sábado, 30 de junio de 2018

Cuando todo era posible







"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desolación."
Historia de dos ciudades, Charles Dickens, 1859 



  Hubo un tiempo en que podía recitar capítulos enteros de Historia de dos ciudades. Siempre llevaba conmigo una edición antigua, de piel granate y papel de biblia con el filo de las hojas en dorado; el mismo dorado de las letras góticas de la portada. Me encantaba abrirlo por una página al azar, aspirar su olor a viejo y leer en voz alta la primera frase de cada párrafo. La mayoría de las veces el resultado no tenía mucho sentido pero en ocasiones, los personajes parecían cobrar vida; escapar de la historia contada por el novelista victoriano y tomar un camino de insospechado destino. O quizá fuera yo la que dejara volar la imaginación y enredase a Lucía Manette y a Charles Darnay en aventuras que me hubiese gustado vivir. La fantasía puede llegar a ser la mejor amiga de una joven perdida en sí misma.





I

  Acababa de finalizar los estudios del colegio y tenía ante mí un camino sembrado de promesas. Nunca he sido especialmente bella aunque tampoco llamaba la atención por mi fealdad. Pero, con dieciocho años y toda la alegría de la inexperiencia, estaba en ese momento en el que sentía tras de mí miradas de admiración; ese momento en el que se abrían cientos de ventanas a un mar azul bajo un cielo sin nubes; ese momento, como dice una amiga mía, cuando todo era posible; cuando nuestras mochilas estaban repletas de planes e ilusiones y cada amanecer anunciaba un día aún mejor que el anterior.

  Llevaba dos años saliendo con Fernando, un joven al que conocía desde niña por pertenecer a la pandilla de la casa de la sierra. Era el novio perfecto y así se lo parecía a todo el mundo. Un chico responsable, decían los adultos, que sacaba con éxito sus estudios de Económicas mientras ayudaba a su padre a llevar una tienda de bicicletas. Un chico divertido, decían sus amigos, capaz de improvisar en pleno mes de enero una carrera en moto sin más traje que un bañador o una barbacoa en la casa de sus padres a las tres de la madrugada. Bailaba como nadie sobre una tabla de surf y las mejores olas se lo disputaban como pareja.

  Aquel año fue el primero que pude viajar con él a Tarifa. Los tres anteriores los había pasado con mis padres como castigo por haberme quedado dos o tres asignaturas para septiembre. Pero ese verano superé con éxito el Bachillerato y hasta aprobé la Selectividad. Salimos hacia Tarifa un ardiente dos de julio en un Clío que cada diez kilómetros nos amenazaba con dejarnos tirados en la carretera. Íbamos cargados con las tablas de surf, las guitarras y una pamela de paja que compré por el camino pese a darme el aspecto de champiñón andante. Aún no entiendo cómo pudimos llegar a nuestro destino. Fernando había alquilado una casa con cuatro amigos que cantaban canciones de Midnight Oil en un tugurio de Barbate. No podía ocultar su emoción por poderles presentar a su chica. Según me contó, no eran pocas las bromas que había tenido que sufrir a cuenta de una novia que cada verano se quedaba en Madrid en el último momento por culpa de sus desastrosos resultados en el colegio.

  Tengo un recuerdo borroso de aquellos muchachos de pelo desgreñado, camisas de largos faldones y bañadores idénticos por debajo de la rodilla y tirantes con los que querían aparentar una actitud transgresora pero que les daba un aire cómico. Cuando llegamos, salieron a recibirnos al portón. Parecían algo cohibidos por mi presencia.

  —¡Venga! —les gritó Fernando entre risas—. ¡Que no come! A ver quién es el primero en darle un beso como Dios manda.

  Uno a uno se fueron aproximando con tanta timidez que apenas me rozaron la mejilla con los labios. Llevaban muchos años veraneando solos, sin chicas, y verme allí les hacía sentirse extraños.

  Nos dieron el mejor dormitorio de la casa: una habitación enorme con un cuarto de baño para nosotros. Nada más entrar, me cegó la luz que entraba por el gran ventanal y se reflejaba en las paredes color añil. Me asomé a la calle y quedé maravillada ante la visión de un mar revoltoso que dejaba morir las olas a pocos metros de la casa. Abrí los cristales y la habitación se llenó del aroma a sal. Me entretuve contemplando una gaviota que planeaba entre las nubes y la carrera por la playa de unos niños que volaban una cometa. Bastó un instante para sentirme contagiada por sus risas. Una caricia en el brazo con la punta de los dedos me hizo estremecer. Al volverme, el beso que Fernando depositó en mis labios hizo que olvidase en un instante la playa, los niños y la gaviota.

  Antes de caer la noche, nuestros anfitriones nos invitaron a cenar en algún sitio del paseo marítimo. Fuimos caminando hasta el pueblo por la carretera. Apenas podíamos dar un paso entre los surferos que, cargados con sus tablas, se cruzaban con nosotros. Fernando y yo debíamos de parecer unos extraños entre aquellos cuerpos bronceados cubiertos de sal y arena, con los cabellos decolorados por el sol. Yo todavía no había tenido tiempo de acomodarme al ambiente y estrenaba un vestido turquesa más propio para un cóctel en Madrid que para la playa, pero me sentía tan feliz que no me importaba desentonar con el lugar.

  Buscamos sitio en la terraza de un bar próximo al puerto. Pedí una caña y pescaíto frito, o más bien debería decir que fueron ellos los que pidieron por mí porque estaba tan emocionada que mi atención saltaba de un sitio a otro sin detenerse en nada en particular, ávida por atrapar cada detalle. Poco a poco se fueron uniendo a nosotros surferos que acercaban unas sillas y se saludaban con choques de manos. Hablaban todos a la vez, a gritos y sin escucharse, como si tuvieran urgencia por soltar lo que tenían dentro. Yo me esforzaba por seguirlos, pero sólo me llegaban palabras sueltas sin sentido para mí: kite surf, paddle surf, stand up, wipe out, off the lip… Aun así, pocas veces me he sentido tan dichosa.

  A eso de la medianoche, alguien propuso que nos moviéramos hasta El Balneario, donde se celebraba una fiesta. Yo creí que se trataba de algún pub o discoteca pero me llevaron a una playa. No recuerdo mucho de aquella noche, tan similar a las que siguieron: mucha cerveza y alcohol, barbacoa en la playa y las canciones de los Beach Boys y The Trashmen hasta el amanecer. Noche tras noche repitiendo el mismo ritual hasta el momento en el que un hang ten acabó en un wipe off.

  Tampoco había mucha variación durante el día. Nos levantábamos a eso de las doce para ir a alguna de las playas donde se congregaban los surferos: El Búnker, El lugar secreto... Pasaba el día observándolos mientras se subían a lo alto de las olas encaramados en sus tablas e improvisaban lo que a mí me parecían piruetas y que ellos nombraban con su extraña jerga. Debo decir que mi entusiasmo se fue desvaneciendo a medida que Fernando parecía perder su interés por mí. El primer día de playa trató de enseñarme los rudimentos del surf pero, al ponerme de pie sobre la tabla, una ola me golpeó por delante y me tiró de espaldas. Yo, que nunca he sido muy buena nadadora, hice por salir a la superficie pero me dejé llevar por el pánico y, si no me llega a salvar mi novio, ahora no lo estaría contando. Después de tan triste experiencia, no me atreví a acercarme a una tabla y prefería permanecer sentada bajo una sombrilla mientras contemplaba los vaivenes de unos y otros. 

  No era raro que me sorprendiera de repente una especie de melancolía. Solía ocurrir a media tarde, cuando empezaba a vencerme el cansancio después de tantas horas de sol. Miraba a mi alrededor y era como si no reconociera el lugar ni a la gente que me rodeaba. Y eso que era siempre la misma, los amigos de Fernando: tan amables conmigo pese a ser cada vez más evidente que no era uno de ellos. Se apoderaba de mí un ansia por huir y solo encontraba alivio si dejaba vagar la vista en la lejanía y perderse en las costas africanas.

  No me atrevía apenas a confesármelo a mí misma pero hubiera preferido quedarme en la playa que se extendía detrás de nuestra casa; una playa alejada del bullicio surfero a la que apenas acudían unas cuantas familias con sus niños pequeños. Pero me tenía que conformar con un paseo al atardecer, descalza sobre la arena y arrullada por el sonido de las olas, que me procuraba descanso. 

  Pronto descubrí que no era la única rara de la playa del Bunker. Alejado de la orilla, se sentaba un joven que no parecía tener mucho que ver con los surferos. Solía estar ya allí cuando llegábamos al mediodía y marcharse un poco antes de que la playa se llenase de gente. Pero a veces se quedaba más tiempo, absorto en la lectura de un libro. Yo lo observaba siempre que tenía ocasión, intrigada de que alguien tan ajeno al surf no buscase otra playa más tranquila. Era, como digo, joven aunque unos años mayor que Fernando y sus amigos; más cerca de los treinta que de los veinte. De andares torpes y con más de un kilo de sobra, su cuerpo proclamaba desde lejos que estaba poco hecho para la práctica del deporte. La primera vez que lo vi me molestó su insolencia por querer invadir un terreno pensado para los adonis del surf pero, con el paso de los días, su incongruencia se convirtió en la justificación de la mía y en el alivio de mi soledad. Él también debía de ser consciente de mi desubicación entre aquellos locos por las olas porque era a la única en toda la playa a la que saludaba a mi llegada y de la que se despedía, apenas musitando un hasta la vista, cuando se marchaba.

  Pero mis vacaciones surferas no estaban llamadas a durar.

  Ya he contado algo de la afición Fernando por los retos estrambóticos.

  Una noche estábamos aburridos tirados en el sofá de la casa con la tele encendida sin que nadie le prestara atención. No puedo recordar por qué no estábamos disfrutando de una de las muchas fiestas surferas en alguna playa o escuchando a los chicos tocar en Barbate las canciones de Midnight Oil. El malhumor planeaba por la casa mientras yo me pintaba de escarlata las uñas de los pies. Alguien preparó unas cocacolas con J&B que los chicos bebían como si fuesen vasos de leche. Era cerca de la medianoche y estaba cansada. Soplé para que se secara el esmalte con mayor rapidez y me levanté de la alfombra de esparto donde estaba sentada.

  —¿Te vas a acostar ya? —me preguntó Fernando con la voz llena de alcohol—. ¡Si ahora es cuando empieza lo más divertido de la noche!

  —Estoy muy cansada —respondí en medio de un bostezo.

  Le di un beso en los labios y, con las sandalias en la mano, me fui a nuestro dormitorio. Estaba tan cansada que era incapaz de dormirme. El sonido de las olas que entraba por el ventanal se entrelazaba con las voces cada vez más acaloradas que llegaban del salón. Miles de imágenes cruzaban mi cerebro: Fernando sobre la tabla de surf, la sombra de un niño sobre la arena, el desconocido de los libros caminando a trompicones hacia la carretera... Entre el sueño y la vigilia, sentí una caricia en la frente. Nunca supe si había sido un beso de Fernando o fruto de mi imaginación. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté de repente sobrecogida por el silencio que retumbaba en las paredes. Faltaba poco para las seis de la madrugada. Recorrí la casa pero no había nadie. Al salir a la calle, vi que se habían llevado los coches. Caminé hasta la playa para sacudirme del miedo que se había apoderado de mí. No sé de dónde me venía; nunca había sido asustadiza. Me senté en la arena abrazada a mis rodillas a esperarlos. En el cielo se insinuaba una luz anaranjada, preludio de la aurora. Una luz que se fue llevando mis temores. 

  Pero la mañana llegó y yo seguía sola. En mi móvil no había ningún mensaje. A las diez volvió la angustia para atormentarme. No recuerdo las llamadas que hice al teléfono de Fernando; los mensajes que le dejé. Había visto una bicicleta en el garaje. La cogí y recorrí las playas donde se celebraban fiestas nocturnas: la de Bolonia, Valdevaqueros, Río Jara, Playa Chica... Pero no había rastro de Fernando y sus amigos. Fui hasta el Búnker, donde les gustaba surfear pese a ser todavía temprano para ellos. 

  Al principio no vi nada extraño: los surferos de todas las mañanas. Pero los jóvenes que se cruzaban conmigo me miraban cariacontecidos. Cerca de la orilla, se arremolinaba un grupo. Había dos hombres de la Cruz Roja y una camilla en la arena. Pero no me asusté hasta que no vi salir del corrillo y correr hacia mí al joven de los libros. Me pasó el brazo por encima de los hombros y trató de alejarme. Pero mi corazón ya sabía lo ocurrido y eché a correr hacia ellos.

  A partir de ese momento, se me confunden los recuerdos con lo que me contaron después. La primera imagen que me viene a la memoria es la cara de Fernando, tendido sobre una camilla, con la boca torcida y una expresión de perplejidad en los ojos abiertos. Luego, el llanto de sus amigos, el horror de los curiosos, un policía dispersando a la gente y el grito tan extraño que salió de mi garganta. Hasta dos días después, no pude volver a Madrid con mis padres. Me hubiera quedado sola en la casa hecha un ovillo en un rincón mientras los chicos respondían las preguntas de la policía en la comisaría. Pero el joven desconocido de los libros no se separaba de mi lado. Me obligaba a comer, a dormir, a pasear por la playa y a hablar. A mí me parecía que Fernando iba a aparecer en cualquier momento para decirme que todo era una broma. ¿Acaso no decían los periódicos locales que el accidente había sido consecuencia de una apuesta? Aquello era muy propio de él: retar a sus amigos a surfear en medio de la noche. ¿Por qué esta vez había acabado todo en tragedia?, ¿acaso Fernando no ganaba siempre sus apuestas? 

  Pero no regresaba a buscarme. Mi única compañía era la de un extraño que se empeñaba en hacerme volver a una vida en la que ya no estaba Fernando. Se me quedó una imagen borrosa de su cara. En mi memoria siempre lleva un libro encuadernado en piel, del que me leía algún fragmento para distraer mi dolor:

  Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desolación.

  Yo dejaba volar la imaginación y me imaginaba que Fernando era Charles Darnay y yo, Lucía Manette. ¿Acaso mi nombre no es Lucía?


  Mis padres llegaron un domingo por la tarde. El joven de los libros, que se había acomodado en la terraza con un saco de dormir, recogió sus escasas pertenencias y se fue despidiendo de los amigos de Fernando, todavía conmocionados por lo ocurrido. Lo acompañé hasta su coche. No sabía cómo agradecerle el apoyo de aquellos días. Él debió de darse cuenta porque sacó de su mochila su libro y me lo entregó con una sonrisa torpe. Antes de subirse al coche, me acarició la mejilla y dejó un suave beso en mis labios.





II.

  Tardé años en llevar una vida normal. Me negaba a salir de casa; a ver a mis amigos de siempre. No era capaz de estudiar y pasé por tres universidades como un fantasma. Sin conocer a nadie. Sin enterarme de lo que decían los profesores. Era un autómata sin vida. Hubiera querido acallar las voces de mi interior que me recordaban que ya no había esperanza para mí. De nada me sirvieron las sesiones con psicólogos y psiquiatras a las que se empeñaban en llevarme mis padres. Me parecían charlatanes; ignorantes de lo que albergaba un corazón sufriente. Y, ni qué decir tiene, no volví a acercarme a ninguna playa.

  Sólo encontraba consuelo entre las páginas de Dickens. Por una extraña asociación de mi mente, creía que las vidas de los personajes de Historia de dos ciudades se relacionaban con Fernando; que lo hacía revivir cada vez que leía algún párrafo. Poco importaba la distancia entre mi antiguo novio y los protagonistas de la novela victoriana. Yo sentía que había un vínculo entre ellos y no me separaba del libro que me entregó el joven de la playa.

  Me matriculé en una academia de dibujo y pintura cerca de casa. Nunca había mostrado especial inclinación hacia las artes plásticas pero me permitía tener durante unas horas la mente vacía. Mi espíritu encontraba la paz entre aquellas salas en las que siempre hacía un frío húmedo como el de las bodegas. Mi profesora parecía tan irreal como los personajes de Dickens. Debía de rondar los sesenta años y lucía una larga cabellera blanca recogida en una coleta que llevaba recogida con un pasador de cristales en forma de mariposa. Me fascinaban sus manos, de dedos largos y finos, cuya piel blanca salpicaban miles de pecas y unas manchas color arena semejantes a las que hacía en el lienzo cuando comenzaba una pintura. Su voz, seca y grave, no era dada a prodigar halagos y ternuras. Sus exabruptos cuando criticaba mis intentos por trazar una línea recta me confundían pero, al mismo tiempo, espoleaban mi orgullo y me apremiaban a esforzarme por mejorar. Las dos horas que pasaba en la academia cada mañana constituían una bendición para mí. Era como si Fernando, que siempre me acompañaba en mi soledad, no se atreviera a traspasar el umbral y me liberara, así, del dolor.

  Los miércoles María, la bella profesora, ponía sobre nuestros caballetes un lienzo en blanco, depositaba en el suelo un cestillo de mimbre lleno hasta el borde de tubos de pintura al óleo y se plantaba en medio de la sala para zaherirnos con su tono de voz desabrido.

  —¡Olvidad todo lo que os he enseñado y dejad hablar a vuestro corazón! —exclamaba con las manos en la cintura y en actitud desafiante.

  Al principio me sentía perdida en esa clase. Manchaba la tela con el pincel chorreando rojo o azul y permanecía mirando por encima del caballete hacia la lejanía. Pero un día la mancha de azul se extendió por la superficie. Festoneé el contorno con blanco y amarillo, y apareció un mar embravecido. Mi corazón empezó a latir aprisa; me costaba respirar. Dejé todo en el suelo y salí huyendo de la sala. Corrí por el pasillo sin saber adónde iba. Al llegar al final me topé con la pared. Me apoyé en ella y dejé caer la cabeza sobre el pecho con los ojos cerrados. No puedo decir cuánto tiempo estuve tratando de apaciguar mis latidos. Me parecía que me ahogaba y llegué a creer que iba a morirme. Alguien me cogió por los hombros y me levantó la barbilla. Intenté serenarme pero no podía detener los temblores que sacudían mi cuerpo.

  —Respira despacio —me ordenó María.

  Su voz seca calmó mis temblores. Pasó su brazo por encima de mis hombres y me condujo hasta su despacho. Cuando cerró la puerta rompí a llorar. María permaneció a mi lado en un sofá bajo la ventana hasta que cesaron los sollozos. Me apartó un mechón que caía sobre la frente y me animó a contarle lo sucedido. Pero no pude hablar. ¿Cómo exponer mi corazón herido ante una extraña? Negué con la cabeza y quise salir del despacho, alejarme de aquella mujer que, como los psicólogos y psiquiatras, se empeñaban en hacerme recordar lo que con tanto esfuerzo intentaba olvidar.

  —No hables si no puedes —me pidió cuando me disponía a abrir la puerta—. Pero no dejes de pintar. Pinta lo que te pida el corazón, Lucía. Pinta.

  Durante dos semanas, me negué a volver a la academia. La pintura había perdido su poder de adormecer mi dolor y la mujer de la larga cabellera blanca ya no me parecía ajena a mi desdicha. Volví a encerrarme en mi habitación con el libro de Dickens. Pero una mañana me sorprendí con un lápiz en la mano dibujando a una chica que paseaba descalza sobre la arena de la playa. No era más que un esbozo. Pero aquel dibujo me dejó una sensación de paz que llevaba mucho tiempo sin experimentar. Pasé horas retocándolo, añadiendo un detalle aquí, otro allá. Y, al día siguiente, retomé las clases de la academia.

  Mentiría si dijera que la pintura se llevó mis desdichas pero también sería una falsedad afirmar que todo siguió igual. María me acogió en su clase como si no hubiera pasado nada, aunque a menudo notaba su mirada sobre mi espalda. No me costó reintegrarme a las clases de dibujo, donde se incidía en los aspectos de la técnica. Las reglas tan precisas mantenían a raya mis emociones, siempre listas para saltar. 

  Más difícil me resultaba mantenerme serena en la clase de pintura libre. Comenzaba con la intención de llenar el lienzo de flores y niños pero, con la primera pincelada, aparecían playas bañadas por un mar encrespado en el que se peleaban olas altísimas coronadas de espuma. Me recuerdo rasgando la tela para escapar de la terrible visión; por allí por donde se rompía el lienzo me parecía que iba a surgir el fantasma de Fernando para atormentarme. No puedo decir las veces que estuve tentada a huir. Me detenía la vigilancia que María ejercía sobre mí. De vez en cuando, se colocaba detrás de mí. Permanecía unos minutos en silencio, mirando la tela hecha jirones y asentía con la cabeza antes de dirigirse a otro alumno. Al término de la clase colgaba mi cuadro junto a los de los demás sin hacer nada por disimular la grieta que lo atravesaba. Allí, en medio de la pared, me parecía que era mi alma menoscabada la que se exponía a la vista de todos. Acababa la clase llena de vergüenza, no tanto por mi falta de ejecución como por creer que mis compañeros estaban al corriente de mis secretos que con tan poco pudor mostraban aquellas manchas. Sólo por dejar de verlas, empecé a obligarme a terminar las pinturas reprimiendo mis ganas de acabar con ellas. Así fueron surgiendo mares más calmados bajo cielos azules por donde planeaban elegantes gaviotas y cometas de alegres colores. 

  No me daba cuenta pero, a medida que surgían mares sosegados y paisajes más risueños, mi ánimo también iba recobrando la paz.




III.

  Hacía once años que una ola furiosa se había llevado mi juventud. Había dejado la casa de mis padres para mudarme a los bajos de un edificio en un barrio no muy alejado, donde además tenía mi estudio de pintora. Por medio de María, conocí a un galerista que, de vez en cuando, exponía mis cuadros. No ganaba mucho pero, con la ayuda de unas cuantas clases particulares, lograba ir tirando.

  Desde hacía tiempo me consideraba curada. De mi pasión por Historia de dos ciudades no me quedaba más que una serie de cinco pinturas que dos años antes había dedicado a la novela inglesa y que colgaban de las paredes de la academia de María. He dicho que me consideraba curada pero todavía no me había atrevido a ir a ninguna playa, pese a ser el motivo más frecuente que aparecía en mis cuadros. Tampoco había superado mi soledad. Había tenido varias relaciones con jóvenes que conocí también a través de María pero de los que no recuerdo ni sus nombres ni sus caras pues el más duradero de los romances no pasó de tres meses. Y, pese a todo, como digo, hacía tiempo que me consideraba curada.

  Pero, a principios de la primavera se tambaleó el frágil equilibrio. Acababa de inaugurar mi última exposición. Llegué a casa pasadas las doce, agotada después de una noche en la que hablé con decenas de desconocidos. Me acosté sobre la cama sin deshacer. No me detuve siquiera a quitarme el maquillaje y la ropa. Caí en un sopor profundo vacío de imágenes y emociones hasta que me despertó el sonido de una canción surfera y la fragancia a sal y a arena que se colaron en mi sueño. Sin todavía estar espabilada del todo, me sacudieron unos sollozos: primero, leves, más fuertes, después. Casi media hora estuve desdoblada en dos Lucías: la que se deshacía en llanto y la que contemplaba a la otra con estupor. El llanto se llevó el sueño y me dejó desvelada hasta que apuntó la luz del amanecer, cuando, cansada de esperar y, tras tomarme un café solo, abandoné Madrid en mi Mini.

  Era principios de marzo y Tarifa dormía envuelta en la niebla. Las playas se dirían desiertas de no ser por algún que otro surfero que se peleaba con las olas. Por un instante creí que se me iba a parar el corazón y, al momento, tomó tanta velocidad que me llevé la mano al pecho para que no se escapara. 

  Estuve recorriendo las calles solitarias. Una lluvia fina, más propia del norte que de las costas gaditanas, me empañaba la vista y humedecía mi vestido pero no me dejé amedrentar. Estuve merodeando por los alrededores del pueblo sin atreverme a llegarme hasta sus playas. Costaba reconocer la carretera que conducía a la casa donde nos habíamos alojado Fernando y yo con sus amigos. Habían construido unos bungalows a lo largo del camino. Tuve que hacerme a un lado en la carretera para dejar paso a una carrera de bicicletas. No había apenas público animando a los corredores, lo que me permitió alejarme sin mucha dificultad. Cuando llegué, creí que me había confundido porque en lugar de nuestra antigua casa, se elevaba el edificio de un club deportivo. La playa en la que once años antes apenas unos niños volaban sus cometas había sido colonizada por un grupo de surferos. Hasta mí llegaba su jerga: kite surf, padle surf, stand up, wipe out, off the lip; de la que comprendía tan poco como entonces. Me sorprendía no sentir ninguna emoción. Regresé al pueblo y seguí hasta la playa del Búnker. Delante de mí iban cuatro jóvenes de edades parecidas a las que tenían Fernando y sus amigos aquel verano. Alargué el brazo y a punto estuve de rozar a uno de ellos con la punta de los dedos. Era como si estuviese viendo una película de la que conocía el argumento. No sentía ninguna tristeza. Ni alegría tampoco. Una extraña indiferencia me empujaba por la carretera. Uno de los jóvenes volvió la cabeza, como si presintiera que los estaba siguiendo. Me agaché fingiendo atarme los cordones de las zapatillas y esperé que se alejaran con sus tablas. Cuando llegué a la playa, me senté en la arena, como solía hacer once años atrás, y saqué mi cuaderno de dibujo. La mano me temblaba. No había tanta gente como entonces pero a mí me parecía que eran los mismos chicos con los que Fernando y sus amigos solían bromear. Había dejado de llover y, a lo lejos, se divisaban las costas africanas.

  De pronto, me invadió la añoranza por la joven que había sido; aquella que creía que todo era posible. Hacía mucho tiempo que no se abría ninguna ventana a un cielo azul; que Fernando me había arrebatado mi mochila repleta de planes e ilusiones. Oculté la cara entre las manos y lloré. Lloré por haberle permitido llevarse mi juventud, mis ganas de vivir. Lloré por haberme negado a mí misma la felicidad; como si, al ser dichosa, lo estuviese traicionando. Apreté los dientes y los puños. Dejé que la pena diese paso a la rabia y ésta a la determinación: nunca más me dejaría abatir por la desesperanza. Sólo entonces abrí los ojos y, al alzar la vista, me tropecé con una tierna sonrisa: la del desconocido que, como once años antes, me miraba desde un rincón de la playa con un libro entre las manos.


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