miércoles, 2 de febrero de 2022

Unos zapatos rosados

 







Hacia rato que la medianoche había quedado atrás, pero el reflejo de la luz de la luna llena sobre los campos nevados iluminaba la carretera como en una tarde de abril. Aquel quince de enero pocos viajeros se atrevían a adentrarse en el frío invierno. Bartolomé había recorrido incontables kilómetros desde que adelantó al último coche. La cinta grisácea de la carretera se extendía hacia el infinito para él solo. A los lados de la calzada, el panorama exhibía la misma apariencia de abandono. Extensos campos desiertos donde no levantaban la cabeza más que unas malas hierbas de vez en cuando. El silencio de la noche invitaba al sueño. Para evitar quedarse dormido, Bartolomé prendió la radio. Hurgó en el dial en busca de una emisora que no ofreciera mucha música alentadora de su modorra, hasta que sintonizó una de esas en las que llamaban oyentes insomnes para contar historias inverosímiles; una de esas emisoras que acompañaban los largos trayectos de camioneros o de viajeros ocasionales que, como él, vagaban alejados de sus casas mientras se preguntaban en qué momento se les ocurrió emprender aquel absurdo viaje. 

—Mi marido me dejó cuando nació mi quinta hija —estaba contando en la radio una señora con voz fatigada.

Echó la vista un instante hacia atrás. La niña dormía profundamente en el asiento trasero. Bartolomé bajó el volumen para no despertarla. Movió la cabeza de un lado a otro con fastidio. «Tengo que encontrar un lugar donde detenerme y dormir un poco», pensó preocupado. Pero a lo largo del camino que se extendía ante él no se atisbaba señal alguna de vida humana. Ni un pueblo. Ni una aldea. Ni siquiera una de esas casas de labranza, tan frecuentes en aquella parte del país. La niña se removió en su asiento y gimió entre sueños. «Tengo que encontrar un lugar para que pueda descansar».

Dos kilómetros más allá, unas luces anaranjadas que señalaban un corte de la carretera lo obligaron a tomar un desvío. La angosta carretera que tomó difícilmente podía adoptar tal nombre. Apenas asfaltada, por ella no podía transitar sino un vehículo pequeño como el suyo. Los baches que salpicaban la calzada hacían brincar el coche como si danzara. Giró de nuevo la cabeza: la niña seguía dormida, comprobó con alivio. Se concentró en la conducción para que fuera lo menos brusca posible. El esfuerzo por evitar los hoyos se llevó la tentación del sueño. Detrás de un montículo de tierra, salió de repente, un hermoso ciervo que cruzó raudo la carretera. Bartolomé apenas tuvo tiempo de girar el volante para esquivarlo y abandonar la carretera. Se le aceleró el corazón, mientras el coche cobraba vida y continuaba su marcha por el descampado. Algo golpeó con fuerza los bajos del coche: una enorme piedra, supuso. El motor carraspeó como si se hubiera atragantado. Recorrió unos metros más sin poder hacerse con el control del vehículo. Cuando consiguió recuperar la senda, el paisaje había cambiado. En lugar de la amplia extensión de campos desiertos, se encontraba en medio de un bosque donde crecían robustas hayas que ocultaban el firmamento. La nieve también había desaparecido pero no el frío. Una brisa gélida se filtraba por la rendija de la ventanilla entreabierta. El coche renqueó, amagó dos veces con detenerse y volvió a renquear. Una gota helada de sudor descendió por la nuca. Por un momento el pánico se adueñó de su ánimo.

«Sólo faltaba que se averiase. Tengo que encontrar un sitio para pasar la noche. ¿Dónde estamos?».

Rebuscó en la guantera, pero no encontró el mapa de carreteras. El coche seguía con su marcha insegura amenazando con detenerse. Dirigió la mirada al frente. A lo lejos creyó atisbar una luz. El corazón brincó en su pecho. Pero antes de que los temores se apagasen con la euforia de la esperanza, el coche se detuvo en seco. Accionó con la llave de contacto, pero el motor no arrancó. Lo intentó sin éxito una vez más. Y otra. Y otra vez. Y otras más. El coche parecía haber muerto. Golpeó el volante frustrado: el claxon rompió el silencio de la noche. Asustado por el enérgico grito de la bocina, giró la cabeza. La niña seguía sumida en un profundo sueño. Durante unos minutos, permaneció inmóvil, con el rostro hundido entre los hombros, incapaz de tomar una decisión, sin saber qué hacer. Cuando levantó la mirada, la luz de la lejanía lo cegó como si se hubiera aproximado. Los dedos habían adquirido una tonalidad blanquecina. Se frotó las manos y trató de templarlas con su aliento, mas no logró que entraran en calor. Por fin se decidió. Salió del coche y extrajo del maletero una manta con la que envolvió a la niña. La pequeña no se despertó siquiera cuando la cogió en brazos y comenzó a caminar a paso vacilante hacia la luz. 

No tardó mucho en llegar a su destino: una casa solariega con un enorme ventanal del que se escapaba una acogedora luz. Buscó el timbre, mas no halló sino una aldaba con la que llamó y anunció su presencia. La puerta se abrió al momento, como si la mujer que salió a recibirlos los estuviera esperando. 

—Bienvenidos a mi hogar.

Los invitó a pasar. El vestíbulo estaba apenas iluminado por un candil que se diría salido de otros tiempos. En la penumbra, Bartolomé a duras penas podía distinguir las facciones de la anfitriona. Le pareció una mujer de edad indefinida, en ese tramo de edad en el que ya se ha dejado atrás la lozanía de la juventud pero aún no se puede decir que se haya alcanzado la plenitud de la madurez.

—Se nos ha averiado el coche a unos metros de aquí —la informó. 

La dureza de la mirada de la mujer lo disuadió de pedirle alojamiento.

—¿Podría hacer una llamada para que nos vengan a recoger? Como ve, voy con una niña pequeña y no me atrevo a pasar lo que queda de noche en el coche no sea que se me enfríe.

—No tengo teléfono —le replicó la mujer con brusquedad. Como si se arrepintiera añadió con un tono más suave, casi dulce—: Mañana viene un operario del pueblo que suele ayudarme en la casa y traerme alimentos. Si se lo pide, no tendrá inconveniente en prestarle la ayuda que precise. Mientras tanto, les puedo ofrecer una cama y algo caliente para que no se vaya a dormir de vacío.

Bartolomé le agradeció el ofrecimiento. La mujer lo acompañó a una habitación pequeña y permaneció a su lado mientras él la tendía en la cama

—Nunca debimos emprender este viaje —musitó Bartolomé para sí—. No debí dejar que Catalina me convenciera.

La mujer lo miró fijamente al oír el nombre de su esposa, pero no dijo nada. Bartolomé se creyó obligado a dar una explicación sobre su comentario y añadió:

—Somos de Torrealta y nos dirigíamos a Madrid cuando nos sorprendió la nevada. La carretera está cortada y he tenido que tomar el desvío. Luego… luego, ya sabe, se ha averiado el coche. —Exhaló un suspiro—. Mi mujer es aficionada a la música y hace un mes conseguí unas entradas para asistir a la representación de una obra extranjera de esas, ya sabe. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No debí dejarme convencer por ella.

La mujer le puso una mano en el hombro como si quisiera ofrecerle su consuelo, mas, al instante, la retiró.

—¡Venga conmigo, que le prepare alguna cosa de cena! —exclamó con inusitado ímpetu—. No puede irse a dormir sin comer algo antes.

Bartolomé trató de rehusar el ofrecimiento de la cena, pero la mujer no se dejó convencer.

Lo hizo pasar a la sala de estar y lo dejó solo en tanto ella desaparecía por una puerta. Bartolomé paseo la vista por la estancia. Un enorme sofá de cretona desteñida por el tiempo, una mesita baja de madera devastada, un mueble con el televisor, que mostraba las imágenes de una película en blanco y negro con el volumen muy bajo, casi inaudible; en un rincón, un viejo tocadiscos y, junto a él, apilados, cientos de LP. Cuando la mujer regresó, Bartolomé estaba absorto ojeando los títulos de los discos.

—Veo que usted también es aficionado a la música.

—¡Oh, no! Es mi mujer la que disfruta en casa con esas cosas, la que se empeña en que nos guste a todos.

Iba a añadir algo más, pero lo disuadió la expresión poco acogedora de la mujer. Esta dejó una bandeja sobre la mesa y lo invitó a sentarse en el sofá. Se disculpó por la humildad de la cena: una tortilla francesa y un vaso de leche.

—Es curioso —le dijo cuando se sentó frente a él en una silla que trajo de alguna habitación interior—. Es curioso, sí. —repitió—. Yo también, cuando era una niña no mayor que la suya, emprendí un viaje con mi padre para ver una representación musical. ¡El mejor viaje de mi vida! —exclamó emocionada.

—Y, por los discos que he visto, veo que luego se dedicó a ello.

—Para bien y para mal, aquel viaje determinó mi destino. Si mi madre lo hubiera hecho en mi lugar, si me hubiera quedado en casa, con una vecina, como estaba previsto, no estaría aquí con usted.

Bartolomé la miró con curiosidad.

—Mi padre tenía una ebanistería en una ciudad pequeña que bien pudiera haber sido la Torrealta donde viven ustedes. También mi madre estaba enamorada de la música. La recuerdo cantando alegres tonadillas sobre amores en países lejanos mientras barría la puerta de nuestra casa o planchaba los vestidos que ella misma confeccionaba para mí. —Bajó la mirada y la dejó abandonada en sus uñas cuidadas con esmero—. Un día, un cliente quedó tan contento con el trabajo de mi padre que le regaló dos entradas para Madama Butterfly en la capital. ¡Dios mío! Mi madre parecía una niña con la muñeca de sus sueños cuando mi padre le entregó las entradas para que las pusiera a recaudo antes de viajar a la capital.

Bartolomé orilló el tenedor en el borde del plato y se recostó en el respaldo del sofá con el fin de escucharla con mayor atención.

—Durante una semana, la voz de mi madre llenó sin descanso la casa con su alegría. Me tomaba de las manos y me hacía bailar con ella. ¡Nunca la había visto tan feliz! Pero unos días antes de emprender el viaje a la capital, enfermó. Una fiebre obstinada la obligó a guardar cama. Hasta el último día, mi padre se resistió a cancelar el viaje, pero mi madre supo desde el principio que tendría que dejar pasar la ocasión.

Permaneció en silencio unos segundos con la vista perdida en algún punto más allá del infinito. Una lágrima asomó por la comisura del ojo, pero la sofocó a tiempo antes de que se derramase.

—Mi madre no quiso oír hablar de cancelar el viaje. «Tienes que asistir para que luego me puedas contar cada detalle», le insistía una y otra vez. «Llévate a Vera en mi lugar». —Bartolomé se sobresaltó. Abrió los labios para decir algo, pero optó por guardar silencio—. Si le costó poco o mucho convencer a mi padre, es algo que no recuerdo. Mi memoria está repleta de imágenes de los preparativos para nuestra partida; de la emoción que me embargó cuando sacó del armario unos zapatos rosados de cuando ella era niña. Me veo bailando y saltando por la sala mientras mi madre daba palmas desde la mecedora en la que trataba de recuperarse de su cada vez más débil estado. De modo que mi padre me llevó en el lugar de mi querida madre. Lo siguiente que me viene a la cabeza somos mi padre y yo en el patio de butacas. Yo, con el corazón encogido de la emoción mientras se levantaba el telón; con un ojo en el escenario y el otro en mis zapatos rosados. —Hizo una pausa apenas perceptible—. ¿Cómo poner con palabras lo que sentí cuando oí a la soprano que interpretaba a Madama Butterfly? Nunca había imaginado que una voz pudiese tocar de ese modo mi corazón hasta el punto de arrancarme copiosas lágrimas. Poco, por no decir nada, entendía de lo que sucedía en el escenario y mucho menos de las palabras que brotaban de la garganta de la protagonista. Yo era muy pequeña y no sabía lo que era la pasión, el desgarro que provocan las traiciones, pero de alguna manera intuía que lo que se estaba representando iba más allá de una simple historia de amor. Me embargó un enorme deseo por convertirme en una Madama Butterfly, por participar de aquello, crear con mi voz aquella música que desataba sentimientos que no podía nombrar con mis palabras infantiles. En aquel momento me prometí que algún día sería yo la que estuviera en el escenario suscitando en otra niña emociones semejantes.

Un gemido se oyó al otro lado de la casa. Bartolomé soltó el tenedor y corrió hacia la habitación donde dormía su hija. Pero la pequeña seguía sumida en su plácido sueño. Su padre le retiró un mechón rubio de la frente y posó con suavidad los labios en su mejilla arrebolada. La niña se removió sin llegar a despertar. Una ligera sonrisa se insinuó antes de darse la vuelta y acurrucarse entre los encajes de las sábanas y los almohadones.

Cuando Bartolomé regresó, la mujer había encendido el fuego en la chimenea, que le había pasado inadvertida hasta aquel momento. Lo invitó a tomar asiento en una mecedora frente al hogar en tanto ella adoptó la posición del loto sobre la alfombra. No esperó a que él le diese pie para continuar con su narración: la retomó como si no hubiera mediado una pausa, como si Bartolomé nunca hubiese salido de la sala.

—Poco me duró la alegría. Cuando llegamos a casa, la salud de mi madre se había resentido aún más. Hubo de confinarse en su habitación y a los pocos días, se acurrucó en la cama para no levantarse apenas hasta el día de su muerte. —Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos, pero las contuvo una vez más antes de que se deslizasen por su rostro—. Mis padres me ocultaron la gravedad de su estado. Nunca me dijeron nada sobre ello. Mientras mi madre se iba consumiendo, yo bailaba y cantaba alrededor ella, con los zapatos rosados, levantando castillos en el aire, revolviendo en su armario en busca de fulares, pañuelos y collares que me transformasen en una nueva Madama Butterfly. Tal vez para alejarme de la tristeza de la casa, mi padre accedió a los deseos de mi madre, que se empeñó en enviarme a una escuela de canto. Y eso que apenas contaban con recursos que les permitieran costearme unos estudios que no estaban al alcance de cualquiera y afrontar también los gastos que ocasionaba la enfermedad de mi madre.
 
Bartolomé se aproximó a la mujer e hizo un amago de acariciarle la mejilla, pero retrocedió antes de rozarla siquiera. Asustado de su propio atrevimiento, extrajo del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos y le pidió permiso para encender uno. Ella no respondió sino ofreciéndole un cuenco de cristal para que lo utilizase a modo de cenicero.

—Mi formación se prolongó durante años —continuó—. En ese tiempo, no volví a casa sino en tres o cuatro ocasiones. Mis padres querían ahorrarme el sufrimiento de ver cómo se iba apagando la vida de mi madre. Las escasas veces que estuve con ellos, no fui la mejor de las compañías. Me había acostumbrado a las clases de música, a la compañía de otras niñas con las que compartía las mismas ilusiones. Me sentía fascinada por el poder de mi voz, por el futuro que se me prometía y que tanto profesores como alumnos daban por hecho. Hay un recuerdo que todavía me duele evocarlo. Sucedió en una visita que les hice por Navidad, si no me falla la memoria. Mi madre había hecho un esfuerzo por mí y se había levantado de la cama para prepararme un pastel de frambuesas: el favorito de mi infancia. «¿Dónde vas?», le preguntó mi padre alarmado cuando la vio arrastrar los pies por la casa. «Todavía estás muy débil y el médico te ha pedido que descanses. Te lo ruego, por favor, vuelve a la cama. O te llevo a la mecedora para que puedas estar con nosotros. Ya me ocupo yo de hacer el pastel». Pero mi madre no lo escuchaba. Me pidió, melosa, que la ayudase. Hubo de insistir varias veces antes de que respondiese a su llamada. Andaba en plena adolescencia y lo que menos me apetecía era trajinar entre los cacharros de la cocina. Debía de estar remoloneando con alguna revista tonta, leyendo las no menos tontas entrevistas de algún actor guaperas de entonces o rizándome y desrizándome el pelo ante el espejo. Hubo de ser mi padre el que, contrariando su temperamento apacible, me obligase a acudir a la llamada de mi madre. «¡Haz el favor de ayudar a tu madre si quieres volver a la escuela de canto!». Mi madre se estremeció. Nunca hasta entonces mi padre me había gritado. Ni volvería a hacerlo después de aquel día. Si lo obedecí fue más por la sorpresa que me causó su severidad que por el miedo a un castigo que creía poco probable. Aun así, lo obedecí de mala gana y sin disimular mi fastidio. Tomé asiento en un taburete y me puse a mordisquear una manzana. Mi padre también debía de estar asustado por su brusquedad, porque se acercó a mí con disimulo y, con su dulzura de siempre, me susurró al oído: «Dale ese gusto a tu madre, que no se encuentra bien». Pero a mí no me parecía que mi madre estuviera tan mal. Veía el brillo de sus ojos y lo atribuía a la emoción que le causaba tenerme allí con ella. Tal vez, para sofocar mis miedos, me negaba a ver el verdadero motivo de su excitación, que no era otro que la fiebre. La veía afanarse en la cocina, de aquí para allá, parloteando sin cesar sobre cosas que para mí carecían de interés. «Rosario, la hija de la costurera, la que está de dependienta en la floristería, se va a casar con Paquito, el que estuvo de aprendiz con papá». Yo la escuchaba a medias. «Vera, préstame atención, cielo ». O no la escuchaba en absoluto. «Atiéndeme, Vera, querida». Estaba a mis cosas y lo hacía todo al revés. Me pidió una cazuela y le llevé una sartén. Me pidió el azucarero y le entregué el salero. «¡Ay, qué atolondrada eres!», me reprendía con su risa indulgente. Pero yo no fui tan compasiva con ella. Estaba acostumbrada al ambiente pulcro de la escuela de música y no me reprimí al desvelarle la repugnancia que me suscitaba aquella cocina. «¿Cómo puede salir nada decente de esta pocilga? ¿Tan difícil es mantener un mínimo de limpieza?». No me compadecí de la triste mirada que me dirigió. Quizás tuvieron mucho que ver en mi ceguera ellos, mis padres, que se empeñaron en ocultarme la gravedad de la enfermedad de mi madre. Tampoco me dijeron nada de los sacrificios a los que se sometían para costearme unos estudios; no quisieron que fuera consciente de sus sacrificios, que, de haber renunciado a esos estudios, su vida hubiera sido más fácil. Nada me dijeron de sus penas, pese a que, de algún modo, podía intuirlas. Pero mi deseo de convertirme en cantante me impulsaba a cerrar los ojos. —La mujer tragó saliva antes de continuar—. No. No fui compasiva con ella. Sólo pensaba en volver a la escuela, en retomar mis estudios, volver a cantar. Cuando se le cayó de las manos el molde con el pastel, le grité sin una brizna de piedad. «¿Es que no tienes cuidado?». Le grité, grosera de mí, sin detenerme a pensar que pudiera herirla. «¿Cómo puedes ser tan torpe?». Le grité y no paré de gritarle hasta que una lágrima se deslizó por su mejilla. —La mujer alzó la mirada hacia Bartolomé—. Ese es el último recuerdo que conservo de mi madre, el que me persigue noche y día.

La voz de la mujer se fue haciendo más triste a medida que avanzaba en su historia. Bartolomé la escuchaba con la misma expectación de un niño al que se ofrece un cuento prodigioso. No podía apartar la mirada de sus labios. Alguna vez estuvo a punto de dar su parecer, hacer un comentario, pero el miedo a que interrumpiese su narración lo mantuvo en silencio. El fuego crepitaba mortecino pero no advertía la bajada de temperatura, azuzado por el deseo de saber más.

—Aún restaban unos meses para finalizar los estudios, cuando mi profesor de canto me animó a presentarme a las pruebas de una prestigiosa compañía de ópera. Algo insólito: nadie podía presentarse a tales pruebas si no había obtenido el título de canto. Pero mis profesores movieron cielo y tierra para conseguir una audición con el director de la compañía. ¡Dios mío! ¡No he estado más nerviosa en toda mi vida! —exclamó arrebatada por la emoción—. Se habla mucho de las envidias de los artistas, de la competencia que se interpone entre ellos. ¡Cuántas veces no habré oído hablar de la imposibilidad de una amistad sincera entre cantantes! Yo misma lo he comprobado a lo largo de mi carrera cientos de veces. Pero, en aquella escuela de música, aquella escuela tan pequeña que debíamos examinarnos en el Conservatorio si queríamos que nos reconocieran los estudios, en aquella escuela, el éxito de uno era el éxito de todos. Una niña con la que compartía el dormitorio ensayaba conmigo, otra probaba en mi cabello cientos de peinados, otra me prestó su mejor vestido… Nunca podré olvidar a Sofía: como yo, procedía de una familia humilde que hacía enormes sacrificios para costearle los estudios. Sofía se levantaba a medianoche conmigo, me acompañaba a una de las salas y permanecía a mi lado animándome a cantar para que no me venciera el sueño o me desalentara; estaba allí, conmigo, para que pudiera ensayar. —Cerró los ojos durante unos segundos—. La mañana en la que tenía la audición, amaneció soleada: un anticipo de la primavera entre dos gélidos días de finales de febrero. ¿Qué mejor augurio para mi estreno ante un público profesional que el trino de un jilguero en el alféizar de mi ventana? Puedo verme como me vi entonces. Giraba sobre mí misma mientras contemplaba mi imagen en el espejo. Me parecía que me había transformado en una princesa, con el vestido azul celeste, del que asomaban los zapatos rosados de mi madre. Por un extraño prodigio, mis pies no habían crecido desde que, años antes, me los regalase. En el momento en que me disponía a salir, irrumpió en el dormitorio la mujer del conserje. «Ha llegado un telegrama para ti». No había terminado la frase cuando se me representó en la mente el rostro ojeroso de mi madre. Con el telegrama en la mano, sin atreverme a rasgar el sobre y enfrentarme a su mensaje, era la imagen de la indecisión. El director de la escuela me apremiaba desde el pasillo. El tiempo corría y no estaba dispuesto a llegar tarde. «¡Venga, Vera, date prisa!». ¿Qué hacer? Era el primer telegrama que recibía y seguro que no traería buenas noticias. «¡Venga, venga!», insistía el director. «¡Venga, venga!», gritaban los profesores invitados a asistir a mi actuación. Abandoné el telegrama sobre la cama sin abrir. Si se había demorado unas horas en llegar a mis manos, bien podía esperar unas horas más hasta que finalizase la audición. —La mujer alzó la cabeza y fijó la mirada en Bartolomé—. Disculpe, me parece que lo estoy aburriendo con mis viejas historias.

—No, en absoluto. —Al ver que la mujer vacilaba, la animó a continuar—: ¿Qué pasó después?, ¿consiguió entrar en la compañía?, ¿qué decía el telegrama? —concluyó con ansiedad.

En lugar de responderle, la mujer se levantó a atizar el fuego. Sus ojos se habían endurecido y los labios prietos semejaban una línea recta. El aire se apelmazó como si una densa niebla los cubriese. Bartolomé se sintió incómodo ante aquel silencio repentino que su anfitriona no parecía dispuesta a abandonar. 

—Por los discos que guarda, veo que consiguió triunfar. Yo no entiendo mucho de música. Ya le dije que en casa es mi mujer a la que le gustan la música y esas cosas. No obstante, he visto su nombre en la portada de todos esos discos y sé que no es una simple cantante aficionada, que es alguien importante.

—Lo era —lo corrigió con sequedad—. Hace años que me retiré.

—Entonces, ¿consiguió entrar en la compañía aquel día? —preguntó expectante.

—Nunca he cantado mejor. No sólo me admitieron sino que, en pocos meses, me dieron un papel pequeño pero con la suficiente entidad para que pudiese lucir mi talento. A partir de entonces, mi vida dio un vuelco. En dos años, me convertí en primera soprano. Recorrí España entera con todo el repertorio: Violeta, Angelina, Adina, Lucrezia… 

Las últimas palabras habían terminado en un sollozo.

—¿Y el telegrama? —volvió a preguntar impaciente—. ¿Qué decía el telegrama que recibió el día de la audición? —El rostro de la mujer volvió a endurecerse—. ¿Su mamá…?

—Mamá estaba muy grave cuando mi padre me mandó llamar por medio del telegrama. No llegué a tiempo de despedirme de ella. 

Se detuvo en seco. Bartolomé se removió en su asiento: se vio invadido por una enorme tristeza. Levantó la vista y la dejó descansar sobre la mujer. La desolación de esta no era menor que la suya. Se arrepintió de haberse dejado llevar por la curiosidad, de haberla permitido llegar tan lejos con su historia; de haberla entristecido con sus preguntas. Se había interpuesto entre ellos un incómodo silencio, que no sabía cómo romper. De pronto la mujer exclamó con inusitada pasión:

—¡Ojalá nunca hubiera acudido a aquella maldita audición! ¡Ojalá mi padre no me hubiera llevado de consigo de niña a aquella representación! Disculpe. No suelo dejarme llevar de ese modo por mis sentimientos. Pero no puedo evitar pensar que, si me hubiera quedado con mi madre, hoy estaría viva. Si hubiera podido cuidarla, si no hubieran malgastado sus ahorros en mandarme a aquella escuela… Porque cada vez que los veía, me sentía más alejada de ellos. ¡Ojalá no se hubieran sacrificado tanto por mí! ¿De qué sirvió darme una educación superior a la de ellos sino para separarnos, para convertirnos en extraños? —concluyó en un grito.

—A lo mejor sus padres no lo veían como un sacrificio. ¿No es mayor sacrificio negarle un futuro a un hijo?

—¡Pero yo los perdí! —exclamó la mujer—. ¡Los perdí a los dos! Durante años, no vi a mi padre sino de lejos. Me pasaba meses enteros de gira en gira, muy lejos de España, de la ciudad en la que nací. Roma, Paris, Nueva York, Berlín… Ni siquiera tenía un momento para él cuando volvía a España. Siempre había que atender a algún periodista, cantar en una gala benéfica. No podía detenerme un instante porque detrás de mí venían otras dispuestas a ocupar el lugar que yo dejase. No tenía un momento para mi padre, que, sin embargo, no se perdía ni una sola de mis representaciones. En cuanto se enteraba de que iba a regresar a España, compraba una entrada para verme cantar. Y eso que las entradas difícilmente estaban a su alcance. ¡A saber a qué privaciones se sometería para asistir a aquellas funciones! —Tragó saliva antes de continuar—. Murió de soledad mientras yo interpretaba en la Scala de Milán, ante miles de personas, Un bel dí, vedremo. —Una lágrima iluminó su pupila, pero no hizo nada para evitar que se deslizase por su mejilla—. ¡Ojalá pudiera volver atrás, volver a empezar! ¡Ojalá pudiera volver a aquel viaje que emprendí con mi padre! —Su grito se transformó en llanto—. ¡Ojalá pudiera detenerlo, disuadirlo de continuar a la capital, obligarlo a dar la vuelta, a regresar con mi madre!




*     *     *


Bartolomé se despertó con el cuerpo dolorido; tendido en el sofá en una postura extraña. Hacía mucho frío. El cristal de la única ventana de la sala estaba roto y un viento helado movía la tela raída que hacía las veces de cortina. Con los ojos cegados de lágrimas resecas, paseó la mirada por la estancia. Le pareció un almacén o una casa abandonada. El relleno del sofá quedaba a la vista por distintos agujeros. La alfombra mostraba un dibujo descolorido de un surtidor árabe. Olía a polvo y a humedad. Se hubiera dicho que se encontraba en un lugar abandonado. Se incorporó renqueante. Le dolían las costillas. Recorrió la casa, que le pareció más grande que la noche anterior. Fue incapaz de encontrar el dormitorio donde descansaba su hija. Abrió una puerta del pasillo. Ni un mueble siquiera, sólo un saco de arpillera en mitad de la habitación. Abrió otra. Sólo polvo y humedad. Ni rastro de la niña. Ni rastro de la mujer. A pesar del frío, empezó a sudar. Abrió otra puerta. Otra habitación vacía.

—¡Vera! —gritó—. ¡Vera!

Nadie le respondió. Salió a la calle. Al final del sendero flanqueado de hayas, se divisaba el coche.

—¡Vera, hija mía! ¿Dónde estás?

Detrás de él apareció la niña, descalza, frotándose los ojos soñolientos. Bartolomé se arrodilló y la envolvió con sus brazos.

—¿Nos vamos, Vera? —le preguntó.

La niña se desasió de su abrazo y echó a correr en el interior de la casa. Bartolomé corrió tras ella sin darle alcance.

—¡Soy Vera, Vera, primavera! —canturreaba la niña mientras entraba y salía de las habitaciones—. ¡Soy Vera!

—No corras tanto —le pidió jadeando—. ¿Dónde vas tan deprisa? 

La niña entró en una pequeña habitación y salió al instante con los zapatos en la mano. Saltó alrededor de su padre mientras canturreaba:

—¡Los zapatos rosados de mamá!, ¡los zapatos rosados de mamá! No podemos dejarlos aquí.

Bartolomé la cogió en brazos y le cubrió la cara de besos.

—¿Quieres que nos vayamos con mamá?

Por toda respuesta, la niña le devolvió un beso. Creyó oír un sollozo a su espalda, pero al volver la cabeza, no vio a nadie. ¿Dónde había ido a parar la narradora?

Con la pequeña Vera sobre los hombros, tomó el camino de regreso al coche. El trayecto le resultó más breve que la víspera. Dejó a la niña en el asiento trasero y él se acomodó en el del conductor. Exhaló un suspiro antes de arrancar el motor, que esta vez funcionó al primer intento. Pronto se vio entre los campos extensos. Apenas quedaba rastro de la nieve y la poca que se veía iba derritiéndose por el toque de los primeros rayos del sol. En unos minutos llegó a un cruce de carreteras. Bartolomé detuvo el coche vacilante. «A Madrid», rezaba un cartel; «A Torrealta», indicaba otro. Volvió la cabeza hacia su hija. Vera estaba jugando con una muñeca ataviada como una bailarina. El recuerdo de la mujer lo hizo temblar. «¡Ojalá pudiera volver atrás, volver a empezar! ¡Ojalá pudiera volver a aquel viaje que hice con mi padre!, ¡ojalá pudiera detenerlo, disuadirlo de continuar a la capital, obligarlo a dar la vuelta, a regresar con mi madre!». Se acomodó las gafas sobre el caballete de la nariz, arrancó de nuevo y tomó la carretera que conducía a Torrealta.


11 comentarios:

  1. Vuelve la Ana Madrigal con su escritura pulcra, cuidada, sensitiva, impregnada de detalles descriptivos que hace las delicias del lector. En esta ocasión con un relato donde el misterio asoma, dejando abierta la posibilidad de... a saber!
    Me alegra mucho tu vuelta al ruedo, querida Ana.

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    1. Qué bien que te haya gustado, Isabel, y que veas el misterio. Creía que no había sabido reflejarlo. Muchas gracias por pasarte por aquí. Un beso

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  2. Hola Ana. Me alegro que hayas vuelto a publicar después de tanto tiempo, en esta ocasión con un relato de misterio, saliéndote un poco de tu registro habitual. Muy bien escrito como siempre, una historia circular que se cierra sobre si misma, donde pasado, presente y futuro se confunden para advertir a Bartolomé sobre el negro futuro que le espera a su familia de continuar su viaje a la capital. Muy bien reflejada la personalidad egoísta de la niña, que en vista del final parece que irá finalmente por otros derroteros. Espero que todo te vaya bien en estos tiempos difíciles. Un abrazo!

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    1. Hola, Jorge. Me alegro de que te haya gustado. He perdido práctica en escribir relatos y todavía me siento un poco insegura. Muchas gracias por tu visita. Un abrazo

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  3. ¡Hola, Ana! Qué gozada volver a leerte. Me encantó esta historia en la que el futuro sale al encuentro en el momento clave en el que un cruce puede hacer cambiar tanto una vida. Un relato circular en el que, me temo, el siguiente tal vez nos mostrara a una Vera quejándose de que las circunstancias no le permitieron cumplir su sueño de triunfar en la música. Y es que así somos los humanos, solemos idealizar y soñar con lo que no tenemos. Esa pregunta tan puñetera del ¿Y si...? Un abrazo!

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    1. Qué razón tienes. Todos hemos fantaseado con la posibilidad de volver atrás y rectificar nuestros errores, pero a veces pienso que volveríamos a cometerlos. Mil gracias por leerlo. Un abrazo

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  4. Hola Ana, un placer leerte de nuevo.
    Al menos han podido volver atrás y rectificar ese error que tanto les dañaría. Estoy contigo en que algunas veces todos fantaseamos con ese volver atrás aunque nada nos asegura de no volver a repetir lo que en su día hicimos o no, eso nunca lo sabremos y afortunadamente tenemos a las letras para experimentar y contar la historia como nos gustaría.
    Un beso enorme

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    1. Muchas gracias, Conxita. El placer es tener lectoras como tú.

      Mil besos

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