Las tres y media y aún no ha regresado. Se marchó poco después de las nueve de la noche y, al despedirse, me prometió que no tardaría mucho, que sólo iba a dar una vuelta con Alicia, su amiga de esta temporada, que antes de la medianoche estaría durmiendo en su cama; y yo, como una tonta, la creí. Pero el reloj ya ha dado las tres y media y aún no ha regresado. La llevo esperando desde que oí las campanadas de las doce. Antes de esa hora me prohibí a mí misma pensar en ella, preocuparme anticipando tragedias que no tienen por qué suceder. Anduve trajinando por la cocina, por la salita, cogiendo y dejando el libro que compré el otro día y que, pese a haber leído hasta la página cuarenta, todavía no sé de qué trata: tal es mi angustia. Pero, desde que el reloj anunció la llegada de la medianoche, toda la agonía de entonces se ha desbordado.
Aunque no me atreva a decirlo en voz alta, sé que ha vuelto a las andadas. A mí no me engaña. He visto cómo en los últimos meses su mirada se tornaba más y más huidiza. Ha perdido el apetito. No. El apetito, no. El disfrute por la comida. Por exquisitos que sean los platos que le ponga en la mesa, ella los come con indiferencia, como si le diese igual una cosa que otra. Y está mucho más delgada. Se comporta del mismo modo que la otra vez. Ya apenas la oigo reír, ni viene a mi cama por las noches a contarme las tonterías que para ella eran tan importantes: una falda vista en un escaparate, la sonrisa que le dedicaba un muchacho, una canción oída en la radio… Me desespera cuando la veo vagar por la casa, con el camisón de manga larga, pese al calor agobiante de agosto, y los pies a medio meter en las zapatillas. Dejando pasar los días sin ducharse sin desenredarse su preciosa melena negra, con las greñas cayéndole por la espalda; que me dan ganas de cogerla de la mano, y meterla en la bañera, y restregarla bien con la esponja enjabonada, como cuando era una niña pequeña y dependía para todo de mí, su madre.
A veces me siento tentada a preguntarle. “¿Has vuelto a las andadas?” Pero temo la respuesta. No porque me vaya a contestar que sí: de sobra sé que no me lo va a decir. Me gritará desaforada. Ya me lo conozco. ¿Acaso no lo he vivido antes? Me contestará de malas maneras, con insultos, con patadas a los muebles, sin escuchar ni ñlatender a razones. Tengo miedo de que se borren estos tres años de calma asustadiza, volver a ver cómo se va matando poco a poco; o no tan poco a poco. Volver a la vigilancia, a acerchar sus entradas y salidas, a dejar de dormir por las noches esperando angustiada que llegue de Dios sabe dónde; como esta noche, que me dijo que sólo iba a dar una vuelta con Alicia y ya pasan de las cuatro menos cuarto y aún no ha regresado.
¿Es posible que haya caído otra vez, Dios mío? Me vienen una y otra vez a la memoria aquellos horribles dos años. Al principio no me di cuenta. Ni mi marido tampoco. Nadie se dio cuenta. Es cierto que se volvió contestona, desobediente. Discutía por cualquier cosa, se peleaba con Julieta, su hermana, que de repente, pareció haberse convertido en su enemiga. Ella, siempre tan buena estudiante, empezó a suspender las asignaturas más fáciles, a faltar a clase, a mentir a sus profesores, a su padre, a Julieta, a mí, que soy su madre. Pero, ¿quién iba a pensar que una niña de catorce años iba a coquetear con “eso”? Que si era cosa de la rebeldía de las adolescentes, que si quería afirmar su identidad, que si se dejaba influir por la pandilla de amigos, que si ya se le pasaría... Cualquier explicación nos valía para esconder la verdad.
Fue Julieta la que lo descubrió, aunque se demorara en decírnoslo, asustada de lo que había visto. Ocurrió un sábado por la tarde. Iban a salir, cada una con sus amigos. Julieta estaba nerviosa porque un chico de su clase la había invitado a una heladería o a una de esas discotecas para adolescentes, que no recuerdo bien. ¡Qué ilusionada estaba! Desde las cuatro de la tarde, quería arreglarse y no paraba de dar vueltas por la casa. Sin reparar en que su hermana estaba allí encerrada, entró en el cuarto de baño y ni siquiera se detuvo a llamar a la puerta. Entonces la vio. Sentada en el inodoro, con el brazo izquierdo extendido sobre el lavabo, una goma oprimiéndole el antebrazo, la melena suelta ocultándole la mitad de la cara en tanto la otra mitad mostraba una expresión de intensa concentración.
En un primer vistazo, Julieta no se percató de lo que estaba sucediendo. No vio la aguja penetrando en la carne de su hermana. Creyó que se había mareado y corrió hacia ella para auxiliarla. Y sólo cuando a gritos la mandó salir sin demora del cuarto de baño se dio cuenta de lo que ocurría.
Pero Julieta no nos dijo nada. Después de echarla con cajas destempladas, ella corrió tras Julieta hasta su habitación y le hizo prometer con palabras zalameras que no le contaría nada a nadie. Le aseguró que sólo estaba probando la maldita heroína para ver lo que se sentía, que no iba a pincharse más veces, que era la primera y la última que lo hacía. Y Julieta la creyó. En aquel entonces le parecía tan horrible, tan inverosímil, pensar que su hermana pudiera drogarse, que Julieta la creyó. Julieta la creyó y no nos dijo nada. Y nosotros, su padre y yo, no supimos verlo. O nos negamos a verlo, a pesar de sufrir cada día sus cambios de humor, sus accesos de cólera; a pesar de verla enflaquecer de día en día; a pesar de sus ojeras más y más pronunciadas. A pesar de que mi corazón parecía intuirlo y una fuerte opresión en el pecho me impedía respirar.
Ni siquiera lo vimos cuando empezó a ir con aquella gente extraña, aquella gente tan distinta de sus antiguos amigos de la escuela y del instituto. Tan distinta de los chicos y chicas con los que iba Julieta. Nada de los muchachos sanos y educados del barrio, los que conocíamos de siempre. Era gente mucho mayor que mi niña querida. Gente que no estudiaba, como mis hijas, como los hijos de nuestros amigos; gente a la que no se le conocía ocupación alguna. Y empezó a salir hasta altas horas de la noche sin decirnos adónde iba ni cuándo volvería; a pasar uno, dos, tres días fuera de casa; angustiándonos a todos por no saber si le había sucedido alguna desgracia, por no saber dónde buscarla, a quién preguntar; robándonos el sueño, el sosiego, mientras su padre y yo la esperábamos despiertos. Como esta noche, en la que hace rato dieron las cuatro y media y la espero mientras me hago cientos de preguntas y, en vano, intento acallar mi angustia.
Ni siquiera lo vimos cuando empezó a faltar dinero, cuando se escapaba de casa, cuando se saltaba las clases, cuando me empujaba porque no le daba lo que quería. Ella, que siempre había sido una niña buena, una niña obediente, una niña dulce. Ni siquiera entonces lo vimos. Ni hicimos nada para ayudarla. Tuve que encontrarla desmayada en el suelo de su habitación, a punto de escapársele la vida, para que lo viéramos.
No quiero volver a pasar por ello. No quiero. No quiero a volver a pasar una noche más sentada en una silla dura de la sala de urgencias de un hospital. No quiero ver otra vez a médicos, enfermeras, auxiliares, yendo y viniendo, pasando a nuestro lado, sin decirnos nada. Unos mirándonos con indiferencia, otros, con cara de preocupación, los más, mirándonos sin vernos. Y, entre tanto, nosotros, Julieta, mi marido y yo, sin atrevernos a mirarnos, viendo detenerse las horas, como esta noche, en la que la espero mientras vuelve a mí el pasado.
No quisimos creer a la doctora que nos lo dijo. Nuestra hija no era ninguna heroinómana. Nuestra hija era una niña buena que no hacía esas cosas. ¿Qué era eso de que había consumido una dosis adulterada?, ¿qué clase de médicos eran esos que no sabían encontrar la causa de una pérdida de consciencia y se dejaban llevar por prejuicios sobre los adolescentes? Mi marido amenazó al hospital. Gritamos, lloramos, callamos; callamos, lloramos, gritamos. Sólo cuando la doctora se fue y nos calmamos un poco, Julieta nos contó lo que sabía. Y el mundo se nos cayó encima, se me cayó encima.
No estuvo sino dos días en el hospital pero nos parecieron dos lustros. Lo que no sabíamos era que el alta no iba ser el despertar de una pesadilla; sería el inicio de la más angustiosa que nos tocaría vivir. La salida del hospital fue el umbral que se abrió al peor año de nuestras vidas.
Me parece que la estoy viendo cuando llegamos a casa y lo confesó todo. Estaba tan asustada que nos prometió todo lo que le pedimos sin detenerse siquiera a pensar en lo que hacía. A partir de ese día, iba a volver al instituto, a sus estudios, a sus amigos de siempre. A partir de ese día, abandonaría la pandilla que la había llevado por el mal camino, las salidas nocturnas hasta la madrugada, la droga maldita. A partir de ese día sería nuestra hija de siempre. A partir de ese día se acabarían los cambios repentinos de humor, los enfados sin razón, las contestaciones airadas. Volvería a su dulzura de niña.
Pero no. Sus promesas se irían una y otra vez por el sumidero del lavabo.
No esperó mucho para volver a juntarse con aquellos jóvenes malditos; a salir por las noches sin decir adónde iba, cuando volvería; a saltarse las clases hasta convertirse en una extraña para sus profesores, para sus compañeros, para ella misma; a mentirnos, a gritarnos; a llevar mangas largas que ocultasen los pinchazos de sus brazos. A obligarnos a esperarla hasta altas horas de la noche, como hago esta angustiosa noche en la que son casi las cinco y aún no ha regresado. Hubo un tiempo que vivimos subidos en una montaña rusa. Podían pasar meses en los que parecía haber tomado el camino recto hacia la normalidad y un día, de pronto, coger una bifurcación que la conducía de nuevo al punto de partida. Y otra vez vuelta a empezar, sin importarle las fuertes disputas en las que nos enzarzábamos su padre y yo, culpándonos el uno al otro.
Mas todo lo que tiene un inicio tiene su fin. O al menos eso creí.
Una vez nos sorprendió llegando muy temprano de sus correrías nocturnas. Aún no había dado el reloj las diez de la noche cuando cruzó el vestíbulo con gran alboroto. No pude contenerme y la seguí hasta su habitación. Había cerrado la puerta pero, aun así, no esperé a que me invitara a entrar. Era como si un sexto sentido me avisase de que algo grave le había sucedido. Y así era. Mi intuición no me engañaba. Nunca me engaña, aunque siempre espere sin apenas esperanza que se equivoque, como esta larga noche en la que la aguardo consumida por aciagos presentimientos.
Parece que la estoy viendo como la vi entonces. Tumbada de bruces encima de la colcha de flores, llorando sin consuelo, hipando en cada sollozo como hacía de muy niña. Me senté al borde de la cama y le acaricié el cabello hasta que su llanto se hizo más sosegado. No sé cuánto tiempo permanecimos así, sin decirnos nada, en silencio, hasta que mi niña querida se volvió y rodeó mi cuello con sus brazos. Aún puedo sentir el peso de su cabeza en mi hombro y oír su voz susurrante mientras me contaba la muerte del chico que amaba por una sobredosis.
Nunca la vi tan frágil, tan vulnerable, tan asustada.
En tres semanas no quiso salir de casa. Regresó a su primera infancia buscando de continuo la compañía de su padre, de Julieta, la mía; pidiéndonos una palabra de consuelo, una caricia, un abrazo. Poco a poco la persuadimos para que aceptara nuestros consejos y la convencimos para que ingresara en un centro de desintoxicación. Nos valimos de su dolor para alejarla de aquel mundo sucio que la había apartado de nuestro lado y la envolvimos con la capa de la ternura para protegerla de ella misma.
Fueron meses muy duros para todos y no sería justo para ninguno que ahora lo echase todo a perder. No quiero dejar de verla mientras la tienen encerrada en aquel centro ni quiero volver a ver sus lágrimas cuando vayamos a visitarla y nos suplique que la saquemos de allí. No quiero pasar las semanas contando las horas que nos separan del domingo, día en el que nos dejen irla a ver.
¡¡Dios mío!!, si me parece que te estoy viendo, hija mía, cuando te trajimos a casa; si parecías una muñeca de trapo que ha perdido el serrín. En tus ojos brillaba la tristeza y en tus labios, una disculpa. Y, poco a poco, día a día, volviste a ser tú. Volviste a tus estudios, que habías dejado atrás, a sentarte a la mesa con nosotros a la hora de comer, a la hora de cenar, a reír, a cantar. ¡Niña tonta!, ¿es posible que lo eches todo a perder?, ¿es posible que no tengas compasión de tu padre, de Julieta, de ti?, ¿es posible, hija mía?...
***
─... ¡Niña tonta!, ¿es posible que lo eches todo a perder?, ¿es posible que no tengas compasión de tu padre, de Julieta, de ti?, ¿es posible, hija mía?...
Las lágrimas le corrían por las mejillas sin que hiciera nada por detenerlas al tiempo que su voz se elevaba más y más. Una mujer de mediana edad entró presurosa en la salita y se arrodilló a los pies de la butaca en la que estaba sentada la anciana. Le acarició con ternura la frente retitándole un mechón le caía sobre el ojo derecho.
─¡Shsusss! ─le susurró al oído─Estoy aquí contigo, mamá. Soy Julieta. ¿Qué haces levantada tan tarde? Vamos a la cama.
─No puedo, hija. Tengo que esperar a Adriana. Mira qué hora es y todavía no ha vuelto.
─Mamá, mamá. Venga, que te llevo a la cama. No llores. Adriana no va a volver. Hace treinta años que se fue para siempre.
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