De los momentos felices de mi infancia, recuerdo con especial cariño el verano que pasamos en San Sebastián quizás porque fueron las últimas vacaciones que estuvimos todos juntos antes de que papá nos dejara para formar otra familia. Yo tenía entonces doce años, mi hermana Clotilde once y empezábamos a tejer sueños sobre un futuro que aún se nos presentaba lejano. Debido a la delicada salud de nuestra madre, nos dejaban campar a nuestras anchas. Gustábanos pasear por la playa e inventar historias de la gente que se cruzaba en nuestro camino.
Llamaba nuestra atención dos jóvenes francesas que nos parecían seres angelicales venidos de un país maravilloso. Llegaban cada tarde precedidas de la brisa marina, ataviadas con elegantes trajes que causaban nuestra admiración. Aún me parece verlas: vestidas de blanco resplandeciente, con aquellas sombrillas de seda y encaje, el velo de las pamelas jugando con el viento.
Clotilde y yo imaginábamos que estábamos ante nosotras mismas con unos años más. Íbamos a ser como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso. Las seguíamos por el malecón encandiladas por sus sofisticados ademanes. Ya en casa, entrábamos a escondidas en el dormitorio grande y jugábamos a ser ellas ante el espejo de la coqueta. ¡Qué ingenuas éramos! Creíamos que mamá no se enteraba cuando le cogíamos sus tacones y collares.
Cincuenta años después, aún recuerdo con cariño aquel verano. Luego, nada volvió a ser lo mismo. Se acabaron para nosotros las vacaciones estivales. Papá nos dejó llevándose consigo nuestra infancia. Ya no regresamos a San Sebastián ni vimos más a las jóvenes francesas ni nunca fuimos como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso.
*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos” a partir de la obra Paseos a la orilla del mar de Joaquín Sorolla.
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