lunes, 21 de marzo de 2022

Si no tardas mucho…. Primera parte





Si no tardas mucho, te espero toda la vida.

Oscar Wilde





Una mañana de abril Gabriel se levantó muy temprano. Quería ser de los primeros en llegar a las oficinas del Real Conservatorio de Madrid para inscribirse en las pruebas de admisión a los estudios superiores de música. Sabía de otros años que la fila de los que se animaban a aguardar hasta el final podía dar la vuelta a la manzana, de modo que salió de su casa a las seis y veinte.


—¡Espera! —le gritó su madre desde la ventana—. ¿Es que no te vas a tomar nada para soportar la mañana?


Pero Gabriel ya doblaba la esquina. 


A pesar de su carrera apresurada, cuando llegó a la puerta del Conservatorio, la cola de aspirantes se prolongaba más de un kilómetro. Se dispuso a armarse de paciencia y esperar respetando su turno detrás de la última: una chica alta y rubia, diferente, según le pareció, a todos los que aguardaban con paciencia la apertura de la puerta. Con un vestido demasiado veraniego para una mañana tan fresca, zapatos de alto tacón y el pelo con mechas cuidadosamente peinado, se diría que se hubiese equivocado de fila, entre tanto pantalón vaquero, botas estilo militar y sudaderas con capucha.


—Hace mucho frío, ¿verdad? —le preguntó para entablar una conversación—. Nadie diría que estamos en primavera.


La mirada glaciar que acompañó el silencio de la chica hizo que se sintiese ridículo con su comentario. Para reafirmar sus escasos deseos de hablar, la joven extrajo de un gran bolso un libro y fingió enfrascarse en la lectura.


A mí no me engañas, que el truco del libro está muy visto, que es imposible que distingas las letras entre tanta oscuridad; que la luz de esa farola ni es luz ni nada que se le parezca.


 Curioso, se asomó por encima del hombro y pudo atisbar o, más bien, adivinar el título: El amor en los tiempos del cólera de García Márquez. 


Aquella fue la primera vez que la vio.

 

La segunda vez fue el día de la prueba de acceso. Allí estaba ella, sentada en el aula que antecedía a la sala de audición; cerca de él, con un libro entre las manos, como el mes anterior. Esta vez, una novela de Charlotte Bronte: Shirley, como pudo leer en la portada. No le bastó más para hacerse una idea de cómo podía ser ella. 


Si le gusta la música y las grandes novelas de amor, tiene que ser una chica sensible y romántica. 


—Otra vez nos toca juntos —le dijo con tanto entusiasmo que temió espantarla.


La chica sólo esbozó una sonrisa y regresó a su libro; pero Gabriel no se desanimó.


—¿Tú qué instrumento tocas? —Llenó el silencio entre ambos con su propia verborrea—. Yo vengo a ver si me cogen y puedo perfeccionar mi dominio del violín. Ya lo he intentado dos veces y, hasta ahora, no he tenido suerte, pero, ya sabes, a la tercera, va la vencida. ¿Y tú?, ¿cuál es tu instrumento?, ¿por dónde tira tu talento?


De su empeño por entablar conversación y saber más de la chica, sólo sacó que tocaba el clarinete. Aquello también le gustó. 


—¡Vaya! —exclamó con admiración—. ¡Es increíble!


Además de romántica, es original. ¿Se puede pedir más? No estudia piano, como la mayoría de las chicas, ni siquiera violín, como yo. No. Lo suyo es el clarinete.


Pero antes de animarse a iniciar una conversación, la chica se levantó de su asiento.


—Disculpa —le dijo—. Ya me toca.


Lo cierto es que todavía se oía la machacona interpretación de violonchelo del aspirante que se examinaba en la sala de audición. 


¡Menuda disculpa para quitarme de en medio!


Cuando al cabo de dos horas lo llamaron para realizar la prueba, no pensó en la posibilidad de fallar, como las otras veces. Ni en el ultimátum que le había dado su padre: si no lo admitían en esta ocasión, tendría que buscarse otro modo de ganarse la vida. Borró de su mente los últimos años de sacrificios, las horas robadas a los juegos infantiles, a los amigos, a los primeros escarceos amorosos. Olvidó el dolor de los fracasos, la amargura de las frustraciones cuando una pieza no salía como debía salir. Olvidó los esfuerzos por convencer a sus padres de que la música era para él más que una diversión. Olvidó que se la estaba jugando, que aquella era la última oportunidad para hacer realidad su sueño. Lo olvidó todo, mientras en su mente oía la voz de una joven envuelta en una melodía de clarinete. Y este olvido le abrió la puerta del Conservatorio. El segundo movimiento de la Sonata número 1 de Bach le salió casi perfecto. Para sorpresa de su familia, y la suya también, una semana después supo que había sido admitido y supo, sin que le cupiese duda alguna, que se había enamorado. 


Ella es distinta, es atractiva, es romántica, es original; además, ha resultado ser mi musa.

 

Hasta mediados de curso, no logró hablar con ella, pese a haberlo intentado una y otra vez. La encontró sola en la cafetería a la hora de comer. Gabriel no se lo pensó ni un instante y se sentó frente a ella en su mesa. 


—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó temeroso de recibir una respuesta afirmativa—. He dado mil vueltas por ahí y no he visto ningún sitio libre.


Se mordió la lengua hasta probar el sabor a óxido de la sangre. Al fondo del comedor se veía una fila entera de sitios libres, pero si la chica se percató de su mentirijilla, no dio muestras de ello.


—No te importa, ¿verdad? No te molestaré, en serio.


Si sigo hablando como un tonto, la acabaré ahuyentando para siempre. 


Los primeros minutos, ninguno dijo nada. Gabriel apenas probó una cucharada de un caldo que no le supo a nada. Toda su atención estaba centrada en la fascinante chica. Un ojo se le iba a la mano blanca que sostenía con elegancia el tenedor mientras que con el otro, la examinaba de arriba abajo. Todo en ella le resultaba un prodigio de belleza. La melena que cosquilleaba sus hombros, los labios rosados, que apenas abría al comer, los dientes, tan diminutos que se dirían de leche, el modo de inclinar la cabeza hacia un lado como si así pudiese oírlo mejor, los ojos, que chisporroteaban antes de permitir que una sonrisa se irradiara por todo el rostro... También en aquella ocasión la acompañaba un libro. Gabriel echó una ojeada a la portada.


—¡Derecho Penal! —exclamó entre sorprendido y algo desencantado—. ¿Qué tiene que ver una materia tan fría y cuadriculada con una artista? ¿No serían más apropiados los Veinte poemas de amor y una canción desesperada?


La joven mostró sus dientes de niña en una carcajada que a Gabriel le resultó deliciosa.


—Es que de artista, me temo, tengo poco. —Se retiró, con un soplo, un mechón que le cayó sobre la nariz—. Soy realista. Algún día me tendré que ganar la vida y el clarinete no me va a dar de comer.


—Yo creo que tienes mucho talento —replicó el violinista con convicción—. A propósito —añadió tras extender la mano hacia ella—, soy Gabriel.


—¡Cómo si no lo supiera! —volvió a reír la chica—. El chico más preguntón de la clase de Armonía: Gabriel Guzmán. El sabiondo que nos desespera a todos porque no permite que avance la clase. 


Gabriel rezongó como protesta por el retrato tan poco favorecedor que hacía de él, lo que provocó una nueva carcajada de la joven.


—¡Gabriel, que estoy de broma! Me encantan las ideas que se te ocurren. Me obligan a pensar, a ver las cosas desde otro punto de vista.


Un calor le subió por el rostro y a punto estuvo de estropearlo con un comentario tonto. 


Menos mal que me he callado a tiempo.


—Y tú eres Dolores.


La chica acababa de introducirse en la boca un trozo de pescado. Se llevó la mano a los labios y negó con la cabeza, como si tal afirmación la ofendiera.


—¿Cómo que no? —protestó Gabriel.


—Dolores es un nombre espantoso; nadie me llama así. Soy Raisa.


—¿Raisa?


—¡Oh! Una ocurrencia de mi abuela. Lo sacó de una novelita sentimental, de esas que se vendían en los quioscos durante los años cuarenta y cincuenta por apenas unos céntimos, ¿sabes a las que me refiero? Mi abuela era muy romántica. 


Como tú: romántica y encantadora.


—Pensaba que si llevaba el nombre de una de sus heroínas, me aseguraba un futuro lleno de grandes amores. Fíjate tú, qué ocurrencias. Desde entonces, todos me llaman Raisa y yo me quité de encima ese nombre tan trágico.


Su abuela, también, la había animado a tocar el clarinete. Le enseñó las primeras notas, a amar la música.


—¿Y tu novio?, ¿qué dice tu novio de que te dediques al clarinete?


Raisa volvió a regalarle con su risa sonajera y respondió entre coqueta y tímida que no tenía novio.


No pararé hasta que seas mía. Yo seré tu novio.

 

Se hicieron amigos inseparables. Él la ayudaba con las clases de Lenguaje Musical. Le prestaba los apuntes cuando Raisa no podía asistir a clase por tener exámenes en la facultad. Comían juntos, iban a conciertos en el Teatro Real cuando el padre de Raisa les conseguía entradas. Gabriel tenía un amigo que trabajaba en las oficinas del Auditorio. Javier, que así se llamaba, les conseguía entradas gratuitas o pases para los ensayos que tenían lugar los domingos de buena mañana siempre que no hubiera programada ninguna sesión matinal. Salían del Auditorio ebrios de música. Sentados ante una cerveza y un plato de tacos de jamón, dejaban pasar las horas en encendidas discusiones sobre la ejecución de los músicos. Mientras se acaloraba con los comentarios de Raisa sobre un staccato que a él le resultaba demasiado largo, una parte de su alma salía del cuerpo y se contemplaba junto a la joven en tanto imaginaba un futuro de amor eterno. Mas, si se aventuraba a insinuar por dónde discurrían sus sentimientos, Raisa se lo tomaba a broma sin darse por aludida. A veces, la casualidad se aliaba con él. Un roce de la punta de los dedos de la chica, de sus uñas pintadas de rosa transparente, un mechón que se enredaba en un soplo de viento y le alcanzaba la mejilla. Gestos involuntarios de Raisa que lo hacían estremecer. Todo su ser temblaba de deseo: el deseo de tomarla en sus brazos y cubrirla con sus besos. Lo veía con toda nitidez en la imaginación mientras le ardía el rostro. Apenas se prolongaba un segundo la visión, más ese breve período de tiempo era suficiente para sentirse arrollado por la pasión. Por fortuna, el momento pasaba rápido. El deseo se desvanecía, antes de caer en el ridículo, frente la mirada fresca e inocente de Raisa.


Por más que te escapes, yo te buscaré. Tengo toda una vida para esperarte.

 

Cuando cursaban tercero, tuvo la suerte de ser elegido para formar parte de un conjunto de cuerda del Conservatorio. El profesor que los dirigía era un apasionado de Boccherini y no cejó hasta lograr organizar un concierto de cámara en la Basílica Pontificia de San Miguel, donde estuvo enterrado el compositor italiano. Eligieron entre todos el repertorio con sumo cuidado: piezas y fragmentos de composiciones del dieciocho. Algunas, como el Cuarteto de cuerdas número 1 en Sol Mayor de Mozart, eran muy conocidas entre los que estaban bajo la batuta del viejo profesor, pero otras, como unas pequeñas piezas de la compositora Anna Bon di Venezia, constituían un reto para los jóvenes principiantes.

 

El concierto se celebró un doce de abril. Estuvo toda la tarde lloviendo. Gabriel miraba al cielo con temor de que la apariencia de las nubes fuera un mal presagio de lo que le deparaba en el templo barroco. Y eso que siempre se reía de los supersticiosos que veían señales de infortunios y ventura en las cosas. Aunque el inicio del concierto no estaba previsto hasta las ocho de la tarde, una hora antes comenzó a llegar la gente: personas, casi todas ellas, familiares y conocidas de los intérpretes. Entre ellas, se encontraba Raisa. Cuando cruzó el umbral de la iglesia, la lluvia se retiraba para dejar lugar al perezoso sol de la atardecer. Gabriel creyó ver en las primeras las estrellas el vaticinio de una noche de éxito y, confiado en sus propios pensamientos, tocó como si el espíritu de Boccherini lo estuviese inspirando. Dejó que sus dedos volasen, retiró la mente a lo más profundo de su ser y permitió que su corazón se adueñara del arco del violín. Entre el público se hizo un silencio reverencial. En las primeras filas se contenía el aliento y hasta una mosca se posó, sin hacer ruido, junto al atril para no perderse ni una nota.


Pero yo sólo toco para ti. Me son indiferentes los aplausos, los bravos que aturden mis oídos. Me basta tu sonrisa para rozar el cielo.

 

Cuando finalizó el concierto, no pudo reunirse con Raisa hasta casi una hora después. La gente se arremolinaba alrededor de él para felicitarlo. No lo sabía, pero aquella iba a ser la primera de una larga lista de veladas en las que, a lo largo de su vida, disfrutaría del triunfo. Pero Gabriel sólo buscaba el aplauso de una persona y fue recompensado con él cuando logró zafarse de quienes lo rodeaban. Raisa lo esperaba a los pies de la escalera del templo. A Gabriel le bastó una sola mirada para darse cuenta que había triunfado. Raisa lo recibió con una sonrisa que eclipsaba la luz de las farolas que iluminaban la calle.

 

Dejaron la basílica atrás y se adentraron en la noche abrileña. Todos los alumnos del Conservatorio se habían citado después del concierto en un bar cercano para tomarse unas copas y celebrar la noche. Allí dirigieron sus pasos, borrachos de sonatas, cuartetos y serenatas dieciochescos.

 

Se sentaron en la mesa de sus ruidosos compañeros y participaron de la algarabía general. El profesor que los acompañaba no se quedó mucho tiempo, tal vez por sentirse viejo entre tanto veinteañero. Las copas de JB con Coca-Cola volaban sobre las cabezas de los músicos, mientras tarareaban o, más bien, gritaban fragmentos de las piezas que acababan de interpretar. Por encima de las copas y las botellas que se vaciaban con inusitada celeridad, se cruzaban sus miradas. Los ojos de Raisa fulguraban como fuegos de artificio y sus destellos daban de lleno en el corazón de Gabriel. La voz de la joven trataba en vano de abrirse paso entre tanto ruido.


—¡Has estado genial! —repetía con entusiasmo.


Gabriel no podía oírla, pero le bastaba observar su expresión risueña para sentirse el hombre más dichoso del mundo.


Después de acabar con las existencias del bar, uno del grupo propuso seguir la celebración en otro chiringuito, donde se repitió el jolgorio y acabaron expulsados por el escándalo montado. Hasta muy entrada la madrugada, vagaron de un local a otro y repitieron el numerito. Desde el bochornoso final del segundo local, Gabriel quiso escabullirse. Detestaba el ambiente bullanguero en el que había degenerado la velada, pero no pudo deshacerse de la compañía hasta que empezaron a desfilar los músicos a sus casas porque Raisa parecía disfrutar de la juerga. Cuando, al fin, se vieron solos, Gabriel se ofreció a acompañarla hasta su casa. La tardía hora nocturna les hizo ver la conveniencia de coger un taxi. Después de una velada con tanta excitación, el silencio del camino de regreso dejó en evidencia el cansancio. 


Este es mi momento. Ahora voy y me declaro. Sus dulces ojos me dicen que siente lo mismo que yo.


La mano de Gabriel, como un ratoncillo, recorrió la distancia que los separaba por encima del asiento trasero del taxi y se acurrucó sobre la de Raisa. La quietud de la joven lo animó a seguir.


—Raisa, yo… —Las palabras se le escurrían entre la lengua rasposa—. Raisa, eres…


—¡Ay, Gabrielillo! —rio Raisa—. Estás borracho. 


Gabriel oprimió la mano de la chica con la esperanza de que el gesto afectuoso fuera más elocuente que su discurso entrecortado.


—Yo te qui… eres la mujer más import… te am…


Raisa retiró la mano con brusquedad y se replegó sobre el rincón del asiento.


—¡Cuidado, Gabriel, no sea que digas algo de lo que luego te puedas arrepentir!


—Pero yo te qui… —protestó Gabriel como un niño al que le arrebatan su juguete.


—No lo estropees, Gabriel —replicó con voz gélida Raisa—. Eres mi mejor amigo y me dolería mucho perder lo que tenemos.


El violinista no se atrevió a decir más. El resto del trayecto hasta la casa de la joven lo hicieron en silencio: un silencio afilado, como la hoja de un puñal, que se le clavó en el interior del músico y que tardaría años en dejar de doler.

 

Cuando finalizaron la carrera, Gabriel consiguió una beca para ampliar sus estudios de violín en Berlín. El día anterior a su partida, la llamó para despedirse. Estuvieron merendando y contándose sus planes para el futuro en El Café Comercial. Él se cuidó mucho de hablarle de nuevo de sus sentimientos y pronto recuperaron la camaradería que habían disfrutado en otros momentos. Rieron como si nunca hubiera habido desavenencias entre ellos. Pareció volver la complicidad de siempre. 





Y, no obstante, cuando me despedí de ti, creí que te había perdido para siempre.



Si te ha gustado, puedes seguir las andanzas de Gabriel y Raisa aquí