BLANCA
Se sentó en la silla que le trajo la enfermera, con las piernas y los tobillos muy juntos, la espalda erguida; en una postura que a ella misma le pareció demasiado envarada. Luego, puso el bolso sobre las rodillas y entrelazó los dedos alrededor del asa pero, al verse reflejada en el cristal de la ventana, cruzó las piernas y dejó el bolso rápidamente en el suelo: su imagen le había recordado a su madre, cuando, siendo niña, la llevaba de visita a casa de los abuelos paternos y quería demostrarles que tenía más clase que ellos.
—Háblele —le había dicho la enfermera antes de salir de la habitación y cerrar la puerta —. Cuéntele algo bonito, con cariño. Le hará bien oír su voz.
Pero Blanca no sabía qué decir y permaneció en silencio.
El hombre parecía dormido. Su respiración era irregular, como si lo atormentase una pesadilla. ¿Quién podía saber si su alma le suscitaba sueños evocadores de su vida anterior?
Blanca lo contemplaba con curiosa atención. No era lo que consideraba un hombre bien parecido: la nariz recta pero demasiado larga, la frente ancha sugería una incipiente calvicie oculta bajo los vendajes que le cubrían la cabeza; los labios muy finos parecían mostrar una media sonrisa sarcástica. Y, sin embargo, a Blanca le gustaba. Sin que interviniese su voluntad, siguió con el dedo índice la línea de su perfil. Por el rabillo del ojo creyó ver el aleteo de sus párpados y, asustada, escondió la mano bajo su pierna como una niña cogida en falta. Respiró hondo cuando se percató de que el hombre seguía durmiendo riéndose de su absurdo miedo. ¿Cómo iba a despertar? Echó un vistazo al reloj. Se le estaba haciendo tarde y aún tenía que ir a casa de su madre. No esperó mucho tiempo. Se levantó de la silla y se fue con la intención de no regresar más.
LUIS
Tu nombre es Luis y nos conocimos hace tres años, en el mes de agosto.
Nueve meses antes mi madre había sufrido un ictus y en ese tiempo se podían contar con los dedos de la mano las noches que había logrado dormir más de tres horas seguidas. Primero fue el miedo a que no lo superara, luego, contemplarla tan débil e indefensa en el hospital. Se me rompía el corazón verla convertida en una niña, necesitaba de ayuda para las tareas más sencillas. Ella, siempre tan orgullosa e independiente, estaba a merced de los demás exponiendo su intimidad sin que de nada le valiera su alto sentido del decoro y del pudor. Pero, si difícil fue mientras estuvo en el hospital, nos pareció imposible enfrentarnos a la vida juntas cuando la dieron de alta. Por un tiempo, me trasladé a su casa y me hice cargo de su cuidado. No fue nada agradable para ninguna. Las dos somos duras de carácter y poco dadas a mostrarnos indulgentes con las faltas de la otra. Así que nos zarandeábamos la una a la otra con palabras más y más despiadadas.
No pienses que me sentía orgullosa con mi modo de proceder. Pasaba de la cólera a la culpa sin transición alguna. Me carcomía la conciencia reprochándome mi crueldad y rebuscando en la memoria todos los momentos en los que había sido injusta con mi madre. Me remontaba a mi primera infancia, después de que falleciera mi padre, del que no guardo recuerdo sino el de una tarde que montamos juntos en un caballito de mar de un tiovivo. Después, era tal el dolor que me causaba mi falta de compasión que acababa arrodillándome a sus pies suplicándole su perdón. Así terminamos las dos con los nervios en tensión y agotadas de cuerpo y espíritu.
Mi querida madre, mucho más lista que yo al fin y al cabo, se dio cuenta de que, por aquel camino, solo nos esperaba la locura, si es que no estábamos ya algo trastornadas. Así que me envió a una casita que teníamos en la playa con la excusa de buscar un comprador. Ella, decía, ya no iba a poder disfrutar de los baños de mar y, en cuanto a mí, estaba claro que tampoco tenía intención de encerrarme en aquel cuchitril por muy bellas vistas al malecón que tuviera. De modo que imagínate. Sin dejar de lado su malhumor habitual, me ordenó que hiciera las maletas, que me fuera sin demora y no regresase en tanto no hubiera vendido la casa.
Es curioso cómo, sin ella quererlo, mi madre me puso en camino de encontrarte.
Recuerdo muy bien mi llegada al pueblecito costero donde teníamos la casa. Era a principios de agosto pero el otoño parecía haberse adelantado. Al bajar del tren, me dio la bienvenida una lluvia muy fina que teñía de gris el paisaje. Los jazmines agachaban la cabeza buscando resguardarse del agua que nos regalaba el cielo y, sin embargo, nunca desprendieron una fragancia más dulce, como si quisieran anunciarme tu presencia. Las calles estaban desiertas y el silencio de la siesta solo lo rompía de cuando en cuando el paso de algún coche despistado.
Mientras caminaba bajo los soportales para protegerme del aguacero que enseguida se desencadenó, me parecía ver a lo lejos a la niña que en otro tiempo fui jugando a la comba junto al quiosco de música donde el tío Manel solía tocar canciones de los Beatles con su trompeta. Mi ánimo se fue impregnando de tristeza. Me acordé de mi madre, sola en la ciudad, y por primera vez desde que sufrió el ictus, comprendí el esfuerzo que debía de estar haciendo para despedirse de la mujer que había sido hasta entonces; que la venta de la casa suponía para ella mucho más que desprenderse de un lugar donde pasar los días más calurosos del verano: era despojarse de un trozo más de sí misma.
Los días que siguieron, no mejoró el tiempo ni tampoco se disipó la sensación de soledad y añoranza que me embargaba. Pasaba las horas muertas en casa esperando a los posibles vendedores que la agencia inmobiliaria se había comprometido en enviarme. Encontré un viejo álbum de fotos de la época en que aún vivía mi padre; cuando aún éramos una familia y creíamos que la felicidad era algo que nos correspondía por ser nosotros. Ahora que lo pienso aquellas fueron las últimas fotografías que me hice con mi madre. Después, estuvimos demasiado ocupadas para retratarnos juntas.
BLANCA
Era lunes y Blanca apenas podía concentrarse en el trabajo. Estuvo toda la mañana pendiente del reloj, tratando de olvidar al hombre que yacía en la cama del hospital. Su madre la llamó cinco veces pero no solo no atendió las llamadas sino que acabó apagando el móvil. Ya se le ocurriría alguna excusa cuando la viera. No se sentía con fuerzas para oír sus continuas quejas acerca de la mujer que la cuidaba. Como de costumbre, comió sola en el parque a dos manzanas del bufete de abogados en el que trabajaba. No fue capaz de masticar el primer bocado del sándwich vegetal por lo que bebió un sorbo de zumo de naranja que, ya tibio, le pareció amarga medicina. No comió más que un trozo o dos. Metió las sobras en una bolsa de plástico que tiró a la papelera con una mueca de repugnancia. Un perro vagabundo estuvo husmeando y sacó el paquete del cesto. La joven sintió asco. Hizo un amago de aproximarse para impedírselo pero lo pensó mejor y se dio media vuelta como si no tuviera nada que ver con ella. Después se dirigió a la entrada del parque y enfiló la calle que llevaba al hospital.
Cuando llegó, eludió a la recepcionista, temiendo que, como cada tarde, la acosase para que rellenase la ficha del hombre. Se tapó la cara con un mechón de su cabello con la esperanza de pasar inadvertida y cruzó el vestíbulo hacia el pasillo que conducía a las habitaciones. Pero antes de llegar a su destino, la abordó la médico de planta.
—Tengo buenas noticias para usted —le dijo—. Su novio ha despertado.
Blanca se sobresaltó.
—¡Oh! No se entusiasme, que no lo va a encontrar dicharachero ni nada por el estilo. Está confuso y no recuerda casi nada. Pero que haya despertado ya es un gran avance.
—¿Qué quiere decir con que no recuerda casi nada?
—Verá. Como le digo, todavía está muy confuso. No se acuerda de lo que sucedió y tiene una idea vaga de quién es. Pero se ha puesto muy contento cuando le hemos dicho que venía usted. ¿Cómo no? —la médico, una mujer que rondaba los sesenta, sonrió—. Aunque le cueste recordarla, le vendrá bien recibir un poco del amor de su novia.
Blanca estaba demasiado aturdida para responderla.
—¿No recuerda nada? —repitió entre perpleja y aturdida.
La doctora puso cara de circunstancias y asintió.
—Pero será algo pasajero, ¿no?
—No se sabe. Su cerebro no está dañado por lo que la amnesia es debida al trauma psicológico que le produjo el atraco. Es lo que se llama una amnesia disociativa. No es muy frecuente. Puede desaparecer de manera espontánea o tras recibir psicoterapia. O no. No me atrevo a decirle más con seguridad.
—Entonces ¿no se va a curar pronto?
—Ya le digo que no puedo decírselo. Puede que tarde semanas, meses, años...
—¿O nunca?
—No lo creo, pero podría ser.
Blanca la miró fijamente y volvió a preguntar.
—¿Podría ser entonces? Quiero decir que no recuerde nunca quién es.
—No lo creo. Sería muy raro, ya le digo.
—¿Pero podría ser? —insistió nerviosa.
—Podría ser, claro, pero no puedo asegurarlo; ni precisar cuándo ni cómo recuperará la memoria, si es que lo hace. Es como si un manto de niebla cubriese su mente. Háblele, cuéntele cosas, sea usted quien lo ayude a levantar el manto de niebla.
Como si quisiera dejar zanjada la cuestión, la médico echó a andar a paso rápido por el pasillo. Blanca la siguió hasta la habitación sin decir nada. El hombre se veía más pálido que cuando estaba inconsciente. A la joven ya no le pareció tan atractivo.
—Mire a quien le traigo —le anunció la médico con el tono festivo del que quiere dar una sorpresa a un niño.
El hombre las miró entrecerrando los ojos sin que nada en su gesto delatara que la hubiera reconocido.
—Los dejo solos, que tendrán mucho de qué hablar —sin abandonar el tono desenfadado, la médico le guiñó un ojo antes de salir —. No lo fatigue mucho, Blanca.
LUIS
A la caída de la tarde, las nubes se disipaban y dejaban a un sol en declive el privilegio de despedir el día. Aprovechaba la tregua que nos concedía la lluvia para dar una vuelta por el paseo marítimo como una turista más. Creía que, si me confundía entre la gente, se disolvería mi tristeza y me contagiaría de su regocijo. Pero cuanto mayor era la alegría que me rodeaba más grande era la desdicha que sentía.
Una de estas tardes, abrumada por cientos de pensamientos morbosos, rompí a llorar en mitad de la gente que, por ser domingo, abarrotaba el paseo. Avergonzada, salí corriendo y me oculté tras la tapia del cementerio. Debajo de un roble había un banco que estaba aún muy mojado con la lluvia caída durante la mañana. Me derrumbé sobre él abrumada de autocompasión sin importarme estropear mi vestido. Escondí el rostro entre las manos y me dejé llevar por el llanto. No puedo decirte si lloraba por mí o por mi madre; por la niña que fui o por la mujer que era; por quien quise ser un día o por quien me había convertido. Ignoro también cuánto tiempo estuve en aquel banco lamentándome de la vida que me había tocado en suerte, de las ilusiones perdidas.
Una mano se posó en mi hombro. Levanté la cabeza sobresaltada y me encontré con tu mirada tierna y compasiva. La vergüenza por ver expuesto mi dolor ante un extraño, cortó mi llanto aunque de cuando en cuando se me escapaba del pecho algún sollozo. Pensaste, me contaste más tarde, que lloraba por algún ser querido recientemente fallecido. ¿Qué tenía de extraño tal pensamiento si me habías encontrado tras la tapia del cementerio? Acababas de acompañar a un amigo en el entierro de su padre y traías la impresión del misterio de la muerte prendido en la punta de las pestañas. Te pusiste de cuclillas delante de mí y me tendiste un pañuelo de hilo blanco con una L y una C bordadas en color gris perla y entrelazadas. ¿Cuándo había sido la última que alguien me había ofrecido un pañuelo de tela para secar mis lágrimas? Ni lo supe entonces ni lo sé ahora, amor mío. Lo que sí sé es que me emocioné tanto que no me atreví a cogerlo, de manera que fuiste tú mismo el que enjugaste mis ojos mientras tratabas de tranquilizarme con palabras de consuelo. Me dejé envolver por el aroma que desprendía el pañuelo, un aroma a vainilla, tu aroma que luego conocería tan bien, y que me trajo la paz que necesitaba mi espíritu.
La noche empezaba a caer y una brisa fresca venida del mar me hizo estremecer. Desenlazaste las mangas del jersey que llevabas anudado al cuello y cubriste mis hombros desnudos. Ningún abrazo recibido antes me consoló tanto como la suave caricia del algodón sobre mi piel. Volví a estremecerme. Esta vez no de frío sino de placer.
Me invitaste a buscar un lugar a resguardo de la noche donde poder entrar en calor. Te seguí confiada por unas calles que no conocía pero, yo, que de habitual soy asustadiza, no tuve miedo, como si no fueras un desconocido. Y eso que no sabía que me estabas reservado. Entramos en un bar de pescadores donde todos te llamaban por tu nombre. A punto estuve de retroceder y marcharme al percatarme de las miradas recelosas que suscitó mi llegada. El fuerte olor a pescado tampoco invitaba a quedarse. Pero recordé que iba contigo y deseché al momento todas mis suspicacias.
El dueño del bar nos condujo hasta una mesa apartada de los demás parroquianos. Mientras saboreábamos un café amargo y espeso, me contaste que habías sido pintor pero que, hacía tiempo que habías perdido la inspiración. El otoño anterior habías expuesto una colección de quince pinturas de pequeño tamaño sobre La Odisea de Homero. Me contaste que habías invertido en ella siete años de tu vida. Siete años en los que no habías salido de tu estudio más que para ir a la biblioteca para documentarte. Eres muy perfeccionista y, por cada pincelada que te dejaban satisfecho, había dieciséis que te descorazonaban. Aun así, y a pesar de tu enorme autoexigencia, cuando al fin terminaste tu obra, creíste que habías creado algo grande. Todavía te costaron casi tres años persuadir a un galerista de que organizara una exposición. Ofrecías hacerte cargo de los gastos, a ceder buena parte de tus derechos pero no encontrabas a nadie dispuesto a creer en ti. A pesar de todo, nunca caías en el desaliento.
Fueron las críticas despiadadas de un reputado experto en arte al que admirabas las que hicieron añicos tus ilusiones, me dijiste. Te tachó de banal, de poco original, de querer imitar a Delacroix cuando hacía dos siglos que había muerto su pintura.
No supiste asimilar las críticas y te derrumbaste. Un colapso nervioso te paralizó. Tantos años sin vivir más que para tu obra y en un momento el hombre que mejor podía apreciarla proclamaba en la revista de arte más influyente que no valía nada. El esfuerzo realizado en los siete años que dedicaste a culminar tu sueño te había dejado exhausto. No habías vivido para nada más y, cuando llegaste a la meta, con las fuerzas agotadas, la apartaban como si no fuese sino basura. Te sentiste con las manos vacías y no supiste cómo retomar tu vida.
Volviste a encerrarte en tu estudio con tus cuadros pero esta vez no para pintar. Te sentabas ante ellos y te parecía que cobraban vida. Mantenías conversaciones disparatadas con Ulises y Telémaco culpándolos de tu fracaso. De día en día ibas enloqueciendo. Y una noche, de la que no conservas recuerdo, te levantaste de la cama y destruiste con un cuchillo una a una las pinturas a las que habías sacrificado tu juventud.
Al día siguiente, cuando viste lo que habías hecho, te asustaste. Dejaste la ciudad y te fuiste al pueblecito en el que te encontré con la esperanza de recomponer los pedazos de ti mismo.
Puedes imaginar lo mucho que me impresionó tu historia y lo trivial que me parecieron mis miserias. Te miraba y no veía a un hombre fracasado, como te empeñabas en calificarte, sino a un genio incomprendido. Intuía tu grandeza tras aquel acto tan rotundo y definitivo: la destrucción de tu obra. ¿Qué importancia tenía que me sintiera frustrada por tener que atender a una madre de carácter insoportable que dependía de mí? ¿Qué importancia tenían mis desdichas si existían hombres como tú? ¿Si existías tú?
No creas que me enamoré de ti aquella noche. No. Pero faltó poco.
Pasamos lo que quedaba de noche hablando junto al acantilado. Y, poco antes de romper el alba, me acompañaste a mi casa. No quisiste entrar, como un caballero de otros tiempos que guarda la virtud de su dama. Dejaste un leve beso en mis labios y yo te devolví el jersey que aún llevaba sobre mis hombros. Me sentía como si estuviera en un sueño y se me olvidó darte el pañuelo de hilo blanco con tus iniciales. Después dormí con él bajo mi almohada arrullada con el aroma a vainilla que desprendía, tu aroma.
BLANCA
El lunes no pudo ir a visitarlo. Por enésima vez, hubo de mediar entre su madre y Juanita, la mujer colombiana que la atendía desde hacía tres meses. Ya era la quinta que Blanca contrataba en cuatro años.
Nunca había sido fácil relacionarse con la anciana. A la joven la había atormentado desde muy niña con sus accesos de cólera cuando las cosas no salían como ella quería. Poco importaba que su hija no tuviera culpa; que sus acusaciones fueran injustas: cualquier nadería soliviantaba su ira. Se plantaba frente a ella apretando los dientes y los puños. Su rostro pasaba en unos minutos del rojo al morado y del morado al blanco antes de estallar en gritos e improperios que contradecían su afán por mostrar su exquisita educación a todo el mundo. Pero, en los últimos años, su temperamento se había agriado aún más.
Aquella tarde no fue muy distinta de otras en las que había tenido que aplacar a su madre y sobornar a Juanita con aumentos de sueldos y tardes libres. La anciana había acusado a la cuidadora de robarle un aderezo de pendientes, collar y sortija que, decía, le había regalado su marido en un aniversario de bodas. De poco le servía a Blanca recordarle que el conjunto de joyas había terminado en el Monte de Piedad hacía muchos años.
—Harías cualquier cosa por molestar a tu madre —le había reprochado—. Hasta ponerte de parte de una ladrona e inventar mentiras.
—¡No tengo por qué aguantar los insultos de su madre, señorita Blanca! —gritó Juanita—. Me quedo un mes mientras encuentra a una boba que no le importe que la traten como a un felpudo. Pero yo me voy. Ni siquiera por usted me quedo un día más en esta casa.
Blanca trató en vano poner un poco de paz entre las mujeres. Juanita elevaba más y más la voz en tanto su madre gimoteaba como una niña. De vez en cuando volvía la cabeza y sacaba una larga lista de antiguos agravios contra su hija.
—Toda la culpa es tuya —gritaba la anciana también—. Si tuvieras un poco de corazón, hace mucho tiempo que me habrías llevado contigo, a vivir a tu casa; no me habrías dejado aquí sola, con extrañas desalmadas. Si al menos te hubieras casado… Pero ni siquiera para eso vales.
Blanca abrió la boca para replicar pero lo pensó mejor. Si se defendía, lo único que iba a conseguir era enfurecerla más
Ya casi anochecido, Blanca logró que hicieran las paces. Acabaron llorando las tres y pidiéndose perdón entre besos y abrazos.
LUIS
Habíamos quedado en vernos al día siguiente pero no pudo ser. La inmobiliaria, empeñada en fastidiar mis planes, me mandó a tres posibles compradores que me mantuvieron ocupada hasta bien entrada la tarde. Te diré que estuve todo el día nerviosa temiendo que, después de mi plantón, no quisieras a volverme a ver. Pero, por la noche, me llamaste a mi móvil y estuvimos hablando hasta la madrugada.
Las dos semanas siguientes no nos separamos apenas unos instantes. Alquilamos un Escarabajo descapotable color amarillo con el que recorríamos la comarca. Contigo descubrí lugares que no sabía que existieran pese a conocer la región desde niña. Una pequeña iglesia del siglo XI que hacía mucho que nadie visitaba por estar a medio derruir pero que aún conservaba unos frescos maravillosos representando la Asunción de María a los cielos; un caserío en la falda de la montaña con apenas cuatro casas en pie; una alquería a la que fuimos a parar después de quedarnos sin gasolina y cuyo dueño nos obsequió con el más exquisito vaso de leche, delicia de manjar…
Cada momento a tu lado, era distinto. Me hacías creer que era diferente a las demás mujeres pero no en el sentido en el que me había visto a mí misma siempre, alguien anodino que no merecía ser querida por un hombre tan brillante como tú. ¿Qué viste en mí? ¿Me lo puedes decir?
BLANCA
Hacía una semana desde que el hombre había despertado de su sueño cuando una tarde le preguntó:
—¿Te trataba mal?
Blanca no comprendió.
—Te sientas ahí todas las tardes, nunca faltas. Pero, luego, no dices nada. Te quedas callada, como si fuéramos extraños, como si tú tampoco supieras quién soy. ¿Qué clase de novios éramos? ¿Cómo era yo contigo? ¿Cómo era?
Blanca permaneció un momento pensativa dudando; luego le sonrió.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó—. ¿Qué quieres que te cuente?
—Todo. Cuéntame quién era para ti.
Blanca acercó la silla a la cama y, tras unos segundos de silencio, empezó a hablar entre susurros.
—A ver. Tu nombre es Luis y nos conocimos hace tres años, en el mes de agosto...
LUIS
A finales de agosto, hice mi equipaje para regresar a casa. Llevaba mucho tiempo fuera y mi madre no hacía más que reprocharme su soledad. La mujer que entonces la atendía, como todas las que vinieron después, no sabía hacer las cosas como ella quería o, decía, querían aprovecharse de su desvalimiento. Me llamaba a su lado recriminándome su abandono sin recordar que había sido ella la que me había alejado de su lado.
La noche anterior a mi partida me invitaste a cenar a un pequeño restaurante a cincuenta quilómetros del pueblo. Hicimos el viaje acompañados de un denso silencio que se interpuso entre nosotros para impedirnos disfrutar de los últimos momentos que nos quedaban para estar juntos. Tampoco nos fue mejor durante la cena. Un tercer comensal se sentó a nuestra mesa amargándonos la velada: la tristeza. La tristeza, que creía haber dado esquinazo, consiguió que me supiera a arena la exquisita lubina a la sal que elegiste para mí y a tiza el helado de albaricoque con caramelo y virutas de chocolate que pedí de postre. En vano te esforzabas por hacerme reír contándome historias que inventabas para mí.
Viendo que no se disipaba mi aflicción, me llevaste de vuelta a mi casa. Pero antes de llegar al pueblo, detuviste el coche y te bajaste para hablar por teléfono. Luego, cuando arrancaste de nuevo, giraste por una carretera local y condujiste con esa seguridad que tanto me gusta. Te pregunté adónde íbamos y no quisiste contestarme. Tu única respuesta fue un beso en el aire, que hiciste volar mientras me guiñabas un ojo. Mi sorpresa fue inmensa cuando llegamos a nuestro destino: la alquería donde un día nos ofrecieron el vaso de leche más exquisito que he degustado jamás.
No me preguntes cómo convenciste al granjero para que te alquilase una habitación. Su mujer nos guio por un largo pasillo franqueado por paredes cubiertas de platos de cerámica de Sargadelos hasta un dormitorio que olía a madera recién encerada. Una enorme cama cubierta con una colcha adamascada en añil impedía apreciar la belleza de la cómoda de caoba, el único mueble que cabía junto al gran lecho. La habitación parecía tener dos siglos, tan anticuada se veía, y desde hacía dos siglos parecía que nadie había entrado en ella pese al cuidado con que se conservaba. Estaba tan absorta contemplando los bordados geométricos de la tela que me asusté cuando me besaste la nuca y me bajaste los tirantes del vestido. Tu segundo beso me hizo olvidar la belleza de la habitación y el tercero, quién era yo.
Era casi mediodía cuando desperté en tus brazos. La luz anaranjada del sol se filtraba entre las cortinas de encaje. No sé cuánto tiempo estuve contemplándote dormir, conteniendo el deseo de seguir con mi dedo la línea de tu perfil. Enseguida despertaste y volvimos a amarnos hasta que te apremié que me llevaras a casa. Me diste el último beso y prometiste reunirte conmigo en la ciudad unos días más tarde.
BLANCA
Cada tarde le contaba un trocito de la historia de amor entre Luis y Blanca. Se dejaba llevar por la emoción al ver cómo se encendían las pupilas del hombre que la escuchaba y adornaba las frases para hacer crecer su interés. Pronto descubrió que, cuando se retrasaba en sus visitas, lo encontraba irritable. Se encolerizaba porque le molestaban las heridas del cuello, se quejaba de la comida, del trato que le dispensaban las enfermeras o la apremiaba para que lo ayudase a incorporarse en la cama. Pero bastaba con que Blanca empezase a contar su historia, para que cambiase su semblante. Una sonrisa asomaba a sus labios, alargaba el brazo, le tomaba la mano y se la llevaba al pecho, junto al corazón.
Algunas veces, la interrumpía para contarle los planes que había trazado durante las largas horas de la mañana.
—Cuando me dejen salir de este antro —empezaba siempre—, quiero que me lleves directo a mi estudio y descubramos juntos lo que escondía en él.
Al principio, Blanca participaba en los planes con el mismo del hombre. Se quitaban la palabra en cientos de proyectos.
—Tenemos que volver al pueblo y me tienes que enseñar la tapia del cementerio, el bar de pescadores...
—Estoy deseando enseñarte la alquería.
—Antes de Navidad, nos casamos.
Pero, a medida que pasaban los días y se veía acercar el momento del alta, decaía el ánimo de Blanca.
Un día faltó al trabajo y pasó toda la mañana recorriendo tiendas de muebles. No se dio un minuto de descanso hasta que no encontró una cama de matrimonio que pagó a precio de oro para que la llevasen al apartamento en el que vivía.
Otro día lo dedicó a comprar ropa y artículos de perfumería. Volvió loco a un dependiente empeñada en comprar una colonia masculina con olor a vainilla.
Y otra mañana, la pasó entrando y saliendo de edificios donde alquilaban buhardillas y estudios.
Tanta actividad la dejaba exhausta. Aún así, conseguía recomponer su ánimo cuando cruzaba el umbral del hospital y hacía brotar una sonrisa cuando se encontraba ante el hombre.
BLANCA Y LUIS
El domingo, al llegar al hospital, lo encontró sentado en un sillón en el balcón de la habitación.
—¡Vaya! —exclamó Blanca—. Veo que por fin te has levantado. Estarás contento.
Pero el hombre no contestó.
—¿No estás contento? ¿Qué te ocurre, Luis?
—Pedro.
Blanca se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en sus rodillas.
—Pedro —repitió el hombre.
—¿Pedro?, ¿quién es Pedro?
—Yo soy Pedro, a-mor-mí-o —le dijo recalcando las sílabas con sarcasmo —. Pero ¿cómo se te ocurrió que no acabaría enterándome?
El hombre subió tanto la voz que Blanca temió que entrara alguien en el dormitorio y la expulsara de la habitación. La joven balbució unas palabras ininteligibles buscando una explicación que ni ella misma conocía. Le contó que, al principio, había dicho que era su novia para que le permitieran ir con él en la ambulancia; que luego en el hospital no lo había desmentido para poder visitarlo. Finalmente se había enredado en una historia que no sabía cómo ponerle fin. Un día había ido a la policía para saber si alguien había denunciado la desaparición de un hombre con sus características físicas y le dijeron que no. Tampoco la radio ni la televisión ni los periódicos traían ninguna noticia sobre él ni nadie parecía echarlo de menos. Nadie lo visitaba ni preguntaba por él. ¿Por qué no podíamos iniciar una vida juntos?
—Has estado jugando conmigo con esa historia tan absurda... ¿Es que no pensaste que podía recuperar la memoria y descubrir que todo lo que me habías contado era mentira? Hoy a la hora de comer he puesto las noticias de la televisión y allí estaba mi mujer, la verdadera, buscándome. En cuanto la he visto, lo he recordado todo. Nunca he sido pintor ni nada parecido. Ni me he sentido frustrado por ningún fracaso. Soy un hombre feliz, con mi familia; con mis dos hijos, que ya son adolescentes. Un hombre que viaja mucho por trabajo, ¿sabes? Represento a una compañía farmacéutico. Vivo en Barcelona y estoy aquí por trabajo. Ya ves que lo único cierto que me has contado es que me encontraste inconsciente después de que me atracaran. ¿O eso también es mentira?
Blanca no dijo nada. No se defendió ni trató de justificarse. ¿Qué podía decir en su defensa? Su imaginación se llenó con la cara de su madre, enfadada por no saber complacerla, su vida anodina, sin sentido, sus días vacíos, su soledad. Pero, ¿cómo hacérselo entender? ¿Cómo decirle que nunca creyó llegar tan lejos? ¿Cómo decirle...?
—Te agradecería que te fueras. Está a punto de llegar mi mujer.
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