El verano que finalicé mis estudios en el colegio, sufrí el castigo de un tedioso mes de julio en casa de mis abuelos por comprarme una Vespa de segunda mano con el dinero del viaje de fin de curso. Mi padre me desterró a un pueblo que no merecía tal nombre privándome de disfrutar, como mis hermanos, de unas estupendas vacaciones en la casa que mis tíos tenían en Sevilla. Imáginense el panorama: apenas cuatro o cinco casas desperdigadas a lo largo de la costa, una iglesia, un bar, el cuartel de la guardia civil, la escuela y un colmado, como llamaban al chozo donde lo mismo se podía comprar una hogaza de pan que unas gafas para bucear. Es cierto que a unos kilómetros de allí habían construido una urbanización que en los meses de julio y agosto se llenaba de veraneantes. Pero, por alguna razón que desconozco sus habitantes no se mezclaban con la gente del pueblo salvo alguna vez en el colmado o los domingos en la iglesia. O en la playa, claro.
Ya pueden figurarse, queridos lectores, las pocas diversiones que podía encontrar un chico de dieciocho años como yo en aquel pueblucho de mala muerte en el que solo conocía a mis abuelos y a unos cuantos vecinos tan viejos como ellos. Mi único entretenimiento era coger la bicicleta y pedalear hasta la playa, donde mataba las horas rumiando mi rabia entre chapuzón y chapuzón por estar tan lejos de Sevilla con mis hermanos y mis primos.
Encontré entre las cosas viejas de mi padre unas cuantas novelas de Verne y Salgari que llevaba conmigo para hacer más amenas las largas horas estivales. Pero ni las aventuras del capitán Nemo ni las del Príncipe de Malasia conseguían sacudirme del tedio que me envolvía. De vez en cuando dejaba pasear la vista por la playa. Aquí y allá veía familias que hacían del lugar que ocupaban sus toallas un territorio privado. Al principio todas me parecían idénticas: matrimonios con cuatro o cinco mocosos de corta edad que correteaban por la arena salpicando de agua salada a la gente pacífica que descansaba en su hamaca. Pero, con el paso de los días, los veraneantes fueron adquiriendo personalidad propia: los tres hermanos que recogían caracolas a la orilla del mar, la niña a la que le daban miedo las olas y se paseaba con un cubo, la madre que leía revistas de cotilleo sin hacer caso de su hijos, el señor con bigote y pelo engominado que se mojaba los pies en el mar y luego pasaba la mañana entera escuchando un transistor chillón... Y la loca.
En un rincón apartado de la playa, extendía su toalla y la llenaba de viejos cachivaches. No podría decir si era vieja o joven. Sus ojos se plegaban en mil arrugas pero, cuando reía, su risa era la de una niña. Tenía tres vestidos iguales: uno amarillo limón, otro rosa pastel y otro color lila. Vestidos de muñeca que recogían su pecho en un canesú y luego caían sueltos hasta la rodilla donde terminaban en un volante bordeado con una puntilla. Tocaba su cabeza con un sombrero de paja del que colgaba un lazo que hacía juego con el vestido de turno. Permanecía la mañana entera contemplando a los niños que jugaban en la playa. Soltaba sonoras carcajadas cuando los oía reír y se deshacía en sollozos si los oía llorar. Todo el mundo decía que estaba loca pero hoy tengo la sospecha de que se trataba de una pobre retrasada.
Mi abuela contaba que vivía sola en una casa a las afueras del pueblo desde que muriera su madre dos años antes. No tenía otros recursos que lo que le daban las vecinas, que, compadecidas de ella, se turnaban para llevarle comida. Con frecuencia se la veía andando sola por el pueblo pero no parecía sentirse desgraciada ni aislada. Al contrario. Su rostro solía mostrar a menudo una amplia sonrisa y en sus paseos no era raro oírla cantar las canciones que se oían entonces por la radio.
Se llamaba Inmaculada pero para todos era Inma la loca.
Cada mañana me la encontraba de camino a la playa con su andar patoso o parsimonioso que a mí, joven impaciente, me desesperaba. Cruzaba de un lado a otro del sendero y, justo cuando iba a adelantarla con la bicicleta, se detenía de repente en medio del camino para cortar una flor, coger una piedra, un trozo de cristal o cualquier otra porquería del suelo que llamase su atención. Me llevé más de un rapapolvo de la gente del pueblo por recompensarla con mis gritos e improperios después de que me obligase a frenar bruscamente o a torcer el manillar para evitar atropellarla. Nadie de aquellos parajes consentía que se tratase a Inma la loca con rudeza. La pobre mujer era mimada por todos como si fuese una mascota. No la consideraban una persona igual que ellos, pero era su Inma, su loca, y ningún forastero como yo tenía derecho a hacerla daño.
Otra cosa eran los veraneantes de la urbanización. No había que ser muy avispado para darse cuenta del miedo que les suscitaba; para ver cómo la rehuían. Ella de alguna manera también debía de intuir aquel miedo a pesar de sus escasas luces pues, cuando iba a la playa, buscaba lugares alejados de la gente que no era del pueblo.
Inma parecía estar en todas partes. Me la encontraba allí dondequiera que fuera: en el colmado, en la iglesia, sentada en un rincón del bar mientras los viejos jugaban al dominó, con las mujeres que se sentaban al caer la tarde al fresco para coser y ver pasar las parejas de novios… Al principio, su presencia constante me fastidiaba: era verla y darme media vuelta. Doblaba una esquina tras otra para esquivarla. Pero, con el tiempo, me acostumbré a toparme con ella en mi camino como me acostumbré a ver el molino de harina, la encina partida en dos por un rayo o los chamizos donde se guardaba el heno.
Cuando la acusaron de aquello, el pueblo entero salió en su defensa contra los veraneantes de la urbanización. Entre quienes la conocían desde niña, nadie creyó las acusaciones que vertieron contra ella. Pero yo tenía mis dudas. Cuando mi abuela decía que la loca era inofensiva, que era incapaz de hacer daño a nadie, me venía a la mente su mirada ansiosa siempre que veía algún animalillo.
Y es que a Inma la loca le encantaba todo lo pequeño. Tenía un talento especial para encontrar cachorrillos y animales recién nacidos que mecía en sus brazos como si fueran bebés. A menudo se colaba en los gallineros y corría tras los polluelos para luego recogerlos en el vuelo de su vestido. Su casa era el refugio de gorriones, gatitos o perros callejeros, a los que expulsaba de su paraíso tan pronto como crecían y abandonaban su apariencia de personaje de Disney.
Ya he contado que pasaba las mañanas en la playa atenta a los juegos de los niños. Desde mi punto de observación la veía reírse mostrando sus dientes mellados y batir las palmas cuando alguno de ellos coronaba un castillo de arena o chapoteaba en el agua. Alguna vez hacía ademán de aproximarse a ellos pero siempre la recibía el gesto hostil de algún padre o de una madre que tomaba a su hijo de la mano y lo llevaba lo más lejos posible de la loca.
El domingo que desapareció aquella niña, la playa estaba abarrotada de gente. Era un día de finales de julio, si no recuerdo mal, en el que el termómetro se había disparado hasta alcanzar temperaturas que sobrepasaban los cuarenta grados. Inma pareció asustarse cuando llegó y vio aquella multitud. Anduvo dando vueltas en busca de un claro donde arrojar sus bártulos. Después de ir y venir arriba y abajo por la playa, dejó sus cosas en un lugar apartado ya cerca de la carretera desde donde no debía de poder divisar nada de lo que ocurría más allá de unos cuantos metros. Tras un rato de estirar el cuello y girar varias veces la cabeza intentando contemplar el panorama, abandonó su toalla y se encaminó a la orilla.
A pocos metros de donde rompían las olas, cuatro niños de entre tres y seis años construían caminos en la arena con unos cubos y unas palas de plástico. Inma la loca se sentó cerca de ellos para poder ver cómo iban surgiendo pequeñas obras de ingeniería. Su rostro reflejaba una enorme felicidad. A medida que avanzaba la mañana y aparecían nuevas construcciones de arena, la mujer se aproximaba más y más a los niños. Nadie más que yo parecía darse cuenta de aquel acercamiento y, poco antes de que el sol llegara al punto más alto del cielo, ya estaba jugando con ellos, uniéndose a sus risas, a sus charlas infantiles.
El calor de la mañana se hacía más y más agobiante. Me era imposible concentrarme en la lectura así que, de tanto en tanto, corría hacia el mar, me zambullía en el agua y permanecía en remojo cada vez más tiempo. A la vuelta de uno de mis baños, encontré un grupo de gente arremolinada en torno a una joven que estaba llorando. Le pregunté a una señora entrada en años por lo sucedido. Había desaparecido una niña de cuatro años, dijo, una niña que había estado jugando en la arena con los otros pequeños. Aturdido por la noticia, no sabía si quedarme a consolar a la madre o salir en su búsqueda. Todavía andaba indeciso cuando vi un grupo de hombres que volvía de recorrer la playa sin haber dado con la chiquilla. La madre estaba al borde de la histeria. Miré a mi alrededor buscando a Inma la loca pero también había desaparecido.
Juro que cuando le dije a aquel hombre que había visto a Inma la loca con los niños que jugaban en la orilla no era mi intención acusarla de nada. Juro que tan solo quería que la pobre mujer nos diera alguna pista sobre la pequeña. Pero el hombre dio la voz de alarma y, antes de que pudiera percatarme de lo sucedido, ya se había formado un enjambre de buscadores furiosos que corrían hacia la casa de la loca.
Vivía Inma en una casa a las afueras del pueblo con un patio repleto de trastos viejos y animales de todo pelaje y pluma. No esperaron a que les abriera la puerta después de aporrearla hasta casi echarla abajo. Unos rodearon la casa mientras que otros entraron por las ventanas bajas, que siempre permanecían abiertas.
Los encontraron en el patio trasero sentados en el suelo. La pequeñuela tenía los morros embadurnados de una sustancia rojiza que parecía sangre. Resultó ser mermelada de fresa aunque, en un primer momento, contribuyó a aumentar el clima de terror y ansiedad que se había apoderado de aquellos hombres. Y, no obstante, la niña no parecía asustada: sus risas se oían desde la calle. Cuando llegamos estaba jugando con gatito blanco y negro que ronroneaba en su regazo. Su padre, al verla, la cogió en brazos dejando caer al animalucho mientras la madre, que venía detrás, se deshacía en llanto y abrumaba a Inma con gritos e insultos. La niña, al ver a su madre en aquel estado, rompió a llorar desconsoladamente y, contagiada por él, Inma empezó a dar tales alaridos, que creí que me iban a estallar los tímpanos. Unos hombres la rodearon y se la quisieron llevar con ellos sin que sirvieran de nada las protestas de los vecinos del pueblo, que habían llegado al oír los gritos, y tiraban del brazo de la mujer para evitar que fuera arrastrada por las calles
Ese fue el comienzo del juicio sin juez al que se sometió a Inma la loca y en el que fue condenada sin ser oída.
La encerraron en su casa bajo la custodia de dos mujeres de la urbanización por no fiarse de la gente del pueblo. Durante una semana, se oyeron desde la calle los gritos de la loca que no comprendía por qué no la dejaban salir. Por el pueblo corrían intensas discusiones entre quienes defendían su inocencia y los que se aferraban a su culpabilidad. ¿Quién podía asegurar que no volvería a secuestrar a un niño, que no le causaría algún daño? Hoy, casi cincuenta años después, todavía me avergüenzo cuando recuerdo las disputas que mantuve con mi abuelo a cuenta de Inma la loca. Disputas motivadas más por el gusto de discutir que por estar convencido de que la mujer constituyera un peligro para los niños, como decían los veraneantes de la urbanización. Mi abuela no participaba nunca en nuestras riñas pero cuando, nos quedábamos solos, me miraba con pena. Ella creía a Inma la loca incapaz de hacer mal alguno a un niño y protestaba enérgicamente cuando le insistía en el peligro que había corrido la pequeña en su compañía.
Mientras unos y otros se enfrentaban en enconadas discusiones, los padres de la niña amenazaban al alcalde con denunciar al pueblo ante el gobernador si no ponía a buen recaudo a la loca. Ignoro hasta qué punto fueron ciertos los rumores que corrieron después. Se dijo que el buen hombre andaba esperando un nombramiento político en la capital y, para evitar el escándalo, había accedido a encerrar a Inma en un asilo o manicomio, que venía a ser lo mismo en aquellos años.
El día que se la llevaron se congregaron uno y otro bando ante la puerta de su casa. Me parece que aún puedo oír los gritos y abucheos de unos y otros cuando un Seat mil quinientos negro con los asientos rojos aparcó junto a la cerca. Dos hombres con una bata blanca y una mujer de paisano se bajaron del vehículo y entraron en la casa. No sé cuánto tiempo estuvieron dentro ni lo que sucedió entretanto. Cuando se volvió a abrir la puerta, la multitud se adelantó para ver mejor la salida de la loca. Los primeros en aparecer fueron los hombres de la bata blanca. Detrás venía la mujer con Inma del brazo, que se dejaba conducir y mantenía los ojos bajos. De repente, la niña causante involuntario de su desgracia se soltó de la mano de su madre y, antes de que nadie pudiera reaccionar, salió corriendo hacia Inma. La loca, al verla, desplegó una radiante sonrisa. Se arrodilló junto a ella y dejó que la pequeña le rodease su cuello en un abrazo. Lo último que recuerdo es a la madre llevándose la niña de la mano, el coche desapareciendo por la carretera que llevaba a la ciudad, las lágrimas deslizándose por las mejillas de mi abuela y la culpa.
Y la culpa. La culpa que, como un afilado cuchillo, atravesó mis entrañas y allí se quedó clavada para siempre.
*Imágenes: Obra de Sally Swatland.
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