viernes, 2 de septiembre de 2016

Tal vez no fue sino una ilusión











Cuando Gertrud abrió la puerta, el cielo se iluminó de naranja. Una silueta se recortó enmarcada en el dintel antes de que todo volviera a oscurecerse. El estruendo de una bomba apagó su grito de terror. Una mano le agarró la muñeca y la empujó al interior de la leñera. El olor a sudor que despedía el hombre casi la hizo desmayar. Retrocedió hacia una esquina y se cayó sobre la vieja estufa. El gato tiñoso protestó con un gruñido y salió por el ventanuco. Alargó la mano hacia el interruptor de la luz y, al encenderse la bombilla desnuda del techo, se encontró con unos ojos aterrorizados.



─¿Quién es usted?, ¿qué hace aquí?



Por toda respuesta, el hombre la soltó y se acurrucó junto a la leña. Gertrud quiso alcanzar la puerta pero un gemido la detuvo. El hombre debía de estar herido y se quejaba de dolor. Reprimiendo el miedo, se aproximó a él. Al tocarle el brazo, el desconocido dejó escapar otro quejido. Tenía la frente bañada en sudor por la fiebre. Gertrud se preguntó cómo, en aquel estado, había podido reunir las fuerzas para empujarla cuando ella entró en la leñera.



─Déjeme ver la herida. Soy enfermera y puedo ayudarle.



Gertrud le quitó la guerrera. No podía apartar sus ojos de las alas cosidas a la manga: el símbolo distintivo del ejército enemigo. De nuevo sintió miedo. ¿Y si la herida era leve y el hombre estaba fingiendo su debilidad? No sería la primera mujer a la que encontrasen muerta tras ser mancillada por algún soldado. Un nuevo quejido la sacó de sus reflexiones.



─No haga ruido. Mi marido está en la casa y, si lo descubre, podría matarlo.



No era cierto. En la casa sólo estaba su abuelo, que hacía mucho tiempo que no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor.

Palpó la herida que laceraba el antebrazo del hombre y su mano se cubrió de sangre. La herida parecía muy profunda. El soldado se había desmayado. Gertrud lo dejó solo y fue a la casa a buscar el botiquín. Después de curarle, lo arrastró hasta un jergón que puso junto a la vieja estufa. Hacía mucho frío; fuera habían comenzado a caer unos copos de nieve. La estufa funcionaba mal y a Gertrud le daba miedo que la llama prendiera demasiado y alcanzase la leña o los travesaños de madera del techo, pero no tenía fuerzas para llevarlo hasta la casa. Preocupada, se sentó a su lado y le enjugó el sudor del rostro. 



Durante dos semanas, el soldado estuvo vagando en la inconsciencia. En su delirio, enhebraba palabras en su lengua, que Gertrud conocía bien porque era la lengua de su madre. Palabras que hablaban de montañas nevadas, de niños haciendo castillos de arena en la playa, de un padre severo, de una madre que recitaba versos de amor... Alguna vez, el desconocido parecía querer levantarse del lecho y, cuando ella le tendía de nuevo, la abrazaba y apoyaba la cabeza en su hombro mientras le susurraba un nombre en el oído: “Lizzie, Lizzie”. La joven no podía evitar estremecerse cuando el soldado, confundiéndola con otra, le cogía la mano y se la llevaba a los labios. A veces parecía que iba a despertar y la miraba entre las brumas de la inconsciencia. Fruncía el ceño y entrecerraba los ojos como si la buscase en su memoria. Hasta que, a punto de reconocerla, volvía a caer en el sueño del olvido. Entonces ella no podía evitar dejarse llevar por la emoción y posaba en sus labios un leve beso.



Gertrud, quién sabe si espoleada por su soledad, construía fantásticos sueños alrededor del soldado desconocido. Registró los bolsillos de su guerrera. Cada objeto que encontraba le evocaba mil imágenes tejidas por su fantasía: una pipa, el paquete del tabaco picado, la cadena del reloj, un lapicerito de plata… Su desconocido era un príncipe que, cuando despertase, la llevaría muy lejos de allí.



El despertar se produjo el día que el sol derritió la nieve. Un hombre de dura mirada abrió los ojos. La debilidad le impedía hablar pero sus gestos eran elocuentes.



─¿Quién eres?, ¿dónde estoy?



Volvió a caer en la inconsciencia, volvió a despertar. Y en cada despertar la hostilidad de su mirada atemorizaba a Gertrud, que veía cómo sus sueños se desvanecían. Se hicieron más frecuentes los momentos en los que el soldado estaba consciente, las miradas que la interpelaban. A medida que recobraba las fuerzas, ella le fue contando cómo había aparecido herido, cómo había caído en la inconsciencia. Pero aquellas conversaciones, en lugar de aproximarlos, los alejaban más y más.



Una mañana, lo encontró de pie listo para partir. Llevaba puestos los pantalones y la guerrera sin abrochar, que ella unas semanas antes había cepillado con cuidadoso esmero, las botas relucientes y la gorra bajo el brazo. No quedaba nada en su aspecto marcial del hombre que la hizo soñar. Sólo pronunció unas frases de agradecimiento y otras cuantas de despedida. Volvía al frente, le dijo, donde lo esperaba su regimiento. A Gertrud le hubiese gustado encontrar unas palabras que lo conmoviesen y se grabaran en su memoria para siempre, besarlo en los labios o acariciar su rostro pero no se atrevió más que a tenderle la mano. Él se abrochó la guerrera, se puso la gorra y cruzó la puerta sin volver la mirada. Lo vio alejarse por la vereda. Con él se iban los sueños de los últimos días de su juventud, las esperanzas de escapar de su vida solitaria. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Susurró el nombre del soldado, pero tan bajo que ni siquiera ella lo oyó. Entonces, él, como si respondiera a su llamada, se volvió y la miró un instante que pareció una eternidad. Tal vez no fue sino una ilusión, tal vez no. ¿Quién sabe si una promesa de amor?








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