sábado, 9 de abril de 2022

Si no tardas mucho… Desenlace

 





Éste es el desenlace de la historia de Gabriel y Raisa. Si os habéis perdido los capítulos anteriores, podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:


Primera parte

Segunda parte



 

Un veinticinco de junio, a las nueve de la noche, Gabriel cruzaba el umbral del restaurante francés Le Petite Chateau, cerca de la Gran Vía de Madrid. Había cambiado mucho desde la última vez que visitó la capital. Ya no era el muchacho torpe y larguirucho de hacía dos décadas, sino que su porte distinguido y un aire de seguridad en sí mismo atraía las miradas de los demás. Y, no obstante, sus sienes cenicientas le hacían aparentar más de los cuarenta y siete años que tenía. 


—Es Gabriel Guzmán —oía a sus espaldas—. El violinista, el Nadal de la música. El mejor. Y es español.

 

Cuando entró en el comedor, se detuvo en la puerta y miró a su alrededor, como si buscara a alguien. El maitre, que lo había reconocido, se acercó con premura tan pronto como lo vio y lo acompañó a la mesa para dos personas, reservada a su nombre. Aún hubo de esperar veinte minutos hasta que Raisa acudió a la cita, y eso que él se había demorado a propósito para que ella no le notara la impaciencia por verla.


¿La reconoceré?, ¿me reconocerá?, ¿la encontraré tan cambiada que me parecerá una desconocida? ¡Hace tanto que no nos vemos!


Por su memoria pasaron los años transcurridos. El tiempo no había pasado en vano por él. Se había vuelto desconfiado; le costaba mantener una relación cálida con los desconocidos. Era consciente de la fama de distante que le precedía.


Fama de distante y desabrido. Por no decir de soberbio. De sobra sé lo que piensan de mí esos mismos que me adulan, los que no entienden mis exigencias, que toman por caprichos; los que no entienden que, si quiero mantenerme, debo aspirar a la perfección. ¿Y tú, Raisa?, ¿me comprenderás?, ¿estarás dispuesta esta vez a arriesgarte y a intentarlo?, ¿no ocurrirá como con Joan, que tras cinco años de matrimonio, se cansó y se fue? Pero Joan no eras tu, y ella lo sabía; no podía engañarla. Sabía que tu recuerdo no se había borrado de mi corazón ni se borrará jamás. Sabía que sólo podía ocupar un segundo lugar en mi corazón. Detrás de ti, amada mía. Muy detrás de ti.


A su memoria regresaron los difíciles años de matrimonio. Los problemas para verse. Los viajes de ambos, que tocaban en orquestas diferentes. Años que, sin embargo, no fueron sino unos meses de vida efectiva en común. La convivencia no siempre fue fácil. Los continuos cambios de humor de Joan y la escasa paciencia de Gabriel los volvían insoportables. Las discusiones entre ellos se hacían más y más frecuentes, y si, en los primeros tiempos, una noche de pasión borraba cualquier rastro de desavenencia, con el paso de los años, esa misma pasión se fue tornando en acicate para que aumentase el resentimiento entre ellos. Una mañana en que Gabriel se iba de gira por Francia, se despidió para no volver a la casa que compartían. Joan, como si esperase aquel momento para marcharse también, le dijo que hacía tiempo que estaba medio en relaciones con su agente y que, hasta aquel momento no se había atrevido a contárselo. Gabriel recogió sus cosas en silencio: tres o cuatro trajes, unos cuantos libros, sus discos compactos y su violín. En esos pocos objetos se reducían los años en común.


Cuando terminé de embalarlo todo y me vi en aquel espacio vacío, me di cuenta de que nunca me había sentido en casa en aquel apartamento, que aquellas habitaciones no tenían otro significado para mí que las habitaciones de los hoteles en las que no pasaba más que unas cuantas noches.

 

La llegada de Raisa desvaneció sus recuerdos. Venía casi corriendo, como de costumbre, disculpándose por la tardanza. Cada paso que la acercaba hacía desaparecer un año de distancia y, cuando estuvo frente a él, le pareció la misma de siempre. Alegre y habladora; ajena a su elegancia, pese a las miradas de admiración que despertaba en las mesas de alrededor. Gabriel se levantó, la besó en ambas mejillas y le retiró la silla para que pudiese sentarse. De los labios de Raisa se escapó un pequeño suspiro, apenas perceptible.


—¡Cuánto hacía que no me trataban con tanta amabilidad! 


Durante unos minutos, Gabriel permaneció extasiado contemplándola. El tiempo no había dejado otra huella sobre su rostro que unas pequeñas arrugas en la comisura de los labios, que bien podrían atribuirse a la sonrisa que la iluminaba. Como en el pasado, enseguida se adueñó de la conversación. Parloteaba sin parar y pasaba de un tema a otro sin transición alguna. Como quince años antes, Gabriel apenas habló, encantado en escucharla. 


—¡Oh! Soy muy feliz con la vida que llevo. Ahora vivo con mi madre, ¿sabes?, como cuando estaba soltera, en mi casa, ¿te acuerdas? Es como volver a ser niña, volver a dejarse mimar. Me mudé hace dos años, cuando falleció mi padre y mi madre se quedó sola. Desde entonces, paso los días como una princesa. Hago lo que quiero sin tener que rendir cuentas a nadie. ¡Una gozada!


Soltó una estruendosa carcajada que atravesó el comedor y, para su pesar, avergonzó a Gabriel.


— No te puedes imaginar la delicia que es que te despierte por las mañanas el aroma a pan tostado, a mantequilla fundida, a café recién hecho.


Puso los ojos en blanco y volvió a su verborrea sobre cosas sin importancia, sobre personas cuyos nombres no le decían nada al violinista. Volvió a sus carcajadas, como cuando era joven y cualquier cosa la hacía reír; pero a Gabriel le parecía que había perdido espontaneidad, que su voz sonaba una nota más alta que en el pasado. 


—Ahora bailo zumba, ¿sabes? —Danzó sin levantarse de la mesa—. Tengo un grupo de amigas que disfrutamos un montón, los viernes, ¿sabes?, y luego nos vamos por ahí, de juerga, hasta las tantas, como adolescentes despreocupadas.


—¿Y el clarinete?, ¿cuándo sacas tiempo para tocar? —le preguntó en un intento de hacer regresar a la Raisa de antaño.


—¡Oh! —exclamó e hizo un gesto despectivo con la mano—. Eso era un sueño infantil. Como las novelas de amor que leía y me hacían soñar con quimeras; imaginar amores que se extendían hasta la eternidad. Pero el amor no existe, sólo la diversión del presente.


A Gabriel lo había enamorado, veinticinco años atrás, el modo de hablar acelerado de Raisa, la alegría de su atolondramiento; mas aquella alegría le resultaba demasiado chillona, desafinada, como si se hubiera roto una cuerda de su violín. 


¿Quién eres?, ¿qué has hecho con la mujer que amo?, ¿dónde la has dejado?, ¿quién te ha dado el derecho de disfrazarte de mi Raisa?, ¿de torturarme con esta farsa? Esta parodia de los momentos más dichosos que he tenido. Llevo toda la vida esperándola, ¿por qué la tienes escondida? ¿Qué te pasa?, ¿es la ebriedad del alcohol?


La velada iba consumiendo los minutos mientras crecía la inquietud del violinista. Raisa se mostraba más y más eufórica. Extendió la mano por encima del mantel y oprimió la muñeca de Gabriel, que retiró con brusquedad sin que interviniese su voluntad.


Al término de la cena, le propuso un paseo por el Madrid de los Austrias. Confiaba en que el relente de la noche se llevase los malignos efluvios que, pensaba, habían transformado a su amada. Como si le quisiera dar la razón, Raisa guardó silencio mientras caminaban por las calles adyacentes al restaurante. Por un momento Gabriel creyó que volvían a estar en Viena, que los aguardaban en un hotel unas horas de pasión, que aún había esperanzas de recuperar a la Raisa que siempre había amado. 


¿Es posible que haya amado toda la vida a una mujer que no existía sino en mi imaginación?, ¿que haya proyectado en ti una fantasía? No. No puede ser que todos los sueños que me consolaban de mis frustraciones convergiesen en la mujer forjada por mis anhelos. ¿La causa de mi imposibilidad de ser feliz estaba en esperar ser amado por una mujer inexistente? Por eso fui incapaz de amar a ninguna real, por eso, si consiguiera a la verdadera Raisa, si te quedaras conmigo, sería incapaz de amarte, de hacerte feliz.


Apuntaban las primeras luces del amanecer cuando se sentaron en silencio en los escalones a la entrada de un viejo edificio. Gabriel le ofreció un cigarrillo y encendió otro para él. Después de unas cuantas caladas, como si ella también evocara aquella noche vienesa, empezó a hablar muy bajito:

 

—Cuando te encontré en Viena, estuve tentada a quedarme contigo. Bastaba con extender la mano para encontrar aquello en lo que siempre había soñado: paz, sosiego, un hombre bueno que me amase. Pero tenía tanto miedo de decepcionarte… —Él quiso decir algo, pero ella no se lo permitió—. Si no me dejas seguir, nunca me atreveré a decir lo que llevo tanto tiempo querer decirte. —Dio una calada al cigarrillo y lo apagó en el escalón de piedra. —Lo mejor que he tenido en mi vida ha sido tu amistad; saber que, pese a la distancia, siempre podía contar contigo. 


Gabriel se acercó más a ella. No sabía adónde quería llegar. Las palabras de Raisa tenían cierto sabor a despedida, pero también abrían una ventana a la esperanza.


—Después de pasar la noche juntos, imaginé cómo sería una vida contigo. ¡Lo deseaba tanto! Pero no podía ser. No podía arriesgarme a perder lo único bueno que he tenido.


—¡Pero yo te quería! —protestó Gabriel—. Te he querido siempre.


Raisa le acarició el mentón y lo obsequió con una sonrisa: una sonrisa colmada de tristeza y alejada del desenfado exhibido durante la cena.


—Lo sé; siempre lo he sabido.

 

—No lo entiendo —se impacientó Gabriel—. Si sentías algo por mí, aunque no fuera más que un poco —su voz se iba elevando más y más—, la milésima parte de lo que he sentido yo por ti, si sentías algún afecto, ¿por qué no te quedaste conmigo?


—¡Esperabas tanto de mí! Tenías una imagen de mí en la que no me reconocía. Yo no he sido nunca la mujer que creías. Tan maravillosa. ¿Cómo reaccionarías cuando descubrieses a la Raisa real? La de todos los días, la que se baja de los zapatos altos de tacón y se calza unas zapatillas. No sabes el miedo que me suscitaba sólo pensar en decepcionarte.


—Nunca me decepcionarás.


—Ya lo hice. Hace unas horas, durante la cena, cuando te presenté una cara distinta de la que esperabas encontrar. —Gabriel quiso protestar, a pesar de que le ardía la cara de vergüenza—. Cuando me casé, quería mucho a mi marido y creía en la felicidad nos aguardaba después de la boda, que sería para siempre. Éramos muy distintos. Él era introvertido y serio, mientras que yo… Bueno, ya me conoces. Él había sido brillante en sus estudios, yo fui del montón. A él no le gustaba la música ni la literatura, a mí no me gustaba el senderismo, que tanto le apasionaba. Pero ¿qué importaba? Nos queríamos y con eso era suficiente. Creía ciegamente que el amor todo lo puede. ¡Qué mentiras más grandes nos contamos a nosotros mismos!


Se había serenado. La veía de perfil y le parecía que había regresado la joven de veinte años; la que le confiaba sus penas y buscaba su consuelo; la que le contaba sus sueños, sus momentos dichosos. La que se perdía pintando un futuro de colores brillantes.

 

—Poco después de casarme, conseguí un empleo en una empresa de recursos humanos como administrativa. No era gran cosa, pero después de varios años sin encontrar trabajo, me pareció una maravilla. Mi marido no lo veía del mismo modo, le pareció que me devaluaba. Intentó persuadirme para que lo rechazara, para que esperase a que me saliese algo más acorde a mi formación. Él, decía, nunca se conformaba sino era con lo mejor. No quise ceder. Aquella fue la primera vez que lo decepcioné. Durante un tiempo, estuvo frío y distante. 


Hizo una pausa para tomar aliento. Apoyó la cabeza en el hombro de Gabriel y lo hizo soñar al envolverlo con su aroma a violetas.


—Los sábados por la noche, invitábamos a amigos a cenar a nuestra casa. Aunque, tal vez tendría que decir a sus amigos, porque míos pocos venían. Yo me tenía que ocupar de organizarlo todo. Su horario de trabajo no le permitía estar en casa antes de las nueve de la noche. Pese a contar con la ayuda de una señora que iba a mi casa tres veces en semana, todo el peso de las cenas recaía sobre mí, que nunca se me dieron bien las tareas de casa y, mucho menos, la cocina. Pero nada de lo que hacía le parecía suficientemente bien: la carne estaba quemada, el flan duro o deshecho, la vajilla no iba con el mantel... Siempre encontraba alguna pega y decía que podía hacerlo mejor. Mi ansia por complacerle hacía que me pusiera nerviosa y cometiera un fallo tras otro. Cualquiera diría que lo hacía todo al revés. Nunca estuve a su altura. Mi marido triunfaba en todo lo que se proponía; yo era un fracaso constante.


Gabriel intentó protestar, pero Raisa no se lo permitió.


—¿Y la música?, ¿no encontrabas consuelo en la música? —le preguntó tras un momento de silencio.


—En los primeros años de mi matrimonio, todavía dedicaba unos minutos al día al clarinete. Me valía de la música, como tú dices, para consolarme; evadirme, más bien, de la frustración que me suscitaba comprender que la vida que había elegido no era ni parecida a la que había soñado. Cuando tocaba las primeras notas, volvía a ser yo. Lo mismo me sucedía cuando sintonizaba la radio y me transportaba a uno de tus conciertos. Tus éxitos me confirmaban que lo imposible podía convertirse en una posibilidad. Contigo, con tu música, me reencontraba con esa parte de mí que había de esconder cuando mi marido estaba presente. 


Se mordió el labio inferior como si le costase seguir adelante. Gabriel le acarició el dorso de la mano para darle ánimos


—Es que… es que… A mi marido no le gustaba que yo le dedicase ni un momento a la música. Creía que era una pérdida de tiempo; una chiquillada, afirmaba con contundencia, que sólo servía para huir de la realidad, para que pospusiera mis obligaciones. Tardé en comprender que no se trataba de que no entendiera mi afición por la música o la literatura, que tampoco le hacía gracia cuando perdía una tarde con una novela. 


Dejó vagar la mirada en la lejanía como si no encontrase las palabras adecuadas.


—Mi marido había hecho muchos sacrificios para estudiar la carrera y todo lo que se apartaba del cumplimiento de las obligaciones, las mías o las suyas; todo lo que no fuera el cumplimiento del deber le parecía una pérdida de tiempo. Pero no, no era eso, aunque también hubiera algo de ello. Hasta pasados varios años de mi matrimonio, no descubrí la verdadera razón de sus malas caras cuando me sorprendía en el cuarto de la música: la salita donde guardaba mi clarinete y a la que me retiraba a escucharte. 


Gabriel le acarició la mejilla, pero Raisa no pareció percatarse.


—No, no era sólo que no entendiese mi relación con la música o con la literatura; era que tenía celos: celos de la música. El clarinete, las novelas, me apartaban de él. Era un terreno donde él no tenía cabida, donde se sentía inseguro, donde yo lo superaba. En el trabajo, en las relaciones sociales que mantenía con hombres de negocios, mi marido era un triunfador, un líder. Estaba acostumbrado a recibir la admiración de todos. Por eso me enamoré de él. No era un cualquiera. Por eso mismo se enamoró él de mí. Yo era el espejo en el que se miraba; mi admiración le devolvía una imagen grandiosa de sí mismo: él era un ganador, alguien importante porque yo le veía de ese modo. Y, por ello, temía que, si yo le dejaba de percibir como un ser superior, alguien que me protegía yo dejaría de amarlo y los demás, de admirarlo. No sé si me explico.


—Y lo dejaste —afirmó Gabriel más que inquirió.


—No. Yo nunca le dejé. Lo quería. Cuando no competía por ser el mejor, era la persona más considerada que he conocido en mi vida. Tenía un corazón así de grande. —Abrió los brazos como si fuera a abrazar el universo—. Y me hacía sentir la mujer más querida del mundo. 


Ladeó la cabeza y en sus labios se insinuó una sonrisa cargada de dulzura. Gabriel no pudo evitar el pellizco de los celos.


¿Qué recuerdos han embellecido tu rostro?, ¿qué momentos en los que yo no estaba han despertado tu ternura?


—No, yo no le dejé. Aunque sí me aparté un tiempo. Cuando me encontré contigo en Viena, llevaba unos meses lejos de él. Me negaba a creer que todo había terminado entre nosotros. Pero creía que tenía que darle un aviso, que comprendiera que, si quería, aún podía rehacer mi vida sin él. Entonces apareciste tú, tan atento, tan sensible, tan enamorado.


Gabriel balbuceó esbozos de palabras que ni él mismo entendió. Raisa le tomó la cara entre las manos y depositó un leve beso en los labios.


—Déjame que te lo cuente, por favor. Si no, nunca me atreveré a hacerlo.


La distrajo un perro callejero que se acercó a ellos y los husmeó como si quisiera comprobar que se trataba de personas de bien. Raisa le acarició la cabeza y lo vio huir por donde había venido. Luego levantó la vista hacia Gabriel y continuó con su relato.


—Cuando te encontré en Viena, tan pendiente de mí, encantado conmigo, me enamoré de ti. Recuerdo contemplarte, dormido a mi lado, con una expresión de abandono en la cara: tan confiado. Como cuando te conocí. En ti no había dobles intenciones. Todo estaba a la vista. Y no tendría que fingir, porque me conocías como nadie y me aceptabas con mi clarinete y mis novelas.


—Pero huiste —gimió Gabriel—. Huiste a pesar de saber que nunca te había dejado de querer; a pesar de que me dedicaría en cuerpo y alma a hacerte feliz.


—Tienes razón, Gabriel. Huí de ti. Tuve miedo de no ser la mujer de la que estabas enamorado; que, cuando se te pasara la ilusión de los primeros momentos, descubrieras que la Raisa de tu imaginación no existía y, decepcionado, me abandonases llevándote contigo el último sueño que me quedaba. O que te quedases conmigo y, lo que sería aún peor, arrastrases tu frustración por miedo a hacerme daño.


—¡Tú no me hubieras decepcionado jamás! —exclamó Gabriel—. ¡Eso no habría ocurrido nunca!


—¿Ah, no? 


—No. Yo te querré siempre. Todo me gusta de ti, especialmente tus defectos. Te hubiera adorado siempre.


—Yo no quiero que me adoren. No soy ninguna diosa ni ser sobrenatural. No quiero competir con un ideal ni sufrir por no estar a la altura de lo que se espera de mí. Sólo soy una mujer que quiere que la acepten como es, sin ver en los ojos del otro la decepción.


—¡Tú nunca me decepcionarás! Yo te amo, te amaré hasta el día en que me muera.


—¿Estás seguro? —Una luz acerada enfrío la mirada de Raisa—. ¿Acaso hace unas horas, cuando me mostré como una frívola que salía por las noches emulando a las adolescentes no fuiste tú el que quería huir de mí?, ¿acaso me conoces? Dices que me amas, pero ¿me amas a mí o a la mujer forjada por tu imaginación?

 

Gabriel no respondió. Estuvieron unos instantes más en silencio; luego, como si quisiera despejar el aire espeso que se había interpuesto entre ellos, preguntó:


—¿Y qué pasó después?, ¿volviste con tu marido?


—Volví. Volví y, durante un tiempo, pareció que las cosas habían cambiado entre nosotros, que iban a mejor. Mi marido aseguraba que los meses que había pasado lejos de él le habían servido para reflexionar, para comprender que yo no era una mera prolongación de él, que había cambiado. Y lo cierto es que, durante un tiempo, nuestra vida en común mejoró. O así lo creí. Hicimos un viaje por Finlandia que nos reconcilió. Pero mi marido no había cambiado, como se empeñaba en afirmar, y poco a poco volvió a las andadas. Mi marido no había cambiado, no; pero yo sí. Ya no era la mujercita sumisa con miedo a decepcionarlo. Encontré un empleo como traductora para una editorial infantil y mi trabajo me gustaba mucho. No me importaba lo que pudiera pensar de mí. Yo era feliz y con eso bastaba. Mi trabajo, me decía, no tenía que ver con el curso de mi matrimonio. Conocí a gente distinta, personas con una gran cultura que no buscaban la admiración de los demás, la mía.


—Y tu marido no soportó dejar de ser el objeto de tu admiración.


—No —Raisa negó con la cabeza.


—Y te dejó por alguna boba que cayó rendida a sus pies.


Raisa no respondió. Permaneció en silencio con la mirada en algún lugar de la lejanía.


 

—¿Sabes que nunca hemos tocado juntos? —preguntó de repente.


Saltó y cruzó la calle para llamar a un taxi. Gabriel se dejó guiar hasta la casa donde ella vivía cuando la conoció, un viejo chalet detrás de la calle Pío XII, muy cerca del Auditorio. Todo le resultaba más pequeño: el sendero de grava, la fuente coronada por un angelote trompetista, el banco de hierro forjado donde, en otro tiempo, intercambiaron confidencias, el porche delantero. Todo resultaba distinto. Todo, menos la higuera de ramas retorcidas, que se conservaba con el mismo aire decadente que antaño. Raisa lo condujo a una sala por la que se accedía directamente desde el jardín.


—Aquí no despertaremos a mi madre.


Bajo un amplio ventanal, dos atriles con sus partituras abiertas parecía esperarlos. Raisa lo invitó a tomar asiento en uno de los taburetes y sacó el clarinete de su funda. Sin preámbulo alguno, improvisó las primeras notas del Quinteto para clarinete y cuerda de Mozart. Le señaló con la barbilla un violín que descansaba sobre una cómoda. Gabriel lo tomó en sus manos y lo contempló incrédulo.


—Lo olvidaste la última vez que estuviste aquí, hace más de veinte años —explicó Raisa.

 

Interpretaron fragmentos de una obra tras otra. A través de la música, se decían aquello que no sabían expresar con palabras. 


Concentrados en la música, en dar lo mejor de nosotros mismos, ni siquiera nos mirábamos. Nos bastaba con escucharnos, sentir la presencia del otro; saber que no precisábamos extender la mano para salvar la distancia de los años. 


Hacia las diez de la mañana, la madre de Raisa apareció en el dintel de la entrada a la sala. Los estuvo contemplando unos minutos. No dijo nada. Ni sus ojos expresaron sorpresa alguna por ver al, en otro tiempo, joven desgarbado. Sin que ninguno de los dos se hubiera percatado de su presencia, cerró la puerta a su espalda y los dejó solos ejecutando una obra de Sarasate. Al cabo de media hora, como si lo hubieran previsto de antemano, cesó la música. Gabriel dejó el violín y el arco sobre el regazo. Giró la cabeza hacia Raisa y sonrió satisfecho.

 

—¿Entonces te quedarás conmigo? —le preguntó convencido de conocer la respuesta.


Pero ella se demoró en contestar.


—Vayamos despacio. Tenemos que volver a conocernos. Ya no somos los que fuimos cuando teníamos dieciocho años. Debemos darnos tiempo para enamorarnos otra vez. Pero no desesperes: tenemos toda la vida por delante.


Gabriel se levantó y se acercó despacio; la tomó en sus brazos y la besó en los labios.


— Si no tardas mucho, te espero toda la vida.


sábado, 2 de abril de 2022

Si no tardas mucho… Segunda parte

 






Viene de la primera parte



 

En los años siguientes, Gabriel recorrió medio mundo con su música y sus recuerdos. En Berlín estuvo dos años y después fue contratado en una orquesta sinfónica de Chesterfield, donde estuvo otros dos. A partir de entonces, fue violinista varias orquestas de ciudades pequeñas de Francia e Italia, tocó durante seis meses en un terceto de cuerda, dio clases de armonía en Praga... Había pocas ciudades europeas en las que no hubiese vivido o tocado, pero en ningún lugar permaneció más allá de tres años. Lo mismo le ocurrió con las mujeres que fueron sus amantes, mujeres efímeras de las que apenas recordaba sus caras.


Si no te puedo tener a ti, Raisa, ninguna otra mujer será mía.

 

Con el paso del tiempo, su carrera como violinista fue consolidándose. Ya no era uno más de la orquesta. Lo llamaban para que actuase como solista de las formaciones más prestigiosas: La Sinfónica de Viena, la Filarmónica de Berlín, la Sinfónica de New Jersey, la orquesta de Jerusalén... Incluso Menuhin, unos meses antes de su fallecimiento, lo recibió en su casa: Quería expresarle su admiración. Se diría que quisiera pasarle el testigo. Gabriel tocó para él el Ave María de J. S. Bach.

 

Llevaba nueve años fuera de España, cuando, una noche en la que asistió al estreno de Tosca de Puccini en la Ópera de Viena, la vio entre el público. El corazón cogió carrerilla. Le pareció tan elegante como la mujer que guardaba en su memoria. 


No. No es cierto. No eres como te recordaba. Con los años, te has vuelto aún más bella.


Lucía un traje largo negro de noche, sin más joyas que los pendientes de plata que destacaban sobre su rubia cabellera. Con mucho esfuerzo, Gabriel consiguió hacerse un hueco entre la gente y acercarse a Raisa. Vio la sorpresa y la alegría pintadas en sus ojos cuando lo reconoció.


—¡Dios mío, Gabriel! No puedo creer que seas tú.


Un nudo en la garganta le impidió responder. Le puso las manos sobre los hombros y la contempló extasiado.


—Vayámonos de aquí —le pidió, casi suplicó, cuando recobró la voz—. Déjame que te invite a cenar. Conozco un pequeño restaurante que no se encuentra muy lejos; un lugar tranquilo donde podemos hablar sin que nadie nos moleste.


—Esta noche no puedo. —Gabriel fue incapaz de ocultar su decepción—. He venido invitada por unos amigos y sería una descortesía por mi parte si los abandonase.


—¿Y mañana?, ¿podemos vernos mañana? —preguntó con la impaciencia de un adolescente —. Te llevo donde tú quieras.


Raisa le respondió con la misma carcajada de su juventud, mostrándole los dientes infantiles.


Al día siguiente, Gabriel se presentó en el Le Méridien Vienna con una hora de antelación. La espera, en el hall del hotel, se prolongaba hasta el infinito. Observaba sin verlos a los que entraban y salían arrastrando enormes equipajes. Cuando pasaba por su lado una mujer alta y rubia, se le detenía la respiración. Mas bastaba un instante para que lo invadiese la decepción, el desánimo.


¿Y si no vienes?, ¿y si lo has olvidado?, ¿y si en realidad no te apetece estar conmigo?, ¿y si has aceptado esta cita porque no te atreves a decirme que no?


Un botones se aproximó. Por un momento creyó que le traía un mensaje aciago. 


La noticia de una desgracia, un accidente mortal de Raisa, me trae una nota para comunicarme su imposibilidad de acudir a la cita… 


—¿Puedo hacer algo por usted? —fue lo único que le preguntó el joven empleado del hotel.


Raisa apareció con media hora de retraso. Venía corriendo, con los zapatos en la mano y cientos de disculpas en los labios.


—¡Perdón, perdón! No sabía qué ponerme.

 

Durante la cena, Raisa no paró de hablar de sí misma, sin que pareciera importarle lo que Gabriel tuviera que decir. 


—Llevo cinco años casada, mi marido tiene una empresa de exportación de artículos de lujo. Ahora nos hemos dado un tiempo para ver si lo nuestro puede continuar. ¡Ay, esta sopa de pescado está exquisita! —Pasaba de un tema a otro sin detenerse ni a respirar—. No sabes cuánto me gusta Viena. Me quedaría aquí para siempre. Necesito un tiempo para ver si soy capaz de vivir por mi cuenta.


El corazón de Gabriel saltó lleno de esperanza.


Si estás separada, nos puede haber llegado el momento de estar juntos.


Quiso darle voz a sus sueños, pero Raisa no paraba de hablar.


 —No, no tengo hijos, pero sí muchos sobrinos, sobrinos segundos, de mis primos, de mis amigos, sobrinos y ahijados, ya sabes. Tengo muchos, muchos sobrinos, ¿no te lo he dicho? ¡Son adorables! 


Cuanto más hablaba Raisa, mayores eran las ilusiones que crecían en el pecho de Gabriel. Imaginaba que tras la hojarasca de su verborrea se escondía el verdadero rostro de la mujer: una mujer que su imaginación esbozaba con pinceladas misteriosas y románticas. La escuchaba atento para que no se le escapase ningún matiz que desvelase esa Raisa que creía oculta tras tanta charla insulsa. De tanto en tanto, el templado aliento de su amada cruzaba la mesa y le caldeaba las entrañas. Una oleada de pasión le recorría por dentro. Extendió la mano por encima del mantel y oprimió la de su pareja.


Esta noche serás mía. El destino no nos ha vuelto a unir en vano. Nos augura un largo y venturoso futuro juntos.


A medida que transcurría la velada, crecía la esperanza de Gabriel. Volvió a hacerse ilusiones, renovado su enamoramiento de otros tiempos, pero no se atrevió a expresar sus sentimientos no fuera a estropearlo como antaño. Se limitaba a escucharla, a beber sus palabras, a deleitarse con el tono cantarín de su voz, a acariciar la seda de la piel del dorso de su mano. A imaginar que ya era suya. Para siempre. 


—¿Y tú?, ¿qué me cuentas de ti? —preguntó Raisa a los postres, como si se hubiera quedado vacía de repente, tras una hora sin parar de hablar—. No hago más que oír de tus éxitos, de tus viajes por todo el mundo. ¡Puff! ¿Quién me iba a decir a mí que mi Gabrielillo iba a llegar tan lejos?, ¿que te iba a encontrar tan lejos de casa?


La ternura con la que pronunció tales palabras dejó un sabor agridulce en Gabriel. Se distinguía muy poco de la que se valen las madres con sus hijos pequeños. Y, no obstante, se dejó encandilar por su dulzura. Animado por su petición, le habló de Tokio; de lo difícil que le había resultado hacerse comprender por un público culto, pero tan distinto al europeo; le contó pequeñas historias que iban asociadas a los nombres de docenas ciudades del mundo: París, Londres, Praga, Nueva York, Tel Aviv... Le habló, pues, de su vida errante alrededor del mundo, sin una casa que pudiese llamar propia. Mas olvidó, de forma intencionada, mencionar a aquellas mujeres sin rostro con las que había compartido momentos fugaces. 


Amantes sin ningún encanto ni atractivo que pueda competir contigo.


—¿Pido un taxi? —le preguntó al término de la cena.


—Volvamos caminando. Hace una noche estupenda.


Regresaron al Le Méridien Vienna por calles desconocidas para prolongar el placer de la compañía. Gabriel la tomó de la mano. Raisa no la retiró ni protestó. Gabriel se detuvo en un puesto de flores, abierto a pesar lo tardío de la madrugada.


—Ninguna tan bella como tú —se atrevió a decir.


La animó a elegir la que más le gustase: un ramillete de nomeolvides color añil, que se prendió en la solapa de la blazer. Prolongaron el paseo en silencio, mecidos por una sensación de intimidad que los acercaba más y más. Sin que ninguno dijese nada, subieron juntos a la suite del hotel. Raisa lo guio hasta el lecho y lo envolvió, al fin, con su ternura. La penumbra, matizada por la luz de una vela, las facciones de Raisa, que se transformaban entre las nubes de incienso que brotaban de una varita y el silencio repentino que invadió la habitación contribuyeron a avivar la sensación de irrealidad y misterio que, desde el principio de la noche, lo embargaba. Lo último que recordaba antes de apagar la luz era el dibujo en blanco relieve de las flores de lis sobre el papel de la pared.


Lo despertó un rayo de sol que se filtraba entre las gruesas cortinas de terciopelo burdeos. Aún persistía en sus labios el sabor de los besos postreros. Remoloneó unos minutos antes de decidirse a abrir los ojos, arropado por el calor femenino que se resguardaba entre los pliegues de las sábanas. Extendió la mano hacia el hueco de la almohada donde debía descansar la cabeza de su amada, pero no encontró más que vacío. Con el desvelo que deja un mal presentimiento, se levantó de un salto.


—¡Raisa! —la llamó en voz baja.


La buscó en el baño, en el vestidor, en la terraza.


—¡Raisa! —la llamó en voz alta.


Descorrió las cortinas de grueso terciopelo y abrió la cristalera que daba a la terraza. 


—¡Raisa!, ¡Raisa, Raisa! —gritó una y otra vez.


Mas no le respondió sino el silencio.


Bajó a la recepción alarmado por un mal presentimiento. En el mostrador lo atendió una joven con una sonrisa artificial.


—La señora Álvarez ha abandonado el hotel muy temprano esta mañana —lo informó en inglés con un marcado acento centroeuropeo—. Un taxi la ha recogido a las siete para llevarla al aeropuerto —añadió después de consultar en el ordenador.


—¿Y no ha dejado ningún recado para mí?, ¿para Gabriel Guzmán?


La recepcionista volvió a consultar en el ordenador.


—Sólo nos ha pedido que le dejáramos descansar en la habitación todo el tiempo que usted quisiera.


Con el ánimo por los suelos, Gabriel regresó a la suite. Se sentó en la cama y escondió el rostro entre los hombros.


La he perdido otra vez. ¿Quién sabe si para siempre? 


Alzó la cabeza y recorrió la habitación con la mirada. Sobre el escritorio, destacaba la blancura de un rectángulo de cartulina.




Gracias por hacerme creer que podía ser posible. 

Raisa




Sobre la nota, dos nomeolvides con los tallos cruzados.


Al día siguiente, Gabriel reintegró a su vida errabunda. Dio tres vueltas al mundo y conoció a cientos de mujeres que no dejaron más huella en su corazón que la que deja, con los primeros rayos del sol, el rocío sobre el pétalo de una rosa.


Te busqué durante años. Entre el público que aplaudía mis interpretaciones, en una calle desierta de Madrás, en medio de la multitud que se movía sin orden por una avenida de Londres. A veces creía atisbarte a lo lejos. Veía una mujer de andares elegantes caminando por una acera cualquiera de Nueva York y aceleraba el paso. Mi corazón se desbocaba y enmudecía mi voz. La seguía esperanzado; mas cuando le daba alcance, no encontraba sino una desconocida, con la que pasaba una noche de rencorosa pasión.


Próximo desenlace



lunes, 21 de marzo de 2022

Si no tardas mucho…. Primera parte





Si no tardas mucho, te espero toda la vida.

Oscar Wilde





Una mañana de abril Gabriel se levantó muy temprano. Quería ser de los primeros en llegar a las oficinas del Real Conservatorio de Madrid para inscribirse en las pruebas de admisión a los estudios superiores de música. Sabía de otros años que la fila de los que se animaban a aguardar hasta el final podía dar la vuelta a la manzana, de modo que salió de su casa a las seis y veinte.


—¡Espera! —le gritó su madre desde la ventana—. ¿Es que no te vas a tomar nada para soportar la mañana?


Pero Gabriel ya doblaba la esquina. 


A pesar de su carrera apresurada, cuando llegó a la puerta del Conservatorio, la cola de aspirantes se prolongaba más de un kilómetro. Se dispuso a armarse de paciencia y esperar respetando su turno detrás de la última: una chica alta y rubia, diferente, según le pareció, a todos los que aguardaban con paciencia la apertura de la puerta. Con un vestido demasiado veraniego para una mañana tan fresca, zapatos de alto tacón y el pelo con mechas cuidadosamente peinado, se diría que se hubiese equivocado de fila, entre tanto pantalón vaquero, botas estilo militar y sudaderas con capucha.


—Hace mucho frío, ¿verdad? —le preguntó para entablar una conversación—. Nadie diría que estamos en primavera.


La mirada glaciar que acompañó el silencio de la chica hizo que se sintiese ridículo con su comentario. Para reafirmar sus escasos deseos de hablar, la joven extrajo de un gran bolso un libro y fingió enfrascarse en la lectura.


A mí no me engañas, que el truco del libro está muy visto, que es imposible que distingas las letras entre tanta oscuridad; que la luz de esa farola ni es luz ni nada que se le parezca.


 Curioso, se asomó por encima del hombro y pudo atisbar o, más bien, adivinar el título: El amor en los tiempos del cólera de García Márquez. 


Aquella fue la primera vez que la vio.

 

La segunda vez fue el día de la prueba de acceso. Allí estaba ella, sentada en el aula que antecedía a la sala de audición; cerca de él, con un libro entre las manos, como el mes anterior. Esta vez, una novela de Charlotte Bronte: Shirley, como pudo leer en la portada. No le bastó más para hacerse una idea de cómo podía ser ella. 


Si le gusta la música y las grandes novelas de amor, tiene que ser una chica sensible y romántica. 


—Otra vez nos toca juntos —le dijo con tanto entusiasmo que temió espantarla.


La chica sólo esbozó una sonrisa y regresó a su libro; pero Gabriel no se desanimó.


—¿Tú qué instrumento tocas? —Llenó el silencio entre ambos con su propia verborrea—. Yo vengo a ver si me cogen y puedo perfeccionar mi dominio del violín. Ya lo he intentado dos veces y, hasta ahora, no he tenido suerte, pero, ya sabes, a la tercera, va la vencida. ¿Y tú?, ¿cuál es tu instrumento?, ¿por dónde tira tu talento?


De su empeño por entablar conversación y saber más de la chica, sólo sacó que tocaba el clarinete. Aquello también le gustó. 


—¡Vaya! —exclamó con admiración—. ¡Es increíble!


Además de romántica, es original. ¿Se puede pedir más? No estudia piano, como la mayoría de las chicas, ni siquiera violín, como yo. No. Lo suyo es el clarinete.


Pero antes de animarse a iniciar una conversación, la chica se levantó de su asiento.


—Disculpa —le dijo—. Ya me toca.


Lo cierto es que todavía se oía la machacona interpretación de violonchelo del aspirante que se examinaba en la sala de audición. 


¡Menuda disculpa para quitarme de en medio!


Cuando al cabo de dos horas lo llamaron para realizar la prueba, no pensó en la posibilidad de fallar, como las otras veces. Ni en el ultimátum que le había dado su padre: si no lo admitían en esta ocasión, tendría que buscarse otro modo de ganarse la vida. Borró de su mente los últimos años de sacrificios, las horas robadas a los juegos infantiles, a los amigos, a los primeros escarceos amorosos. Olvidó el dolor de los fracasos, la amargura de las frustraciones cuando una pieza no salía como debía salir. Olvidó los esfuerzos por convencer a sus padres de que la música era para él más que una diversión. Olvidó que se la estaba jugando, que aquella era la última oportunidad para hacer realidad su sueño. Lo olvidó todo, mientras en su mente oía la voz de una joven envuelta en una melodía de clarinete. Y este olvido le abrió la puerta del Conservatorio. El segundo movimiento de la Sonata número 1 de Bach le salió casi perfecto. Para sorpresa de su familia, y la suya también, una semana después supo que había sido admitido y supo, sin que le cupiese duda alguna, que se había enamorado. 


Ella es distinta, es atractiva, es romántica, es original; además, ha resultado ser mi musa.

 

Hasta mediados de curso, no logró hablar con ella, pese a haberlo intentado una y otra vez. La encontró sola en la cafetería a la hora de comer. Gabriel no se lo pensó ni un instante y se sentó frente a ella en su mesa. 


—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó temeroso de recibir una respuesta afirmativa—. He dado mil vueltas por ahí y no he visto ningún sitio libre.


Se mordió la lengua hasta probar el sabor a óxido de la sangre. Al fondo del comedor se veía una fila entera de sitios libres, pero si la chica se percató de su mentirijilla, no dio muestras de ello.


—No te importa, ¿verdad? No te molestaré, en serio.


Si sigo hablando como un tonto, la acabaré ahuyentando para siempre. 


Los primeros minutos, ninguno dijo nada. Gabriel apenas probó una cucharada de un caldo que no le supo a nada. Toda su atención estaba centrada en la fascinante chica. Un ojo se le iba a la mano blanca que sostenía con elegancia el tenedor mientras que con el otro, la examinaba de arriba abajo. Todo en ella le resultaba un prodigio de belleza. La melena que cosquilleaba sus hombros, los labios rosados, que apenas abría al comer, los dientes, tan diminutos que se dirían de leche, el modo de inclinar la cabeza hacia un lado como si así pudiese oírlo mejor, los ojos, que chisporroteaban antes de permitir que una sonrisa se irradiara por todo el rostro... También en aquella ocasión la acompañaba un libro. Gabriel echó una ojeada a la portada.


—¡Derecho Penal! —exclamó entre sorprendido y algo desencantado—. ¿Qué tiene que ver una materia tan fría y cuadriculada con una artista? ¿No serían más apropiados los Veinte poemas de amor y una canción desesperada?


La joven mostró sus dientes de niña en una carcajada que a Gabriel le resultó deliciosa.


—Es que de artista, me temo, tengo poco. —Se retiró, con un soplo, un mechón que le cayó sobre la nariz—. Soy realista. Algún día me tendré que ganar la vida y el clarinete no me va a dar de comer.


—Yo creo que tienes mucho talento —replicó el violinista con convicción—. A propósito —añadió tras extender la mano hacia ella—, soy Gabriel.


—¡Cómo si no lo supiera! —volvió a reír la chica—. El chico más preguntón de la clase de Armonía: Gabriel Guzmán. El sabiondo que nos desespera a todos porque no permite que avance la clase. 


Gabriel rezongó como protesta por el retrato tan poco favorecedor que hacía de él, lo que provocó una nueva carcajada de la joven.


—¡Gabriel, que estoy de broma! Me encantan las ideas que se te ocurren. Me obligan a pensar, a ver las cosas desde otro punto de vista.


Un calor le subió por el rostro y a punto estuvo de estropearlo con un comentario tonto. 


Menos mal que me he callado a tiempo.


—Y tú eres Dolores.


La chica acababa de introducirse en la boca un trozo de pescado. Se llevó la mano a los labios y negó con la cabeza, como si tal afirmación la ofendiera.


—¿Cómo que no? —protestó Gabriel.


—Dolores es un nombre espantoso; nadie me llama así. Soy Raisa.


—¿Raisa?


—¡Oh! Una ocurrencia de mi abuela. Lo sacó de una novelita sentimental, de esas que se vendían en los quioscos durante los años cuarenta y cincuenta por apenas unos céntimos, ¿sabes a las que me refiero? Mi abuela era muy romántica. 


Como tú: romántica y encantadora.


—Pensaba que si llevaba el nombre de una de sus heroínas, me aseguraba un futuro lleno de grandes amores. Fíjate tú, qué ocurrencias. Desde entonces, todos me llaman Raisa y yo me quité de encima ese nombre tan trágico.


Su abuela, también, la había animado a tocar el clarinete. Le enseñó las primeras notas, a amar la música.


—¿Y tu novio?, ¿qué dice tu novio de que te dediques al clarinete?


Raisa volvió a regalarle con su risa sonajera y respondió entre coqueta y tímida que no tenía novio.


No pararé hasta que seas mía. Yo seré tu novio.

 

Se hicieron amigos inseparables. Él la ayudaba con las clases de Lenguaje Musical. Le prestaba los apuntes cuando Raisa no podía asistir a clase por tener exámenes en la facultad. Comían juntos, iban a conciertos en el Teatro Real cuando el padre de Raisa les conseguía entradas. Gabriel tenía un amigo que trabajaba en las oficinas del Auditorio. Javier, que así se llamaba, les conseguía entradas gratuitas o pases para los ensayos que tenían lugar los domingos de buena mañana siempre que no hubiera programada ninguna sesión matinal. Salían del Auditorio ebrios de música. Sentados ante una cerveza y un plato de tacos de jamón, dejaban pasar las horas en encendidas discusiones sobre la ejecución de los músicos. Mientras se acaloraba con los comentarios de Raisa sobre un staccato que a él le resultaba demasiado largo, una parte de su alma salía del cuerpo y se contemplaba junto a la joven en tanto imaginaba un futuro de amor eterno. Mas, si se aventuraba a insinuar por dónde discurrían sus sentimientos, Raisa se lo tomaba a broma sin darse por aludida. A veces, la casualidad se aliaba con él. Un roce de la punta de los dedos de la chica, de sus uñas pintadas de rosa transparente, un mechón que se enredaba en un soplo de viento y le alcanzaba la mejilla. Gestos involuntarios de Raisa que lo hacían estremecer. Todo su ser temblaba de deseo: el deseo de tomarla en sus brazos y cubrirla con sus besos. Lo veía con toda nitidez en la imaginación mientras le ardía el rostro. Apenas se prolongaba un segundo la visión, más ese breve período de tiempo era suficiente para sentirse arrollado por la pasión. Por fortuna, el momento pasaba rápido. El deseo se desvanecía, antes de caer en el ridículo, frente la mirada fresca e inocente de Raisa.


Por más que te escapes, yo te buscaré. Tengo toda una vida para esperarte.

 

Cuando cursaban tercero, tuvo la suerte de ser elegido para formar parte de un conjunto de cuerda del Conservatorio. El profesor que los dirigía era un apasionado de Boccherini y no cejó hasta lograr organizar un concierto de cámara en la Basílica Pontificia de San Miguel, donde estuvo enterrado el compositor italiano. Eligieron entre todos el repertorio con sumo cuidado: piezas y fragmentos de composiciones del dieciocho. Algunas, como el Cuarteto de cuerdas número 1 en Sol Mayor de Mozart, eran muy conocidas entre los que estaban bajo la batuta del viejo profesor, pero otras, como unas pequeñas piezas de la compositora Anna Bon di Venezia, constituían un reto para los jóvenes principiantes.

 

El concierto se celebró un doce de abril. Estuvo toda la tarde lloviendo. Gabriel miraba al cielo con temor de que la apariencia de las nubes fuera un mal presagio de lo que le deparaba en el templo barroco. Y eso que siempre se reía de los supersticiosos que veían señales de infortunios y ventura en las cosas. Aunque el inicio del concierto no estaba previsto hasta las ocho de la tarde, una hora antes comenzó a llegar la gente: personas, casi todas ellas, familiares y conocidas de los intérpretes. Entre ellas, se encontraba Raisa. Cuando cruzó el umbral de la iglesia, la lluvia se retiraba para dejar lugar al perezoso sol de la atardecer. Gabriel creyó ver en las primeras las estrellas el vaticinio de una noche de éxito y, confiado en sus propios pensamientos, tocó como si el espíritu de Boccherini lo estuviese inspirando. Dejó que sus dedos volasen, retiró la mente a lo más profundo de su ser y permitió que su corazón se adueñara del arco del violín. Entre el público se hizo un silencio reverencial. En las primeras filas se contenía el aliento y hasta una mosca se posó, sin hacer ruido, junto al atril para no perderse ni una nota.


Pero yo sólo toco para ti. Me son indiferentes los aplausos, los bravos que aturden mis oídos. Me basta tu sonrisa para rozar el cielo.

 

Cuando finalizó el concierto, no pudo reunirse con Raisa hasta casi una hora después. La gente se arremolinaba alrededor de él para felicitarlo. No lo sabía, pero aquella iba a ser la primera de una larga lista de veladas en las que, a lo largo de su vida, disfrutaría del triunfo. Pero Gabriel sólo buscaba el aplauso de una persona y fue recompensado con él cuando logró zafarse de quienes lo rodeaban. Raisa lo esperaba a los pies de la escalera del templo. A Gabriel le bastó una sola mirada para darse cuenta que había triunfado. Raisa lo recibió con una sonrisa que eclipsaba la luz de las farolas que iluminaban la calle.

 

Dejaron la basílica atrás y se adentraron en la noche abrileña. Todos los alumnos del Conservatorio se habían citado después del concierto en un bar cercano para tomarse unas copas y celebrar la noche. Allí dirigieron sus pasos, borrachos de sonatas, cuartetos y serenatas dieciochescos.

 

Se sentaron en la mesa de sus ruidosos compañeros y participaron de la algarabía general. El profesor que los acompañaba no se quedó mucho tiempo, tal vez por sentirse viejo entre tanto veinteañero. Las copas de JB con Coca-Cola volaban sobre las cabezas de los músicos, mientras tarareaban o, más bien, gritaban fragmentos de las piezas que acababan de interpretar. Por encima de las copas y las botellas que se vaciaban con inusitada celeridad, se cruzaban sus miradas. Los ojos de Raisa fulguraban como fuegos de artificio y sus destellos daban de lleno en el corazón de Gabriel. La voz de la joven trataba en vano de abrirse paso entre tanto ruido.


—¡Has estado genial! —repetía con entusiasmo.


Gabriel no podía oírla, pero le bastaba observar su expresión risueña para sentirse el hombre más dichoso del mundo.


Después de acabar con las existencias del bar, uno del grupo propuso seguir la celebración en otro chiringuito, donde se repitió el jolgorio y acabaron expulsados por el escándalo montado. Hasta muy entrada la madrugada, vagaron de un local a otro y repitieron el numerito. Desde el bochornoso final del segundo local, Gabriel quiso escabullirse. Detestaba el ambiente bullanguero en el que había degenerado la velada, pero no pudo deshacerse de la compañía hasta que empezaron a desfilar los músicos a sus casas porque Raisa parecía disfrutar de la juerga. Cuando, al fin, se vieron solos, Gabriel se ofreció a acompañarla hasta su casa. La tardía hora nocturna les hizo ver la conveniencia de coger un taxi. Después de una velada con tanta excitación, el silencio del camino de regreso dejó en evidencia el cansancio. 


Este es mi momento. Ahora voy y me declaro. Sus dulces ojos me dicen que siente lo mismo que yo.


La mano de Gabriel, como un ratoncillo, recorrió la distancia que los separaba por encima del asiento trasero del taxi y se acurrucó sobre la de Raisa. La quietud de la joven lo animó a seguir.


—Raisa, yo… —Las palabras se le escurrían entre la lengua rasposa—. Raisa, eres…


—¡Ay, Gabrielillo! —rio Raisa—. Estás borracho. 


Gabriel oprimió la mano de la chica con la esperanza de que el gesto afectuoso fuera más elocuente que su discurso entrecortado.


—Yo te qui… eres la mujer más import… te am…


Raisa retiró la mano con brusquedad y se replegó sobre el rincón del asiento.


—¡Cuidado, Gabriel, no sea que digas algo de lo que luego te puedas arrepentir!


—Pero yo te qui… —protestó Gabriel como un niño al que le arrebatan su juguete.


—No lo estropees, Gabriel —replicó con voz gélida Raisa—. Eres mi mejor amigo y me dolería mucho perder lo que tenemos.


El violinista no se atrevió a decir más. El resto del trayecto hasta la casa de la joven lo hicieron en silencio: un silencio afilado, como la hoja de un puñal, que se le clavó en el interior del músico y que tardaría años en dejar de doler.

 

Cuando finalizaron la carrera, Gabriel consiguió una beca para ampliar sus estudios de violín en Berlín. El día anterior a su partida, la llamó para despedirse. Estuvieron merendando y contándose sus planes para el futuro en El Café Comercial. Él se cuidó mucho de hablarle de nuevo de sus sentimientos y pronto recuperaron la camaradería que habían disfrutado en otros momentos. Rieron como si nunca hubiera habido desavenencias entre ellos. Pareció volver la complicidad de siempre. 





Y, no obstante, cuando me despedí de ti, creí que te había perdido para siempre.



Si te ha gustado, puedes seguir las andanzas de Gabriel y Raisa aquí


miércoles, 2 de febrero de 2022

Unos zapatos rosados

 







Hacia rato que la medianoche había quedado atrás, pero el reflejo de la luz de la luna llena sobre los campos nevados iluminaba la carretera como en una tarde de abril. Aquel quince de enero pocos viajeros se atrevían a adentrarse en el frío invierno. Bartolomé había recorrido incontables kilómetros desde que adelantó al último coche. La cinta grisácea de la carretera se extendía hacia el infinito para él solo. A los lados de la calzada, el panorama exhibía la misma apariencia de abandono. Extensos campos desiertos donde no levantaban la cabeza más que unas malas hierbas de vez en cuando. El silencio de la noche invitaba al sueño. Para evitar quedarse dormido, Bartolomé prendió la radio. Hurgó en el dial en busca de una emisora que no ofreciera mucha música alentadora de su modorra, hasta que sintonizó una de esas en las que llamaban oyentes insomnes para contar historias inverosímiles; una de esas emisoras que acompañaban los largos trayectos de camioneros o de viajeros ocasionales que, como él, vagaban alejados de sus casas mientras se preguntaban en qué momento se les ocurrió emprender aquel absurdo viaje. 

—Mi marido me dejó cuando nació mi quinta hija —estaba contando en la radio una señora con voz fatigada.

Echó la vista un instante hacia atrás. La niña dormía profundamente en el asiento trasero. Bartolomé bajó el volumen para no despertarla. Movió la cabeza de un lado a otro con fastidio. «Tengo que encontrar un lugar donde detenerme y dormir un poco», pensó preocupado. Pero a lo largo del camino que se extendía ante él no se atisbaba señal alguna de vida humana. Ni un pueblo. Ni una aldea. Ni siquiera una de esas casas de labranza, tan frecuentes en aquella parte del país. La niña se removió en su asiento y gimió entre sueños. «Tengo que encontrar un lugar para que pueda descansar».

Dos kilómetros más allá, unas luces anaranjadas que señalaban un corte de la carretera lo obligaron a tomar un desvío. La angosta carretera que tomó difícilmente podía adoptar tal nombre. Apenas asfaltada, por ella no podía transitar sino un vehículo pequeño como el suyo. Los baches que salpicaban la calzada hacían brincar el coche como si danzara. Giró de nuevo la cabeza: la niña seguía dormida, comprobó con alivio. Se concentró en la conducción para que fuera lo menos brusca posible. El esfuerzo por evitar los hoyos se llevó la tentación del sueño. Detrás de un montículo de tierra, salió de repente, un hermoso ciervo que cruzó raudo la carretera. Bartolomé apenas tuvo tiempo de girar el volante para esquivarlo y abandonar la carretera. Se le aceleró el corazón, mientras el coche cobraba vida y continuaba su marcha por el descampado. Algo golpeó con fuerza los bajos del coche: una enorme piedra, supuso. El motor carraspeó como si se hubiera atragantado. Recorrió unos metros más sin poder hacerse con el control del vehículo. Cuando consiguió recuperar la senda, el paisaje había cambiado. En lugar de la amplia extensión de campos desiertos, se encontraba en medio de un bosque donde crecían robustas hayas que ocultaban el firmamento. La nieve también había desaparecido pero no el frío. Una brisa gélida se filtraba por la rendija de la ventanilla entreabierta. El coche renqueó, amagó dos veces con detenerse y volvió a renquear. Una gota helada de sudor descendió por la nuca. Por un momento el pánico se adueñó de su ánimo.

«Sólo faltaba que se averiase. Tengo que encontrar un sitio para pasar la noche. ¿Dónde estamos?».

Rebuscó en la guantera, pero no encontró el mapa de carreteras. El coche seguía con su marcha insegura amenazando con detenerse. Dirigió la mirada al frente. A lo lejos creyó atisbar una luz. El corazón brincó en su pecho. Pero antes de que los temores se apagasen con la euforia de la esperanza, el coche se detuvo en seco. Accionó con la llave de contacto, pero el motor no arrancó. Lo intentó sin éxito una vez más. Y otra. Y otra vez. Y otras más. El coche parecía haber muerto. Golpeó el volante frustrado: el claxon rompió el silencio de la noche. Asustado por el enérgico grito de la bocina, giró la cabeza. La niña seguía sumida en un profundo sueño. Durante unos minutos, permaneció inmóvil, con el rostro hundido entre los hombros, incapaz de tomar una decisión, sin saber qué hacer. Cuando levantó la mirada, la luz de la lejanía lo cegó como si se hubiera aproximado. Los dedos habían adquirido una tonalidad blanquecina. Se frotó las manos y trató de templarlas con su aliento, mas no logró que entraran en calor. Por fin se decidió. Salió del coche y extrajo del maletero una manta con la que envolvió a la niña. La pequeña no se despertó siquiera cuando la cogió en brazos y comenzó a caminar a paso vacilante hacia la luz. 

No tardó mucho en llegar a su destino: una casa solariega con un enorme ventanal del que se escapaba una acogedora luz. Buscó el timbre, mas no halló sino una aldaba con la que llamó y anunció su presencia. La puerta se abrió al momento, como si la mujer que salió a recibirlos los estuviera esperando. 

—Bienvenidos a mi hogar.

Los invitó a pasar. El vestíbulo estaba apenas iluminado por un candil que se diría salido de otros tiempos. En la penumbra, Bartolomé a duras penas podía distinguir las facciones de la anfitriona. Le pareció una mujer de edad indefinida, en ese tramo de edad en el que ya se ha dejado atrás la lozanía de la juventud pero aún no se puede decir que se haya alcanzado la plenitud de la madurez.

—Se nos ha averiado el coche a unos metros de aquí —la informó. 

La dureza de la mirada de la mujer lo disuadió de pedirle alojamiento.

—¿Podría hacer una llamada para que nos vengan a recoger? Como ve, voy con una niña pequeña y no me atrevo a pasar lo que queda de noche en el coche no sea que se me enfríe.

—No tengo teléfono —le replicó la mujer con brusquedad. Como si se arrepintiera añadió con un tono más suave, casi dulce—: Mañana viene un operario del pueblo que suele ayudarme en la casa y traerme alimentos. Si se lo pide, no tendrá inconveniente en prestarle la ayuda que precise. Mientras tanto, les puedo ofrecer una cama y algo caliente para que no se vaya a dormir de vacío.

Bartolomé le agradeció el ofrecimiento. La mujer lo acompañó a una habitación pequeña y permaneció a su lado mientras él la tendía en la cama

—Nunca debimos emprender este viaje —musitó Bartolomé para sí—. No debí dejar que Catalina me convenciera.

La mujer lo miró fijamente al oír el nombre de su esposa, pero no dijo nada. Bartolomé se creyó obligado a dar una explicación sobre su comentario y añadió:

—Somos de Torrealta y nos dirigíamos a Madrid cuando nos sorprendió la nevada. La carretera está cortada y he tenido que tomar el desvío. Luego… luego, ya sabe, se ha averiado el coche. —Exhaló un suspiro—. Mi mujer es aficionada a la música y hace un mes conseguí unas entradas para asistir a la representación de una obra extranjera de esas, ya sabe. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No debí dejarme convencer por ella.

La mujer le puso una mano en el hombro como si quisiera ofrecerle su consuelo, mas, al instante, la retiró.

—¡Venga conmigo, que le prepare alguna cosa de cena! —exclamó con inusitado ímpetu—. No puede irse a dormir sin comer algo antes.

Bartolomé trató de rehusar el ofrecimiento de la cena, pero la mujer no se dejó convencer.

Lo hizo pasar a la sala de estar y lo dejó solo en tanto ella desaparecía por una puerta. Bartolomé paseo la vista por la estancia. Un enorme sofá de cretona desteñida por el tiempo, una mesita baja de madera devastada, un mueble con el televisor, que mostraba las imágenes de una película en blanco y negro con el volumen muy bajo, casi inaudible; en un rincón, un viejo tocadiscos y, junto a él, apilados, cientos de LP. Cuando la mujer regresó, Bartolomé estaba absorto ojeando los títulos de los discos.

—Veo que usted también es aficionado a la música.

—¡Oh, no! Es mi mujer la que disfruta en casa con esas cosas, la que se empeña en que nos guste a todos.

Iba a añadir algo más, pero lo disuadió la expresión poco acogedora de la mujer. Esta dejó una bandeja sobre la mesa y lo invitó a sentarse en el sofá. Se disculpó por la humildad de la cena: una tortilla francesa y un vaso de leche.

—Es curioso —le dijo cuando se sentó frente a él en una silla que trajo de alguna habitación interior—. Es curioso, sí. —repitió—. Yo también, cuando era una niña no mayor que la suya, emprendí un viaje con mi padre para ver una representación musical. ¡El mejor viaje de mi vida! —exclamó emocionada.

—Y, por los discos que he visto, veo que luego se dedicó a ello.

—Para bien y para mal, aquel viaje determinó mi destino. Si mi madre lo hubiera hecho en mi lugar, si me hubiera quedado en casa, con una vecina, como estaba previsto, no estaría aquí con usted.

Bartolomé la miró con curiosidad.

—Mi padre tenía una ebanistería en una ciudad pequeña que bien pudiera haber sido la Torrealta donde viven ustedes. También mi madre estaba enamorada de la música. La recuerdo cantando alegres tonadillas sobre amores en países lejanos mientras barría la puerta de nuestra casa o planchaba los vestidos que ella misma confeccionaba para mí. —Bajó la mirada y la dejó abandonada en sus uñas cuidadas con esmero—. Un día, un cliente quedó tan contento con el trabajo de mi padre que le regaló dos entradas para Madama Butterfly en la capital. ¡Dios mío! Mi madre parecía una niña con la muñeca de sus sueños cuando mi padre le entregó las entradas para que las pusiera a recaudo antes de viajar a la capital.

Bartolomé orilló el tenedor en el borde del plato y se recostó en el respaldo del sofá con el fin de escucharla con mayor atención.

—Durante una semana, la voz de mi madre llenó sin descanso la casa con su alegría. Me tomaba de las manos y me hacía bailar con ella. ¡Nunca la había visto tan feliz! Pero unos días antes de emprender el viaje a la capital, enfermó. Una fiebre obstinada la obligó a guardar cama. Hasta el último día, mi padre se resistió a cancelar el viaje, pero mi madre supo desde el principio que tendría que dejar pasar la ocasión.

Permaneció en silencio unos segundos con la vista perdida en algún punto más allá del infinito. Una lágrima asomó por la comisura del ojo, pero la sofocó a tiempo antes de que se derramase.

—Mi madre no quiso oír hablar de cancelar el viaje. «Tienes que asistir para que luego me puedas contar cada detalle», le insistía una y otra vez. «Llévate a Vera en mi lugar». —Bartolomé se sobresaltó. Abrió los labios para decir algo, pero optó por guardar silencio—. Si le costó poco o mucho convencer a mi padre, es algo que no recuerdo. Mi memoria está repleta de imágenes de los preparativos para nuestra partida; de la emoción que me embargó cuando sacó del armario unos zapatos rosados de cuando ella era niña. Me veo bailando y saltando por la sala mientras mi madre daba palmas desde la mecedora en la que trataba de recuperarse de su cada vez más débil estado. De modo que mi padre me llevó en el lugar de mi querida madre. Lo siguiente que me viene a la cabeza somos mi padre y yo en el patio de butacas. Yo, con el corazón encogido de la emoción mientras se levantaba el telón; con un ojo en el escenario y el otro en mis zapatos rosados. —Hizo una pausa apenas perceptible—. ¿Cómo poner con palabras lo que sentí cuando oí a la soprano que interpretaba a Madama Butterfly? Nunca había imaginado que una voz pudiese tocar de ese modo mi corazón hasta el punto de arrancarme copiosas lágrimas. Poco, por no decir nada, entendía de lo que sucedía en el escenario y mucho menos de las palabras que brotaban de la garganta de la protagonista. Yo era muy pequeña y no sabía lo que era la pasión, el desgarro que provocan las traiciones, pero de alguna manera intuía que lo que se estaba representando iba más allá de una simple historia de amor. Me embargó un enorme deseo por convertirme en una Madama Butterfly, por participar de aquello, crear con mi voz aquella música que desataba sentimientos que no podía nombrar con mis palabras infantiles. En aquel momento me prometí que algún día sería yo la que estuviera en el escenario suscitando en otra niña emociones semejantes.

Un gemido se oyó al otro lado de la casa. Bartolomé soltó el tenedor y corrió hacia la habitación donde dormía su hija. Pero la pequeña seguía sumida en su plácido sueño. Su padre le retiró un mechón rubio de la frente y posó con suavidad los labios en su mejilla arrebolada. La niña se removió sin llegar a despertar. Una ligera sonrisa se insinuó antes de darse la vuelta y acurrucarse entre los encajes de las sábanas y los almohadones.

Cuando Bartolomé regresó, la mujer había encendido el fuego en la chimenea, que le había pasado inadvertida hasta aquel momento. Lo invitó a tomar asiento en una mecedora frente al hogar en tanto ella adoptó la posición del loto sobre la alfombra. No esperó a que él le diese pie para continuar con su narración: la retomó como si no hubiera mediado una pausa, como si Bartolomé nunca hubiese salido de la sala.

—Poco me duró la alegría. Cuando llegamos a casa, la salud de mi madre se había resentido aún más. Hubo de confinarse en su habitación y a los pocos días, se acurrucó en la cama para no levantarse apenas hasta el día de su muerte. —Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos, pero las contuvo una vez más antes de que se deslizasen por su rostro—. Mis padres me ocultaron la gravedad de su estado. Nunca me dijeron nada sobre ello. Mientras mi madre se iba consumiendo, yo bailaba y cantaba alrededor ella, con los zapatos rosados, levantando castillos en el aire, revolviendo en su armario en busca de fulares, pañuelos y collares que me transformasen en una nueva Madama Butterfly. Tal vez para alejarme de la tristeza de la casa, mi padre accedió a los deseos de mi madre, que se empeñó en enviarme a una escuela de canto. Y eso que apenas contaban con recursos que les permitieran costearme unos estudios que no estaban al alcance de cualquiera y afrontar también los gastos que ocasionaba la enfermedad de mi madre.
 
Bartolomé se aproximó a la mujer e hizo un amago de acariciarle la mejilla, pero retrocedió antes de rozarla siquiera. Asustado de su propio atrevimiento, extrajo del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos y le pidió permiso para encender uno. Ella no respondió sino ofreciéndole un cuenco de cristal para que lo utilizase a modo de cenicero.

—Mi formación se prolongó durante años —continuó—. En ese tiempo, no volví a casa sino en tres o cuatro ocasiones. Mis padres querían ahorrarme el sufrimiento de ver cómo se iba apagando la vida de mi madre. Las escasas veces que estuve con ellos, no fui la mejor de las compañías. Me había acostumbrado a las clases de música, a la compañía de otras niñas con las que compartía las mismas ilusiones. Me sentía fascinada por el poder de mi voz, por el futuro que se me prometía y que tanto profesores como alumnos daban por hecho. Hay un recuerdo que todavía me duele evocarlo. Sucedió en una visita que les hice por Navidad, si no me falla la memoria. Mi madre había hecho un esfuerzo por mí y se había levantado de la cama para prepararme un pastel de frambuesas: el favorito de mi infancia. «¿Dónde vas?», le preguntó mi padre alarmado cuando la vio arrastrar los pies por la casa. «Todavía estás muy débil y el médico te ha pedido que descanses. Te lo ruego, por favor, vuelve a la cama. O te llevo a la mecedora para que puedas estar con nosotros. Ya me ocupo yo de hacer el pastel». Pero mi madre no lo escuchaba. Me pidió, melosa, que la ayudase. Hubo de insistir varias veces antes de que respondiese a su llamada. Andaba en plena adolescencia y lo que menos me apetecía era trajinar entre los cacharros de la cocina. Debía de estar remoloneando con alguna revista tonta, leyendo las no menos tontas entrevistas de algún actor guaperas de entonces o rizándome y desrizándome el pelo ante el espejo. Hubo de ser mi padre el que, contrariando su temperamento apacible, me obligase a acudir a la llamada de mi madre. «¡Haz el favor de ayudar a tu madre si quieres volver a la escuela de canto!». Mi madre se estremeció. Nunca hasta entonces mi padre me había gritado. Ni volvería a hacerlo después de aquel día. Si lo obedecí fue más por la sorpresa que me causó su severidad que por el miedo a un castigo que creía poco probable. Aun así, lo obedecí de mala gana y sin disimular mi fastidio. Tomé asiento en un taburete y me puse a mordisquear una manzana. Mi padre también debía de estar asustado por su brusquedad, porque se acercó a mí con disimulo y, con su dulzura de siempre, me susurró al oído: «Dale ese gusto a tu madre, que no se encuentra bien». Pero a mí no me parecía que mi madre estuviera tan mal. Veía el brillo de sus ojos y lo atribuía a la emoción que le causaba tenerme allí con ella. Tal vez, para sofocar mis miedos, me negaba a ver el verdadero motivo de su excitación, que no era otro que la fiebre. La veía afanarse en la cocina, de aquí para allá, parloteando sin cesar sobre cosas que para mí carecían de interés. «Rosario, la hija de la costurera, la que está de dependienta en la floristería, se va a casar con Paquito, el que estuvo de aprendiz con papá». Yo la escuchaba a medias. «Vera, préstame atención, cielo ». O no la escuchaba en absoluto. «Atiéndeme, Vera, querida». Estaba a mis cosas y lo hacía todo al revés. Me pidió una cazuela y le llevé una sartén. Me pidió el azucarero y le entregué el salero. «¡Ay, qué atolondrada eres!», me reprendía con su risa indulgente. Pero yo no fui tan compasiva con ella. Estaba acostumbrada al ambiente pulcro de la escuela de música y no me reprimí al desvelarle la repugnancia que me suscitaba aquella cocina. «¿Cómo puede salir nada decente de esta pocilga? ¿Tan difícil es mantener un mínimo de limpieza?». No me compadecí de la triste mirada que me dirigió. Quizás tuvieron mucho que ver en mi ceguera ellos, mis padres, que se empeñaron en ocultarme la gravedad de la enfermedad de mi madre. Tampoco me dijeron nada de los sacrificios a los que se sometían para costearme unos estudios; no quisieron que fuera consciente de sus sacrificios, que, de haber renunciado a esos estudios, su vida hubiera sido más fácil. Nada me dijeron de sus penas, pese a que, de algún modo, podía intuirlas. Pero mi deseo de convertirme en cantante me impulsaba a cerrar los ojos. —La mujer tragó saliva antes de continuar—. No. No fui compasiva con ella. Sólo pensaba en volver a la escuela, en retomar mis estudios, volver a cantar. Cuando se le cayó de las manos el molde con el pastel, le grité sin una brizna de piedad. «¿Es que no tienes cuidado?». Le grité, grosera de mí, sin detenerme a pensar que pudiera herirla. «¿Cómo puedes ser tan torpe?». Le grité y no paré de gritarle hasta que una lágrima se deslizó por su mejilla. —La mujer alzó la mirada hacia Bartolomé—. Ese es el último recuerdo que conservo de mi madre, el que me persigue noche y día.

La voz de la mujer se fue haciendo más triste a medida que avanzaba en su historia. Bartolomé la escuchaba con la misma expectación de un niño al que se ofrece un cuento prodigioso. No podía apartar la mirada de sus labios. Alguna vez estuvo a punto de dar su parecer, hacer un comentario, pero el miedo a que interrumpiese su narración lo mantuvo en silencio. El fuego crepitaba mortecino pero no advertía la bajada de temperatura, azuzado por el deseo de saber más.

—Aún restaban unos meses para finalizar los estudios, cuando mi profesor de canto me animó a presentarme a las pruebas de una prestigiosa compañía de ópera. Algo insólito: nadie podía presentarse a tales pruebas si no había obtenido el título de canto. Pero mis profesores movieron cielo y tierra para conseguir una audición con el director de la compañía. ¡Dios mío! ¡No he estado más nerviosa en toda mi vida! —exclamó arrebatada por la emoción—. Se habla mucho de las envidias de los artistas, de la competencia que se interpone entre ellos. ¡Cuántas veces no habré oído hablar de la imposibilidad de una amistad sincera entre cantantes! Yo misma lo he comprobado a lo largo de mi carrera cientos de veces. Pero, en aquella escuela de música, aquella escuela tan pequeña que debíamos examinarnos en el Conservatorio si queríamos que nos reconocieran los estudios, en aquella escuela, el éxito de uno era el éxito de todos. Una niña con la que compartía el dormitorio ensayaba conmigo, otra probaba en mi cabello cientos de peinados, otra me prestó su mejor vestido… Nunca podré olvidar a Sofía: como yo, procedía de una familia humilde que hacía enormes sacrificios para costearle los estudios. Sofía se levantaba a medianoche conmigo, me acompañaba a una de las salas y permanecía a mi lado animándome a cantar para que no me venciera el sueño o me desalentara; estaba allí, conmigo, para que pudiera ensayar. —Cerró los ojos durante unos segundos—. La mañana en la que tenía la audición, amaneció soleada: un anticipo de la primavera entre dos gélidos días de finales de febrero. ¿Qué mejor augurio para mi estreno ante un público profesional que el trino de un jilguero en el alféizar de mi ventana? Puedo verme como me vi entonces. Giraba sobre mí misma mientras contemplaba mi imagen en el espejo. Me parecía que me había transformado en una princesa, con el vestido azul celeste, del que asomaban los zapatos rosados de mi madre. Por un extraño prodigio, mis pies no habían crecido desde que, años antes, me los regalase. En el momento en que me disponía a salir, irrumpió en el dormitorio la mujer del conserje. «Ha llegado un telegrama para ti». No había terminado la frase cuando se me representó en la mente el rostro ojeroso de mi madre. Con el telegrama en la mano, sin atreverme a rasgar el sobre y enfrentarme a su mensaje, era la imagen de la indecisión. El director de la escuela me apremiaba desde el pasillo. El tiempo corría y no estaba dispuesto a llegar tarde. «¡Venga, Vera, date prisa!». ¿Qué hacer? Era el primer telegrama que recibía y seguro que no traería buenas noticias. «¡Venga, venga!», insistía el director. «¡Venga, venga!», gritaban los profesores invitados a asistir a mi actuación. Abandoné el telegrama sobre la cama sin abrir. Si se había demorado unas horas en llegar a mis manos, bien podía esperar unas horas más hasta que finalizase la audición. —La mujer alzó la cabeza y fijó la mirada en Bartolomé—. Disculpe, me parece que lo estoy aburriendo con mis viejas historias.

—No, en absoluto. —Al ver que la mujer vacilaba, la animó a continuar—: ¿Qué pasó después?, ¿consiguió entrar en la compañía?, ¿qué decía el telegrama? —concluyó con ansiedad.

En lugar de responderle, la mujer se levantó a atizar el fuego. Sus ojos se habían endurecido y los labios prietos semejaban una línea recta. El aire se apelmazó como si una densa niebla los cubriese. Bartolomé se sintió incómodo ante aquel silencio repentino que su anfitriona no parecía dispuesta a abandonar. 

—Por los discos que guarda, veo que consiguió triunfar. Yo no entiendo mucho de música. Ya le dije que en casa es mi mujer a la que le gustan la música y esas cosas. No obstante, he visto su nombre en la portada de todos esos discos y sé que no es una simple cantante aficionada, que es alguien importante.

—Lo era —lo corrigió con sequedad—. Hace años que me retiré.

—Entonces, ¿consiguió entrar en la compañía aquel día? —preguntó expectante.

—Nunca he cantado mejor. No sólo me admitieron sino que, en pocos meses, me dieron un papel pequeño pero con la suficiente entidad para que pudiese lucir mi talento. A partir de entonces, mi vida dio un vuelco. En dos años, me convertí en primera soprano. Recorrí España entera con todo el repertorio: Violeta, Angelina, Adina, Lucrezia… 

Las últimas palabras habían terminado en un sollozo.

—¿Y el telegrama? —volvió a preguntar impaciente—. ¿Qué decía el telegrama que recibió el día de la audición? —El rostro de la mujer volvió a endurecerse—. ¿Su mamá…?

—Mamá estaba muy grave cuando mi padre me mandó llamar por medio del telegrama. No llegué a tiempo de despedirme de ella. 

Se detuvo en seco. Bartolomé se removió en su asiento: se vio invadido por una enorme tristeza. Levantó la vista y la dejó descansar sobre la mujer. La desolación de esta no era menor que la suya. Se arrepintió de haberse dejado llevar por la curiosidad, de haberla permitido llegar tan lejos con su historia; de haberla entristecido con sus preguntas. Se había interpuesto entre ellos un incómodo silencio, que no sabía cómo romper. De pronto la mujer exclamó con inusitada pasión:

—¡Ojalá nunca hubiera acudido a aquella maldita audición! ¡Ojalá mi padre no me hubiera llevado de consigo de niña a aquella representación! Disculpe. No suelo dejarme llevar de ese modo por mis sentimientos. Pero no puedo evitar pensar que, si me hubiera quedado con mi madre, hoy estaría viva. Si hubiera podido cuidarla, si no hubieran malgastado sus ahorros en mandarme a aquella escuela… Porque cada vez que los veía, me sentía más alejada de ellos. ¡Ojalá no se hubieran sacrificado tanto por mí! ¿De qué sirvió darme una educación superior a la de ellos sino para separarnos, para convertirnos en extraños? —concluyó en un grito.

—A lo mejor sus padres no lo veían como un sacrificio. ¿No es mayor sacrificio negarle un futuro a un hijo?

—¡Pero yo los perdí! —exclamó la mujer—. ¡Los perdí a los dos! Durante años, no vi a mi padre sino de lejos. Me pasaba meses enteros de gira en gira, muy lejos de España, de la ciudad en la que nací. Roma, Paris, Nueva York, Berlín… Ni siquiera tenía un momento para él cuando volvía a España. Siempre había que atender a algún periodista, cantar en una gala benéfica. No podía detenerme un instante porque detrás de mí venían otras dispuestas a ocupar el lugar que yo dejase. No tenía un momento para mi padre, que, sin embargo, no se perdía ni una sola de mis representaciones. En cuanto se enteraba de que iba a regresar a España, compraba una entrada para verme cantar. Y eso que las entradas difícilmente estaban a su alcance. ¡A saber a qué privaciones se sometería para asistir a aquellas funciones! —Tragó saliva antes de continuar—. Murió de soledad mientras yo interpretaba en la Scala de Milán, ante miles de personas, Un bel dí, vedremo. —Una lágrima iluminó su pupila, pero no hizo nada para evitar que se deslizase por su mejilla—. ¡Ojalá pudiera volver atrás, volver a empezar! ¡Ojalá pudiera volver a aquel viaje que emprendí con mi padre! —Su grito se transformó en llanto—. ¡Ojalá pudiera detenerlo, disuadirlo de continuar a la capital, obligarlo a dar la vuelta, a regresar con mi madre!




*     *     *


Bartolomé se despertó con el cuerpo dolorido; tendido en el sofá en una postura extraña. Hacía mucho frío. El cristal de la única ventana de la sala estaba roto y un viento helado movía la tela raída que hacía las veces de cortina. Con los ojos cegados de lágrimas resecas, paseó la mirada por la estancia. Le pareció un almacén o una casa abandonada. El relleno del sofá quedaba a la vista por distintos agujeros. La alfombra mostraba un dibujo descolorido de un surtidor árabe. Olía a polvo y a humedad. Se hubiera dicho que se encontraba en un lugar abandonado. Se incorporó renqueante. Le dolían las costillas. Recorrió la casa, que le pareció más grande que la noche anterior. Fue incapaz de encontrar el dormitorio donde descansaba su hija. Abrió una puerta del pasillo. Ni un mueble siquiera, sólo un saco de arpillera en mitad de la habitación. Abrió otra. Sólo polvo y humedad. Ni rastro de la niña. Ni rastro de la mujer. A pesar del frío, empezó a sudar. Abrió otra puerta. Otra habitación vacía.

—¡Vera! —gritó—. ¡Vera!

Nadie le respondió. Salió a la calle. Al final del sendero flanqueado de hayas, se divisaba el coche.

—¡Vera, hija mía! ¿Dónde estás?

Detrás de él apareció la niña, descalza, frotándose los ojos soñolientos. Bartolomé se arrodilló y la envolvió con sus brazos.

—¿Nos vamos, Vera? —le preguntó.

La niña se desasió de su abrazo y echó a correr en el interior de la casa. Bartolomé corrió tras ella sin darle alcance.

—¡Soy Vera, Vera, primavera! —canturreaba la niña mientras entraba y salía de las habitaciones—. ¡Soy Vera!

—No corras tanto —le pidió jadeando—. ¿Dónde vas tan deprisa? 

La niña entró en una pequeña habitación y salió al instante con los zapatos en la mano. Saltó alrededor de su padre mientras canturreaba:

—¡Los zapatos rosados de mamá!, ¡los zapatos rosados de mamá! No podemos dejarlos aquí.

Bartolomé la cogió en brazos y le cubrió la cara de besos.

—¿Quieres que nos vayamos con mamá?

Por toda respuesta, la niña le devolvió un beso. Creyó oír un sollozo a su espalda, pero al volver la cabeza, no vio a nadie. ¿Dónde había ido a parar la narradora?

Con la pequeña Vera sobre los hombros, tomó el camino de regreso al coche. El trayecto le resultó más breve que la víspera. Dejó a la niña en el asiento trasero y él se acomodó en el del conductor. Exhaló un suspiro antes de arrancar el motor, que esta vez funcionó al primer intento. Pronto se vio entre los campos extensos. Apenas quedaba rastro de la nieve y la poca que se veía iba derritiéndose por el toque de los primeros rayos del sol. En unos minutos llegó a un cruce de carreteras. Bartolomé detuvo el coche vacilante. «A Madrid», rezaba un cartel; «A Torrealta», indicaba otro. Volvió la cabeza hacia su hija. Vera estaba jugando con una muñeca ataviada como una bailarina. El recuerdo de la mujer lo hizo temblar. «¡Ojalá pudiera volver atrás, volver a empezar! ¡Ojalá pudiera volver a aquel viaje que hice con mi padre!, ¡ojalá pudiera detenerlo, disuadirlo de continuar a la capital, obligarlo a dar la vuelta, a regresar con mi madre!». Se acomodó las gafas sobre el caballete de la nariz, arrancó de nuevo y tomó la carretera que conducía a Torrealta.