lunes, 30 de julio de 2018

Sonata para piano






  Ahora que nos hemos quedado solos en esta casa tan grande, permitidme que ejerza de abuelo y os cuente una historia que me sucedió cuando tenía más o menos vuestra edad. Tuvo lugar unos meses antes de que contrajese matrimonio con la abuela. Tras cuatro años de intenso trabajo, había logrado finalizar mi sonata para piano. Estaba exhausto. El vacío y un inmenso desasosiego me invadían a causa de tanta ociosidad después de un trabajo tan intenso. Mi entonces novia, vuestra abuela, que daba clases de violonchelo en una academia, me habló de un compañero suyo, profesor de armonía, que pensaba tomarse un año sabático para viajar por Europa. En este periplo, tenía previsto visitar durante unas semanas a un compositor amigo suyo que se había retirado a un pueblecito en plenos Alpes suizos. El profesor, de nombre Antón, estaba dispuesto a llevarme con él siempre y cuando lo dejara en libertad para hacer su vida. 

  Imposible describir la emoción que sentí cuando mi prometida me dijo quién era el compositor. Se trataba del autor de sonatas y conciertos para violín que gozaba del mayor reconocimiento en la Europa de aquellos años de mi juventud. Disculpad si no os doy a conocer su nombre; hace muchos años que murió y pronto comprenderéis que quiera ocultar su identidad con el fin de salvaguardar su honra. Conformémonos, pues, con llamarlo Mihail.

  Salimos de la Estación del Norte a mediados de mayo, pero no llegamos a nuestro destino hasta el cinco de agosto. En aquellos años los trenes no eran muy veloces y había que hacer noche en las poblaciones que salpicaban el camino si se quería recorrer grandes distancias. Antón tenía elegidas algunas ciudades en las que permanecimos varios días: Narbona, Montpellier, Niza, Génova y Milán, entre otras. Pronto supe que la elección de tales ciudades tenía poco que ver con sus bellezas arquitectónicas. Mi compañero de viaje formaba parte de una sociedad semiclandestina que organizaba partidas de póquer por el sur de Europa. No os voy a contar mucho más del bueno de Antón; esa sería otra historia no menos interesante, pero que me desviaría de la que os quiero contar. Sólo os diré que, en las ciudades en las que pernoctábamos, solía desaparecer después de cenar conmigo en algún restaurante y no regresaba al hotel hasta bien entrada la madrugada. A la mañana siguiente de sus andanzas, no daba señales de vida hasta el mediodía, dejándome solo en mis visitas a los lugares que él mismo me había recomendado. Después he regresado muchas veces esas mismas ciudades, pero nunca me han parecido tan bellas como en aquel viaje, cuando las vi por vez primera.

  Como os digo, llegamos a nuestro destino el cinco de agosto: lo recuerdo muy bien, porque era mi vigésimo noveno cumpleaños. Pero no fue hasta unos días más tarde cuando conocí a Mihail. No consigo recordar cómo se produjo nuestro primer encuentro: si nosotros le hicimos una visita de cortesía o fue él mismo el que se acercó a la pensión en la que nos habíamos alojado al saber que Antón se encontraba en el pueblo. Los días en aquellos parajes suizo se sucedían tan iguales, que se confunden en mi memoria. Desde el primer momento, me impresionó la calidez de su trato; que no guardara distancias conmigo, pese a ser un desconocido para él, que era un hombre afamado buscado por muchos más importantes que yo.

  Mihail llevaba una vida regular de la que enseguida formamos parte Antón y yo. Aunque, tal vez, deba excluir a mi compañero de viaje, que siempre fue por libre. Dedicaba, Mihail, las mañanas a su música. Cuando lo conocí, estaba componiendo su quinto concierto para violín y orquesta. Después de comer, le gustaba dar un largo paseo por los alrededores del pueblo y llegaba hasta nuestra pensión con una invitación para que nos uniéramos a él. Al principio, Antón venía con nosotros, pero, como os digo, después de algunas semanas, no era raro que se ausentara durante varios días y acudiera a la llamada de una partida de cartas. 

 En la época estival, era un placer recorrer el cantón del Valais. Los campos se habían teñido de verdes y constituían una deliciosa tentación para los rebaños de ovejas que pastaban en ellos. A los lados de las veredas, las flores asomaban entre la hierba como si fuera un tapiz bordado con manos primorosas. Nunca he sido un entendido en flora, pero sí recuerdo las blancas edelweis y las gancianas de color violeta, azul y amarillo con las que las niñas del pueblo componían ramilletes y guirnaldas. En los rincones a los que no llegaban los rayos de sol, Mihail me descubría montículos de nieve del invierno anterior y, en las rocas humedecidas, el musgo de suave tercipelo. Recuerdo con ternura un cervatillo que andaba perdido en busca de su madre. ¡Cómo habríais disfrutado de haber estado allí!  

  ¿Qué os puedo contar de Mihail? Cuando lo conocí, era un sexagenario de larga cabellera plateada que no perdía su porte elegante ni cuando iba vestido de manera informal dispuesto a emprender una caminata de varias horas. Durante aquellos paseos, era una delicia dejarse hechizar por su conversación. A lo largo de mi larga vida, pocas veces he tenido la oportunidad de departir con personas tan amenas y profundas a un tiempo. Lo mismo hablaba de arte, filosofía o literatura que contaba divertidas anécdotas de la gente que había conocido. Tenía un fino sentido del humor que le permitía retratar de forma certera a las personas haciendo uso de la ironía, mas sin llegar a la crueldad, tan frecuente en otros. Generoso, no se limitaba a hablar sino que era un oyente atento y considerado. Se interesaba por mi carrera; por los profesores que me habían formado y los planes para el futuro. Yo no me atrevía a hablarle de mi sonata para piano; a su lado, me sentía muy poca cosa y me avergonzaba de la pequeñez de mi obra: tal era mi admiración por el venerable compositor. 

  El tiempo avanzaba despacio animado por los paseos en los que recorríamos aquellos parajes tan bellos. Las mañanas transcurrían plácidamente gracias a los libros que me había prestado Mihail y que yo leía también con lentitud deteniéndome en los pasajes que llamaban la atención, admirado de la precisa elección de las palabras por parte del autor. Aquellas lecturas me abrieron las puertas a mundos para mí desconocidos.  Recuerdo la honda impresión que me causó La Montaña Mágica de Thomas Mann, que releí en más de una ocasión. Desde la ventana de mi habitación, disfrutaba de la vista de las cara norte del Monte Cervino, con sus afiladas aristas. Aquella impresionante pirámide de la naturaleza me imponía y atraía a un tiempo. Mi casero, viendo mi interés, arregló una excursión con un guía del pueblo que organizaba visitas en grupos pequeños. Hube de coger el tren de Gornegrat a las cinco de la mañana porque nuestra intención era disfrutar de la luz del día; mas una tormenta nos impidió llegar a nuestro destino y tuvimos que dar la vuelta a medio camino. Después, ya no tuve oportunidad de repetir el intento hasta que, años más tarde, quise enseñarle aquellos bellos parajes a vuestra abuela.

 Un día, Mihail me invitó a comer a su casa. Era propietario de un pequeño chalet a unos tres kilómetros del pueblo, donde vivía con una mujer que algunos decían que era su esposa, otros, su amante, mientras que para los aldeanos, se trataba de su ama de llaves. Antón no supo aclararme el misterio y cada día me daba una versión distinta. Cuando llegué a la casa del compositor, la mujer estaba en el jardín arreglando un parterre de rosas a la entrada al jardín y ya no volví a verla en todo aquel día, pues ni siquiera comió con nosotros.

 He de deciros, queridos nietos, que aquel fue uno de los días más felices de mi vida. La comida estuvo regada por un Burgeland exquisito y amenizada por la inteligente conversación a la que Mihail me tenía acostumbrado. Al terminar los postres, tomamos el café en la sala de música en la que solía trabajar. En ella, además de un piano y distintos instrumentos, había en un confortable rincón dos sillones tapizados de terciopelo del color de las ciruelas maduras y una mesa de cristal, donde pasé horas hablando con mi amigo. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles con miles de libros. ¿Cómo expresaros, queridos nietos míos, la emoción que sentía por encontrarme en aquella sala a la que estaba vedada la entrada a tanta gente? 

  Mihail me estuvo hablando del concierto para violín que estaba componiendo, el quinto que pensaba estrenar. Tuve el privilegio de escuchar posiblemente antes que ninguna otra persona su primer y tercer movimiento. Me contó cuán difícil le estaba resultando la composición del segundo, que había tenido que reescribir varias veces sin haber encontrado aún el motivo central que hiciese de hilo de unión de la melodía.

  Conmovido por ser el destinatario de sus confidencias y quién sabe si también víctima de los efectos del vino austriaco, me armé de coraje y le hablé de mi sonata para piano. Después de haber escuchado los dos movimientos de su inconcluso concierto, no pude negarme a complacerlo y toqué para él algunos fragmentos de mi sonata. Me hizo sentar en su piano, el mejor que han acariciado las yemas de mis dedos, y me sumergí en el adagio. Me parece que lo estoy viendo, concentrado mientras escuchaba mi ejecución; con los ojos cerrados, las manos entrelazadas bajo el mentón. Cuando terminé, la emoción velaba sus ojos. También yo estaba conmovido; tanto que no fui capaz de pronunciar palabra alguna de agradecimiento tras recibir su efusiva felicitación. Mihail fue el primero en recobrar la serenidad. Tomó asiento de nuevo y me invitó a tocar desde el principio la sonata completa.

 Salí de su casa cuando se ponía el sol. Me sentía tan feliz y exultante que no me apetecía recluirme en la habitación de la pensión. Poco antes de llegar, tome la vereda que llevaba a la dehesa y estuve caminando hasta bien entrada la noche. Los pensamientos entraban y salían de mi mente a una velocidad que me impedía aprehenderlos. Se abría ante mí un futuro de amistad con el hombre que más admiraba; el que me guiaría en la larga senda hacia la Gloria. Mas no sabía que aquél sería el último día que lo vería en mi vida.

 Al día siguiente, el viejo Mihail mandó recado por medio de la mujer que vivía con él para comunicarme que estaba en pleno trabajo de composición y que no podría verme en unos días. Su ausencia llenó de hastío las horas. Ni siquiera la lectura de Thomas Mann se podía comparar con la brillante conversación del compositor. En más de una ocasión, dejé que mis pasos me guiaran hasta los aledaños de su propiedad con la esperanza de avistarlo aunque no fuera más que de lejos, pero nunca acerté a verlo y sólo una vez tuve la suerte de cruzarme con la mujer, que venía de hacer unas compras del pueblo y quien me advirtió de que Mihail seguía imbuido en su proceso de creación, sin querer que nadie lo molestase. 

 Semanas después de nuestro último encuentro, supe por mi casera que había partido a París sin dejar dicho si regresaría en breve.

 En octubre, cuando las nieves volvieron a hacer acto de presencia en el distrito de Visp, tomé el camino de regreso a casa. Nadie me acompañaba. Antón seguía con su periplo de juego y me había invitado a seguirlo, pero yo ya estaba cansado y quería retomar mi vida. En diciembre, me casé con Elsa, vuestra abuela, y empecé a buscar la manera de estrenar mi concierto:  sin éxito, debo decir.

 Cinco años después de mi gira europea, recibí dos entradas para asistir al estreno del Concierto para violín y orquesta número cinco de Mihail. Acudí lleno de emoción acompañado de Elsa y de unos amigos con los que habíamos ido a cenar en un restaurante próximo al Teatro Real. Elsa estaba bellísima, con un vestido de noche negro drapeado que dejaba sus hombros al descubierto. 

 Al oír los primeros acordes retrocedí a mi verano suizo. Las notas del violín me traían el balido de las ovejas y me hacían evocar el vuelo majestuoso del águila real. ¿Cómo describiros la emoción al oír los acordes de aquella música que había escuchado años antes en una pequeña sala antes que ninguna otra persona?

 Cuando comenzó el segundo movimiento, aquel adagio que tanto había costado componer, creí morir de la intensa emoción. El sudor perlaba mi frente y, en palabras de vuestra abuela, me quedé pálido como la muerte. Los amigos que disfrutaban con nosotros de la velada, creyéndome indispuesto porque me hubiera hecho daño la cena, trataron de convencerme de que abandonase el palco para que el aire de la noche se llevara mi malestar. Sólo Elsa conocía la causa de mi desazón. Aquellas notas, aquellos acordes que encantaban al público no eran otros que los que formaban la melodía principal de mi sonata para piano; unos acordes mucho mejor matizados al haber desaparecido las notas menos armoniosas. La orquesta le prestaba mayor grandiosidad y el violín la dotaba de una dulzura que yo nunca pude ni podré lograr; mas allí estaba mi música, aquella que había salido de mi alma y de mi corazón, aquella que nunca más volvería a ser mía.

 Después de aquella noche, traté de ver a Mihail con el fin de que me diese alguna explicación. Me presenté en su casa en numerosas ocasiones y siempre se negó a recibirme. Un conocido de ambos me persuadió de que abandonase mis tentativas de concertar una entrevista con él: el célebre compositor decía no acordarse de mí, mucho menos conocerme. Nuestro amigo Antón tampoco pudo hacer nada. Dejó entrever que Mihail lo había amenazado con sacar a la luz su devaneos los naipes. Tampoco me fue posible acudir a los tribunales. Ningún abogado quiso representarme en una querella contra quién entonces gozaba de toda la credibilidad: ¿quién iba a creer a un músico desconocido como yo?, ¿qué pruebas podía aportar más que mi palabra, la palabra de un don nadie?

 Nunca pude estrenar mi sonata ni quise componer nada más después de aquella decepción. Durante años, ni siquiera pude abrir la tapa del piano. Pero la música es para mí tan necesaria como la luz del sol y acabé siendo el profesor de solfeo que todos conocéis.