel. Tras soplar el pliego para secar la tinta, llamó al ujier y se lo tendió para que se lo diera al juez. El señor Gordini lo leyó y, tras unos instantes de reflexión, dijo con potente voz.
─Llamo a declarar a Maria Lucrecia Jacobella Giovanna Lorenza Bernacci, Marquesa de Travento, de soltera Maria Lucrecia Jacobella Giovanna Lorenza Pastrani.
La sala se llenó de murmullos cuando la viuda atravesó el pasillo. Iba vestida toda de negro con el rostro oculto por un velo también negro que apenas dejaba adivinar sus facciones. Por indicación del fiscal se lo levantó y, al dejar su belleza al descubierto, un silencio reverencial llenó la sala.
─¿Era su excelencia la esposa del difunto Carlo Giuseppe Fortunio Francesco Bernacci, Marqués de Travento? ─preguntó el señor Da Murotti.
─Sí, su señoría.
─¿Qué recuerda de la noche del doce de marzo?
─Me fui a dormir nada más terminar de cenar con un fuerte dolor de cabeza. Por ser lunes, esa noche no habíamos tenido invitados. Mi esposo tiene por costumbre quedarse leyendo en la biblioteca, de manera que me dio las buenas noches y me retiré a mis aposentos. Antes de acostarme, tomé la dosis de láudano que me había recetado el doctor Tizzi para aliviar mi sufrimiento. Me quedé profundamente dormida al pronto hasta que me desperté sobresaltada, con un negro presentimiento en el pecho. Llamé a mi marido creyendo que dormía a mi lado y, al ver que no estaba, fui en su búsqueda. Me extrañó encontrar la puerta de la biblioteca cerrada: él siempre la deja abierta por si le necesito. Entré y…
La signora Bernacci no pudo continuar. Ocultó el rostro entre las manos y se dejó llevar por el llanto. Toda la sala estaba conmocionada y de aquí y allá se oía un sollozo. El fiscal llamó de nuevo al ujier y le dijo unas palabras al oído. Al momento, el subalterno salió de la sala y volvió a entrar con un vaso de agua, que, con lágrimas en los ojos, le ofreció a la marquesa. Después, ella, con voz temblorosa, prosiguió su declaración
─Mi esposo estaba sentado en la mesa. Creí que se había quedado dormido, pues tenía la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Le sacudí el hombro y entonces se cayó hacia un lado quedando su cabeza sobre mi falda. Fue cuando vi la horrible daga en su…. la horrible daga… la horrible daga en su cuello.
Matteo no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla derecha hasta su cuello. ¿Sería verdad su sospecha?, ¿sería verdad que un ser tan dulce hubiese tendido una trampa al ingenuo castrato y hubiese matado al marqués para quedar libre de unirse a su amante, Fabrizio Bernacci? ¿Y si Luigi, enajenado de amor, hubiese asesinado al Marqués de Travento con la disparatada esperanza de hacer suya a la bella Lucrecia? Matteo suspiró para alejar tal pensamiento. Tragó saliva y siguió escuchando. El fiscal le estaba preguntando a la marquesa por su relación con Luigi.
─La primera vez que vi a Burlleschi fue en la celebración del nacimiento de la princesa María Adelaida en casa del príncipe de Soubise. Yo tenía diecisiete años y hacía poco que me habían presentado en sociedad.
La marquesa hizo una breve pausa. Sus ojos se posaron sobre Luigi Burlleschi. Su frente se plegó en cientos de arrugas y su boca se crispó en un gesto de terror. Bebió un sorbo de agua y prosiguió:
─Me fascinó. Era la primera vez que oía una voz capaz de conmoverme hasta las lágrimas. Todavía me estremezco cuando recuerdo cómo vibraba su voz al cantar. Pensé en lo maravilloso que sería si cantaran de ese modo para mí. En muchos días me acompañó el recuerdo de sus canciones. No obstante, no deseaba volver a verlo por temor a sufrir una decepción. Mas, cuando le volví a oír, su voz me pareció aún más bella y conmovedora.
─¿Se enamoró su señoría del señor Burlleschi? ─preguntó el fiscal.
─¿Amarlo yo?, ¿cómo podría ser eso posible?, ¿acaso no es él un castrato? Yo admiraba su voz. No paré hasta conocerlo mas sólo porque quería oírlo pronunciar mi nombre con esa voz tan dulce. Nada más. Y me gustaba su amena charla salpicada de historias sustanciosas. Solo por ello conversaba a menudo con él; no veía en ello más pecado que el que pueda haber cuando habló con mi doncella o con un chiquillo de la calle cuando me ofrece unas florecillas del campo.
─Pero a su excelencia se la veía a menudo buscar la compañía del castrato.
─Cierto. Deseaba expresarle mi admiración y escuchar su voz. Mas, cuando mi madre me hizo ver la inconveniencia de tales conversaciones, cesaron al instante.
En la puerta de la sala se había armado enorme un revuelo. Voces airadas más y más elevadas interrumpieron la declaración de la viuda quien, por un momento, abandonó su aire compungido y, como el resto del público, volvió la cabeza hacia el lugar donde se estaba produciendo el alboroto. Un hombre vestido de labriego se abrió paso entre la multitud. Le custodiaban dos guardias, seguido por el ayudante del fiscal. El señor Da Murotti se levantó al pronto y, con voz ostensiblemente alterada, dijo dirigiéndose al juez.
─Excelencia, con la venia de este tribunal, solicito llamar a declarar a Giuseppe Raussini.
El juez le recordó que aún estaba declarando la marquesa viuda de Travento y que había de atenerse a las formas; no obstante lo cual el fiscal insistió.
─Disculpad lo inusual de mi proceder, señoría. Tengo la prueba definitiva que resolverá este juicio.
Un murmullo sobrevoló la sala. El juez Gordini, hasta entonces impasible, mostró una expresión de asombro antes de dar la venia al fiscal.
─Proceded como estiméis conveniente.
El señor Da Murotti hizo subir al labriego, cuyo rostro, en esos minutos, habíase tornado blanco. Con los ojos muy abiertos, como si estuviese viendo a Satanás, recorrió la vista por la sala.
─¿Queréis contarnos lo que encontrasteis cuando volvíais del mercado?
El labriego balbució unas palabras ininteligibles antes de perderse en un tedioso relato de su jornada laboral.
─No os desviéis del asunto que nos ha traído hasta aquí ─le ordenó el juez Gordini.
─No sé lo que me decís, señor.
El labriego comenzó a temblar como si temiese un terrible castigo de aquel hombre tan imponente.
─¡Que vayáis al grano! ¿Qué nos importa lo que hacéis cada día?
El labriego dio un respingo y, titubeante, trató de reanudar su testimonio y sólo unos minutos más tardes pudo ofrecer un discurso coherente.
─Veréis, usía. Cada jueves he de ir al mercado a vender las berzas que cultivo en mi huerto. Hace tres semanas me entretuve más de la cuenta bebiendo unos vasitos de vino en la taberna con mi compadre y cuando tomé el camino a casa, atajé por un descampado que linda hacia el suroeste con la casa del eunuco ése. Como ya oscurecía, había de andar con tiento pues casi no veía lo que tenía ante mis narices. Mis pies se enredaron con unos trapos y, al cogerlos para desecharlos, me manché las manos con sangre.
El fiscal se levantó del escaño y mostró al juez, primero, y a Matteo, después, unos harapos mugrientos color carmesí en los que se veían unas manchas oscuras.
─Estos son los ropajes de los que habla el labriego.
El fiscal giró rápidamente sobre sí mismo hasta encararse con Luigi Burlleschi, que le miraba con fijeza pero no parecía saber dónde se encontraba. Como si estuviera representando un papel en el teatro, disfrutando ante la expectación que despertaba en su público, el señor Da Murotti lanzó el fardo al regazo del castrato.
─¿Reconoces estos trapos, Burlleschi?
─Sí ─fue la lacónica respuesta de Luigi.
─¿Son tuyos?
─Sí.
─¿Qué son?
─Son parte de un disfraz de sátiro que utilicé en una función que se representó a finales de marzo con motivo de la llegada de la primavera en el palacio que tiene el duque de Braganza en Milán.
─¿Qué hacía el dicho disfraz en un descampado junto a tu casa?
─No lo sé.
Burlleschi hablaba con una voz opaca, sin emoción, que suscitaba la indignación de la gente allí congregada y la inquietud de Matteo.
─No lo sabes ─asintió el fiscal, casi con comprensión ─. ¿Podrías explicar cómo han llegado ahí esas horribles manchas que embadurnan todo el disfraz? Míralas bien. Miradlas bien ─dijo elevando la voz en tanto se dirigía al público─. No son sino manchas de sangre. Todos estos harapos chorreaban de sangre. ¿Puedes tú, Burlleschi, dar razones que expliquen esto? Míralos bien. Ellos mismos te acusan.
Matteo Stuccio miró a su defendido sin atreverse a respirar. ¿Era posible que lo hubiese engañado hasta el punto de hacerle creer que la pobre viuda había sido la asesina? Da Murotti hizo una pausa y volviéndose a Luigi, preguntó?
─¿Mataste tú al Marqués de Travento?
Matteo, junto con el público que rebosaba en la sala, dirigió su mirada ansiosa hacia Luigi, dividido entre el temor a que confesase su culpa y el deseo de que, con su confesión, proclamase la inocencia de la bella Lucrecia. Mas el castrato no respondió ni con un sí ni con un no. Dirigió una fugaz mirada a la viuda del Marqués de Travento y agachó la cabeza sin pronunciar palabra alguna.
VIII
No volví a hablar con Lucrecia en mucho tiempo aunque no había día en el que no llegara a mis oídos noticias de ella. Por unos supe que había tenido un niño, al que le había dado el nombre de su esposo; por otros, que no era feliz; después me llegó la nueva de que había vuelto a ser madre y, al año siguiente, otra criatura trajo a este valle de lágrimas. No era raro verla en alguna de las veladas dadas por algún noble napolitano o de Francia; sentada en el palco de un teatro. Cuando me percataba de su presencia, buscaba anhelante su mirada; mas, sin dignarse a rehuirla, Lucrecia me miraba con la indiferencia que se reserva a los seres insignificantes.
Hasta mí llegó el rumor de los amores de Lucrecia con Fabrizio, el primogénito de su esposo. Almas piadosas se cuidaron mucho de hacérmelo llegar. Era éste un joven de mis mismos años mas dotado de todo aquello de lo que yo adolecía: apostura, fortuna, educación, unos ancestros que se remontaban hasta Bohemundo de Tarento… Un hombre, en suma. No como yo, un eunuco sin más utilidad en la vida que soltar unos cuantos gorgoritos.
Ignoro cuánto de verdad y cuánto de fabulación había en esta historia. Si algo de cierto había, bien sabían disimularlo cuando se encontraban en sociedad. Por más que espié sus gestos cuando los tuve cerca, jamás sorprendí en ellos una mirada, un indicio que confirmara el rumor. Aun así, creció mi sospecha cuando supe que Carlo Bernacci, padre de uno y esposo agraviado de la otra, había enviado al extranjero a su hijo por tiempo indefinido.
Una noche creí estar viendo visiones cuando mi bella Lucrecia, desde lo alto del palco del teatro en el que actuaba, hizo volar hacia mí un beso. Mi corazón empezó a saltar de gozo y a punto estuve de dejar de cantar. Para mi fortuna, nadie se percató de su tierno gesto. Tal vez tan solo fue una invención de mi disparatada imaginación. Cuando volví a mirarla, no hallé más que el semblante de la enigmática Esfinge.
No quise ilusionarme. Demasiado la conocía para saber que no era para Lucrecia sino un mero entretenimiento. Mas, después de aquella noche, sorprendí en ella muchos guiños y carantoñas afectuosos hacia mí. Y, pese a saberme su juguete, las noches pasaba sin que acudiera el sueño mientras evocaba su mirada colmada de promesas.
Se hicieron asiduas las visitas vespertinas a mi casa. Aparecía ataviada con los más asombrosos disfraces, transmutada en aldeana, echadora de cartas y hasta de soldado. Nadie, ni tan siquiera Peruso, mi fiel criado, reconocía en aquellas vulgares gentes a la dama que embrujaba a todo Nápoles con su belleza.
En aquellas entrevistas, jamás faltó al decoro ni puso en riesgo el honor de su esposo, mas derramó amargas lágrimas y pronunció terribles quejas contra él. Según decía, era de temperamento frío y cruel. No toleraba las risas si eran ruidosas por considerarlas pecaminosas y se mostraba tan estricto con ella y con sus hijos que todos le temían. De naturaleza desconfiada, creía ver en ella falsedades y engaños que no existían sino en su imaginación. No era pues de extrañar que buscase en mi compañía unas horas de asueto para su alma, acrecentar sus más y más débiles fuerzas para encararse a su tirano.
La última tarde que la vi, buscando distraerla de sus pesares, quise jugar con ella a los disfraces. Saqué de un viejo baúl los más variados ropajes con los que me había presentado al público por toda Europa. Mi corazón se llenó de gozo viéndola deleitarse ante el espejo que le devolvía la imagen de una princesa turca, una dama veneciana o de la pérfida Mesalina. Nadie puede imaginar cuán dichoso me hacía su regocijo. Hasta que el reloj de la catedral nos anunció las ocho de la noche y Lucrecia salió corriendo de mi casa llevándose consigo un disfraz de sátiro, según dijo, como recuerdo de la tarde tan dichosa que había pasado conmigo.
IX
El cuatro de abril de mil setecientos treinta y nueve se estrenó a las nueve de la noche en el King’s Theatre de Londres la ópera de Haëndel Israel en Egipto. El alto castrato que representaba el papel principal llevaba tres días consumido por la angustia aterrorizado por el temor a fallar en escena.
Esa misma noche, a las diez, en una oscura celda de la prisión de Nápoles, el maestro Priamo ocultaba su pena al más brillante discípulo que había tenido en tanto le contaba una historia tras otra sobre hijos ilegítimos, esposas despechadas, maridos engañados. Mas su amena charla no era atendida sino por el centinela que guardaba la puerta de la celda, un muchacho de no más de veinte años impresionado por el terrible destino que le esperaba al preso que le había tocado vigilar. Mientras entre aquellas cuatro paredes resonaban las terribles historias sobre la nobleza que habían escandalizado a toda Europa, Luigi Burlleschi permanecía en silencio. Nadie había oído de su boca palabra alguna desde que se dictase la sentencia que lo condenaba al patíbulo. Mas, en la soledad de algunas noches, el joven centinela creía oír salir de la celda del castrato un lamento transformado en canción.
Lascia ch'io pianga
mia cruda sorte…
e che sospiri
la libertà
e che sospiri...
e che sospiri...
la libertà
Il duolo infranga
queste ritorte
de'miel martiri
sol per pietà;
de'miel martiri
sol per pietà
Y a las once de la noche, en el mismo Nápoles, el ánimo de Lucrecia iba y venía del regocijo a la impaciencia. Aún le costaba creer que al día siguiente fuera a contraer matrimonio con Fabrizio, el nuevo Marqués de Travento y primogénito de Carlo Bernacci, El sueño, contagiado de su excitación, se negaba a acudir a su lado y, cuando empezaba a quedarse dormida, la bella viuda creyó oír un golpe en la ventana. La aprensión se apoderó de todo su ser. Por su mente cruzó una terrible sospecha: ¿Y si Burlleschi había contado...?, ¿y si venían a prenderla? Respiró hondo y azuzó el oído, mas no oyó sonido alguno. La casa había recuperado la calma. Lucrecia, aliviada de sus miedos, evocó los ojos verdes de Fabrizio y con una sonrisa en los labios se quedó dormida. Un golpe más fuerte la despertó de nuevo sobresaltándola. Prendió la vela de la palmatoria que descansaba en el tocador y al volver la mirada hacia la ventana, le pareció vislumbrar tras el cristal a su difunto marido que la apuntaba con el dedo índice en un gesto acusador.
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