«Hairesis maxima est opera maleficarum non credere»¹
Malleus maleficarum, 1487
Sábado, séptimo día de abril, San Pedro de Poitiers, de 1567
Después de mucha insistencia, ayer trajeronme recado de escribir para distraer las largas horas del día y ahuyentar los malos pensamientos que tanto se afanan en atormentarme. Fuera debe de hacer buen tiempo. El canto de un jilguero viene cada mañana a poner un poco de alegría a mi triste existencia.
Mi nombre es Mencía, en honor de doña Mencía de Álcantara, señora de las tierras en las que nací, mi madrina de cristianar y en cuya casa servía mi madre como fregona. Nunca supe quién fue mi padre. A pesar de mi insistencia, la dueña de mis días no quiso decírmelo las veces en las que se lo pregunté, mas no llegué a notar la falta en los años en los que otros se acurrucan en el regazo de su progenitor. Ni en mi niñez ni en mi mocedad di muestras de rareza alguna que me distinguiera de los muchachos y muchachas que habitaban la casa. Lo juro ahora y por siempre por lo más sagrado. De chica, jugaba a los mismos juegos que ellos; y ya siendo mocita, reíame y lloraba con las mismas historias y gustábame también la danza en los días de fiesta.
Cuando mi cuerpo empezó a cambiar, la señora púsome al cuidado de las gallinas y las otras aves del corral. Sólo una manía mía traía desespero a mi madre. A los diez años, el sacristán de la iglesia de san Mateo enseñome las letras del abecedario y, desde entonces, quedome la afición por el papel escrito, sin importarme desafiar la férrea vigilancia de doña Mencía para coger prestados los libros que guardaba en la biblioteca. Así fueron mis años de niña: nada hubo en ellos que censurar pudiesen las buenas gentes temerosas de Dios. Mi don o maldición, que aún no sé qué fue, no apareció hasta que no entré en edad de buscar marido.
Miércoles, vigésimo quinto día de abril, San Marcos, de 1567
No obstante la ilusión con la que acogí el permiso para escribir estas mis confesiones, llevo muchos días sin ánimo para empuñar la pluma. Mi cuerpo quebrantado volvió a reclamar cuidado con terribles dolores en las piernas y en los brazos. Mas hoy siento alguna mejoría y puedo proseguir con esta historia mía.
Había en lo alto de la casa de doña Mencía, un desván en el que los días de lluvia se tendía la colada para resguardarla de la humedad. Al fondo de la habitación en la que dejábamos la ropa recién lavada medio se ocultaba una puerta que siempre permanecía cerrada y nadie osaba abrir. Los mozos que querían asustar a las muchachas contaban que esta estancia era habitada por el alma de un viejo pastor que habíase quedado a las puertas del Purgatorio. Se nos ponían los pelos de punta y la piel de gallina cuando oíamos las terribles historias e imaginábamos los horrores que causaba el maligno espíritu a las doncellas casaderas, a las que pretendía atraer inspirándoles pensamientos pecaminosos. De nada servían las protestas de mi madre para que no diera crédito a tales fábulas. Me sentía atrapada por estos cuentos que me fascinaban y atemorizaban a un tiempo. A veces permanecía al pie de la escalera mirando hacia lo alto mientras los pies se me escapaban hacia los escalones aguijoneada por la curiosidad hasta que mi madre me llamaba a gritos desde la cocina ordenándome que le hiciese algún recado o que volviese a mis gallinas. Mas yo me hacía la sorda y remoloneaba un rato por ver si me armaba de valor, me decidía a subir sola al desván y sorprendía al desgraciado espíritu.
Un atardecer de finales de octubre, volvía de dejar en la biblioteca un libro para coger otro cuando, al pasar por delante de la escalera, sentí como si alguien me llamase desde la habitación encantada. Tal vez no fuese sino sugestión por las historias que había oído o el susurro del viento que se colaba por las rendijas. No lo sé. Batallaron en mí el miedo a toparme con el alma en pena y las ganas por conocer el misterio que se escondía en la habitación del desván. Me dejé vencer por estas últimas animada por mi encendida imaginación, que pintaba inusitadas aventuras. Tras presignarme, subí presurosa los peldaños de la escalera mirando de cuando en cuando hacia atrás temerosa de ser descubieta. Aún hoy me asombra la osadía que me dominaba en aquellos momentos, a mí, que, de naturaleza, soy miedosa. Cuando entré en el desván las sombras de la noche entraban sigilosas por el ventanuco. Fui de puntillas hasta la puerta que tanto me atraía y la empujé en el momento en el que un relámpago iluminaba el cielo. Para mi asombro, no estaba cerrada con llave ni candado alguno y se abrió al momento. No quise hacer caso del miedo que empezaba a cosquillearme las entrañas y entré en la habitación que tanto me atraía.
Apenas iluminaba la habitación la poca luz que entraba desde la otra estancia, mas no quise volver abajo a buscar un candil no fuera alguien a entretenerme. Dejé la puerta abierta para no quedarme a oscuras y me adentré entre los muchos bultos que, cubiertos con trapos, salíanme al paso. De vez en cuando, el fulgor de un relámpago me descubría por un instante el contorno de una cama desvencijada o me avisaba de la presencia de un balde olvidado en el suelo. En el cielo se habían convocado las más terribles furias; el rugido del trueno agarrábase a mi pecho. No me dejé amedrentar y me paseé por la habitación en busca de algún tesoro en ella escondido. De pronto, una figura, que bien podría ser de hombre o de mujer, se encaró ante mí al tiempo que la puerta de la habitación se cerraba con un espantoso golpe. Y, antes de que pudiérame percatar de nada más, caí sin sentido al suelo.
No me encontraron hasta horas más tarde, cuando después de ir en mi búsqueda dentro y fuera de la casa, alguien entró en el desván y tuvo la ocurrencia de abrir la puerta de la estancia en la que me encontraba desmayada. Apenas volví en mí y conté lo sucedido, empezaron a correr por la casa los más disparatados cuentos acerca de aparecidos, mas la señora los cortó de cuajo diciendo que no había sido sino una ráfaga de viento, mi propia imagen en el espejo y una loca imaginación los que me habían causado tanto espanto. Nos conminó a todos para que no volviéramos a hablar de ello so pena de gran castigo. A mí, la impresión por lo sucedido me dejó una inmensa debilidad de cuerpo y alma que me produjo unas fiebres. Durante días incontables grité palabras cargadas de sinrazón en medio de un terrible delirio; mas luego, desperté fresca y lozana y regresé a mis gallinas como si tal cosa.
Hasta que empezaron a sucederme extraños fenómenos de los que, ni aun hoy, encuentro explicación alguna.
Sábado, vigésimo séptimo día de abril, Santa Zita, de 1567
Un día en el que mi madre andaba indispuesta, mandome que fuese al río a lavar unas prendas que le hacían falta a doña Mencía. Aunque no era aquélla la faena que más gusto me daba, me preste contenta por tener la oportunidad de perderme en el campo y holgazanear un rato fuera de la fastidiosa vigilancia de mi madre. De camino al río, topeme con Tomé, el hijo del molinero, quien me rondaba siempre que yo no hacía caso de él. Bastaban unas cuantas palabras suyas para que me subiesen los colores al rostro y oía con gozo sus lisonjas mentirosas. En esas estábamos, cuando por mi mente cruzose una visión cual si estuviese sucediendo frente a mí. Vi tan claro como el día a Tomé debajo de un carro de heno quejándose de dolores en una pierna. No fue sino un instante, suficiente para que encogiéraseme el alma.
Me hubiese olvidado de mis visiones de no ser porque, pasados unos días, llegó la noticia del percance ocurrido a Tomé cuando iba de camino a la aldea a visitar a su hermana recientemente esposada con el herrero. Al parecer, debía de andar distraído silbando una tonada cuando topose de bruces con un carro de heno. Nadie imaginar puede la impresión que me causó saber que ni el incauto muchacho ni el campesino diéronse cuenta del inminente encuentro y, en menos que canta un gallo, acabó mi galán debajo de las ruedas del carro. De resultas de aquello, se le quebró una pierna y quedó cojo hasta el fin de sus días.
No hubo tiempo para que me recuperase del susto que me produjo este acontecido cuando una nueva visión premonitoria vino a perturbar mi ánimo. Vivía en el bosque una anciana que se ganaba el pan haciendo alpargatas, sogas y cestos con las plantas de esparto que crecían junto a su choza. Gustaba yo de visitarla siempre que mis quehaceres me dejaban por el placer de escuchar las muchas historias que la señora Engracia, que tal era su nombre, sabía. Le llevaba unos huevos frescos que cogía por mi cuenta del corral y, a cambio, la hacía hablar de secretos que sólo ella conocía de la gente que en la comarca habitaba. Estando escuchando con deleite tales historias, me vino una nueva visión. En mis mientes vi a la señora Engracia yaciendo en su lecho de muerte con la boca torcida y un ojo abierto que parecióme me estaba regañando. Quise apartar de mí la terrible visión tras traer a la memoria lo sucedido al hijo del molinero; mas de nada sirvió mi intento. Al siguiente día grande fue mi horror cuando me enteré que habían encontrado a la anciana muerta en su lecho con un ojo abierto que daba pavor.
Muchos sucedidos como éste y aquél acontecieron a partir de entonces llenándome de espanto, robándome el sueño. Tenía miedo mirar a la cara a quienes conmigo hablaban no fuera a vaticinarles alguna desgracia. Encerreme en el corral buscando la consoladora compañía de mis gallinas y me negué a cruzar palabra con cristiano pese a los insistentes ruegos de mis antiguos amigos.
Diome entonces por cavilar si no podía utilizar mi... don. Vamos, que empecé a darle vueltas a un pensamiento: tal vez podía yo utilizar esta facultad mía en bien de los demás para advertir a las buenas gentes de lo que podía sucederles y apartarlas del camino burlando de ese modo su sino. Salí de mi cobarde escondite y me apliqué en esta tarea que yo misma me impuse. Muchos tratábanme de lunática y tomaban por desvarío mis advertencias; mas los de mente prudente y temerosa las tomaban por juiciosas y obedecían lo que yo sugeríales.
Corriose entonces la voz por la comarca de mis poderes y empezó a rondar el corral de mis gallinas todo aquel que quería conocer su porvenir o encontrar remedio a sus desdichas. De nada servíame protestar y decirles que mi don era limitado, pues no me permitía ver más que un trocito del futuro de algunas personas, que no de todas, y no siempre tenían efecto mis consejos para trocar el mal en bien. Me perseguían buscando consejo sobre los más variados asuntos: amores contrariados, la cosecha o los días de mercado propicios a sus negocios.
Jueves, tercer día de mayo, San Felipe, de 1567. Onomástica de Nuestro amado Rey Felipe el Segundo, que Dios guarde por muchos años
Mi madre, temiendo provocar el enfado de Doña Mencía con aquel ir y venir de conocidos y extraños que llegaban de lugares más y más lejanos, exhortome para que abandonase la casa y buscase acomodo en otros parajes. Con el corazón contrito por tan cruel proceder, hice un hatillo con mi saya nueva y un mantón para el invierno que, compadecida de mi desgracia, me dio la cocinera y abandoné la casa donde nací.
Busqué el abrigo que mi madre me negaba entre las bestias del bosque y llevé mis escasas posesiones a la choza donde antaño viviera la señora Engracia. Hasta allí siguieronme quienes querían que les adivinase el porvenir. Algunos íbanse contentos con una palabra de consuelo, una caricia, mas otros requerían de mayor inteligencia. Ayudaban a mi sustento los presentes que, en agradecimiento, me hacían llegar: un tarro de miel, un corderillo, una alcuza de aceite o un poco de manteca. Y no obstante buscar unos y otros mi consejo, nadie quería trato alguno con mi persona. Los muchachos que antaño me cortejaban rehuíananme cual si de un bicho repugnante se tratase y las muchachas que tiempo atrás compartían conmigo sus pesares y alegrías me temían cual si fuese un súcubo u otra criatura salida del Averno. Aquellos que enfrentábanse a su destino por no querer escuchar mis consejos y, de resultas, topabanse con la desgracia me tachaban de hechicera acusándome de perjudicarlos con el mal de ojo. Mas yo juro por mi madre que jamás causé dolor alguno con mi voluntad.
La vida solitaria tornome mujer dada a la tristeza y de hurañas maneras. Añoraba las palabras severas de mi madre y las bromas de los muchachos y muchachas de mi edad. Cuando hízose insoportable mi propia compañía, cogí uno de los cestos que aún tenía de la señora Engracia y, en el momento en el que la noche prestome abrigo con su manto, atravesé los campos que me llevaban a mi antigua casa y, confiando en que no hubiesen reparado la ventana rota de la despensa, me dispuse a entrar en la morada de doña Mencía para, sin que nadie lo advirtiera, tomar prestados unos cuantos libros. No sé si fue la Luna la que me protegió en ésta y en las otras muchas visitas que después hice con el mismo propósito. Sí puedo asegurar que logré así aliviar con la lectura la soledad a la que me había condenado mi maldito don.
Entre los muchos libros que cogí en todos aquellos años, figuraba uno titulado “Libro recopilatorio de medicinas y productos alimenticios simples” de un sabio moro llamado ʿAbdllāh Ibn Aḥmad al-Mālaqī. Me extrañó que mi señora guardase obra contraria a la fe verdadera y me llené de pavor por tenerla en mis manos. Empero pudo más mi curiosidad y pasé muchas noches a la luz de un candil aprendiendo el arte de sanar con hierbas olorosas. Así pude ayudar mejor a las almas atribuladas que buscaban alivio a sus cuitas. Después vinieron libros de Plinio, Horacio, Virgilio y otros muchos más que dieronme a conocer cómo preparar filtros de amor, remedios contra el mal de ojo y pócimas para ayudar al buen nacer de cualquier criatura animal o humana.
De este modo, mi nombre se hizo conocido más allá de los confines de la comarca. Muchas almas atribuladas me buscaban para alivio de sus pesares más también hubo gente mezquina y envidiosa que llevarme quiso ante la justicia acusándome de malas artes, de donde salí airosa merced a miles de tretas y palabras con las que convencía a la autoridad. No obstante lo cual, encogíaseme el corazón siempre que oía de la muerte de alguna mujer por algún aborto o decíase que la algún cristiano había fenecido merced al concurso de hierbas venenosas, no fuesen a sospechar de mí.
Más de diez veces el invierno precedió a la primavera antes de que la desgracia se cerniera sobre mi cabeza ya encanecida.
Lunes, décimo cuarto día de mayo, Santa Enedina de Cerdeña, de 1567
Hoy he amanecido con el ánimo decaído por la melancolía. Imagino las margaritas que cubren los campos y las fiestas que, en honor a María, alegran la aldea cuando llega mayo. Mas heme prometido no dejarme vencer por la tristeza, así que retomo la pluma y el papel, mis fieles compañeros en estos aciagos días.
Mis cuitas llamaron a la ventana de la choza donde vivía el invierno más frío que nadie, ni tan siquiera aquellos a los que los muchos años vividos doblaban sus espaldas, recordaba. La heladora ventisca que recorrió la comarca no fue sino el heraldo del jinete que cabalgaba sobre el corcel negro². Las cosechas marchitáronse antes de nacer trayendo consigo la hambruna. Las calles de los pueblos y ciudades llenáronse de almas mendicantes que llamaban a las puertas de familias principales a las que el oro atesorado no les servía para comprar ni un mendrugo de pan porque los molinos quedáronse vacíos. En los corrales moríanse las aves por falta de grano y el pasto helado enflaquecía el ganado. Los cuerpos debilitados por falta de alimento caían enfermos sin remedio. A mi puerta llamaban madres con niños consumidos de calentura cuyas almas abandonaban este mundo sin que mis labios tuvieran tiempo de decir amén.
Aún antes de que el jinete del corcel amarillo³ se hiciese con las vidas de buena parte de la comarca, empezaron a extenderse por los cuatro confines, como si de pólvora se tratase, rumores sobre la razón de tanto mal. Al principio apenas era el susurro del viento. “Esto es cosa del Maligno”, decían unos, “es cosa de brujería”, decían otros. Primero de forma timorata, de forma más y más insolente, después, señalábanme con el dedo acusador, menudeando con el tiempo quienes osaban salir en mi defensa. A mi puerta dejaron de llamar las buenas gentes que en otro tiempo buscábanme gustosas, no fuera a causarles algún mal. Yo misma dejé de ir a la aldea temerosa de las aviesas miradas que unos y otros me dirigían. Ayudó a mi mala fortuna la buena salud de mi cuerpo. En tanto dejaban este valle de lagrimas niños, jóvenes y viejos, la enfermedad y la muerte pasaban por delante de mi choza sin detenerse siquiera a saludarme. Tal cosa, no parecíale a la gente nada bueno y causábale gran espanto. No obstante lo cual, no tuve miedo alguno. Mi don de clarividencia se cegó ante mi propio sino y la desgracia precipitose sobre mí el día antes del Corpus Cristi sin que presintiera su llegada.
Viernes, primer día de junio, San Justino mártir, de 1567
El sol no había llegado a lo más alto del cielo cuando el alguacil y sus hombres entraron en tropel en mi paupérrima morada. Me agarraron entre tres que semejaban gigantes y amordazaron mi boca para que mis gritos de protesta no los perturbase. El pavor me causó gran desmayo. ¿Quién sino un insensato no teme el largo brazo del Santo Oficio? Hiciéronme subir a un carro y tras recorrer muchas leguas, acabé encerrada en una mazmorra donde permanecí incontables semanas sin saber si era de día o de noche y donde hoy espero que se cumpla mi destino. Mis carceleros no dieron muestras de compasión para decirme el crimen del que se me acusaba; ni tan siquiera dignábanse a conversación darme cuando me traían el mendrugo de pan y el cubo con agua que constituían mi solo alimento.
Todavía causame pavor el recuerdo de las penalidades que sufrí en prisión durante meses y meses. Se me negó incluso el consuelo de atisbar la luz del sol, que apenas entraba por el agujero que en lo alto de la pared simulaba una ventana. Y a pesar de mi sufrimiento, todo ello lo pude soportar con entereza; no así los tormentos que vinieron después, cuando los inquisidores me conminaron a confesar los tratos que nunca tuve con el Diablo y las prácticas de brujería que nunca usé mientras sometíanme a la tortura de la garrucha. Colgada de las muñecas con el horrible peso que me tiraba de los pies, perdía el sentido mientras descoyuntábanse los huesos. Alguna vez creí ver un destello de compasión en los ojos del escribano que tomaba cuenta de mi testimonio, mas los inquisidores eran implacables y hacían oídos sordos a mis palabras. Día tras día intenté en vano convencerlos de mi inocencia. Yo no era ninguna bruja ni nunca había tenido tratos con el Señor de los Infierno. Había sido agraciada con el don de la adivinación mas nunca me aparté de la recta senda del bien. No busqué tratos con las tinieblas sino lo mejor para la dicha de mis semejantes.
Visto que, no obstante tan crueles tormentos, negábame confesar tratos con el Maligno, deliberaron mis jueces someterme a la prueba de la aguja. Hicieron llamar a dos mujerucas vecinas de una aldea cercana y ordenáronles que me despojaran de todas mis ropas para, después, buscar la marca de Satanás en mi cuerpo. No tuvieron que afanarse mucho pues, al poco de empezar la faena encomendada, dieron con una mancha que, desde mi nacimiento, afea mi espalda. De nada sirvieron mis protestas cuando, a voz en grito, proclamaron que claramente se distinguía la forma de un lagarto y, sin necesidad de probar con la aguja si tal mancha era cosa inocente o del Diablo, los señores inquisidores declararon mi culpa y me condenaron a morir en la hoguera por bruja cuando llegase el alba.
Viernes, primer día de febrero, Santa Brígida, de 1568
No faltan sino unas horas para que se cumpla la sentencia y vuelvo a tomar la pluma para llevar a término estas confesiones que me propuse hace tantos meses. Fuera debe de hacer mucho frío. Carámbanos de hielo cuelgan del techo semejantes a cristales de colores. Su belleza me distrae de los horrendos pensamientos que acuden a mi mente en estos momentos, cuando ya no hay vuelta atrás posible. Mi cuerpo ha dejado de dolerme, tanto sufrimiento siento en el alma. Pero no quiero distraerme en vanos asuntos. Sigo, pues, con mi relato, que no me resta mucho tiempo.
Pronunciada la sentencia el día después de la Anunciación, encerráronme de nuevo en esta mazmorra fría y oscura. Se dispuso que llevarase a efecto de manera inmediata, mas un día dio paso a otro, hasta que el fin del verano anunció el otoño, éste fue seguido del invierno, la primavera me alegró con sus trinos y vuelta a empezar de nuevo otras dos veces. Al principio, mi alma no encontraba sosiego alguno. El ruido del viento causábame espanto y, cuando oía pasos, encogíame creyendo que ya venían en mi búsqueda. Muchas semanas tardé en levantarme del jergón en el que yacía, tal era mi quebranto. Muy lentamente fueron sanando las heridas del cuerpo, no así las del alma, que dolían más y más. Hube de suplicar con insistencia a mi carcelero para que me trajera algún libro que me permitiese engañar las largas horas de hastío. Después de mucho llorar, prestome pluma y papel con los que escribo estas confidencias. Diome, entonces, por recordar los años de mi niñez y mocedad, antes de que mi insensatez me llevase a aquella habitación del desván de doña Mencía y se truncase mi sino para siempre. La melancolía arrancábame lágrimas de arrepentimiento. ¡Ójala no hubiese hecho caso alguno de este don mío que tanta soledad me ha traído, que ni siquiera me previno de mi propia desgracia! Yo, que vaticiné el porvenir de tanta persona joven o vieja, rica o pobre, no supe ver el camino que tenía ante mí ni pude, como hicieron los que siguieron mi consejo, apartarme de esta senda que nadie osó a recorrer conmigo.
Anoche, visitome un fraile dominico que a menudo viene a elevarme el alma con su sabio consejo. Traíame funestas nuevas. Al despuntar el día, se cumpliría la cruel sentencia que durante meses aguardo. Creí caer en desespero y mis oídos ensordecieron ante sus palabras de consuelo. La noche ha sido larga y oscura. Ahora, mi mente se ha vaciado de pensamientos y aguardo con sosiego la llegada del alba mientras escribo estas líneas y mi fraile amigo desgrana las cuentas de un rosario.
Mi tiempo se acaba. Las primeras luces del día asoman por la pequeña ventana de esta celda que mi morada ha sido tanto tiempo. Oigo voces de gente, rápidos pasos por los corredores que anuncianme que ya vienen a buscarme. El miedo agarrota mi garganta y seca mi lengua. Las manos temblorosas apenas sostener pueden la pluma. Los oigo acercarse más y más a mi celda. El tintineo de las llaves recuérdame el suplicio que me espera. Ya abren el herrumbroso candado. Una intensa luz inunda la celda. ¡Dios mío!, ¡apiádate de mi alma!
1.«Hairesis maxima est opera maleficarum non credere»: La mayor herejía es no creer en la obra de las brujas. El “Malleus maleficorum” (Martillo de brujería, lat.) es el tratado de brujería que, desde 1487, fecha de su publicación, utilizaban los jueces e inquisidores en los procesos contra brujas y hechiceras. Fue escrito por los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger.
2. Corcel negro. El hambre: “Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo negro; y el que lo montaba tenía una balanza en la mano. Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario; pero no dañes el aceite ni el vino” (Apocalipsis, 6:5-6)
3. Caballo amarillo. La muerte: “Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra” (Apocalipsis, 6:8)
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