sábado, 2 de abril de 2022

Si no tardas mucho… Segunda parte

 






Viene de la primera parte



 

En los años siguientes, Gabriel recorrió medio mundo con su música y sus recuerdos. En Berlín estuvo dos años y después fue contratado en una orquesta sinfónica de Chesterfield, donde estuvo otros dos. A partir de entonces, fue violinista varias orquestas de ciudades pequeñas de Francia e Italia, tocó durante seis meses en un terceto de cuerda, dio clases de armonía en Praga... Había pocas ciudades europeas en las que no hubiese vivido o tocado, pero en ningún lugar permaneció más allá de tres años. Lo mismo le ocurrió con las mujeres que fueron sus amantes, mujeres efímeras de las que apenas recordaba sus caras.


Si no te puedo tener a ti, Raisa, ninguna otra mujer será mía.

 

Con el paso del tiempo, su carrera como violinista fue consolidándose. Ya no era uno más de la orquesta. Lo llamaban para que actuase como solista de las formaciones más prestigiosas: La Sinfónica de Viena, la Filarmónica de Berlín, la Sinfónica de New Jersey, la orquesta de Jerusalén... Incluso Menuhin, unos meses antes de su fallecimiento, lo recibió en su casa: Quería expresarle su admiración. Se diría que quisiera pasarle el testigo. Gabriel tocó para él el Ave María de J. S. Bach.

 

Llevaba nueve años fuera de España, cuando, una noche en la que asistió al estreno de Tosca de Puccini en la Ópera de Viena, la vio entre el público. El corazón cogió carrerilla. Le pareció tan elegante como la mujer que guardaba en su memoria. 


No. No es cierto. No eres como te recordaba. Con los años, te has vuelto aún más bella.


Lucía un traje largo negro de noche, sin más joyas que los pendientes de plata que destacaban sobre su rubia cabellera. Con mucho esfuerzo, Gabriel consiguió hacerse un hueco entre la gente y acercarse a Raisa. Vio la sorpresa y la alegría pintadas en sus ojos cuando lo reconoció.


—¡Dios mío, Gabriel! No puedo creer que seas tú.


Un nudo en la garganta le impidió responder. Le puso las manos sobre los hombros y la contempló extasiado.


—Vayámonos de aquí —le pidió, casi suplicó, cuando recobró la voz—. Déjame que te invite a cenar. Conozco un pequeño restaurante que no se encuentra muy lejos; un lugar tranquilo donde podemos hablar sin que nadie nos moleste.


—Esta noche no puedo. —Gabriel fue incapaz de ocultar su decepción—. He venido invitada por unos amigos y sería una descortesía por mi parte si los abandonase.


—¿Y mañana?, ¿podemos vernos mañana? —preguntó con la impaciencia de un adolescente —. Te llevo donde tú quieras.


Raisa le respondió con la misma carcajada de su juventud, mostrándole los dientes infantiles.


Al día siguiente, Gabriel se presentó en el Le Méridien Vienna con una hora de antelación. La espera, en el hall del hotel, se prolongaba hasta el infinito. Observaba sin verlos a los que entraban y salían arrastrando enormes equipajes. Cuando pasaba por su lado una mujer alta y rubia, se le detenía la respiración. Mas bastaba un instante para que lo invadiese la decepción, el desánimo.


¿Y si no vienes?, ¿y si lo has olvidado?, ¿y si en realidad no te apetece estar conmigo?, ¿y si has aceptado esta cita porque no te atreves a decirme que no?


Un botones se aproximó. Por un momento creyó que le traía un mensaje aciago. 


La noticia de una desgracia, un accidente mortal de Raisa, me trae una nota para comunicarme su imposibilidad de acudir a la cita… 


—¿Puedo hacer algo por usted? —fue lo único que le preguntó el joven empleado del hotel.


Raisa apareció con media hora de retraso. Venía corriendo, con los zapatos en la mano y cientos de disculpas en los labios.


—¡Perdón, perdón! No sabía qué ponerme.

 

Durante la cena, Raisa no paró de hablar de sí misma, sin que pareciera importarle lo que Gabriel tuviera que decir. 


—Llevo cinco años casada, mi marido tiene una empresa de exportación de artículos de lujo. Ahora nos hemos dado un tiempo para ver si lo nuestro puede continuar. ¡Ay, esta sopa de pescado está exquisita! —Pasaba de un tema a otro sin detenerse ni a respirar—. No sabes cuánto me gusta Viena. Me quedaría aquí para siempre. Necesito un tiempo para ver si soy capaz de vivir por mi cuenta.


El corazón de Gabriel saltó lleno de esperanza.


Si estás separada, nos puede haber llegado el momento de estar juntos.


Quiso darle voz a sus sueños, pero Raisa no paraba de hablar.


 —No, no tengo hijos, pero sí muchos sobrinos, sobrinos segundos, de mis primos, de mis amigos, sobrinos y ahijados, ya sabes. Tengo muchos, muchos sobrinos, ¿no te lo he dicho? ¡Son adorables! 


Cuanto más hablaba Raisa, mayores eran las ilusiones que crecían en el pecho de Gabriel. Imaginaba que tras la hojarasca de su verborrea se escondía el verdadero rostro de la mujer: una mujer que su imaginación esbozaba con pinceladas misteriosas y románticas. La escuchaba atento para que no se le escapase ningún matiz que desvelase esa Raisa que creía oculta tras tanta charla insulsa. De tanto en tanto, el templado aliento de su amada cruzaba la mesa y le caldeaba las entrañas. Una oleada de pasión le recorría por dentro. Extendió la mano por encima del mantel y oprimió la de su pareja.


Esta noche serás mía. El destino no nos ha vuelto a unir en vano. Nos augura un largo y venturoso futuro juntos.


A medida que transcurría la velada, crecía la esperanza de Gabriel. Volvió a hacerse ilusiones, renovado su enamoramiento de otros tiempos, pero no se atrevió a expresar sus sentimientos no fuera a estropearlo como antaño. Se limitaba a escucharla, a beber sus palabras, a deleitarse con el tono cantarín de su voz, a acariciar la seda de la piel del dorso de su mano. A imaginar que ya era suya. Para siempre. 


—¿Y tú?, ¿qué me cuentas de ti? —preguntó Raisa a los postres, como si se hubiera quedado vacía de repente, tras una hora sin parar de hablar—. No hago más que oír de tus éxitos, de tus viajes por todo el mundo. ¡Puff! ¿Quién me iba a decir a mí que mi Gabrielillo iba a llegar tan lejos?, ¿que te iba a encontrar tan lejos de casa?


La ternura con la que pronunció tales palabras dejó un sabor agridulce en Gabriel. Se distinguía muy poco de la que se valen las madres con sus hijos pequeños. Y, no obstante, se dejó encandilar por su dulzura. Animado por su petición, le habló de Tokio; de lo difícil que le había resultado hacerse comprender por un público culto, pero tan distinto al europeo; le contó pequeñas historias que iban asociadas a los nombres de docenas ciudades del mundo: París, Londres, Praga, Nueva York, Tel Aviv... Le habló, pues, de su vida errante alrededor del mundo, sin una casa que pudiese llamar propia. Mas olvidó, de forma intencionada, mencionar a aquellas mujeres sin rostro con las que había compartido momentos fugaces. 


Amantes sin ningún encanto ni atractivo que pueda competir contigo.


—¿Pido un taxi? —le preguntó al término de la cena.


—Volvamos caminando. Hace una noche estupenda.


Regresaron al Le Méridien Vienna por calles desconocidas para prolongar el placer de la compañía. Gabriel la tomó de la mano. Raisa no la retiró ni protestó. Gabriel se detuvo en un puesto de flores, abierto a pesar lo tardío de la madrugada.


—Ninguna tan bella como tú —se atrevió a decir.


La animó a elegir la que más le gustase: un ramillete de nomeolvides color añil, que se prendió en la solapa de la blazer. Prolongaron el paseo en silencio, mecidos por una sensación de intimidad que los acercaba más y más. Sin que ninguno dijese nada, subieron juntos a la suite del hotel. Raisa lo guio hasta el lecho y lo envolvió, al fin, con su ternura. La penumbra, matizada por la luz de una vela, las facciones de Raisa, que se transformaban entre las nubes de incienso que brotaban de una varita y el silencio repentino que invadió la habitación contribuyeron a avivar la sensación de irrealidad y misterio que, desde el principio de la noche, lo embargaba. Lo último que recordaba antes de apagar la luz era el dibujo en blanco relieve de las flores de lis sobre el papel de la pared.


Lo despertó un rayo de sol que se filtraba entre las gruesas cortinas de terciopelo burdeos. Aún persistía en sus labios el sabor de los besos postreros. Remoloneó unos minutos antes de decidirse a abrir los ojos, arropado por el calor femenino que se resguardaba entre los pliegues de las sábanas. Extendió la mano hacia el hueco de la almohada donde debía descansar la cabeza de su amada, pero no encontró más que vacío. Con el desvelo que deja un mal presentimiento, se levantó de un salto.


—¡Raisa! —la llamó en voz baja.


La buscó en el baño, en el vestidor, en la terraza.


—¡Raisa! —la llamó en voz alta.


Descorrió las cortinas de grueso terciopelo y abrió la cristalera que daba a la terraza. 


—¡Raisa!, ¡Raisa, Raisa! —gritó una y otra vez.


Mas no le respondió sino el silencio.


Bajó a la recepción alarmado por un mal presentimiento. En el mostrador lo atendió una joven con una sonrisa artificial.


—La señora Álvarez ha abandonado el hotel muy temprano esta mañana —lo informó en inglés con un marcado acento centroeuropeo—. Un taxi la ha recogido a las siete para llevarla al aeropuerto —añadió después de consultar en el ordenador.


—¿Y no ha dejado ningún recado para mí?, ¿para Gabriel Guzmán?


La recepcionista volvió a consultar en el ordenador.


—Sólo nos ha pedido que le dejáramos descansar en la habitación todo el tiempo que usted quisiera.


Con el ánimo por los suelos, Gabriel regresó a la suite. Se sentó en la cama y escondió el rostro entre los hombros.


La he perdido otra vez. ¿Quién sabe si para siempre? 


Alzó la cabeza y recorrió la habitación con la mirada. Sobre el escritorio, destacaba la blancura de un rectángulo de cartulina.




Gracias por hacerme creer que podía ser posible. 

Raisa




Sobre la nota, dos nomeolvides con los tallos cruzados.


Al día siguiente, Gabriel reintegró a su vida errabunda. Dio tres vueltas al mundo y conoció a cientos de mujeres que no dejaron más huella en su corazón que la que deja, con los primeros rayos del sol, el rocío sobre el pétalo de una rosa.


Te busqué durante años. Entre el público que aplaudía mis interpretaciones, en una calle desierta de Madrás, en medio de la multitud que se movía sin orden por una avenida de Londres. A veces creía atisbarte a lo lejos. Veía una mujer de andares elegantes caminando por una acera cualquiera de Nueva York y aceleraba el paso. Mi corazón se desbocaba y enmudecía mi voz. La seguía esperanzado; mas cuando le daba alcance, no encontraba sino una desconocida, con la que pasaba una noche de rencorosa pasión.


Próximo desenlace



4 comentarios:

  1. Hola Ana , como ves estoy aquí , y sigo leyendo tu interesante relato , que ya veremos qué pasará al final de él sabemos que músico , pero ella después de casarse , en que se gana la vida , termino su carrera en el conservatorio , yo creo que es un amor imposible , aquí el destino está jugando con dos personas amigas.
    En fin esperemos el desenlace ,te deseo una feliz noche y un buen Domingo , te mando un saludo de flor

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    1. Creo que las respuestas a todas tus preguntas las encontrarás en el siguiente capítulo. A ver si Raisa te sorprende.

      Un beso y feliz domingo

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  2. Espero la siguiente parte, Ana. Muy buen relato, con toda la expectación creada.

    Besos.

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    1. Mil gracias, Manoli. Espero que el desenlace esté a la altura.

      Besos

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