Sofía y yo nos conocíamos desde niñas. El chalé de sus padres y el de los míos estaban separados por un seto de arizónicas cuidadosamente recortado que pronto aprendimos a saltar subiéndonos a las ramas del cedro de su jardín. A mí, hija única acostumbrada al orden y el silencio, me encantaba el barullo de aquella casa de ocho niños en donde cada uno iba a su aire sin que nadie lo regañase porque se hubiera olvidado la merienda o luciese un enganchón en el jersey. Sofía era la cuarta o la quinta de los hermanos y nadie le prestaba demasiada atención, de manera que se me pegaba todo el día en busca de los delicados mimos que nos prodigaba mi madre y los cuencos de leche merengada que hacía la abuela Julia, que vivía con nosotros.
En cambio yo prefería los juegos en su casa. Y eso a pesar de que era poco probable que no saliera de ellos malparada con un arañazo en la pierna, las coleta deshecha o la cara cubierta de manchurrones. Nada más desayunar, emprendía una carrera hacia aquella casa fascinante. Mi querida amiga me esperaba en su habitación para que le dejara mis ropas y mis zapatos mientras ponía a mi disposición su pequeño vestuario. Así ataviada con los trajes de Sofía, me creía una más de la familia, con derecho a mezclarme en sus peleas, bañarme en su piscina ovalada, jugar con la Nancy de Cristina o dejarme hacer rabiar por Manuel.
Manuel tenía diez años más que nosotras y, desde muy niñas, lo teníamos como nuestro héroe. Recuerdo ese tiempo que precede a la adolescencia, cuando nos escondíamos en el jardín para verlo llegar en su Ford Fiesta rojo llevando de copiloto alguna de sus innumerables novias. ¿Cómo describir nuestra fascinación al ver aquellas chicas de altos tacones y minifaldas de colores ácidos? Amarillo limón, verde menta, naranja efervescente. A cada una la teníamos el nombre de una actriz: Demi Moore, Michelle Pfeiffer, Marisa Tomei, Kelly McGillis... Con trece o catorce años, nos escondíamos en el dormitorio de mamá y, ante el espejo de cuerpo entero, improvisábamos disfraces que nos hacían creer que éramos las bellas novias de Manuel.
Cuando comencé Pedagogía, dejé de ir a la sierra. En la universidad gente distinta difuminó en mi memoria los contornos de la familia que vivía al otro lado del seto. Me integré en una pequeña compañía de teatro que organizaba representaciones para los niños hospitalizados en San Rafael. Durante cinco años me sentí embebida por aquellos jóvenes bohemios capaces de hacer olvidar la enfermedad a pequeñajos de ojos enmarcados de líneas violáceas; y medio me enamoré de un actor incapaz de pasar más allá de segundo de Políticas pero que con un solo guiño se ganaba la admiración eterna de pacientes, padres y doctores.
No volví a la casa de la sierra hasta el último verano de la carrera. Me habían quedado dos asignaturas pendientes para septiembre y, en mi afán por comenzar cuanto antes a trabajar, no quería arriesgarme a volverlas a suspender. Le pedí a mis padres las llaves de la casa y me encerré en su jardín rodeada de libros y apuntes. Nada más llegar, me sobrecogió el silencio. Me asomé al otro lado del seto y me causó un extraño efecto verla cerrada, con el aire de una gran señora dormida. En los años en los que no había vuelto a la casa de la sierra, solo había visto a Sofía alguna noche bailando en Green y otra vez en Honki Tonk durante un concierto de Modestia Aparte. No habíamos hablado mucho entonces, lo justo para enterarme de que tampoco su familia había vuelto a la casa de la sierra.
El abandono de aquella casa que siempre había visto llena de niños me causaba una extraña tristeza. Para no contagiarme de su melancolía, procuraba sentarme dejando a mi espalda el seto que la separaba de la mía y el cedro donde solíamos subirnos para saltar de un jardín a otro.
Una tarde, me quedé adormecida mientras trataba de memorizar una lección arrullada por la melodía de la fuentecilla que adornaba nuestro césped. Me despertó sobresaltada el rugido de un coche al otro lado del seto. Me asomé y solo tuve tiempo de ver el maletero de un Seat Toledo blanco que se escondía por la cuesta que bajaba hacia el garaje. En poco tiempo, se abrieron las ventanas y toda la manzana de llenó de las canciones de Deacon Blue.
Me así a una de las ramas del cedro que sobresalía por nuestro jardín y, como hacía de niña, salté al otro lado del seto. Seguí el sendero que conducía a la terraza y rodeé la casa hasta la puerta de la cocina.
—¡Hola! —grité—. ¡Hola, soy yo, Yolanda!
Me adentré en la casa extrañada de no tropezarme con un puñado de niños con las manos pringosas de Nocilla.
—¡Hermanita! —Oí al otro lado del pasillo—. ¡Hermanita!
Manuel salió del baño de huéspedes con una llave inglesa en una mano y un destornillador en la otra. Me dio un abrazo osuno y me tiró de la coleta, como solía hacer cuando era niña. Hacía unos ocho años que no lo veía pero era como si se hubiera quedado prendido en el tiempo. Debía de tener treinta y cuatro años y estaba esplendoroso.
—Se ha roto la tubería de la ducha y mi padre me ha enviado para que la arregle.
En mi memoria guardaba el recuerdo de un Manuel que no podía pasar por debajo del dintel de las puertas sin inclinar la cabeza. Pero el hombre que tenía frente a mí no era mucho más alto que yo.
Volvió conmigo a la cocina y sacó de la nevera unas latas de cervezas. Durante media hora me puso al día de las andanzas de sus hermanos. Emilio se había ennoviado con una hippy de pelo azul, Cristina era una ejecutiva de una multinacional... En unos momentos, hechizada por sus palabras, me pareció que la casa se llenaba de nuevo con los gritos y risas de antaño. ¿Cómo era posible que hubiera estado alejada de la casa de la sierra sin percatarme de cuánto echaba de menos aquella familia?
El encanto se rompió con el estridente sonido del claxon de un coche.
—¡Ah! —exclamó—. Lo había olvidado. Le he pedido a mi amigo Alfonso que venga a echarme una mano. Creo que tú lo debes de conocer. Solía invitarlo a pasar unos días en verano.
Estaba tratando de encontrarlo agazapado en algún rincón de mi memoria cuando una silueta se recortó en el umbral de la puerta que daba al jardín. Manuel hizo las presentaciones y en unos minutos, desapareció el encanto de la casa. Permanecí unos instantes para no parecer descortés antes de regresar a mi casa y dejarlos enfrascados en una discusión sobre un partido de baloncesto.
Durante aquel día, me mecieron las canciones de los años ochenta que volaban desde el otro lado del seto. Al caer la noche, me invitaron a unirme a la cena que habían improvisado en el porche con unas cuantas latas que la madre de Sofía solía guardar en la despensa. No recuerdo de aquella velada sino que bebimos tanto vino que, al día siguiente, la resaca me impidió saber cuándo mis vecinos abandonaban de nuevo la casa.
Después de finalizar mis estudios, estuve enviando mi currículum a todos los centros de enseñanza de Madrid pero solo encontré trabajo en una boutique de ropa infantil cuya dueña era amiga de mi madre. Se trataba de un trabajo cómodo de nueve de la mañana a cinco de la tarde, con dos horas de descanso a mediodía que aprovechaba para tomarme un sándwich y perderme por las callejuelas del barrio. En uno de estos vagabundeos, me topé con una galería de arte que anunciaba una exposición. «¿Te gusta la pintura prerrafaelita? Pues entra y contempla», rezaba un cartel a la entrada. Me intrigó que la Hermandad hubiera recalado en aquel rincón de Madrid y me colé dispuesta a dejarme seducir por Waterhouse, Millais, Burne-Jones o Rossetti.
La galería no era muy grande: solo dos salas en las que se exponían unos cuadros desconocidos para mí. La pintura prerrafaelita me era muy querida porque mi padre guardaba en su despacho una colección de facsímiles y de niña me gustaba inventarme historias sobre ellos.
Cogí un catálogo de una mesa de metracrilato y lo abrí por la primera página. El pintor de aquellos cuadros no era ningún inglés de la época victoriana sino un español que imitaba el estilo de los prerrafaelitas. No pude reprimir una sonrisa al comprobar la trampa publicitaria del galerista. Aún estaba leyendo las reseñas de los cuadros, cuando oí que alguien pronunciaba mi nombre a mi espalda:
—¡Yolanda!
Me di media vuelta y vi a un hombre que me sonreía mientras abría los brazos en un gesto que quería ser de bienvenida.
—No me conoces, ¿verdad? —me preguntó—. Soy Alfonso. No sé si te acuerdas. El amigo de Manuel Espino; en su casa de la sierra, hace tres años.
Durante unos instantes no lo reconocí. Iba ataviado con una desaliñada elegancia que me distrajo de sus palabras: camisa blanca de algodón cuidadosamente arrugada, pantalones tejanos desgastados y una fragancia a limón que me envolvió antes de caer rendida en su sonrisa.
Alfonso era el dueño de la galería y el que había convertido en prerrafaelita a un pintor novel que exponía por primera vez en Madrid. Me fue mostrando orgulloso unas pinturas que representaban a caballeros recorriendo escarpados caminos a lomos de monturas de negros y relucientes pelajes, doncellas de melenas rojizas y castillos de altas almenas. Y, a pesar de la temática medieval, qué alejado de la sensibilidad de los prerrafaelitas.
—Pero, ¿a quién se le ocurrió anunciarlo como un prerrafaelita? —pregunté con una carcajada.
Alfonso fingió enfadarse con mi comentario tan poco compasivo y, como penitencia, me hizo pasar a la terraza-restaurante de la galería. Arrullada por la leve brisa que se columpiaba entre las ramas de un castaño y por su conversación, me olvidé que tenía que regresar a la tienda. Alfonso encadenaba un tema tras otro sin darme tiempo a asimilar sus palabras. Lo mismo hablaba de arte o literatura, que me contaba anécdotas de una familia griega que tenía un negocio de sedas en la misma calle donde estaba la galería.
—Un día te llevo a la tienda para que te emborraches con sus miles de colores y su aroma a sándalo.
Pero no fueron las sedas sino sus palabras las que me embriagaron. Salí de la galería aturdida y con la promesa de volver al día siguiente.
Durante un mes, cada vez que tenía un minuto libre, corría hasta la galería y me enredaba en las historias hilvanadas con el hilo de su ingenio. Historias sobre pintores fracasados que, como luego descubrí, eran variaciones de una novela que tenía a medio empezar. Envuelta por la fragancia a limón de su cuerpo y por su voz de barítono, me dejaba seducir por quien me parecía el hombre más fascinante que había conocido. A la caída de la noche, después de cenar en la galería, me arrastraba hasta un tugurio donde un cantante de voz rasposa y zapatos bicolor interpretaba temas de Cole Porter acompañado de un piano en el que sonaban desafinadas las notas graves. A veces me daba la impresión de que era Alfonso el que preparaba el ambiente para hacerme creer que estábamos inmersos en una comedia musical del Broadway de los años treinta. Hoy es difícil concebir un lugar como aquél: medio a oscuras por el humo de los cigarrillos, que daba al local un aire de irrealidad. Recuerdo una noche en la que me hizo poner un vestido azul eléctrico que se ceñía a mi piel y me hacía sentir desnuda. Calzada con unos zapatos de tacón de aguja que amenazaban mi equilibrio, bailé hasta las tres de la mañana al ritmo de Night and Day creyéndome Ginger en brazos de Fred. Aquella noche acabé en la cama de mi bailarín, de la que no salí hasta seis años más tarde.
Al poco tiempo de conocer a Alfonso, me despidieron de la tienda. No querían alguien que desaparecía en mitad de la mañana y no regresaba hasta dos o tres días después. Recuerdo que llegué gimoteando a la galería, más por el miedo al enfado de mi madre que por la pérdida de un empleo. Pero Alfonso se encargó de arreglarlo todo y me evitó una riña segura. Me arrulló en sus brazos mientras me susurraba palabras cariñosas al oído. Después me acompañó hasta la casa de mis padres y me ayudó a recoger mis escasas pertenencias, que metió sin orden en el maletero de su coche.
—A partir de ahora, ya no tendrás que preocuparte de nada —me dijo después de rozar mi mejilla con un leve beso—. Yo cuidaré de ti, mi niña.
Se inició entonces para mí una vida que, al volver la vista atrás, a veces dudo si la viví o la soñé.
Como bien dijo, él cuidó de mí. De la mañana a la noche, todos sus desvelos eran por que probara el bocado más exquisito, resguardarme del frío o protegerme del calor. De la mañana a la noche, permanecía a mi lado, atento a unos deseos de los que yo misma no era consciente. De la mañana a la noche, recogía mis sonrisas antes de esbozarlas, las hacía brotar de mi corazón y las convertía en carcajadas.
Me dio trabajo como recepcionista en su galería. Atendía a los pocos visitantes que teníamos; la mayoría de ellos, ingenuos como lo había sido yo, entraban atraídos por el reclamo de los engañosos anuncios ideados por Alfonso. Mi misión se limitaba a entregarles folletos o catálogos e indicarles la sala en la que se exponían las pinturas. A Alfonso no le gustaba que entretuviera a nuestros visitantes con charlas inútiles. Si veía que me demoraba más de la cuenta con explicaciones tontas, aparecía presuroso y envolvía al incauto cliente con sus historias fascinantes mientras lo convencía de que la tela que representaba entre claroscuros a unos niños comiendo gachas era un auténtico La Tour. Alguna vez me permitía estar presente en su despacho cuando se entrevistaba con los artistas pero tampoco le gustaba que hablase con ellos más que lo justo para no parecer un objeto del mobiliario.
—En asuntos de negocios me tienes que dejar a mí, mi niña —me decía—, que soy el que entiendo de esto. No intentes ayudarme que, aunque tengas buenas intenciones, te falta experiencia.
A mí aquellos comentarios me molestaban un poco. Por unos instantes, me hacían sentir como si fuese una inútil. Pero, si le mostraba mi disgusto, Alfonso lo arreglaba invitándome a comer en un restaurante francés o me regalaba una pulsera, un libro de poemas, un viaje a Florencia. Así acababa convenciéndome a mí misma de que él tenía razón, que no debía meterme en sus cosas, que mucho antes de conocerme, ya llevaba la galería de arte sin que nadie tuviese que decirle cómo había de hacerlo.
Salíamos a menudo al cine o al teatro. Alfonso tenía un talento especial para descubrir obras ignoradas por el público que, con el paso del tiempo, se convertían en objeto de culto entre los más exquisitos. Me enseñó a diferenciar lo bueno de lo excelso, a no conformarme con platos que eran objeto de alabanza del vulgo. Con él aprendí a vestirme, a moverme, a hablar entre entendidos pese a no saber muy bien de qué estábamos tratando. Me llevaba a cócteles donde se congregaban artistas y coleccionistas, haciéndome danzar de corrillo en corrillo sin permanecer en ninguno más allá de cinco minutos, como si fuéramos aleteantes mariposas incapaces de detenernos un instante en una flor.
Lo cierto era que, a pesar de estar buena parte del día rodeados de gente, no intimábamos con nadie. Alfonso concitaba la atención de todos con sus palabras envolventes pero no permitía que nadie tuviese con nosotros sino relaciones superficiales. Como bien dijo, él cuidó de mí, me convirtió en su niña y no dejaba que nada me tocase ni nadie se me acercara sin darle antes su visto bueno.
Al principio de nuestro romance, me halagaba tanta solicitud. Como hija única, estaba acostumbrada a que mis padres estuvieran pendientes de mí y me encantaban los cuidados que me prodigaba Alfonso. ¿Qué se podía esperar de un hombre enamorado? Pero a veces, un sordo malestar se hacía presa de mí.
Con el transcurso de los meses, su amor por mí se iba haciendo más y más intenso. Si me alejaba de él se ponía nervioso. No recuerdo hacer nada en solitario sin que tuviera que darle miles de explicaciones. Daba igual lo que fuera. Bastaba con que le dijera que iba a comprarme unos zapatos para que se sumiera en un tenso silencio del que solo lo sacaba si le pedía que me acompañara. Tampoco le gustaba que hablase con otras personas si no estaba él presente. Era como si temiese alguna traición o pensase que, si me apartaba de su lado, podían persuadirme para que lo abandonase. Su desconfianza iba más allá de los clientes o artistas que pasaban por la galería hasta alcanzar a mis amigos de la universidad e incluso a mis padres.
Él, que se mostraba encantador con todo el mundo, estaba al quite de las palabras de mi madre para contrariarla. Yo miraba estupefacta cómo contestaban desairado a los intentos de mi padre por conciliarse con él o se mofaba de mis antiguos compañeros de la universidad a los que tachaba de iletrados.
—¿Cómo puedes hablar con un analfabeto que no sabe distinguir una novela de una obra de teatro? —me decía entre socarrón e indignado.
Otras veces era mi madre la que insinuaba que Alfonso no era bueno para mí. En más de una ocasión la sorprendí lazándole miradas de soslayo a mi padre ante las salidas fuera de tono de mi novio.
Me es imposible explicar el dolor que me causaba aquella guerra no declarada de Alfonso contra mis familiares y amigos.
Huyendo de tales conflictos fui espaciando más y más las visitas a mis padres. Y cuando me llamaban mis antiguos amigos, urdía excusas inverosímiles con las que zafarme de su insistencia para que asistiera a una fiesta de cumpleaños o a una acampada en los Pirineos. Poco a poco me fui alejando de todos hasta no ser más que la sombra de Alfonso.
Llegó un tiempo en que dejé de vivir para mí, que mi único deseo era complacerlo. Pero cada vez me era más difícil hacerlo feliz. Sus enfados eran más y más frecuentes. No podía soportar verme con otra persona. En su pecho anidaron unos celos infundados que se fueron extendiendo hasta los desconocidos que se cruzaban conmigo en la calle de forma casual.
Pero yo me dejaba engañar y atribuía el afán de acapararme a la inmensidad de su amor. ¿Acaso no se desvivía cuando me veía sumida en melancolías e inventaba miles de trucos para devolverme la sonrisa?, ¿no me invitaba a cenar en románticos restaurantes donde, cobijados en la penumbra de candelabros de plata, delicados violinistas susurraban a nuestros oídos dulces acordes?, ¿no organizaba por sorpresa viajes a lugares recónditos donde fluían ríos de doradas aguas? ¿Qué tenía de malo que, en correspondencia, exigiera de mí una atención similar?, ¿qué tenía de extraño que, en su inmenso amor, no quisiera compartirme con nadie? Hoy me parecen absurdos y perversos tales argumentos pero entonces, sentía tan cerca la presencia de Alfonso en mi vida que me contagié de su abyecta forma de pensar. Por ello, no tuvo nada de extraño que acabara alejándome de todos aquellos que, en otro tiempo, lo eran todo para mí: mis padres, mis amigas, los compañeros de la universidad...
Llevaba seis años con Alfonso y apenas me reconocía cuando me encontraba con mi imagen en el espejo o en la mirada que me dirigía la gente que se cruzaba conmigo.
Un día me llamó mi padre.
—Yolanda, tu madre se muere —Oí por el auricular del teléfono.
Mi padre se enredó en incomprensibles explicaciones, de las que solo comprendí que mi madre iba a ser ingresada en La Paz para ser intervenida de algo que no llegué a entender. Por primera vez en mucho tiempo, salí de casa sin acordarme de decirle a Alfonso adónde iba. Y cuando llegué, estuve a punto de perderme entre los cientos de corredores del hospital. Tal era mi miedo que no retenía en mi memoria las indicaciones que me iban dando para encontrar la habitación donde la habían llevado.
Durante tres semanas, no quise apartarme de mi madre. Me volví sorda a quienes trataban de convencerme de que descansara. Veía cómo entraban y salían parientes y amigos, pero a todos despedía para quedarme sola con ella. Permanecíamos en silencio con sus manos entre las mías; mas no precisábamos palabras para recuperar los años en los que habíamos estado separadas. Apagué el móvil y, así, no ver las insistentes llamadas que cada día me hacía Alfonso. Me negué a seguirlo cuando se presentó en el hospital y me obligó a elegir entre mi familia y él. Volvió tres veces más hasta que mi padre pidió en el hospital que le prohibieran la entrada. Aquella noche estuve inquieta, incapaz de centrar la atención en mi madre. Un dolor en el pecho me impedía respirar. Ahora dicen que el corazón es un órgano ajeno a los vaivenes del amor pero yo, en aquellas largas horas hasta que rompió el día, me parecía como si lo hubiesen desgarrarado.
Los días que siguieron me obligué a mí misma apartarlo de mi pensamiento. Mi madre estaba muy débil y todavía existía el peligro de que no resistiera la operación. Pero, contra todo pronóstico, se restableció.
Cuando le dieron el alta, mi madre estaba muy débil. La ropa le colgaba en un cuerpo empequeñecido y vuelto a la infancia. Caminaba con lentitud deteniéndose entre un paso y otro como si tuviera que reflexionar sobre un asunto de importancia. Preocupado por su bienestar, mi padre nos llevó a la casa de la sierra.
Mediaba el mes de mayo y los jacintos habían florecido. Un gato dormía la siesta en el columpio del porche que papá había sacado de la caseta de las herramientas el día anterior cuando, sin decirnos adónde iba, se acercó a la sierra para abrir las ventanas, colocar los muebles del jardín y sacudirla de ese aire de abandono que tienen todas las casas que llevan muchos meses cerradas. Fue bajarse del coche mamá, aspirar la fragancia de los jazmines que le dieron la bienvenida y parecer que revivía su maltrecha salud.
A mí se me cortó la respiración cuando vislumbré al otro lado del seto la silueta del tejado de la casa de mi amiga de la infancia. Por un momento quise ser de nuevo la niña despreocupada que intercambiaba los vestidos y los zapatos con Sofía con la ilusión de convertirse en una más de su ruidosa familia. Corrí hasta el porche para alcanzar a mi madre, que subía con lentitud sus escalones del brazo de mi padre, deseosa por dejar atrás los recuerdos que me reprochaban mi presente.
Los días siguientes intenté que mi atención y mis pensamientos no se detuvieran sino en los cuidados de mi madre convaleciente. Apagué el móvil para que no me torturaran las quince llamadas diarias de Alfonso y, con el canto de una cigarra de fondo, acallaba mi dolor con charlas insulsas mantenidas con mis padres. No sabía qué iba a hacer cuando mi madre dejase de necesitarme. Había días que me decía que no podía volver con él, que lo que había llamado amor solo era una relación dañina que acabaría destruyéndome. Pero, en otras ocasiones, me creía incapaz de seguir adelante si lo perdía. Tampoco me atrevía a hablar de ello con mis padres. Conocía la animadversión que les inspiraba Alfonso y temía que me hicieran daño con sus reproches. Además, hubiese sido despiadado por mi parte abrumar a mi madre con mis problemas sin tener en cuenta su fragilidad. Por tanto, dejaba pasar el tiempo sin resolver mis incertidumbres.
Una tarde que mi padre se llevó a mi madre a dar una vuelta en el coche, me senté en el jardín a leer una novela. La brisa tocaba con sus finos dedos las ramas de los árboles, que se susurraban secretos unos a otros. Las voces de unos niños al otro lado del seto me hicieron creer que volvía al pasado. Me asomé por encima de las arizónicas y vi dos niñas de unos cuatro años que jugaban entre las margaritas que crecían salvajes en el césped. Me quedé contemplando cómo ensartaban las florecillas formando guirnaldas y se adornaban con ellas el pelo. Sus risas me hicieron recordar lo fugaz que es la felicidad. Una lágrima rodó por mi mejilla que fue seguida por otra para que no se sintiera sola. Se me empañó la vista y desaparecieron las niñas. En su lugar volví a ver a Sofía rodeada de sus siete hermanos, peleándose con éste, riéndose con aquélla. Cerré los ojos esperando que, al abrirlos, desaparecieran los años que me separaban de la infancia y me dejé mecer por el sonido limpio de las voces de las niñas.
—¡Yolanda! —Oí que me llamaban.
Abrí los ojos y me encontré con los de Sofía.
—¿Has visto a mis gemelitas?
Una amplia sonrisa se dibujó en sus labios. Las tomó de la mano y las acercó al seto.
—Ésta es Sofía —dijo besando a una de las niñas—. Y ésta es Yolanda—añadió guiñándome un ojo.
Como años antes, salté el seto sujetándome a la rama del cedro que, con el paso del tiempo, estaba aún más frondoso. Nos sentamos en los escalones que conducían a la terraza y, mientras las niñas volvían a sus juegos, permanecimos sin hablar contemplándolas.
Fue Sofía la primera en romper el silencio.
—Míralas, mira cómo juegan. A mí me encanta contemplarlas y ver cómo aún no las ha decepcionado la vida. Todavía son capaces de imaginar que un puñado de margaritas tocado por sus manos se puede convertir en piedras preciosas o que, si se intercambian el vestido y los zapatos, se transforma la una en la otra. ¡Ójala pudiera protegerlas de sí mismas!
Mientras hablaba, le daba vueltas sobre su tallo a un geranio que había cortado de una maceta colocada en un extremo del escalón. Se la llevó a los labios y, después de una pausa apenas perceptible, continuó hablando:
—Mi marido no quería hijos. Durante tres años trató de convencerme de que los niños no eran para nosotros; que éramos diferentes a los demás, especiales. Solo nosotros sabíamos disfrutar de la vida. Yo quería creerlo. Él era más sabio que yo. Admiraba su inteligencia, su saber estar, y acallaba la pena que me iba invadiendo por dentro. Pero me quedé embarazada y fue tal mi alegría que me olvidé de él
Hizo otra pausa y se retiró un mechón que le caía sobre la frente. Puse mi mano sobre el hombro, como solía hacer mi madre cuando, siendo yo niña, me alentaba a desahogar el corazón.
—Se lo tomó como una traición. No me perdonó y se negó a reconocerlas como suyas. Al mes de comunicarle la noticia, dictaminó que lo nuestro había terminado y se fue. Cuando nacieron las niñas, lo llamé pero ni siquiera fue a vernos. Mandó un ramo de veinticuatro rosas rojas y un cheque con una cifra descomunal. Quise devolverlos pero mi hermano Luis me obligó a aceptarlos. Por las niñas, dijo, para ayudarlas a tener un futuro. Cada cumpleaños, llega el mismo ramo y el mismo cheque, como si así cumpliera con sus deberes de padre.
Pensé que ya había terminado de hablar y apoyé mi cabeza en su hombro, mientras pasaba por mi mente el recuerdo de mi vida con Alfonso. Su voz borró la imagen de mi amante:
—Creí que lo había olvidado. Creí que lo había olvidado, Yolanda. Pero no. Hace unos días lo vi de nuevo. Él no me vio a mí. Estaba en una cafetería con una mujer joven y tenía en sus rodillas un niño pequeño, casi un bebé, al que prodigaba de besos y caricias. Se me partió el corazón. ¿Cómo explicártelo? Él no hacía más que decir que no quería hijos pero era conmigo con quien no quería tenerlos.
Le acaricié la mejilla y le señalé a sus hijas, como ella había hecho unos minutos antes.
—Mira a tus hijas, míralas. Son como fuimos nosotras; con los mismos sueños y las mismas ilusiones. Tienen ante sí un largo camino para hacerlos realidad. Juntas velaremos para que nadie las aparte del mismo como hicieron con las niñas que fuimos. Y ellas nos salvarán de nuestros errores.
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