I. Cinco mujeres de blanco y una de negro
La iglesia estaba abarrotada de fieles cuando hicieron su entrada en fila por la nave central. Decenas de cabezas se volvieron para verlas. Encabezaba la procesión Virtudes, la única que no iba vestida de blanco. Era la más alta de las seis y el luto de su traje la hacía parecer aún más esbelta. Detrás iban sus cinco hijas: Ofelia, Isolda, Aida, Violeta y Lucía. Tenían todas el nombre de la protagonista de una ópera y, como el personaje que inspiró a sus padres para bautizarlas, cargaban sobre sus espaldas una tragedia. Mas nadie lo hubiese sospechado viéndolas desfilar con la cabeza erguida y sus vestidos blancos; caminando indiferentes a los murmullos que se oían a su paso.
El marido de Virtudes había sido un mediocre profesor de latín que desapareció una mañana de primavera cuando se dirigía al colegio en el que impartía clases. Ella lo vio marchar con la misma parsimonia de cada día. Ni triste ni contento: resignado con su vida gris. Nada le hizo sospechar cuando le dijo adiós con la mano antes de doblar la calle que sería la última vez que lo hacía. Al mediodía no regresó para comer ni la llamó para decirle que no lo esperase. Pero Virtudes no se inquietó. Aunque no era habitual, alguna vez se quedaba en el colegio para atender a algún alumno rezagado. Tampoco se inquietó cuando el reloj de cuco anunció las siete de la tarde y su marido seguía sin dar señales de vida. ¿Acaso no era época de exámenes? Podía ser que, huyendo del alboroto de sus hijas juguetonas, se hubiese quedado en el colegio preparando el texto que habrían de traducir sus pupilos. Mas, al llegar la noche, su ausencia se hizo más difícil de explicar. Delante de las niñas trató de esconder su preocupación, que crecía al compás de las estrellas en el firmamento. Retrasó la cena hasta que las vio caerse de sueño. Como una autómata les sirvió unas tortillas. Y como una autómata las mandó a la cama mientras ella se comía las uñas para calmar su desasosiego. Se sentó en una silla baja junto a la chimenea y estuvo toda la noche en vela con una labor de ganchillo entre las manos mientras musitaba una oración tras otra.
Eso fue lo que contó al día siguiente a la policía y lo que contó los días sucesivos, las semanas siguientes y los años venideros a todo aquel que la quería escuchar, sin cambiar una coma ni una tilde a su narración. Lo mantuvo sin inmutarse cuando los detectives la acosaron a preguntas más y más ofensivas. E impertérrita se mantuvo ella cuando los vecinos murmuraban a su paso difundiendo abominables rumores.
Cuando a los doce meses de su desaparición dieron por muerto a su marido, Virtudes se vistió de negro y se prometió volver a pronunciar su nombre ni para recrearse en el recuerdo de los buenos momentos ni para lamentarse de los malos.
Enseguida la pobreza se hizo dueña de su casa. Pero no quiso verla y siguió viviendo como si nada hubiese sucedido. Se negó a escuchar los consejos de quienes la animaban a dejar su casa, que era de gran tamaño y se encontraba en las afueras de la ciudad. Tampoco quiso oír nada cuando envió a sus hijas a uno de los colegios más exclusivos y caros del país. ¿De dónde sacaba el dinero para seguir con aquel tren de vida? Nadie lo sabía: Virtudes se guardaba bien de mostrar sus penas. Nadie sabía que se acostaba todas las noches a las tantas de la madrugada confeccionando tartas y pasteles para un café restaurante recién inaugurado en la calle Mayor. Ni una queja salió jamás de su boca ni sus vecinos vieron las privaciones que pasó para costear la educación de sus hijas.
El orgullo impuso la ley del silencio. Sus hijas no podían hablar sino de alegrías. Estaban prohibidas las quejas. La gente, les decía, se alegraba con las penas de sus vecinos y ella no quería ser alimento de tan malsano regocijo. Ni siquiera las dejaba hablar entre ellas de lo sucedido ni de las estrecheces que pasaban en casa. Nadie debía saber que, mientras Virtudes pasaba noches enteras creando exquisiteces en la cocina, sus hijas se iban a dormir sin haber probado en todo el día más que medio plato de patatas y un huevo cocido. Les exigía, además, ser las primeras en el colegio, las mejor vestidas, las más elegantes. Solo así podía hacer posible su única ambición, por la que estaba dispuesta a sacrificar su bienestar y el de sus hijas: verlas casadas con maridos de buenas familias.
En cuanto llegaban a edades casaderas, empezaba a azuzarlas para que desplegasen sus talentos adquiridos con tanto esfuerzo delante de los aspirantes a llevarlas al altar. No era extraño verlas pasear los domingos a la caída de la tarde y sentarse a merendar en el mismo café en el que trabajaba Virtudes: como si fuesen damas ociosas y no simplemente las hijas de la repostera. Bueno, merendar, merendar, no merendaban nunca. Pasaban horas con el mismo refresco de limón, pues el dinero no les daba para más, en tanto Virtudes se arrimaba a los jóvenes solteros con la esperanza de atraerlos a su mesa.
Pese a lo burdas que eran sus argucias, logró que Isolda encontrara su Tristán, Ofelia a su Hamlet, Aída su Radamés, Violeta su Alfredo y Lucía a Edgardo. A las cinco casó con hombres de carreras prometedoras y celebró bodas ostentosas que despertaban la envidia de sus vecinas. Años de sacrificios se veían al fin recompensados.
Pero poco duró la dicha de las hijas de Virtudes. Ninguna se libró de ver cómo se malograban sus vidas casi antes de empezar a degustar las mieles del amor conyugal. Como si una maldición las persiguiera, el matrimonio no llegaba más allá del primer aniversario. Al cumplirse un año de sus bodas, todas daban a luz un niño varón y, al día siguiente del alumbramiento, un extraño accidente provocaba la muerte del marido de cada una de las cinco hermanas.
Ninguna se atrevía a afrontar sola su viudedad con un recién nacido, de modo que a la semana de dar a luz, hacía el equipaje, abandonaba su hogar de casada y regresaba llorosa y afligida al de su madre.
Virtudes, que siempre se había negado a ser objeto de compasión de sus vecinos, no toleraba que derramaran una sola lágrima. Las hacía vestirse de blanco y les prohibía verter una lágrima por la pérdida del esposo. Pese a volver tan pobres como se fueron, debían lucir sus mejores trajes siempre que salieran a la calle y exhibir sus más rutilantes joyas, siendo la más preciada la sonrisa con la que escondían su dolor. En cuanto llegaban a la casa materna, les estaba vedada cualquier mención a su desgracia. Ni debían nombrar nunca más al marido fallecido, como Virtudes tampoco nombraba al suyo. A partir de ese momento, la felicidad dejaba de ser la promesa de un regalo del destino para convertirse en una penosa obligación impuesta por su madre. Las cinco hijas, por miedo a verse desamparadas con un niño pequeño, se sometían a la voluntad de su madre sin oponer más resistencia que algún que otro gemido de Isolda, la mayor de las hermanas.
II. Un extraño en el jardín
Ofelia no podía dormir. Era una noche en la que el calor sofocante del verano negaba el alivio del sueño. Estuvo buen rato dando vueltas y más vueltas en la cama buscando un poco de frescor en las sábanas. De pronto, el ruido de unos pasos la sobresaltaron. Al principio creyó que se trataba de algún animalillo: un gato de los muchos que callejeaban por la vecindad. Pero no. Eran los pasos de una persona. Se arrebujó entre las sábanas sin atreverse a respirar mientras escuchaba con aliviada atención cómo se alejaban. Pero, al cabo de un rato, los oyó de nuevo acercarse a la casa. Y oyó también cómo se abría la puerta de la cocina y alguien subía cansinamente la escalera que conducía a los dormitorios. Ofelia no se atrevía a respirar: no parecía el modo de caminar de ninguno de los que vivían en la casa. Escuchó con mayor atención. Le pareció que el dueño de los pasos entraba en una de las habitaciones de sus hermanas. La joven se armó de valor y se levantó de la cama. Con la oreja pegada en la puerta, escuchó unos segundos. Se oían ruidos en el dormitorio contiguo, donde dormía Isolda con su hijo. Salió al pasillo de puntillas y fue a llamar a su madre. No tardaron sino unos segundos en volver al pasillo pero cuando llegaron a la habitación de donde procedían los ruidos, no vieron a nadie extraño, como afirmaba Ofelia. Ni encontraron nada fuera de su lugar. Cada uno en su cama, Isolda y el pequeño Miguel dormían profundamente ajenos al alboroto que armaba Virtudes mientras reprendía a su pusilánime hija.
La noche siguiente sucedió lo mismo y la otra también. Ofelia no se cansaba de preguntar a Isolda por el extraño que se colaba en su habitación para desaparecer al instante, pero la joven durmiente nunca veía ni oía nada. ¿Cómo era posible, preguntaba Isolda, que entrase un extraño en el dormitorio sin que ni ella ni su hijo se diesen cuenta? Debían de ser imaginaciones de su hermana, siempre temerosa de que sucediese algo espantoso en la familia.
Pero a Ofelia seguía despertándola cada noche el ruido de los pasos cansinos de un extraño que, tras recorrer el jardín, entraba en la casa y se escondía en la habitación de Isolda.
Virtudes no creía en el intruso que acechaba su casa. Solo eran histerismos de Ofelia, decía, que se asustaba con el ulular del viento entre las hojas de los árboles. No conocía mejor cura para la crisis nerviosa de su hija que un buen rapapolvo y la prohibición de la menor palabra sobre el desconocido. Y tampoco sus hermanas creían en el merodeador nocturno, que culpaban a los gatos vagabundos de los ruidos que se oían en el jardín.
III. Canción de cuna.
Fue Gustavo, el hijo de Aída y el mayor de los nietos de Virtudes, que contaba entonces nueve años, el que descubrió una noche la identidad del desconocido. Estaba despierto cuando oyó los pasos en el patio trasero de la casa. Mas no se dejó intimidar como Ofelia por el miedo sino que salió al jardín para dar caza al fantasma. Tal vez, pensó, se trataba del abuelo que volvía al fin a casa.
La luna llena formaba un círculo de luz lechosa sobre el limonero. Una sombra delataba la presencia de un extraño en el banco donde solían echarse la siesta los gatos. Gustavo se aproximó despacio. Mas, al llegar, no encontró ni intruso ni fantasma, sino a Isolda, su tía.
La llamó en voz baja para no asustarla:
—¡Tía Isolda!
Pero ella no contestó ni pareció oírlo. Con la mirada perdida en el infinito, estaba entonando en susurros una canción de cuna.
“A dormir va la rosa
de los rosales;
a dormir va mi niña
porque ya es tarde”.
Los paseos nocturnos de Isolda comenzaron en primavera, aunque habían pasado inadvertidos hasta aquella noche, bien avanzado el mes de julio. Descalza, solo cubierta con un leve camisón que apenas le cubría por encima de la rodilla, salía al jardín por la puerta de la cocina y caminaba hasta el limonero que había junto al pozo desecado. Bañada por la claridad de la luna, parecía un espectro. Permanecía durante buena parte de la noche sentada en el banco con la vista extraviada en el infinito; unas veces inmóvil, otras, entonando en susurros la canción de cuna que le dedicaba su padre cuando era niña.
“A dormir va la rosa...
de los rosales;
a dormir va mi niña
porque ya es tarde”.
“A dormir va la rosa
de los rosales;
a dormir va mi niña
porque ya es tarde”.
Virtudes tardó tiempo en percatarse del estado de su hija. Ni siquiera cuando descubrió que se levantaba sonámbula por las noches se dio por enterada. Se convenció a sí misma de que los paseos nocturnos se debían a una mala digestión de la cena y le hacía beber una infusión de tomillo antes de irse a dormir. Pero el remedio de Virtudes no sólo no le aliviaba su mal sino que parecía agravarlo. Los paseos se hicieron más persistentes e iban seguidos de fuertes dolores en las sienes durante la mañana.
Sus hermanas estaban más y más preocupadas. Una a una habló con su madre para que la convenciera de que fuera al médico pero Virtudes no quería escucharlas. A Isolda no le sucedía nada, decía. Viendo que no sacarían nada de su madre, las cuatro jóvenes se turnaban por las noches para cuidarla. Dormían junto a ella y, en cuanto la oían levantarse, la conducían con suavidad de nuevo a la cama. Así consiguieron que durmiera un poco más tranquila aunque no lograron que cesaran los paseos nocturnos.
IV. Traducciones
Aida fue la primera que desafió la autoridad materna y buscó un trabajo fuera de casa. Compró todos los periódicos y revistas que se vendían en el quiosco de la esquina, seleccionó las ofertas que le parecían más atractivas y acudió a la primera entrevista vestida con el mejor traje que guardaba en su armario: un dos piezas de falda y chaqueta blanco y luminoso como su sonrisa.
Muy de buena mañana, dejó a su hijo Gustavo en el colegio y enfiló la acera de la calle Norte taconeando al ritmo de la canción que iba tarareando bajito. Al pasar por las clarisas, se santiguó. Más adelante, se detuvo ante el escaparate de una tienda de juguetes y se contempló unos instantes con aire satisfecho. Llegó a su destino poco antes de las nueve y media: aún faltaba un cuarto de hora para su cita. Se sentó en un banco del parque a esperar y engañó a la impaciencia dejando caer su mirada sobre dos gorriones que bebían de un charco dejado por la lluvia durante la noche.
La recibió un sesentón calvo, con mofletes redondos, un chaleco de cuadros escoceses y gafas con el filo dorado. Desde el otro lado de la mesa, le estrechó la mano envolviéndola en las suyas. Unas manos gordezuelas, pecosas y acogedoras. Cuando Aida se sentó frente a él, se sintió invadida por una sensación de paz que tenía olvidada desde que desapareciera su padre.
El señor Valle, que así se llamaba, estuvo una hora explicando la finalidad de su empresa: la confección de manuales de uso de máquinas de coser. Tenía dos ingenieros a su cargo y quería contratar a alguien que tradujera los textos al francés y al alemán. A pesar de lo arduo de la materia, la joven se sintió cautivada por la voz melodiosa del señor Valle. Le parecía haber vuelto a su infancia cuando dibujaba mariposas en la mesa del cuarto de jugar mientras su padre le contaba cuentos que inventaba para ella. Nunca se había sentido tan segura ni tan dichosa. El señor Valle no tenía ningún parecido con su padre pero le transmitía el mismo sosiego. ¡Qué diferencia con su madre, siempre tensa y con el ceño fruncido!
Aida bajó la cabeza y musitó una oración rogando conseguir el trabajo, que el señor Valle le dio en cuanto ella le dijo el nombre del colegio al que había asistido de niña.
Cuando llegó a casa, estaba tan contenta por tener un empleo que soltó la noticia sin pensar que a su madre pudiera molestarla. Ante la mirada asustadiza de sus hermanas, Aida se enfrentó a los gritos de Virtudes por primera vez desde que desapareciera su padre. Pasó por encima de sus palabras airadas, que le reprochaban su ingratitud. Su madre creía que solo las mujeres sin educación debían trabajar; que hacerlo era rebajarse y humillar a la familia. Pero Aida no se dio por vencida ni se dejó convencer con argumentos tan anticuados. Estaba decidida a comenzar una vida fuera de casa.
Con tal determinación, empezó a trabajar una semana más tarde. El señor Valle le mostró la oficina y la mesa que le había preparado frente a su despacho en una especie de recibidor que iba a compartir con la secretaria de la empresa. Era tal la emoción por su trabajo, que aquella mañana apenas pudo leer los manuales que le entregó uno de los ingenieros. Las letras se daban la mano y jugaban al corro burlándose de ella. Pero enseguida se acostumbró a la rutina y apaciguó un poco la alegría de las primeras semanas.
Lo que no se apaciguó sino que creció más y más con el transcurso de los días fue la admiración por el señor Valle. Cada mañana esperaba con impaciencia su llegada a la oficina. El sonido de sus pasos encendía la luz de su apagado corazón. ¡Qué bien los conocía y qué distintos eran de los pasos de los ingenieros! Tres pasos cortos y uno largo. Como si escondieran un mensaje escrito en un lenguaje cifrado. Tres pasos cortos y uno largo. Pasos que precedían su voz melodiosa cuando daba los buenos días. Se asomaba por la puerta y le hacía una señal a su secretaria con la cabeza para que entrase con él en su despacho, donde pasaba media mañana dictándole cartas. Aida la envidiaba. ¿Quién pudiera estar así con él aunque solo fuera para oírlo hablar de asuntos comerciales? A ella no solía llamarla a menudo: ¿Qué podía decirle de su trabajo, por muy jefe que fuera, si no entendía ni una palabra de francés o alemán?
Pero a veces se acercaba a su mesa para preguntarle cómo se encontraba.
—¿Estás contenta con nosotros? —le preguntaba como un padre preocupado por el bienestar de su hijo—. Si necesitas algo, no te dé reparo en decírmelo.
Luego, cariñoso, le daba dos toquecitos en la mejilla con el dorso de los dedos índice y corazón.
Ella le contestaba que las horas que pasaba en la oficina eran las más felices del día. Y era cierto. Allí perdía no había que temer disgustar a su madre con indiscreciones, desaparecía el miedo a no saber cuidar a Gustavo y se sentía útil. En casa era la más impetuosa. Llevada por sus impulsos, decía lo primero que se le pasaba por la cabeza olvidando las prohibiciones de su madre. Siempre era la primera en irritarla con contestaciones extemporáneas; la única que hablaba de su padre para lamentar su pérdida; la única que se atrevía a decir que, con su desaparición se abrieron las puertas a de las desgracias. Su mente había idealizado a su padre borrando de la memoria los sinsabores de los últimos tiempos. Sus hermanas le censuraban que no recordase los accesos de cólera con los que atemorizaba a sus hijas, las faltas de respeto contra su esposa. Pero Aida no quería escuchar tales reproches. Para ella, su padre encarnaba la dulzura y la bondad; todo lo bueno de su niñez. Y el señor Valle había entrado en su vida para traerle un poco de aquella dulzura y bondad que había perdido el día que desapareció.
Muchas noches, mientras esperaba que le llegase el sueño, se imaginaba viviendo en la misma casa que su jefe. Al principio, se veía como una niña que recibía las caricias del señor Valle, cuyo rostro se confundía en su mente con el de su padre. Mas, con el paso de los meses, las fantasías fueron tomando otro cariz. Volvía a la memoria el año vivido con su esposo e inventaba escenas similares con el dueño de su empresa. Asustada de su atrevimiento, se levantaba de la cama con el camisón empapado de sudor y el rostro ardiendo de vergüenza. Iba a la cocina y pasaba la noche en vela dando vueltas alrededor de la enorme mesa de granito e intentando convencerse de que tales imágenes habían salido de una pesadilla y no las había creado ella voluntariamente.
Luego, durante el día, olvidaba tales imágenes. Pasaba la mañana esmerándose en sus traducciones disfrutando de cada palabra como si su trabajo consistiera en verter los más bellos poemas y no áridas instrucciones para zurcir, bordar y festonear. Cuando el señor Valle pasaba por su mesa, Aida levantaba los ojos de sus traducciones y le dedicaba una sonrisa que llenaba de luz toda la estancia. Bastaba con que él le correspondiese con otra sonrisa para que la joven estuviera contenta en lo que quedaba del día.
A la hora de comer, Aida solía quedarse sola en la oficina. Llevaba una tartera con un huevo cocido y una chocolatina que saboreaba mientras veía las fotografías de una revista. En una ocasión el señor Valle salió el último de la oficina y, al verla degustar tan exiguo almuerzo, la invitó a comer con él.
—He visto que apenas te alimentas, hija mía. Comes como un pajarito. ¿Me permites invitarte?
Aida no supo qué contestarle. ¿Sería correcto salir sola con su jefe?
—Anda. No te dé apuro y di que sí. Me harías un gran favor. Estoy solo y me vendría bien un poco de compañía.
La joven todavía dudó solo un instante antes de aceptar. ¿Qué podía haber de malo en comer con él si se trataba de un hombre que podría ser su padre?
El señor Valle la llevó a un pequeño restaurante tirolés. Aida quedó prendada con los manteles a cuadros blancos y rojos; el aroma del camembert o de sus strudel de manzanas; las camareras vestidas de los mismos colores y peinadas con largas trenzas que les llegaban hasta la cintura, el músico que tocaba el acordeón. Durante la comida, Aida apenas habló pero al señor Valle no pareció importarle entretenido en ponerla al día de su vida.
El señor Valle era viudo desde hacía doce años. Sus hijos, ya mayores, hacía tiempo que se habían ido de casa dejándolo con la única compañía de una cacatúa llamada Pepa. No tenía nada de extraño que se sintiera solo. Había muchos días en los que no hablaba con nadie que no fuera de la oficina; que la única voz que oía era la del pájaro.
Aida dibujó en su mente una tragedia y puso en medio a su jefe. ¡Ojalá le permitiese ayudarlo!
Aquellas comidas se convirtieron en costumbre. Siempre ocurría lo mismo. El señor Valle se demoraba en su despacho como si lo mantuviese ocupado algún asunto importante. Cuando se iban los ingenieros y la secretaria, se acercaba a la mesa de Aida y, como quien pide un enorme favor, la invitaba a comer con él. Cada día la llevaba a un sitio distinto; restaurantes diminutos situados en recónditas callejuelas del centro de la ciudad. Y alargaba la sobremesa con historias de su juventud.
Las comidas constituían lo mejor del día para Aida, a quien ni siquiera su hijo Gustavo lograba sacarla de su ensimismamiento cuando estaba lejos de su señor Valle, como le seguía llamando.
Un día el señor Valle la llevó a su casa. Pepa, la cacatúa, la recibió silbando La Marsellesa mientras revoloteaba en círculos por encima de su cabeza. Él cerró la puerta de la calle y le quitó el abrigo antes de hacerla pasar al comedor. Las persianas estaban a medio bajar. Por un momento permanecieron uno frente a otro, cohibidos, sin saber qué decir. El señor Valle le pasó el dorso de la mano por su rostro y dejó un beso delicado en sus labios.
Aquella tarde ninguno de los dos regresó a la oficina. Después de comer el señor del Valle se sentó en el sofá y ella, sobre sus rodillas, se acurrucó y escondió el rostro en el hombro de su amado.
V. Una pareja bajo la luz de una farola
Violeta no se atrevía a hablar de Aida delante de su madre para no despertar su enojo. Hacía un mes que se había ido a vivir con su jefe dejando a su hijo Gustavo al cuidado de su madre. Una noche llamó desde su nueva casa y dijo que no volvería sino a recoger sus cosas; pero no lo hizo hasta una semana más tarde. La llevó en su coche su amante, que la esperó en la calle en tanto ella hacía el equipaje. Aida apenas miró a su madre antes de partir. Besó a sus hermanas en la mejilla y a su hijo lo pellizcó en un carrillo. Esa fue su despedida. Unos días más tardes telefoneó diciendo que estaba bien y habló unos minutos con Gustavo. Después no había vuelto a llamar.
Virtudes no se había tomado nada bien la marcha de Aida para irse a vivir de mala manera con un hombre. En vez de permanecer con la familia, lo había abandonado todo por un extraño que, además, le doblaba la edad: un viejo sin cultura ni modales; que ni siquiera se había dignado a casarse con ella. Desde el día que Aida se despidió, Virtudes estaba más irritable que nunca. Cualquier cosa la enfadaba.
Violeta no podía soportar la tensión y envidiaba a su hermana su osadía.
Por entonces Lucía, la más pequeña de las hermanas, empezó a salir por las tardes, arreglada como quien va a asistir a una boda. Sin decir a nadie adónde iba, se marchaba tras darle la merienda a su hijo Daniel y no regresaba hasta cerca de la medianoche.
Aquellas salidas repentinas no ayudaban mucho a mejorar el humor de Virtudes, que veía como poco a poco sus hijas escapaban de su férrea autoridad.
Violeta, que se había sentido siempre muy unida Lucía, se creyó traicionada. De nada le valieron las miles de preguntas con las que la asedió. ¿Dónde iba? ¿Tenía un amigo? ¿Un amante? ¿O solo iba al cine? Violeta le prometía no desvelar su secreto a nadie si le contaba el objeto de tanta salida; pero Lucía se limitaba a ofrecerle una enigmática sonrisa y a responderla con evasivas.
Una tarde la siguió de lejos. La vio caminar con paso rápido por las calles que llevaban a la parte vieja de la ciudad. Lucía subió por un pasadizo y entró en una casa medio derruida. La esperó fuera escondida tras los coches aparcados enfrente. Al cabo de un cuarto de hora, una pareja salió de la casa. La calle estaba tan oscura que casi no se distinguían sino bultos y sombras. La mujer era alta y fornida. A pesar de la poca luz, Violeta reconoció la indumentaria de las prostitutas del puerto: falda muy corta, blusa abierta que dejaba ver algo más que el escote, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja. El hombre parecía más joven: un muchacho, tal vez. Era de baja estatura y parecía muy delgado, aunque podía ser el efecto del abrigo largo que llevaba; un abrigo que, en la penumbra, le daba un aire anticuado.
De vez en cuando Violeta desviaba la mirada hacia el portón de la casa esperando ver salir a Lucía. Pero se sentía tan atraída por la pareja que su atención se escapaba rebelde hacia ella. Los amantes recorrieron la acera abrazados y se detuvieron bajo una farola. Estuvieron besándose sin ningún pudor ante la mirada fascinada de Violeta. La luz de la farola iluminó las caras radiantes de la pareja: en el rostro del hombre se dibujaron las facciones de Lucía.
El grito de Violeta rebotó en las paredes de las casas. Lucía volvió la cabeza y, al ver una sombra moverse al otro lado de la calle, echó a correr hasta la casa.
Violeta no se quedó a esperarla pero, al día siguiente, volvió a seguirla hasta la parte vieja de la ciudad. La escena de la noche anterior se repitió pero la mujer era otra. Más baja y mucho más delgada, su vestimenta delataba la misma antigua profesión.
En el mes siguiente, Violeta asistió hechizada cómo su hermana, tan dulce en casa, se convertía en un hombre agresivo y dominante. Empujaba a las mujeres que iban con ella, las gritaba y las insultaba antes de hacerlas entrar en la vieja casa donde permanecían dos horas. Poco antes de la medianoche, salía de nuevo con su abrigo blanco impecable y sus zapatos Chanel.
Durante el día, Lucía volvía a ser la de siempre. Nada hacía sospechar la doble vida que llevaba. Se ocupaba de cuidar a sus sobrinos, ayudar a su madre en las tareas domésticas, poner paz en las discusiones que se suscitaban entre sus hermanas y hacer compañía a Isolda para aliviarla de sus melancolías. No se borraba en todo el día la sonrisa de su rostro, encontrando siempre una justificación a las faltas de los demás. Lucía, por ser la más dócil de las tres, era la favorita de su madre. Virtudes no había oído jamás un improperio de su boca; jamás la contradecía y no había momento en el día en el que no estuviese dispuesta a hacerle un favor. Por tal razón no se atrevía a preguntarle adónde iba cada tarde, quién la entretenía hasta tan tarde.
Pero Violeta sí lo hizo. Trató de que le contara las razones de su extraño comportamiento. Pero nada sacó de sus preguntas porque no se atrevió a decirle que la había seguido; que la había visto con aquellas mujeres.
Violeta no sabía qué hacer. Ni qué pensar tampoco. Asistía cada tarde fascinada y horrorizada a un tiempo a la transformación de Lucía sin atreverse a decirle nada ni a delatarla. ¿Qué significaban aquellas extrañas salidas? ¿Qué guardaba su hermana en su interior? ¿Era posible que tanta desgracia en la familia la hubiera trastornado? ¿O eran todas las hermanas quienes estaban trastornadas? ¿Qué eran sino los paseos nocturnos de Isolda, los temores desproporcionados de Ofelia, la fuga de Aida o su propia fascinación por la transformación de Lucía?
Una noche en la que las cavilaciones por el destino de su familia no la dejaban conciliar el sueño, fue a la habitación de Ofelia y le contó las andanzas de Lucía en la parte vieja de la ciudad. Ofelia se echó a llorar asustada. Al día siguiente, Violeta la convenció para que fuera con ella y viera con sus propios ojos adónde iba Lucía cada tarde. Durante tres días, asistieron sobrecogidas al espectáculo de la transformación de su hermana pequeña. Recorrían la ciudad de punta a punta y regresaban a casa pasada la medianoche, después de que Lucía ya se hubiera acostado, para que no se diese cuenta de que la estaban siguiendo.
De regreso de una de estas salidas, encontraron la puerta de casa abierta y a Virtudes que las estaba esperando en el vestíbulo. Tardaron en verla pues había apagado las luces pero su voz rompió el silencio de la noche. Cuando encendió la lámpara del techo, los ojos de Violeta tropezaron con Lucía, que, como una muñeca de trapo rota, yacía desmadejada sobre la alfombra. Su cara mostraba restos de maquillaje: una línea negra simulaba un bigote y las cejas pintadas de negro le daban un aspecto grotesco. Pero lo que más impresionó a Violeta fue el traje príncipe de Gales que recordaba llevaba su padre la última vez que lo vio.
—Ahora me contáis lo que está pasando aquí —fue todo lo que dijo Virtudes.
VI. El regreso del marido de Virtudes
Eran las cinco de la mañana. En el salón no se oían más que el tic tac del reloj de cuco que había asistido imperturbable al desvelamiento de un secreto. Virtudes estaba de pie en el centro de la estancia. Parecía un soldado derrotado en su última batalla. La cabeza le caía sobre el hombro derecho y el cabello alborotado le ocultaba el ojo izquierdo. Un hilo de saliva se le había anudado al alfiler prendido en su pecho. No miraba a ninguna de sus hijas, que, sentadas en torno a ella, la acababan de juzgar y condenar. La más cruel había sido Aida, que Isolda había hecho venir cuando su madre empezó a acusarlas de haberle amargado la vida. Pero había sido Lucía quien la había vencido.
— ¡Maldigo el día que os parí! —Había gritado Virtudes cuando se vio ante sus cinco hijas—. ¿Este es el fruto por el gran sacrificio que hice para que tuvieras lo mejor? Isolda, loca; Ofelia y Violeta callejeando por la noche sabe Dios haciendo qué; Aida acostándose con un viejo y Lucía buscando prostitutas vestida de hombre. ¿Por qué no me llevaría vuestro padre con él, Dios mío?
Tal vez si Virtudes no hubiese nombrado a su marido, las cinco hermanas hubieran bajado la cabeza y hubieran pedido perdón a su madre arrepentidas. Pero la mujer había roto el pacto de silencio que las mantenía unidas desde hacía veinticinco años atrás.
— ¿Papá llevarte con él? —Gritó Aida—. ¿Adónde quieres que te llevara? ¿Al infierno donde le mandaste tú?
— ¿Qué atrocidad estás diciendo, hija mía?
—Aida, cálmate —le pidió Isolda—. No digas esas cosas que disgustas a mamá.
La joven se plantó en jarras y con las piernas abiertas frente a todas.
—No, no me voy a callar. ¿O es que soy la única que se acuerda de esa noche? ¿La única que aún oye los pasos y los gritos de papá por el pasillo? ¿La única que se acuerda de la muerte de su marido? Una a una nos quedamos viudas como castigo por lo que ocurrió la noche aquella. ¿No es verdad, mamá? Y ni siquiera nos ha permitido llorar nuestra desgracia. ¿O no es verdad?
— ¡Cállate! —Suplicó Ofelia al borde del llanto—. Dijimos que no hablaríamos nunca de eso; lo prometimos.
— ¿Pero qué dices? —Gritó Virtudes—. ¿De qué noche hablas?
—La noche en que mataste a papá. La noche en que lo apuñalaste mientras dormía. Porque te guardaste la rabia y esperaste a que se durmiera. Sí, la noche en la que nos pediste a nosotras, unas niñas, que te ayudáramos a arrastrarlo hasta el limonero. La noche en la que le enterramos entre todas, al pie del limonero; que da frutos tan amargos como nosotras. Junto al pozo; que desde entonces está seco. Seco, sí. Seco como todas nosotras. Y luego dirás que hemos sido nosotras las que te hemos defraudado; que estamos desquiciadas. Pero, mamá, si lo raro hubiera sido no estar trastornadas.
—¿Pero qué dices, insensata? —repitió Virtudes—. Tu padre nos abandonó. O le pasó una desgracia y la policía no pudo encontrarlo. Tal vez yazca en alguna cuneta, lo asaltaran unos malhechores. Tal vez…
—¡Venga, mamá! ¡No nos vengas con historias! ¡Que todas estuvimos allí!
El gesto de agresiva impaciencia asustó a Ofelia, que se hizo un ovillo en el sillón más alejado.
—¡Eres tú la que inventas cosas! —gritó Virtudes que empezaba a perder el dominio de sus nervios—. ¡Es tu mente enferma la que inventa esa abominación! Yo quería a tu padre, que fue un buen hombre hasta que se fue.
—Yo también me acuerdo, mamá —exclamó sollozando Ofelia—. Papá hacía tiempo que no era bueno con nosotras. Nos pegaba y nos hacía cosas malas. Temblaba de miedo cuando lo oía acercarse a nuestro cuarto por el pasillo. Pero Mamá solo quería protegernos y tú lo sabes, Aida.
—¡No es cierto! —gritó Aida mientras se frotaba las manos—. Papá no tuvo ninguna culpa. Fue mamá. Ella es la culpable de todas nuestras desgracias.
Acusó con el dedo a su madre, que echó la cabeza hacia atrás como si temiese un ataque. Isolda abrazó a Virtudes y le susurró al oído:
—Yo no me acuerdo de nada, mamá.
Aida, furiosa, volvió a gritar.
—¡No, si tú nunca te acuerdas de nada! Sepultas en el olvido todo lo desagradable; lo que no te gusta. Haces como que no lo ves. Pero por la noche te conviertes en una sonámbula y cantas canciones de cuna sobre la tumba de papá.
—¡Callaos de una vez! —gritó Virtudes en un último intento de restablecer el precario equilibrio que había reinado en su casa durante tantos años—. Vayámonos a dormir y olvidemos esta noche demencial.
Ofelia hizo un ademán de obedecerla. Se puso en pie y se dirigió a la puerta.
—¡Noooo! ¡No te irás! ¡Ya basta de huir y hacer como si no ocurriera nada! —gritó de nuevo Aida y la sostuvo por un brazo—. Mamá nos ha acusado a nosotras de destrozarle la vida y fue ella la que nos convirtió en mujeres malditas. Somos como juguetes rotos. ¿De qué servía sonreír como tú nos pedías, mamá, si estábamos desgarradas de dolor?
Lucía y Violeta permanecían en silencio y abrazadas en un rincón del sofá. De pronto, se oyó un sollozo y la voz de Lucía, casi un susurro.
—Éramos solo unas niñas, mamá. Nos pediste mucho pero éramos solo unas niñas. Ofelia tenía doce años, Isolda, once Aida, nueve, Violeta siete y yo seis. Éramos solo unas niñas, mamá. Unas niñas pequeñas.
El corazón de Virtudes se resquebrajó y rompió a llorar.
—Lo hice por vosotras, hijas mías. Yo solo quería protegeros. Os quería tanto... Os quiero tanto… ¿Cómo iba a consentir que abusara de vosotras? Lo sorprendí una noche con Isolda y otra con Ofelia. ¿Cómo creéis que me sentí? Por mí habría soportado los insultos y hasta los golpes. Pero que os hiciera daño a vosotras… ¿A mis niñas…? No. Eso no. No me arrepiento de lo que hice. Lo volvería hacer para protegeros.
Ninguna volvió a hablar en toda la noche ni se atrevió a moverse. Sobrecogidas, contemplaban a su madre derrumbada. La vejez se había apoderado de ella de golpe despojándola de su porte altivo. Las sacó del estupor el ruido del camión de la basura que se detuvo bajo la ventana del salón.
Isolda pasó el brazo por los hombros de su madre y la acompañó a su habitación, de donde no salió hasta una semana después convertida en una anciana. Perdió el habla y, con ella, las ganas de comer. No era capaz de tragar la comida que, con suma delicadeza, le ofrecía Ofelia. Era ella la que se ocupaban de sacarla de paseo, la vestía y la peinaba como si fuese una niña; la que la colmaba de caricias. Pues como una niña se volvió Virtudes después de aquella noche.
VIII. Epílogo.
Poco a poco, las hijas de Virtudes fueron abandonando la casa. Únicamente Ofelia permaneció al cuidado de su madre.
Isolda, que, como quien se libera de pronto de un encantamiento, dejó de pasearse por las noches, fue la que marcó el camino. Una mañana apareció en la cocina cargada de equipaje y anunció que iba a hacer un largo viaje con su hijo. Llamó a un taxi y salió por la puerta de atrás sin volver la cabeza. Todas creyeron que solo estaría ausente unas semanas, pero pasaban los días sin que diera noticias de su regreso. Nadie en la casa sabía dónde estaba por más que Violeta y Lucía la asediasen a preguntas cuando las llamaba por teléfono. De vez en cuando llegaba una postal de algún país lejano con unas cuantas palabras cariñosas firmadas por ella pero, por una extraña casualidad, en ninguna de ellas se podía leer en el matasellos el lugar de procedencia. Ofelia, que guardaba en una caja de latón las postales, tenía la sospecha de que su hermana y su sobrino no andaban muy lejos de casa y, en más de una ocasión, creyó verlos entre los viandantes que transitaban por la calle Mayor.
Las otras hermanas tampoco se fueron lejos aunque ninguna volvió a la casa materna en mucho tiempo. Violeta, al verse libre de la vigilancia de su madre buscó un trabajo en una almoneda al otro lado de la ciudad. En un primer momento pensó en quedarse en la casa y ayudar a Ofelia en el cuidado de su madre y de los niños, pese a tener que levantarse muy de buena mañana y recorrer toda la ciudad para poder llegar a tiempo de abrir la tienda de antigüedades. Pero le seducía demasiado su libertad recién conquistada de manera que se trasladó con su hijo a un apartamento con vistas a los Jardines del Príncipe que alquiló no muy lejos de la almoneda.
Aida, como era de esperar, volvió con el señor Valle. Y Lucía, que fue la última que dejó la casa materna, desapareció con su hijo sin hacer ruido una mañana de domingo mientras Ofelia y su madre oían misa en los carmelitas. No dejó más que unas palabras garabateadas en una nota que su hermana encontró sobre la mesa de la cocina. Ofelia, creyendo que volvería a los pocos días, no le contó a nadie nada de la nota de despedida. La estuvo esperando dos semanas y, al ver que no volvía, se sintió traicionada. ¿Cómo la dejaba sola con su madre cortándole toda esperanza de recobrar la libertad perdida? Demasiado enfadada para ir en su búsqueda, llamó a Aida que, acompañada del señor Valle, recorrió las calles de la ciudad vieja hasta la casa donde acudía cada tarde Lucía. Aporrearon el portón y les abrió una mujer de edad muy avanzada que no parecía muy dispuesta a responder las preguntas de la joven. Medio refunfuñando, les dijo que hacía meses que no veía a Lucía ni tenía noticias de dónde estaba. Pero no la creyeron y se prometieron volver a menudo hasta dar con la joven. Mas de nada les sirvieron tales visitas, que cesaron por cansancio semanas después. Fue Ofelia la que no se rindió y se dejaba caer muchas veces por la casa y dejaba pequeñas notas con la esperanza de que su hermana las leyese algún día.
La última vez que se vio a las cinco hermanas juntas fue en el funeral de Virtudes, que falleció tres años después. Organizaron un funeral tan solemne que si su madre lo hubiera visto hubiera saltado de gozo. Contrataron a una soprano y un cuarteto de cuerda para que interpretasen algunas arias del Réquiem de Brahms. Trajeron de la capital a un predicador famoso por unos sermones que enardecían a los fieles, que concelebró el funeral con el deán de la catedral. Y adornaron la iglesia con lirios blancos, la flor favorita de Virtudes. Todo el mundo en la ciudad quiso estar presente en la ceremonia: más por curiosidad que porque sintieran su pérdida. La iglesia de los jesuitas se quedó pequeña pese a que el sacristán dispuso dos filas de sillas en el atrio. Hasta el tiempo parecía querer ofrecerle su último homenaje. Había estado todo el día lloviendo pero, poco antes de que llegasen los primeros fieles a la iglesia, salió el sol. A las ocho en punto de la tarde hicieron su entrada las hijas de Virtudes: Isolda, Ofelia, Aida, Violeta y Lucía. En fila, todas vestidas de blanco, con la mirada en el sagrario e indiferentes a los murmullos que se oían a su paso, caminaron por el pasillo de la nave central hasta el banco que les habían reservado. Detrás, en fila también, sus respectivos hijos: Miguel, Raúl, Gustavo, Alfredo y Daniel. Vestidos todos de negro, la única nota de color la ponían sus cabellos: dorados con tintes rojizos, parecían los de su abuelo.
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