Desde hacía un año, el destino de Nicola era esperar y aquella tarde no iba a ser una excepción. Él la había llamado a la hora de comer y se había citado con ella a las cuatro. Solo podía verla unos minutos, dijo, antes de reunirse con un cliente. Pero pasaban las cinco y aún no había llegado. Como siempre, la espera vino acompañada de pensamientos angustiosos que la atormentaban sin piedad. ¿Y si no venía? ¿Y si la abandonaba? Sus amigas le decían que tenía que ser valiente, tomar la iniciativa y dejarlo. Pero ella no podía concebir el mañana sin él.
Lo conoció en la oficina donde trabajó el verano anterior para ganar unos euros que le permitieran pagarse un viaje a Londres. Al principio le hacían sentirse incómoda sus sonrisas insinuantes, los elogios cada vez menos sutiles sobre su vestimenta. Pero, con el tiempo, le acabaron gustando las pícaras bromas de aquel señor de la edad de su padre aunque mucho más atractivo. Cuando al fin aceptó su invitación a comer, ya se había enamorado y todo lo demás, como que tuviera esposa e hijos, dejó de tener importancia.
Nicola vivía desde entonces en una espera constante. Debía aguardar que la llamase, resistir la tentación de descolgar el teléfono, para que nadie adivinase lo que había entre ellos. Así pasaba días, semanas, devorada por la angustia antes de poder oír su voz a través del auricular. Mientras tanto, se consumía su juventud, su alegría. Le costaba reconocerse en la joven nerviosa en que se había convertido; acuciada siempre por el temor a ser abandonada, a que la otra le ganase la partida.
Aquella tarde la espera alargaba los minutos tornándolos en eternidad mientras la sospecha del abandono iba adueñándose de ella.
De pronto, lo vio llegar con paso despistado por la alameda. Sus temores se desvanecieron en el aire y una sonrisa llenó de luz su rostro.
*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos”.
Imagen:Con cámara y sin cámara. de Michael e Inessa Garmash
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