Diego.
Cuando sonó la alarma del móvil a las siete y media, ya llevaba despierto casi dos horas. El silencio se había apoderado de la casa el día que lo dejó Nuria impidiéndole desde entonces conciliar el sueño. La soledad le aprisionaba el pecho causándole un dolor sordo: ya, su compañero habitual. Sólo por su tozuda determinación permanecía en la cama con la pequeña esperanza de conseguir dormir aunque no fuera más que unos minutos antes de levantarse para comenzar el trabajo que se traía entre manos desde hacía semanas. Pero era inútil. A su mente acudían miles de imágenes de otra época para recordarle que una vez fue feliz.
Ya en la cocina, un sucio desorden le trajo a la memoria las mañanas de domingo en las que dejaban pasar el tiempo en largas conversaciones ante una taza de café y unas tostadas untadas con la mantequilla y la mermelada de madroños que les traía la madre de Nuria del pueblo. Buscó un vaso entre los cacharros sucios que se amontonaban en el fregadero, lo enjuagó bajo el grifo y lo llenó de café recalentado.
En su despacho, lo esperaban apilados sobre la mesa los libros que el día anterior había sacado de la biblioteca. No le quedaba más que escribir el último capítulo y las conclusiones para finalizar la tesis doctoral. Recordó cómo había cogido tres semanas de sus vacaciones para terminarla unos días antes de que se fuera Nuria. En su cabeza tenía perfiladas las palabras que pondrían fin a una tarea que había iniciado doce años atrás abandonándola y retomándola una y otra vez a lo largo de ese tiempo. Pero cuando al fin pudo vislumbrar la meta de aquel largo recorrido y con entusiasmo dejó de lado todo lo demás para dedicarse sólo a redactar su tesis, Nuria lo abandonó.
Y, sin embargo, no lo vio venir. Diego se reprochaba no haberse dado cuenta de que Nuria no era feliz. Y eso que llevaba meses quejándose de que no le prestaba atención. Se enfurecía si, al llegar a casa al final de la tarde, no lo encontraba en casa o lo veía enterrado entre libros y papeles absorto en una tesis doctoral que nunca tenía fin. Se volvió irritable, de lágrima fácil. Hasta que, un día, le dijo que no podía seguir viviendo en aquel abandono y se marchó.
Diego intentó leer un artículo de una revista científica que había encontrado por Internet, pero las letras danzaban en su retina impidiéndole comprender el significado de las palabras. La vista se le desviaba continuamente hacia el teléfono móvil. Tal vez aún podía convencerla. Dejó que sus dedos recorrieran el teclado y escribió: “Tengo que hablar contigo. ¿Qué te parece si nos vemos a las siete en la nueva cafetería de la calle Camino Viejo? en el número 128, ya sabes. Donde antiguamente estaba el cine Imperial”.
Diana.
No pudo evitar lanzar a Artemisa una mirada airada. Era cierto que, si querían atraer a las mujeres más elegantes de la ciudad, debían vestirse y perfumarse a tono con su boutique, pero estaba cansada decirle a su socia una y mil veces que, en su estado, no soportaba fragancias tan densas. Claro que a su joven amiga le importaba poco lo que le pasaba o dejaba de pasarle a ella y mucho menos si el aroma a Chanel número 5 le provocaba náuseas.
El reloj de pared anunció las doce menos cuarto. ¡Dios mío!, pensó, ya mediodía y no había entrado en la boutique más que la señora de todos los días. Allí estaba con un andrajoso abrigo de piel de zorro que a Artemisa le parecía de corte vintage y a ella una antigualla de los años ochenta. Cada mañana, ocurría lo mismo. Llegaba corriendo, como si tuviera mucha prisa, revolvía entre las prendas de cachemir, se probaba los vestidos de fiesta o se colgaba al cuello uno a uno los collares de fantasía. ¿Y para qué?, si nunca compraba nada. Lo dejaba todo manga por hombro, como diría su abuela, y se marchaba una hora después de marear con sus picantes cotilleos a quien se prestara a escucharla.
Diana suspiró. Se llevó la mano al vientre cuando sintió al niño que esperaba. Un vuelco del corazón le recordó la decisión que había tomado la noche anterior tras luchar durante horas contra el insomnio y sus propios temores. De pronto, la invadió el deseo de contárselo a todo el mundo, anunciar la noticia a los cuatro vientos. Artemisa estaba junto a uno de los anaqueles doblando las blusas de seda. Pensó que tal vez se alegraría por ella si le hablaba de los planes que había estado tejiendo aquella larga noche. Pero, antes de acercarse a su socia, se arrepintió de su impulso. Artemisa la escucharía con la mente perdida en sus cosas, ni siquiera se molestaría en disimular su falta de interés. Sacó el móvil del bolso y se entretuvo repasando los contactos. Cuando vio el de su amiga Luisa se le escapó una sonrisa. Permaneció unos instantes pensativa y después escribió un mensaje: “Te vienes esta tarde a las siete en la nueva cafetería de la calle Camino Viejo?”
Roberto.
Miró el reloj que le regaló Clara, su novia, el día que hizo tres años que se habían conocido. Eran las dos de la tarde. Si se daba prisa en comer, aún podía llegar a tiempo a la sesión de las cuatro para ver la última película de “Star Wars”. Eso si su madre no lo retrasaba con su charla: ¡tenía tantas ganas de hablar después de pasar toda la mañana cuidando al abuelo…! No debía de ser fácil para ella escuchar durante horas y horas la cháchara plomiza del viejo. Siempre las mismas historias, siempre hablando de su vida en Alemania, cuando siendo joven, tuvo que partir en busca de un futuro que en España se le había negado; siempre las mismas quejas acerca de la desidia de los jóvenes actuales, tan distintos de los de su época. Cada día, rompía el corazón de su hija acusándola de malcriar al haragán de Roberto, sin dejarle decir una palabra en su descargo. Así que no era de extrañar que la buena mujer esperase con tanto anhelo a su hijo para pasar un rato de conversación. Pero aquella tarde no podía ser. No tenía tiempo de entretenerse en charlas. De aquel día no pasaba: lo esperaba “El despertar de la fuerza”. Luego, a las siete, un par de cervezas con Clara en la cafetería que habían abierto recientemente en la calle Camino Viejo número 128.
Juan Manuel.
El reloj del ayuntamiento daba las cuatro de la tarde cuando salió del edificio. Apenas podía reprimir las ganas de saltar. ¡Lo había conseguido y sin la ayuda de su padre! En un principio incluso él dudó que pudiera lograrlo. Pero ahí estaba él, saliendo del edificio más elevado de la ciudad donde tenía su sede la empresa de publicidad más prestigiosa del país. No había sido precisa la recomendación de su padre, aunque sabía que con sólo pronunciar su nombre se le hubieran abierto todas las puertas. Pero no. Lo había conseguido él solo, sin ninguna ayuda.
Hacía tres años que había finalizado sus estudios de publicidad y, desde entonces, había perdido la cuenta de las ofertas de empleo que había respondido, los currículos que había enviado, las veces que había esperado en la cola de la oficina del desempleo, las veces que había encendido las luces de la ilusión, las veces que las había apagado. Cada decepción era un acicate más para que su padre le insistiera en que aceptara su ayuda, convencido de que sin ella permanecería hasta el fin de los tiempos en el paro. Juan Manuel había hecho oídos sordos a los funestos augurios de su padre y no había querido rendirse. Pero eso ya se había terminado. Podía alardear de que lo había conseguido sin miedo a que se desvanecieran sus sueños.
Miró su reloj de pulsera: las cuatro y cuarto. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil y buscó el número de su padre. “Papá, tengo que darte una noticia. Te invito a las siete a una copa en la cafetería que acaban de abrir en la calle Camino Viejo”.
Paula.
Se retocó el carmín de los labios ante el espejo. Eran las seis de la tarde y ya tenía que haber salido. Otra vez se iba a retrasar. Era su cita más importante con Jaime y de nuevo le iba a dar plantón. ¡Con lo que le molestaba que llegara tarde…! Y eso que había empezado a arreglarse a las cinco. Pero, claro, se había tenido que entretener alisándose la melena con la plancha nueva. Abrió el armario y permaneció unos minutos sin decidirse por el vestido beige, demasiado serio, o por la minifalda azul turquesa y el top negro, ¿tal vez demasiado atrevido? Le gustaba tanto Jaime que tenía miedo de estropearlo. Finalmente se decidió por los vaqueros y la blusa de color rosa que él le había regalado.
Sus pensamientos volvían una y otra vez a las palabras que había preparado. Lo tenía muy ensayado. Si él no le decía nada, lo haría ella. Para eso lo había llamado y había quedado con él a esa hora tan extraña para ellos. Y es que ya no podía soportar la incertidumbre. Él no se decidía a dar un paso adelante. Siempre sucedía lo mismo. Cuando parecía que al fin le iba a decir proponérselo, acababa dando marcha atrás. Así que ella se lo daría todo hecho. Se lo presentaría como algo ya consumado, irremediable, y a ver si, entonces, se atrevía a negarse.
Paula suspiró. No podía evitar estar asustada. ¿Y si Jaime la dejaba? Su plan se parecía al juego de la ruleta rusa. Estaba casi segura de que aceptaría, pero no podía quitarse de la cabeza el miedo al fracaso, a que se sintiera acorralado y se marchase. Si eso sucedía... Mejor no pensarlo. Tras dos años juntos, le horrorizaba la idea de que Jaime se fuera. No entendía de dónde le venía ese miedo. Él nunca le había dicho nada que pudiera hacerle sospechar que quisiera marcharse. Pero era tan poco afectuoso, tan poco comunicativo... Nunca sabía a ciencia cierta lo que pensaba.
Consultó una vez más el reloj: las seis y veinte. No podía entretenerse un minuto más si no quería llegar tarde. Había quedado a las siete con Jaime en la nueva cafetería de Camino Viejo 128.
Calle Camino Viejo 128.
El reloj de las Carmelitas anunciaba las siete menos veinticinco. En la calle Camino Viejo se había dado cita casi toda la ciudad, animada por el sol de febrero, que, tras dos meses escondido, asomaba tímidamente la cabeza. Una pareja de adolescentes esquivaba a los viandantes mientras dibujaba arabescos en la acera con sus patines. De las tiendas entraban y salían turistas cargados de bolsas y, en el parque, unas niños se perseguían jugando al escondite.
Diego.
Cruzó la puerta de la cafetería veinte minutos antes de lo acordado temeroso de que algún imprevisto le impidiese llegar a tiempo. Apenas había una mesa libre. Desde que abrieron unos meses antes, el local se había puesto de moda y toda la ciudad parecía congregarse allí a la caída de la tarde. Sin apenas poder dominar su impaciencia, recorrió el salón principal con ojos ávidos, pero le fue imposible distinguir a Nuria en medio de tanta gente. Una joven vestida con una sofisticada blusa de de color malva pasó por su lado dejando un rastro a violetas. Por un momento creyó que era ella. Los latidos de su corazón emprendieron una loca carrera antes de comprobar que sólo era una desconocida. Por su pensamiento cruzó veloz la duda: ¿Y si no acudía a la cita? Una mano se posó en su hombro. No le fue necesario volverse para saber que era ella. Cerró los ojos un instante para darse valor y, al abrirlos, como le ocurriera la primera vez que la vio, quedó deslumbrado con su belleza.
Diana
Al entrar en la cafetería, la asaltó el aroma a café y a croissants recién horneados. Paseó la mirada por el salón buscando a Luisa, pero aún no había llegado. Sus ojos se posaron en una pareja que, en un rincón, se hablaba en susurros. Una joven de algún país del este de Europa la guió hasta una mesa libre junto a la ventana. Los ojos de Diana cayeron sobre un muchacho con una camiseta negra de “Star Wars” que no prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor, absorto pantalla del móvil. Cuando pasó a su lado, el joven levantó la cabeza como si creyese que era la persona que estaba esperando. Por un instante, se pintó la decepción en su rostro y, luego, volvió a su teléfono.
Roberto.
Miró de nuevo el reloj: las siete y cuarto. Como de costumbre, Clara llegaba tarde. Levantó la mano para llamar la atención de un camarero que pasaba cerca de su mesa con una bandeja con los restos de una merienda y le pidió otra cerveza. Mientras paladeaba su espuma, saboreaba en el recuerdo escenas de la película que acababa de ver: El ataque aéreo de la Primera Orden con los cazas estelares, el abordaje de Han Solo y Chewbacca, la búsqueda del Halcón... Una llamada del móvil interrumpió sus recuerdos. Clara lo llamaba para decirle que aún se retrasaría un rato. Había salido de compras con su hermana Macarena y se encontraba al otro lado de la ciudad. A Roberto le costó reprimir su enfado: ¿cuántas veces le había hecho una cosa igual? Estuvo a punto de decirle que no se molestara en ir, que él se volvía a su casa. Pero sabía que, si se dejaba llevar por un momento de cólera, se enredarían en una discusión que no tendría fin. Así que prefirió callar y esperarla. Ya la cogería otro día tranquilo y le diría cuatro cosas. Notó su garganta seca, por lo que alzó la mano para pedir otra cerveza. Un joven con pelo rasta pasó por su lado. Por un momento, creyó que era su amigo Guille, pero, cuando iba a llamar su atención, se dio cuenta de que se trataba de un extraño.
Juan Manuel
Cuando entró en la cafetería, vio a su padre en una mesa al fondo haciéndole señas con una mano. Juan Manuel no pudo evitar una sonrisa. Su padre, un caballero a la antigua como le llamaban sus hijos, nunca llegaba tarde a una cita. Allí estaba él, intentando entablar conversación con la joven de la mesa de al lado. Con su príncipe de Gales y un pañuelo blanco impoluto asomando coqueto del bolsillo izquierdo de la chaqueta. Nada que ver con el desaliño de su hijo y su pelo rastas. Y, sin embargo, era a su padre a la persona que más admiraba y, desde su estilo tan opuesto, anhelaba ser como él. Por eso era la primera persona a quien quería contarle que había conseguido un empleo en la mejor empresa de publicidad de la ciudad.
Paula.
Después de tanto correr y sortear el tráfico, entró en la cafetería con sólo cinco minutos de retraso. Jaime aún no había llegado. Mejor, pensó. Así tendría unos momentos para relajarse antes de verle. Pidió que le trajeran un té de jazmín y un trozo de tarta de Santiago. El nerviosismo le daba hambre. ¿Qué importaba que la tarta, con tanta almendra, tuviera un montón de calorías?, se dijo intentando acallar su conciencia. Ya se pondría a dieta al día siguiente. Un señor de edad avanzada elegantemente vestido parecía querer hablar con ellos pero Paula no le prestó atención. Vio a Jaime entrar por una de las puertas que daban a la ancha avenida. Su mirada miope recorrió el salón como buscando a Paula pero, con su despiste habitual, sus ojos pasaron por encima de ella sin verla. La joven agitó la mano y se levantó de la silla con la intención de ir a su encuentro pero entonces él le devolvió el saludo y se dirigió con una sonrisa a su mesa.
Una cafetería abarrotada de gente.
Un hombre de edad indefinida cruzó el umbral de la cafetería a las siete y veinticinco. Iba vestido todo de negro: sudadera, pantalón y hasta las zapatillas de deporte, cuyos cordones escarlatas ponían la única nota de color a su atuendo. Se aproximó a la barra y pidió un refresco de limón que no llegó a probar. Con un movimiento brusco, retrocedió sobre sus pasos y, llevándose las manos a la hebilla, accionó los explosivos de su cinturón. Tras un ruido atronador, la cafetería se llenó de silencio sólo roto por el tono de un teléfono móvil que parecía querer interpelarnos con su insistencia. Después, gritos, confusión, estupor: una tristeza tan inmensa que no había adjetivo alguno para calificarla.
Cuando se produjo la explosión, Diego llevaba casi media hora intentando convencer a Nuria de que volviese con él. Le habló del estruendoso silencio que se había hecho dueño de la casa, del frío que atenazaba su alma desde que lo dejó, de lo que dolía su ausencia. A pesar de leer el escepticismo en el rostro de su esposa, le prometió cambiar. Aflojar en su ritmo de trabajo y dedicarle toda su atención. Él, que desde que terminó el colegio, no había vuelto a abrir un libro de poemas, abrumó a Nuria con frases que, en otro momento, lo hubiesen avergonzado. Alargó la mano por encima de la mesa y la dejó descansar sobre la de ella, pero Nuria, no sabía Diego si asustada o enfadada, retiró aprisa la suya. En ese momento, se creyó perdido. En un nuevo intento, le habló de amor con palabras que no sabía que conocía. Lo último que vio antes de morir fue una sonrisa entre dulce e irónica asomando a los labios de Nuria.
Diana no tuvo tiempo de contarle a Luisa que iba a tener un hijo. Para su sorpresa, se había quedado embarazada después de tres noches de pasión con un antiguo compañero del instituto con el que no había tenido más que un divertido rollo en un largo fin de semana. Durante semanas, se negó a aceptar lo que era más que evidente: que la falta de menstruación no era un simple retraso debido al estrés por la gestión de la boutique que tenía con Artemisa. Después, cuando ya no había lugar para el engaño, creyó que el mundo terminaba para ella. No se sentía capaz de criar ella sola a un niño y sabía que tampoco Julián se iba a comprometer a ayudarla. Acorralada por el pánico, se había dejado cortejar por la tentación de interrumpir el embarazo. Había llegado a concertar una cita en una clínica a pesar de las dudas que la roían por dentro. Unos días antes, mientras esperaba el autobús, había estado engañando al aburrimiento observando los juegos de una joven con su bebé. Desde entonces se había dejado llevar por la fantasía, especulando con la posibilidad de tener a su hijo. Hasta la noche anterior, en la que, al fin, se había decidido a asumir su maternidad.
Roberto se contó entre los pocos supervivientes del atentado. No llegó a reunirse con Clara hasta tres horas más tarde. Anduvo desorientado por las calles de la ciudad sin saber quién era ni adónde iba; y perdido hubiera continuado sabe Dios cuánto tiempo de no haberlo encontrado vagando por un parque una patrulla de policía que lo llevó al hospital. Los médicos comprobaron que no tenía más que la conmoción por lo sucedido y unas cuantas magulladuras en el rostro y en las manos. Le aconsejaron que pasara la noche en observación. Pero Roberto, que tenía miedo de morir si permanecía en aquel lugar donde la reina del inframundo cortejaba a los hombres, llamó a Clara para que fuese a recogerlo. Cuando la vio cruzar la puerta de la habitación a la que lo habían llevado, creyó despertar de un sueño. Se abrazó a ella y dejó que se derramara el llanto como no había vuelto a hacer desde que era niño. Fue en ese momento cuando se acordó de su madre. Faltaban unos minutos para las doce de la noche. Si le contaba lo ocurrido por teléfono, la mataría del susto. Sacó el móvil del bolsillo de la cazadora y le puso un mensaje: “Paso la noche en casa de Nuria. Te quiero mucho, mamá”. Sólo cuando lo envió, se dio cuenta de que la última frase podía alarmar a su madre: él nunca le dedicaba palabras tan cariñosas. Luego, escabulléndose de la vigilancia de las enfermeras, Clara y Roberto salieron del hospital y se perdieron en la noche.
Juan Manuel estaba entusiasmado contándole a su padre sus planes para el futuro cuando una sombra pasó por su lado. No fue más que una milésima de segundo. Suficiente para que un extraño presentimiento le helase el corazón. Casi al instante, una intensa luz cruzó su cerebro y sin darle tiempo a tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, se sumió en la oscuridad más absoluta para siempre.
Unos minutos antes de la explosión, Paula superó su miedo al rechazo y le pidió a Jaime que se fuera a vivir con ella al apartamento que acababa de alquilar. En los dos años que llevaban juntos, ella siempre había dudado del tipo de relación que tenían. Jaime no era muy expresivo a la hora de mostrar sus sentimientos, nunca le había dicho claramente que la quería y a Paula solía asaltarle una dolorosa sospecha: que únicamente la moviese a seguir con ella el miedo a quedarse solo. Durante meses, había estado tentada a preguntarle si la quería pero el temor a lo que le pudiese responder la había hecho callar. Mas aquel día, había tomado una decisión: le pediría que se fuera a vivir con ella. Paula nunca llegaría a saber si Jaime la quería o no. En el momento en el que él iba a responder, una explosión cerró sus labios para siempre.
Aquella tarde de febrero, reinó la sinrazón del odio. Roberto no volvió a ser el mismo. Diana murió. Y Paula. Y Jaime. Y Diego. Y Nuria. Y José Manuel. Y su padre. Y muchos más. A los que sobrevivieron, el fanatismo truncó sus vidas e ilusiones. Yo lo vi, por eso lo cuento.
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