domingo, 6 de octubre de 2019

¿Quién es tu madre, Carolina?, ¿quién?





I.

Me es imposible precisar cuándo se produjo nuestro primer encuentro. Tengo la impresión de que siempre formó parte de mi vida. Si vuelvo la vista hacia atrás, la veo sentada a la mesa de la cocina de Maite sorbiendo el colacao con una pajita mientras me mira de reojo, como si no se acabara de fiar de mí. Lleva un vestido rosa con un dibujo de Hello Kitty en el canesú y balancea su piececito enfundado en una zapatilla con la cara de Minie estampada. 

—No se lo pediría si no estuviera desesperada, señorita —se disculpa Maite desde el otro lado de la mesa—. No tengo con quien dejarla y usted ha sido tan amable al ofrecerse a quedarse con ella.

—Para mí es un placer —la respondo—. Así me hace compañía.

Los ojos de Carolina van de su madre a los míos como si no quisiera perderse una palabra. No sé qué le habrá contado Maite ni si se habrá fijado en mí alguna de las veces en las que nos hemos cruzado en la escalera. Lo que si tengo claro es que no parezco gustarle.

—En el aparador del comedor he dejado el teléfono de la frutería, por si me necesita, pero no creo. Carolina es una niña muy buena y no suele dar mucha guerra. Enseguida se entretiene con sus muñecas.

Trato de tranquilizarla, recordarle que estoy acostumbrada a tratar con niños. Pero ella sigue disculpándose por haberse atrevido a pedirme que me quede con Carolina.

—No tengo otra cosa mejor que hacer —le aseguro alargando la mano hacia ella—. Si alguna ventaja tiene estar en el paro, es que se dispone de todo el tiempo del mundo.

—¡Ay, señorita Sofía, qué buena es usted! 

Una vez más, le pido que me tutee, que me apeé de ese tratamiento anticuado; pero, a lo largo de los años en los que he tenido relación con ella, nunca lo he conseguido. Ni tampoco que me quite ese señorita que suena tan relamido. A veces he llegado a pensar que no lo hace para humillarse ante mí, sino que es su manera de guardar las distancias, de recordarme que no somos amigas. Pero eso lo he deducido después, ese día todavía carecemos de motivos para mostrarnos hostiles la una con la otra.

Carolina sigue sorbiendo el colacao y vigilándome de soslayo. A su lado, tiene a Gertrudis. Cuando sorprende mi mirada, la toma en sus brazos y la estrecha contra el pecho, como si quisiera protegerla de mí. Le guiño un ojo y la sonrío, pero la niña no responde a mis ofrecimientos de simpatía sino con un gesto hosco, arrugando la nariz y abrazándose aún más a la jirafa de trapo.

Maite consulta el reloj de pared. Se masajea las piernas cubiertas de varices. No parece muy decidida a dejarme sola con la niña; no sé si por desconfiar de mis dotes como niñera o por temer una rabieta de su hija. Por fin la convenzo para que se vaya a trabajar y nos deje solas.




II.


Me resultó muy difícil ganarme la confianza de Carolina. Los primeros días ni siquiera me hablaba. Cogía su jirafa de trapo y se encerraba en su habitación ignorando mi presencia. Al principio, trataba de salvar la barrera que nos separaba irrumpiendo en el dormitorio y obligándola a ir conmigo al parque; pero con ello sólo conseguía que me rehuyese más y más. Se agarraba a los barrotes de la cama con fuerza y cerraba los ojos como si, al dejar de verme, pudiera hacerme desaparecer para siempre.

—Anda, Carolina, sé buena y vente conmigo.

Mas si hubiese sido sorda, hubiera atendido mejor a mis palabras.

De manera que la dejaba tranquila  y, de tanto en tanto, entreabría la puerta para comprobar que se encontraba bien. Nunca la oí llorar. Ni siquiera cuando se iba su madre a trabajar. Pero tampoco conseguía arrancarle una sonrisa; y eso que el año anterior, que estuve como maestra interina, enseguida lograba hacerme querer por los niños valiéndome de bromas y cuchufletas. 

Cuando llegaba la hora de darle la comida, ponía la mesa de la cocina y tocaba una campanilla para que supiera que podía salir de la habitación sin que la molestase. Me sentaba en el salón y la veía reflejada en el espejo del vestíbulo con la jirafa en la silla de al lado. Carolina comía despacio, como si siguiera un ritual. A pesar de no tener más de cuatro años y no haber comenzado todavía el colegio, hacía uso de los cubiertos como una persona mayor, con la finura y la limpieza de quien está acostumbrado a moverse en sociedad. Había de dejarle todos los platos servidos sobre la mesa, incluido el postre, porque si me acercaba, aunque no fuera más que a la puerta, salía corriendo hacia su dormitorio.

No sé cuánto tiempo tardó en ablandarse. A mí se me hizo eterno. Sufría por verla tan sola, con su jirafa de trapo, esperando la llegada de su madre y culpándome de su ausencia. La veía correr hasta el vestíbulo cada vez que se oía el ascensor. ¡Y qué alegría cuando Maite abría la puerta de la entrada! Parecía un torbellino saltando y bailando en torno a su madre, quien, por fortuna, cuando quiso enterarse de mi mala relación con Carolina, hacía tiempo que ya era mía.

Sucedió un lunes. Cuando llegué, Carolina estaba sentada en el vestíbulo con la cabeza baja y lloriqueando. Me arrodillé junto a ella.

—¿Qué te pasa, mi niña?

Carolina me dio la espalda y permaneció de cara a la pared.

—Lleva así desde el sábado —me informó Maite—. Metí la dichosa jirafa en la lavadora y se le ha roto una pata. Es una caprichosa. Con los problemas que tengo yo, ahora me viene con que la jirafa sufre. Pues que juegue con otro muñeco, que anda que no tiene. Yo, a su edad, no tenía más que una cuerda para saltar a la comba. —Cogió el bolso y besó a la niña en la frente. Luego se volvió hacia mí—. No se preocupe, señorita Sofía. Ya se le pasará.

En cuanto nos quedamos solas, saqué la cesta de costura de Maite y me apresuré a coser la pata del muñeco. De vez en cuando, echaba un vistazo al vestíbulo, donde Carolina seguía sumida en la mayor de las tristezas. No tardé más que unos minutos en reparar el estropicio de la lavadora. Dejé la jirafa a los pies de la niña y me volví al salón. Al cabo de unos minutos, Carolina se sentó a mi lado y puso en mi regazo un libro. 

—¿Nos lees El mago de Hoz?

A partir de ese día, me ofreció su cariño de manera incondicional. Cuando llegaba a su casa, era ella la que me abría la puerta. Se colgaba a mi cuello y me cubría el rostro de besos. Dejó de encerrarse en su dormitorio y revoleteaba a mi alrededor como una polilla que juguetea con una candela. Cualquier plan que le propusiera le parecía un sueño, ya fuese balancearse en los columpios del parque, visitar las focas del zoológico o asistir a una sesión de títeres.

¡Dios mío! ¿Qué podía hacerme más feliz que su risa? Sus carcajadas semejaban campanillas de cristal. ¿Qué podía conmoverme más que su dicha cuando la arreglaba ante el espejo de cuerpo entero de la habitación de su madre y le probaba los vestidos reservados para las ocasiones especiales? A veces la llevaba de compras por el centro de la ciudad y, aunque no me atrevía a regalarle nada importante para no ofender a Maite, siempre acababa con algún pequeño detalle: una cinta azul, una pulsera de cuentas de colores, un prendedor para el pelo.





III.


Estoy en mi habitación. Julio me da la espalda para mostrar su enfado. Teníamos que haber estado en el restaurante a las nueve, pero son más de las diez y la situación no tiene visos de cambiar.

—Esto no puede seguir así —repite por enésima vez Julio—. Cada vez que te propongo salir de viaje a algún sitio, aparece la niña esa y nos desbarata los planes.

Quiero replicar, asegurarle que Carolina no tiene ninguna culpa, que Maite no tiene con quien dejarla, que sólo serán dos días... Pero mi marido no me escucha.

—¿Cuánto tiempo llevamos así? Primero se trataba de un entretenimiento temporal que te permitía ganarte un dinerito.  

Nunca me he atrevido a confesarle que Maite no me da nada por quedarme con la niña. ¿Qué me va a dar si no tiene para ella?

—Un trabajillo nada importante —continua Julio, elevando la voz—, sólo hasta que encontrases un empleo de verdad. Luego la empezaste a traer a casa a la salida del colegio. Para ayudarla con los deberes, decías, que Maite no sabe, insistías. Y la niña prácticamente vivía con nosotros, vive con nosotros. Sí, porque Maite la deja aquí con cualquier pretexto. Y tú le compras la ropa, la llevas al médico, la sacas a pasear... Todo el día andáis jugando a la madre y a la hija. ¿O no te hace un regalo todos los años por el día de la madre? Esto va acabar confundiéndola: tú no eres su madre ni ella es tu hija.

Intento interrumpirlo, hacer que entre en razón; pero no me escucha. Sigue con su sermón, recreándose en las palabras, sin prestar atención a mis explicaciones.

—Mira, Sofía. Nunca me he quejado, a pesar de las veces en las que Carolina nos ha robado un tiempo que debía de haber sido para nosotros. Pero me preocupa, de verdad. Me preocupas tú. A veces pienso que la culpa es mía, por no haber podido darte hijos propios...

Me abrazo a él para hacerle saber lo equivocado que está. Lo cubro de besos y le aseguro que mi amor por Carolina no tiene nada que ver con nosotros. Hace cinco años que la niña es mía y a Julio lo conocí después.

—No serán más que dos días. Maite me lo ha prometido —le aseguro casi mendigando—. Es para un trabajillo que le ha salido en la costa, una fiesta en una casa. La han contratado para que sirva la cena y, al día siguiente, un cóctel. La pagan muy bien y ya sabes que Maite no anda sobrada de dinero. 

Pero no han sido sólo dos días. A las pocas semanas, le sale otro trabajo y, después, otro. A veces, no es más que una noche, otras se prolonga todo el fin de semana. No me da muchas explicaciones, únicamente dice que tiene que decir que sí a todo lo que le sale porque, con lo que gana en la frutería, no puede mantener a su hija.

Cada vez que Maite se marcha, Carolina se despide de ella con un beso rápido y a mí me rodea con sus brazos.

—¡Mamá! —exclama en cuanto nos quedamos a solas—, ¿qué vamos a hacer hoy?

Carolina tiene su propia habitación en mi casa: una habitación que hemos decorado juntas. Empapelamos las paredes de un color vainilla con mariposas de vivos colores, y hemos dispuesto un escritorio para que pueda estudiar cuando venga a visitarme, que son casi todos los días. Poco a poco el cuarto se va llenando con los juguetes que no caben en el pequeño dormitorio de la casa de Maite; de peluches y cuentos. Del armario cuelgan los vestidos que yo le compro, con los zapatos a juego. Y un minúsculo tocador ante el que le gusta sentarse en tanto yo le pruebo cientos de peinados.

Lo cierto es que Julio no exagera. Carolina pasa más tiempo en nuestra casa que en la de su madre; pero, si con ello, además de ayudar a Maite, la niña es feliz, yo soy feliz, ¿qué se puede objetar?

No puedo negar que a veces Julio sale perdiendo, que parece que lo abandono cuando aparece mi niña; pero ¿puedo hacer otra cosa? Carolina es todavía muy pequeña y me necesita más que él. 

El verano pasado Julio me sorprendió con un viaje por la costa cantábrica. Íbamos a emprender una aventura, con los sacos de dormir y nuestras botas de senderismo para recorrer los campos sin destino prefijado. Una aventura que sabía me iba a enamorar; como me enamoró aquella en la que lo conocí. Sólo que, en esta ocasión, estaríamos él y yo, sin nadie más que perturbase nuestros deseos de intimidad. Guardó el secreto durante meses. Lo imagino ante la pantalla del ordenador anticipando nuestra dicha mientras planifica las rutas que podemos tomar. Julio presume de ser el más pragmático de los dos, de tener los pies sobre la tierra y no dejarse llevar por fantasías; pero en el fondo es un romántico. De manera que compró a escondidas mochilas, linterna último modelo, crema de protección solar para un regimiento, un kit de supervivencia, la tienda de campaña y hasta un tablero de ajedrez para entretenernos por las noches ante el fuego. No me dijo nada hasta tres días antes de nuestra partida. Me tapó los ojos por detrás y me condujo al garaje, donde tenía guardado todo el equipamiento para nuestra aventura. ¡Qué entusiasmo, Dios mío! Cuando abría los paquetes, parecía un niño chico.

—Mira esta lamparilla. Cuando la colguemos en la tienda, te creerás en un palacio de las Mil y una noches —reía mi Alí Babá en su cueva.

Pero Maite nos frustró el viaje romántico. La tarde anterior a nuestra partida, me llamó al móvil. 

—Ay, señorita Sofía, no se puede creer lo que me ha sucedido. Me ha salido una casa en Barcelona. ¡Todo el verano! —Hablaba con la voz entrecortada por la emoción—. Y no se crea que para hacer nada costoso. No, no. Sólo tengo que hacer compañía a una señora mayor. Verá, señorita, resulta que vive con su hija y ésta se va no sé dónde, al extranjero o cerca de allí. Y me va a pagar... bueno, me va a pagar para pasar todo el invierno sin preocupaciones. Y Carolina está tan contenta de pasar el verano con ustedes... Ya sabe que no se lo pediría si tuviera con quien dejarla —añadió a modo de disculpa.

—Pero no me va a ser posible cuidar de Carolina —repliqué con la culpa obstruyendo mi garganta al imaginar la carita desamparada de mi niña—. Mañana nos vamos de acampada.

A Maite no le pareció que aquel fuera un inconveniente para que yo me hiciera cargo de su hija.

—¡Oh! —exlamó—, eso no es problema. Carolina se adapta a todo. A ella, si va usted, lo demás le da igual. Si no, tendré que dejarla sola en casa y son muchos días; aunque tal vez me sea posible venir cada poco, los fines de semana, tal vez. No es que tema que pueda ocurrirle nada, pero...

Acepté agobiada al pensar que su madre la pudiera dejar sola en casa los dos meses de verano con tal de no perder un empleo. En ese momento, Julio desapareció de mi memoria: Carolina me necesitaba porque su madre no podía ocuparse de ella. Maite lleva años encadenando un trabajo tras otro, angustiada por la posibilidad de quedarse en la calle con una niña que cuidar. Quiere a Carolina, sí, pero su amor se manifiesta rodeándola de bienestar, aunque ello suponga renunciar a su compañía. Nunca he llegado a saber quién fue el padre de la niña, si las abandonó o murió. A Maite no le gusta hablar de ello ni yo le inspiro suficiente confianza para contármelo. Lo único cierto es que no tiene a nadie que le ayude a afrontar su maternidad. Y, aun así, a veces me cuesta entender ese afán exagerado por darle una vida mejor a su hija. No sé lo que hubiese hecho yo en su lugar, pero lo que tengo claro es que no me hubiese separado con tanta alegría de ella por mucho que necesitase el dinero. Si Carolina fuese mi hija, no habría nada ni nadie capaces de separarme de ella. Si Carolina fuese mi hija... Si Carolina fuese mi hija. Pero, ¿acaso, en cierto sentido, no es ya hija mía?, ¿hija no de mi sangre, sino de mi corazón? 

De manera que le dije que no se preocupara, que Carolina se podía venir con nosotros de vacaciones. Y se lo dije anticipando la dicha de compartir con ella un verano entero. Y se lo dije sin tener en cuenta que Julio también debía dar su parecer sobre un viaje que había organizado para nosotros dos.

Sí, debí preguntárselo a Julio primero. Sí, es cierto. Pero, por ceder en favor de una niña indefensa que sólo me tenía a mí, no se iba a morir. Con motivo de mi insistencia por llevarme a Carolina con nosotros, tuvimos nuestra primera gran bronca. No le importó herirme proponiéndome que adoptásemos a un niño, que sería nuestro hijo y de nadie más, aseguró. Como si mi amor por Carolina no fuera sino una manera de superar la frustración por su incapacidad para darme hijos propios. Como si no la quisiera por sí misma; como si se la pudiera sustituir como se sustituye un abrigo viejo por otro nuevo.

Finalmente, nos fuimos de acampada y Carolina se fue con nosotros.

Desde entonces, Julio tiene mucho cuidado cuando habla de la niña, como si temiese hacerme daño. Cuando está con nosotras, se muestra cariñoso con ella y la ha enseñado a jugar al ajedrez. Se pueden pasar horas ante el tablero sin acordarse de mí. Y yo soy muy feliz al verlos. Sin embargo, a veces, cuando el timbre de la puerta anuncia la llegada de Carolina, creo atisbar una pincelada de tristeza en el fondo de la pupila de mi marido.




IV.



Es la función de fin de curso y mi Carolina tiene un papel importante en una de las obras que se representan. Hace de princesa hindú. Llevamos un mes entero confeccionando el traje. Lo hemos copiado de un libro ilustrado que había en casa de mi padre. Es un sari azul turquesa, de una tela tan suave que se confunde con la seda. El borde es una cenefa dorada, a juego con el chal con el que se cubrirá sus bucles cobrizos. Tardamos una semana en dar con el calzado adecuado: unas babuchas color aguamarina bordadas con hilo de plata. Carolina está tan nerviosa que se ha venido a dormir a mi casa para que esta mañana la ayude a vestirse. ¡Qué guapa está! No creo que el marajá más poderoso tenga una princesa tan bella. Al mes que viene cumple doce años y ya se vislumbra la hermosa mujer en la que va a convertirse.

A primera hora de la mañana, la he dejado en la puerta del colegio antes de ir a la peluquería. Mientras espero con el tinte en el pelo, pongo un mensaje a Maite para recordarle que a las tres me paso por su trabajo a recogerla. No me fío de ella. El año pasado también prometió acudir a la fiesta de Carolina y en el último momento dijo que no podía, que su jefe le había pedido que hiciese no sé qué tontería. Parece mentira la poca importancia que le da a las cosas de Carolina. 

—Sólo es una función escolar —refunfuñó cuando ayer le insistí que no podía faltar—. Si fuera una obra de teatro de verdad...

¡Una obra de teatro de verdad! ¡Puaf! ¿Qué se cree que va a hacer Carolina?, ¿el ganso?

Después de la peluquería, llego a casa con el tiempo justo para vestirme. ¡Menos mal que ayer dejé preparado el vestido que me voy a poner! Aun así, me demoro un poco con el maquillaje. Quiero estar perfecta para mi niña y no acabo de verme favorecida con la barra de labios color sandía. Consulto el reloj de pulsera, el despertador que parpadea desde la mesilla de noche. Si no me apresuro, no llegaré a tiempo para ver a mi niña. Un instante antes de salir de casa, me entra la duda sobre los zapatos que me quedarán mejor: ¿los beis con la puntera calabaza?, ¿los negros de charol? Elijo estos últimos porque los compré con Carolina y sé que le gustan. Doy dos vueltas antes el espejo y, al fin, voy en busca de Maite.

—¿No va demasiado arreglada, señorita? —me pregunta en cuanto me ve sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su desaprobación.

Llegamos al colegio media hora antes de que empiece la fiesta, pero no consigo ver a mi niña entre los alumnos que pululan por el escenario. Hubiera querido darle un beso antes de su actuación, para insuflarle mi aliento. Aunque sé que no le va a hacer falta: es la mejor de la clase, la que tiene más talento.

Ante nosotras desfilan un número tras otro. Los pequeñines, vestidos de duendes, los del primer curso, que portan los estandartes, el narrador, el granjero... Estoy disfrutando mucho con la función, pero Maite se aburre.

—Si llego a saber que iba a retrasarse tanto en salir, venimos más tarde. —Se removió en su asiento como si estuviera incómoda—. A mi jefe no le gusta que salga de la frutería en horas de trabajo.

—Pero, Maite, si es tu tiempo de descanso...

—Pero siempre hay algo que hacer y para perder el tiempo en estas niñerías...

Guardo silencio para evitar una discusión. ¿Acaso Carolina no se merece unas horas dedicadas a ella sola?

Últimamente Maite se muestra muy combativa conmigo. Me lleva la contraria por todo y, cuando ve que no tiene razón, busca la complicidad de Carolina, como si quisiera decirme que a pesar de todo, la niña es suya. Mi pobre Carolina no sabe qué hacer, porque si se atreve a darme la razón, Maite rompe a llorar. Yo le digo que no se preocupe, que tiene que hacer todo lo que esté en su mano para que Maite sea feliz; pero se me parte el corazón porque veo cuánto sufre, mi niña. A veces, cuando está en mi casa haciendo los deberes, la llama para que acuda con urgencia a su lado. Y no le causa ningún rubor descubrirnos que tal emergencia no es sino una nimiedad, un capricho del que se vale para separarnos. Estos celos que siente por mí nos están haciendo daño a las tres. Ya me lo advirtió mi padre:

—Algún día Maite se cansará de jugar a la madre necesitada y te la quitará. La reclamará porque es suya y te romperá el corazón.

Por fin sale a escena Carolina, la niña de mi corazón. Todo el salón de actos del colegio se llena con su presencia. Es la mejor recitando su papel, que yo murmuro al mismo tiempo que ella. Sus movimientos son suaves, deliciosos. Su mirada se cruza con la mía un instante y soy la mujer más feliz del mundo. Ninguna de las madres que asisten a la función se puede comparar conmigo; ninguna está tan orgullosa de su hija como lo estoy yo de la mía. Su pecho también se ensancha de alegría cuando me ve. Por un instante, parece que va a perder la concentración, pero no. Desvía la mirada y vuelve a su recitación.  Por el rabillo del ojo, veo a Maite. Parece muy concentrada. Un destello en la pupila la delata. Se siente tan orgullosa de la niña como yo.

Cuando finaliza la función, Carolina corre hasta nosotras y nos cubre de besos. Me rodea con sus brazos y me susurra al oído:

—Eres la madre más joven y más guapa del mundo.

A continuación, dirige su mirada a su madre. Apenas unas milésimas de segundos, pero suficiente para dejar traslucir su disgusto. Siento pena por Maite, por su falda gastada de tweet; su blusa blanca de algodón, en la que se ven unas manchas oscuras, sus piernas desnudas, sus varices. Siento lástima al pensar que tal vez sea lo mejor que tiene o que no ha encontrado tiempo para cambiarse. Carolina trata de recomponer su expresión, pero Maite ya ha reparado en ella. Me da la espalda para demostrarme su despreció y, al volverse, da una patada a un charco y me salpica los zapatos negros de charol. Sólo entonces asoma una sonrisa en su rostro: la primera de la tarde.




V.



Hacía seis meses que Julio me había abandonado por una compañera del trabajo. No lo vi venir. Es cierto que, en los últimos tiempos se mostraba ausente, como si le rondase por la cabeza alguna preocupación; pero, desde que nos conocimos, siempre había mostrado cierta tendencia a la melancolía. No quiso darme explicaciones sobre los motivos que le habían llevado a buscar en otros brazos el amor que yo le daba. Sólo, antes de cerrar la puerta y marcharse, me dijo con inusitada tristeza:

—Yo no te abandono, Sofía. Has sido tú la que me has abandonado hace mucho tiempo. Ojalá Carolina no te rompa el corazón como me lo has roto tú a mí.

Durante días permanecí como muerta, sin querer salir de mi habitación. No tenía fuerzas para acudir al trabajo y había de hacer un esfuerzo para comer. Ignoro qué habría sido de mí si no me hubiese prestado su auxilio Carolina. Con quince años, era una jovencita sensible y comprensiva. Sin hacer caso de las protestas de Maite, se instaló en mi casa y se ocupó de que olvidase el dolor que me había causado Julio. Qué delicada cuando se sentaba a mi lado y me leía mis fragmentos favoritos de Jane Eyre; o cuando me obligaba a salir con ella a dar un paseo por la alameda que se divisa desde mi balcón. Otras veces se limitaba a permanecer en silencio respetando mis deseos de sosiego. Realizaba las tareas escolares en la mesa del comedor para no privarme de su compañía; o me animaba con cientos de historias sobre los pequeños acontecimientos del día.

¡Ah!, pero Maite no nos iba a conceder ni una semana de paz. Al tercer día la llamó para que acudiera a su casa a ayudarla a hacer limpieza en el desván. Como si tirar unos cuantos trastos viejos que llevan años cogiendo polvo fuera más importante que aliviar mi pena. Carolina puso todo su empeño en tratar de convencerla de que esperase un poco. Le prometió ocuparse ella sola en arreglar el trastero si le permitía quedarse unos días más conmigo, hasta que me encontrase mejor de ánimo; no obstante, Maite fue implacable: debía acudir a su llamada inmediatamente.

Maite se mostró insaciable. Después del desván, fue una jaqueca, que fuera a hacer la cena, que no tenían pescado... La llamaba con cualquier excusa, por la mañana, por la tarde, por la noche... Siempre que le constaba que ya había salido del colegio. La llamaba, lo sé, para dejarme claro que ella, y no yo, era, es y será su madre. La llamaba sin importarle si Carolina estaba haciendo o no los deberes. En el momento más inesperado, sonaba su móvil. Nada tenía prioridad si andaba ella por medio.

—¿No podrías esperar un poquito? —le pedía Carolina con voz zalamera.

Pero Maite no se dejaba conmover con la dulzura de la niña.

—No, no puedo esperar. Cuando tu madre te llama, es porque te necesita. Y eso no tiene réplica.

Carolina contemplaba desolada los libros y cuadernos esparcidos por la mesa.

—Pero, mamá, Sofía me está ayudando con la química...

—Ya te he dicho muchas veces que no nos podemos permitir una profesora particular.

Carolina salía de la habitación para que yo no pudiese oír más despropósitos: Maite siempre se las arreglaba para deslizar alguna frase con la que herirme y no perdía ocasión para dejar claro que su madre era ella.

A veces, me asaltaba una horrible sospecha. Me parecía que, desde mi separación de Julio, la hostilidad de Maite hacia mí se había recrudecido; como si, al quedarme sola, hubiese descendido en el nivel de su estimación y ella hubiera perdido el reparo que le producía atacarme. Abandonó el tono pomposo con el que se dirigía a mí y, aunque no había llegado a llamarme por mi nombre, dejó de hacer uso del «señorita».

A mí todas aquellas niñerías me traían al pairo; pero sufría por Carolina. Todo el empeño que ponía Maite en afirmar que ella, y sólo ella, era su madre sólo servía para alejarla más y más. Porque ¿a quién se le puede llamar madre?, ¿a quien te une sólo un vínculo de sangre o a quien te da su vida, su alma y su corazón? ¿A quién le cuenta Carolina sus alegrías y sus pesares?, ¿quién ha estado a los pies de su cama cuando tenía fiebre?, ¿quién le ha dado consuelo cuando se ha despertado llorando asustada por una pesadilla? ¿Quién?, ¿quién? Si alguien ha sido la madre de Carolina, he sido yo. ¿O no fui yo la que me di cuenta de que, con esta guerra absurdamente declarada por Maite, la que más iba a sufrir era Carolina, mi niña?

Con el fin de concertar un alto el fuego, se me ocurrió invitarlas a cenar un sábado. 

Me levanté temprano para comprar lo más exquisito de una tienda de delicatessen. Me dejé envolver por el aroma de las especias, el olor a caramelo fundido. En los anaqueles se exponían cestas con legumbres, judías de colores jamás concebidos, pastelillos de sabores inverosímiles: dulces, salados, picantes... Detrás del mostrador, una joven de unos treinta años, removía el contenido de un perol que hervía sobre un hornillo y despedía un olor a mantequilla. Vagué por la tienda hechizada por la variedad de artículos y sin decidirme por ninguno. Nada me parecía suficiente para agasajar a mi niña. Le pedí consejo a la encargada de la tienda, quien, después de contarle el motivo de la cena, se ofreció a confeccionarme un menú y a ayudarme a arreglar el comedor.

A las cinco de la tarde, se presentó en mi casa cargada de bolsas y paquetes. Desplegó sobre la mesa un mantel de hilo blanco luminoso y repartió aquí y allá candelas que llenaron el salón de aroma a sándalo. De uno de los paquetes, extrajo la vajilla, blanca con el filo plateado, y los vasos de cristal tallado, redondos y rechonchos, casi esféricos. Toda la casa resplandecía como en un sueño. Sobre la encimera de la cocina, se exponía el exquisito menú que había elegido para mí: caviar de erizo, coca hojaldrada de foie, tartar de salmón, risotto de verdura y queso, y, para el postre, un pastel de panna cotta y frambuesa.

Aplaudí entusiasmada al contemplar aquellas maravillas que parecían haber salido de un cuento de Las mil y una noches. Quise abrazar a mi genio de la lámpara, pero me apartó de su lado.

—Mi recompensa será que mañana me cuentes que la cena ha sido maravillosa.

Me tendió una botella de licor de cerezas y me dejó esperando a mis invitadas.

La cena no empezó con buen augurio. Llegaron con dos horas de retraso, cuando ya creía que les había sucedido alguna desgracia. Carolina inició lo que parecía ser una disculpa, pero Maite la cortó al instante.

—Deja, deja eso. Lo importante es que ya estamos aquí.

Creí ver en los ojos de mi niña vestigios de lágrimas, pero cuando le iba a rozar el párpado con el dorso del dedo, Carolina desvió la cara. Sospeché que la causa del retraso había sido una discusión entre madre e hija, mas no le pude preguntar por estar Maite delante. 

Como me había indicado la dueña de la tienda de delicatessen, unos minutos antes de la cena, me dispuse a prender las velas. En unos minutos, se extendió por la estancia una deliciosa fragancia a sándalo. Carolina lo aspiró extasiada pero Maite se quejó de su intensidad. 

—Estos olores tan fuertes me marean —aseguró.

De manera que las apagué de nuevo y las guardé en mi habitación para que no la molestasen. Pero Maite no se quedó satisfecha. Había venido con la intención de estropearnos la cena y no se contentó hasta que no lo consiguió. Apenas probó ninguno de los platos exquisitos: el caviar, por ser de erizo, le daba repelús, el tartar era un plato muy pesado para su digestión, la coca estaba demasiado salada y el pastel, demasiado dulce.

—Es que nosotras no estamos acostumbradas a comidas tan sofisticadas —repetía una y otra vez, ignorando o haciendo que ignoraba a Carolina, quien se esforzaba por alabar cada plato para que no me sintiera mal.

—Está delicioso —me aseguraba mi niña relamiéndose—. ¿Puedo repetir?

Me dirigí a la cocina e improvisé para Maite una tortilla francesa y una ensalada.

Pero no fue hasta el final de la cena cuando todo se vino abajo. Después de trasegar tres vasos de licor, Maite me agradeció la velada. Me la agradeció a su manera, claro.

—No sé cómo darle las gracias por las molestias que se ha tomado por Carolina y por mí —comenzó—. Todo tan bonito y tan elegante... Se ve que le ha llevado mucho trabajo.

Moví la cabeza para quitarle importancia. 

—Cuando se quiere a la gente como yo os quiero a vosotras, ninguna tarea supone un esfuerzo —le aseguré—, y he disfrutado mucho con los preparativos. 

Pero Maite siguió con su perorata sin dar muestras de haberme oído.

—Nosotras somos gente sencilla y con cualquier cosa nos conformamos; es más —continuó con un deje de irritación—, ni siquiera sabemos apreciar tales delicadezas. Nosotras con un trozo de pan y un poco de queso, nos contentamos.

—Mamá...

Carolina quiso replicarla, pero le hice un gesto para que lo dejase pasar. Maite no reparaba en nuestro malestar y continuaba con sus alabanzas a la cena sin dejar claro si su intención era congraciarse conmigo o reprenderme por el dispendio.

—Es todo tan precioso, que cualquiera que se empeñase en pensar mal podría decir que quiere impresionarnos.

Maite se sirvió otro vaso y lo bebió de una vez. Carolina me dirigió una mirada de disculpa y retiró a una esquina de la mesa la botella de licor. Esta vez, Maite se percató del diálogo mudo que nos traíamos entre manos.

—¡Lo sabía! —exclamó. Se levantó de su silla y me increpó—. ¡Lo sabía! Lo he sabido desde el principio. Sólo quieres indisponer a mi hija contra mí.

Un mechón de su moño le cayó sobre el ojo y le dio una extraña expresión.

—Mamá, por favor —musitó Carolina.

Pero Maite no la escuchaba.

—Como no tenías hijos propios, quisiste quitarme la mía. Y te valiste de lo único que yo no podía darle: del dinero. Creíste que la podías comprar con dinero, con los juguetes más caros, los vestidos más exclusivos...

No hice ningún intento por defenderme, consciente de que aquella discusión a quien más daño podría hacerle era a Carolina.

—Pero no te bastó con tus alardes de dinero —manifestó indignada y tuteándome por primera vez—, quisiste envilecerme ante mi hija, mostrarle mi ignorancia con tus clases de química, de matemáticas; evidenciar que yo no sabía nada y tú lo sabías todo, hacerte imprescindible, en suma. Pero ¿sabes una cosa? La madre de Carolina soy yo. Tú ni siquiera eres de nuestra familia.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Carolina, que no hizo nada por enjugársela. Alargué la mano por debajo de la mesa y acaricié la de mi niña. ¡Cuánto sufría! ¿De verdad se creía Maite su madre? Una madre no pone tanto empeño en romper el corazón de una hija. Una madre vela sus sueños, como he hecho yo desde que la conocí; una madre no abandona a su hija por un puñado de monedas.

—Pero esto se va a acabar —prosiguió Maite más y más colérica—. Esto se va a acabar porque yo le voy a poner fin. Vas a recoger todas las cosas que tengas en esta casa y te vas a despedir de Sofía, Carolina, que ya eres muy mayor para tener niñera. Y cuando digo tus cosas, me refiero a las que te he comprado yo, el resto, se lo devuelves a Sofía. Mañana le traigo yo lo que quede en casa.

A partir de entonces, se me confunde en la memoria el llanto de mi hija, mis intentos por calmarla, los empujones de Maite para impedirme acercarme a Carolina, mis gritos, mis reproches. Se me nubló el entendimiento. Se me nubló el entendimiento, sí. Se me nubló el entendimiento y me temo que dije cosas que sólo sirvieron para herir en lo más hondo a mi hija. Le recordé las veces que Maite la había dejado a mi cuidado, cómo aprovechaba los fines de semana y las vacaciones, los únicos momentos en los que podía disfrutar de Carolina, para salir corriendo detrás de empleos en los que no le daban más que unas migajas; en tanto yo estaba siempre ahí, para acompañar su infancia, gozarme de sus alegrías y dolerme de sus pesares.

—¿Quién es tu madre, entonces? —le pregunté en un grito desesperado—. ¿Quién es tu madre?, ¿quién?, ¿la que te trajo al mundo para luego dejarte abandonada o quien te lo ha dado todo: su vida, su alma, su corazón? ¿Quién es tu madre, Carolina?, ¿quién?, ¿Maite o yo? Dínoslo para que finalice esta guerra. ¿Quién es tu madre, hija mía? Sólo tú puedes resolver este dilema. ¿Ella o yo? Decide tú, hija mía, decide tú.

Carolina me miró como si no me conociera. Se le secaron las lágrimas, pero una inmensa tristeza asomó a sus ojos. Se levantó de la silla y se acercó despacio. Me acarició con ternura la mejilla y depositó un leve beso en mi frente. Luego, se volvió en silencio y le tendió la mano a Maite. En silencio, recogieron sus bolsos y sus chaquetas. Nunca me han parecido tan semejantes, tan lejanas a mí. La mayor desprendía una extraña calma; no como quien exhibe el signo de la victoria, sino la apacibilidad de quien sabe que la desgracia ya ha pasado, que ha sobrevivido indemne a un terrible cataclismo. De pronto, oí cerrarse la puerta de casa. No hubo más reproches pero tampoco una despedida. En ese momento lo supe: había perdido a mi hija.









15 comentarios:

  1. ¡Impresionante, Ana, me fascinó el relato! Lograste en un pausado crescendo mostrar cómo se transformaba la relación de Sofía y Carolina, en tantos detalles que las iban acercando.
    La posesividad exagerada, el apego entre ambas desataron los celos de Maite, que también expresaban otro tipo de posesión, el de la sangre, ya que había sido cómodo para ella que la criara Sofía.
    El final es triste para las tres, porque Carolina no creo que se vaya con la madre por amor, sino por lástima, por el deber de hija.
    Te felicito y fue un placer leerte.
    Un abrazo grande.

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    1. No sabes cómo me alegro de que te haya gustado. Está basado en una historia real que me impresionó mucho.
      Mil gracias por leerlo y un beso muy grande

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  2. ¡Anda! no me había dado cuenta de que habías escrito.
    Ya lo leeré con calma desde que pueda, es un relato largo que merece, conociendo tu forma de escribir, atención y tiempo.
    Un beso, y lo dicho Ana, a recuperarte, déjate cuidar ¿vale?

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  3. ¡Relatazo, Ana! Al fin pude imprimirlo y leerlo de vuelta del trabajo y solo te digo que comencé la primera palabra y terminé sin darme cuenta de que llegaba a mi parada.
    Es una historia de emociones en la que consigues mostrar una relación y una evolución de la misma. Algo que de inicio se muestra como un favor, un gesto amable, va creciendo y enrareciéndose en un trío claustrofóbico y mal sano. Cada personaje evoluciona de acuerdo con sus miedos. La inseguridad de Maite, el deseo maternal de Sofia. Y, por supuesto, hay víctimas, todas ellas y Julio.
    He leído tu comentario a Mirella donde mencionas que está basado en una historia real. Bueno, dicen que los escritores son unos vampiros en constante caza de una historia, pero hace falta tener mirada de escritor para hacerla trascendente.
    Una reverencia y un abrazo, querida Ana.

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  4. Miles de gracias, David, por tus palabras. No sé si te pasa a ti pero yo, cuando ya subo un relato al blog, me entran un montón de dudas y empiezo a encontrar cientos de faltas. Así que tus comentarios me han animado mucho.

    A ver si me paso por tu blog y te leo un poquito, que me apetece mucho.

    Un beso muy grande

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  5. Formidable relato, Ana. En el que das muestra de tu oficio y sensibilidad al escribir. Pausadamente nos vas desgranando detalles, realizando un minucioso análisis psicológico de las tres mujeres y haciendo que el lector observe lo que sucede en cada escena reteniendo y sumando piezas que acaban conformando el puzle final.

    Las historias hay muchas formas de contarlas pero tú lo has hecho desde la radiografía interior, la que queda grabada en la mente, y eso no es fácil.

    No me resta más que felicitarte y quitarme el sombrero ante ti.

    Besos.

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    1. No sé cómo agradecerte tus palabras. Me siento muy halagada. Es una historia que lleva tiempo rondándome por la cabeza porque se basa en una real que conocí de niña y no creas que me he quedado muy satisfecha con el resultado.

      Un beso muy grande, querida Manoli, y gracias por leerme

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  6. Hola Ana muy bien llevada toda la historia, me ha tenido pegada a la pantalla esperando saber cómo acabaría aunque ya intuía que las relaciones se estaban enquistando. Es curioso como la madre utiliza a Sofia como canguro y cuando ve el cariño que le tiene su hija le entran los celos. Sentimientos peligrosos, Sofía se olvida de su pareja y se centra en una hija que no es suya, cubriendo unos deseos que pueden ser terminados por la egoísta madre.
    Los sentimientos los has dibujado perfectamente y se acaba cogiendo inquina a esa madre egoísta que solo recuerda a su hija para dañar pero Sofia se olvida de su propia vida y eso es un error.
    Besos Ana
    pd por cierto disfruté mucho con la lectura de tu novela.

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    1. Tanto Sofía como Maite tienen una idea equivocada de cómo tiene que ser el amor a una niña. Maite porque se cree que debe sacrificarse para tener un mayor bienestar económico y Sofía porque llega a creerse con mayor derecho madre de Carolina. Por desgracia, en estos casos son los niños los que pierden.

      Me alegro mucho de que te haya gustado mi novela. Miles de gracias por leerla y por pasarte por aquí.

      Un beso muy grande

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  7. ¡Ay Ana! ¡Qué triste!, las dos mujeres encierran una tragedia y un triste destino. Relaciones ciertamente tóxicas entre todos ellos, inluido el asfixiante amor de Sofía por la niña. Sofía de corazón generoso, Maite más egoista. Daños colaterales la niña y el matrimonio roto.

    Una historia que va in crescendo y con un buen manejo de los diálogos en los que te mueves ya con soltura y naturalidad.

    Un beso señora escritora.

    ¿Cómo va esa pierna Ana?

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    1. Aquí estoy recuperándome con más lentitud de lo que quisiera, pero no estoy muy mal.

      Como dices, las relaciones tóxicas acaban con todos. Tal vez si Sofía no se hubiera creído madre de la niña, se hubiese roto ese círculo maligno.

      Un besazo, Isabel

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  8. Hace años que leo tus cosas y me he quedado pensando en el modo en que has evolucionado, me da la sensación de que has encontrado tu forma de contar más genuina para abordar los temas que te importan y elaborar historias para poner las palabras adecuadas en boca de tus personajes a fin de tocarnos el corazón. Lo que más me ha agradado al leer la triste historia de Carolina, tironeada entre ambas "madres", es la capacidad que tienes de deshojar con minuciosidad los sentimientos y de describir las emociones. Me gusta mucho, mucho, el cuidado que pones en la escritura del texto para que quienes te leemos lo hagamos de corrido y sin obstáculos lo cual le da más elegancia a la prosa y nos anima a seguir adelante sin demora. Tu narrativa, Ana, cada día crece más, tus historias enamoran y vuelven más luminosa tu literatura.
    Ariel

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    1. ¿Qué te puedo decir? Tus palabras me llegan al corazón y me espolean a esforzarme para mejorar y ser algún día merecedoras de ellas. Muchísimas gracias, querido Ariel, tenerte de lector es para mí un privilegio casi tan grande como el placer que me produce leer tus relatos.
      Un abrazo muy grande

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