miércoles, 21 de noviembre de 2018

El capricho inglés





Mi querida Alicia. En los jardines de la memoria, en el palacio de los sueños.
Allí es donde tú y yo nos volveremos a ver.
Alicia en el País de las  Maravillas (Lewis Carroll, 1865) 





Todo comenzó una mañana de principios de noviembre. Una de esas mañanas en las que me encontraba sola en casa porque mi marido había salido a alguno de sus viajes de negocios. En los últimos tiempos se habían hecho tan habituales que ni siquiera me daba cuenta de dónde iba ni de cuánto tiempo iba a estar ausente. O tal vez era yo la que no prestaba atención y me sonase del mismo modo Atenas que París. Aquella mañana me encontraba más fatigada que de costumbre. Había pasado mala noche en liza con el insomnio y las pocas horas de sueño no me habían dejado sino una mayor sensación de cansancio. De nada me sirvió permanecer media hora bajo la ducha ni el suculento desayuno que encargué a la cafetería que hay al otro lado de la calle. El solo pensamiento de tener que sacar el coche del aparcamiento para ir a trabajar me suponía un esfuerzo muy por encima de mis capacidades. Acallé, pues, mi conciencia y, por primera vez en mi vida, llamé a Mariló, mi socia en la sombrerería de la calle del Olvido, y me inventé una enfermedad que me sirviera de pretexto para permanecer en casa un par de días.

—Tómate todo el tiempo que necesites, querida —me repetía una y otra vez con esa risa falsa tan suya que se le escapa siempre que trama alguna fechoría—. Yo me las arreglo bien con los Charlys —añadió haciendo referencia a Carlos Núñez y Carlos Grande, unos proveedores a los que debíamos una cantidad nada desdeñable de dinero.

Por un momento se me encendió una lucecita roja en el cerebro. Aunque no podía probarlo, estaba segura de que Mariló quería pegármela y andaba con tratos con tan siniestra pareja para quedarse con la tienda a cambio de perdonarle parte de la deuda. A punto estuve de salir corriendo a su encuentro y olvidarme de mis locos deseos de libertad, pero la perspectiva de disfrutar de aunque no fuesen más que de unas horas del placer de la gandulería me tentaba demasiado. Opté, pues, por moderme la lengua y colgué el teléfono después de simular que la escuchaba mientras me regalaba el oído con un discurso sobre la conveniencia de cuidarme que me sonaba demasiado meloso para creerlo sincero.

Así me encontré con mi primer día de ociosidad sin saber muy bien en qué emplear las largas horas que tenía por delante.

Salí a la azotea y me dejé caer en una tumbona que aún no había estrenado. Cuando me casé, convencí a mi marido de que comprásemos la casa precísamente por la amplitud de la terraza y por las vistas a la sierra que podían contemplarse desde ella; pero lo cierto es que el único uso que le habíamos dado desde entonces era como medio para impresionar a las visitas. Aquella mañana la tenía para mí sola y nada ni nadie me impedirían disfrutar de sus encantos. Era uno de esos días de noviembre en los que el otoño se viste de primavera y apetece tomarse un zumo mientras el sol juguetea con unas nubes blanquísimas. Me preparé un combinado de frutas y puse un viejo disco de Barbra Streisand, la que fuera cantante favorita de mi madre. Mientras tatareaba All in love is fair, me iba invadiendo una alegría pueril. Eché un vistazo a los libros cuidadosamente encuadernados de la librería y cogí uno al azar. Se trataba de una novelita romántica de Rosamunde Pilcher o alguien similar; ya se sabe, una de esas tan intranscendentes que te limpian el cerebro de pensamientos tristones. De modo que pertrechada con mi zumo, la novela y una manta de suave moaré me dispuse a pasar la mañana en la azotea. Pero poco pude disfrutar de mi ratito de asueto pues antes de terminar de leer el primer párrafo me quedé profundamente dormida.



He de decir que no soy de esas personas que cansan a sus allegados con sus sueños. No suelo recordar de ellos sino imágenes desperdigadas o sensaciones sin conexión alguna que olvido tan pronto como bebo el primer sorbo de café. Pero el sueño que tuve aquella mañana se ha quedado grabado en mi memoria con tanta nitidez que más me parece que lo viví que lo soñé. Iba conduciendo un coche negro por una carretera sinuosa. No puedo decir si era muy de mañana o al caer la tarde: el sol estaba fijo sobre la línea del horizonte y despedía una luz tenue anaranjada. A ambos lado de la carretera crecían unos cipreses de tres en tres. Aunque no lo podía divisar desde donde me encontraba, sabía que a pocos kilómetros había un gran lago al que tenía prisa por llegar aunque no puedo decir por qué era tan importante para mí tal cosa. El cielo se estaba oscureciendo y una suave brisa se colaba por la ventanilla. A medida que me iba adentrando en una extraña noche sin luna ni estrellas, se iba apoderando de mí la angustia. El coche perdía velocidad; en lugar de aproximarme a mi destino, la distancia que me separaba del lago se iba acrecentando cada vez más y el miedo a extraviarme me hacía cambiar las marchas con brusquedad. De pronto se cruzó en mi camino un ciervo y, al tratar de esquivarlo, me empotré en uno de los cipreses. Salí como pude del coche. El paisaje había cambiado de repente merced a uno de esos caprichos que con tanta frecuencia nos regalan los sueños. A mi alrededor había una llanura cubierta de dalias color púrpura. Me arrodillé para contemplarlas mejor y, al ir a arrancar una de ellas, se convirtió en una niña diminuta que echó a correr por un sendero de pequeños guijarros. No había adelantado unos metros cuando se volvió hacia mí y me hizo una seña con el dedo índice para que la siguiera. Mas, en cuanto comencé a andar hacia ella, soltó una carcajada y volvió a coger carrerilla a tal velocidad que me era imposible alcanzarla. Durante un rato me entretuvo con su juego. Corría un trecho del camino y, cuando se percataba de que me había dejado atrás, se detenía a esperarme. Así me condujo hasta una verja de hierro forjado cubierta de rosas trepadoras. La niña me pidió por señas que entrara en la propiedad y, tras lanzarme un beso por el aire, volvió a convertirse en una dalia color púrpura. Maravillada por tal fenómeno, tardé unos minutos en obedecer su mandato. La herrumbre de la puerta me impidió abrirla al primer intento y hube de empujarla con el hombro para que cediera el pestillo. De nuevo el sueño tomó un giro asombroso. Me vi en medio de un jardín de estilo inglés. Aquí y allá se veían parterres de tulipanes, amapolas, nomeolvides, pensamientos y margaritas cercados por setos de arbustos que formaban figuras geométricas. Un camino de grava me condujo a un pabellón chino cercado por diversas plantas aromáticas que crecían como si nunca hubiesen conocido la mano del hombre: tomillo, lavanda, romero, salvia, albahaca… La fragancia que expelían era tan intensa que hube de sentarme en los escalones del pabellón para no caer desmayada. Detrás de mí, alguien agitó las ramas de un rododendro. Me volví asustada y me tropecé con una mirada intensa que me hizo estremecer.


—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó el dueño de la mirada.

Era un hombre de unos cuarenta años del que no recuerdo sino la sonrisa más acogedora que he visto jamás, su pelo rebelde cortado de manera desigual y las pecas que salpicaban su nariz. Llevaba en la mano derecha unas tijeras de podar y en la izquierda un cesto rebosante de plantas que no reconocí.

—Llevo esperándote toda la vida —me dijo tras dejarlos en el suelo.

Permaneció un instante contemplándome con embeleso y me tendió las manos.

—Ven —me pidió—. Aún tenemos unas horas hasta que llegue la noche.

Quise decirle algo mas sólo conseguí mover los labios. Había enmudecido y la voluntad me había abandonado. Me dejé conducir por un sendero de tierra arcillosa hasta una cabaña de troncos con un tejado de brezo puntiagudo. En el interior no había más que una cama enorme con un dosel dorado del que colgaban unas cortinas de tul. No esperó a que saliera de mi asombro. Me despojó del vestido y me cubrió la piel con sus besos y sus caricias mientras me susurraba al oído palabras de amor que apenas entendía. Por un momento el recuerdo de mi marido azuzó la culpa pero el apremio del abrazo del desconocido me hizo olvidar hasta de quién era. Pronto fui yo la que, arrebatada por la pasión, iba detrás de sus labios. Mi mente estaba vacía y no respondía sino a aquel placer hasta entonces ignorado. No obstante, cuanto mayor era mi delirio, más frío se mostraba mi amante. 

Desperté en mitad de un grito de sufrimiento. Por unos momentos, no reconocí mi azotea. En el reproductor de CD seguía cantando Barbra Streisand All in love is fair, lo que significaba que el sueño no había durado sino unos minutos. Y, no obstante, a mí me parecía que había estado ausente durante años. Al pie de la tumbona se había caído el libro, que quedó abierto por una página que comenzaba con una pregunta: «¿Por qué has tardado tanto?». A mi memoria volvieron los últimos minutos del sueño. Me estremecí. A pesar de la vergüenza que me suscitaba el recuerdo del desconocido, su imagen era tan vívida que volví a sentir en mi piel la ternura de sus caricias. Abochornada, fui corriendo a darme una ducha que se llevara el sueño por el sumidero, mas las imágenes regresaban a mi mente una y otra vez. No podía quitarme de la cabeza la mirada intensa de mi amante soñado y me consumía el anhelo por sus caricias. Ni el agua helada ni el café negro y amargo que me preparé después lograban serenarme. Mi marido me contemplaba desde una fotografía en la estantería del salón. Sus ojos confiados acabaron con la poca serenidad que me quedaba. Pese a no tener responsabilidad en aquel sueño, me sentía como si le hubiese sido desleal. Incapaz de resistir su mirada, cogí el llavero y salí de casa con la esperanza de dejar atrás aquel sueño que se había convertido en pesadilla.



A pesar de ser un día laborable, las calles de la ciudad estaban abarrotadas de gente. Mi casa estaba en el barrio comercial donde se encuentran las mejores tiendas, cafeterías y restaurantes del país. Me dejé llevar por la corriente de transeúntes. Hasta mí llegaban cientos de voces en distintos idiomas, retazos de frases, fragmentos de canciones que salían de las boutiques. Conmigo se cruzaron un joven ataviado a la perfección con traje y corbata que llevaba un turbante hindú color carmesí, una pareja en patines que recorría la acera de la mano, tres ancianas que se relamían mientras saboreaban un helado de cucurucho de fresa... Mas la mayoría de los viandantes eran elegantes mujeres cargadas de bolsas con los logotipos de tiendas de lujo. Me metí por una callejuela en la que apenas se podía dar un paso sin tropezarse con los que salían de las tiendas. Alguien me empujó por detrás y, al volverme, me topé con una mirada intensa que me hizo estremecer. Poco más pude ver porque enseguida me vi envuelta por la muchedumbre. Retrocedí sobre mis pasos con la esperanza de verlo de nuevo pero había tanta gente que era imposible encontrar a nadie. Desolada tomé el camino de regreso a casa. Antes de doblar la esquina, noté que me tocaban la mamo. Fue una caricia tan leve que bien hubiera podido tratarse del roce de una pluma llevada por el viento. Pero yo conocía aquella caricia. Me detuve en medio de la acera y lo busqué entre los cientos de viandantes que subían y bajaban por la avenida Central mas apenas podía distinguir sus facciones. Me enfadé conmigo misma por aquella locura. Lo mejor era irme a mi tienda de sombreros y olvidarme del desconocido del sueño. Saqué el móvil del bolsillo del chaquetón para llamar a Mariló pero, de tan nerviosa, no acertaba a dar con su número. 

Me dirigí apresurada al Parque de la Alameda, que estaba situado a pocos metros de donde me encontraba, y me senté junto a la estatua de Dante con la esperanza de hallar un poco de sosiego. A los pies del monumento, una pareja de gorriones bebía de un charco. Me entretuve contemplando cómo sorbían el agua con la punta del pico, cómo se acicalaban las plumas. Poco a poco fui recuperando la cordura y pude reírme de mis absurdos pensamientos. Dejé vagar la vista entre las copas de los álamos mecidas por el viento y mi respiración volvió a su ritmo regular. Al otro lado del parque, un hombre daba de comer a las palomas. Iba cubierto con un abrigo de cachemir color camel que le hacía parecer un gigante, a pesar de no ser muy alto. Llevaba un periódico bajo el brazo y un sombrero de ala ancha le ocultaba el rostro. Algo en él que no podía precisar me resultaba familiar. Tal vez la forma de apoyar su peso sobre una pierna, cómo ladeaba la cabeza hacia la izquierda o su cabello rebelde cortado de forma desigual que apenas se insinuaba por debajo del sombrero. Mi mirada se quedó prendida en la mano con la que echaba de comer a las palomas las migas de pan. Debió de darse cuenta de mi escrutinio porque se volvió de repente y fijó su vista en mí. Durante un tiempo que me es imposible determinar si fue breve o largo, nos sostuvimos la mirada. Un escalofrío recorrió mi columna al sentir sus ojos sobre mí. Dejó el periódico y el mendrugo de pan sobre el pretil de la fuente y se acercó con paso indolente hacia mí.

—¿Nos conocemos? —me preguntó.

Su voz, tan extraña y familiar a un tiempo, acabó de turbarme. 

—Sí. No —respondí confundida—. Perdone, creí que era otra persona.

Me levanté del banco y, sin mirarle, me dirigí al portón de la entrada del parque. Detrás de mí resonaban sus pasos sobre el empedrado.

—¡Espere! —exclamó a mi espalda con la voz alterada—. ¡Espere se lo ruego!

Su premura me asustó. Apreté el paso pero antes de llegar a la garita del vigilante, ya me había dado alcance y caminaba a mi lado. Sus ojos expresaban una honda preocupación.

—Debe usted perdonarme —me pidió más sosegado—. No tengo costumbre de abordar a desconocidas, se lo aseguro, pero me gustaría hablar con usted.

No supe que responder. Por un momento me sentí tentada a seguirle donde quisiera llevarme pero enseguida recobré la cordura y le puse dos o tres excusas que se contradecían entre sí.

—Comprendo —replicó con seriedad—. No era mi intención molestarla.

Se llevó el dedo índice al ala de su sombrero y enfiló hacia la puerta sur del parque.

Me volví a casa con los nervios destrozados. No podía ser cierto lo que me estaba sucediendo. Había estado a punto de irme con un desconocido solo porque me recordaba al que aparecía en mi sueño. Pero, ¿de verdad existía tal semejanza?, ¿no había sido aquella aventura sino un divertimento de mi imaginación? Me preparé una comida rápida y salí de nuevo dispuesta a retomar mi vida de siempre. Entre mis sombreros de fantasía y la conversación banal de Mariló me sentiría segura. Pero no llegué a mi tienda. Cogí el coche del aparcamiento y, al doblar la esquina de la calle Cordelería, subí por la carretera que llevaba a la playa.

Durante más de una hora, me dejé llevar por mi instinto y tomé una carretera secundaria que no conocía, más allá del cruce que conduce al Castillo de los Infantes. A pesar de que el cielo amenazaba lluvia y se había levantado el viento, abrí la ventanilla para que el aire fresco despejase mi mente. Pronto me vi en una carretera sinuosa a cuyos lados crecían cipreses de tres en tres. Las manos me resbalaban por el volante a causa del sudor. Un cartel anunciaba un lago a cinco kilómetros. Asustada por la semejanza con mi sueño, busqué un claro donde dar la vuelta para regresar a la ciudad pero la carretera era demasiado estrecha. Tal vez si llegaba al lago podía maniobrar mejor. Unos nubarrones grises dieron paso a una noche prematura. Encendí los faros para iluminar el camino. ¿Por qué no confesarlo? Temía que saliera de repente un ciervo y no pudiera esquivarlo. En el asiento del copiloto, el móvil emitía un pitido a intervalos regulares para indicarme que se estaba agotando la batería. ¿Qué sería de mí si me perdía?, ¿dónde me buscaría mi marido? Me maldije por aquel día de despropósitos. ¿Quién me mandaba a mí cogerme un día libre?, ¿a quién se le ocurría obsesionarse con un sueño? Me aparté a un lado de la carretera con la intención de serenarme antes de emprender el camino de regreso. En ese momento se abrió el cielo y los rayos del sol se llevaron mis aprensiones. Me bajé del coche para estirar las piernas. El olor a tierra mojada me trajo el recuerdo de mi infancia, cuando iba con mi padre a recoger setas en un bosque muy parecido a aquel. Me dejé envolver por la nostalgia mientras tomaba un camino de grava. El viento se había serenado y sólo una leve brisa jugaba con un mechón de mi cabello. Hacía rato que había olvidado la locura de mi sueño cuando alguien me adelantó en una vieja bicicleta. No lo presté atención no obstante a pasar tan cerca de mí que hube de hacerme a un lado del camino. Tan pronto como lo perdí de vista, lo olvidé, absorta en el recuerdo de mi padre, y no me hubiese acordado más de él de no ser porque, unos metros más allá, se bajó de la bicicleta y vino hacia mí.

—Sé que le parecerá una locura pero esta noche he soñado con usted —declaró sin ningún preámbulo.

Levanté los ojos hacia él. Para mi asombro, me tranquilizó reconocerlo: su intensa mirada me llenó de contento.

—Sí que es una locura —repuse—, pero le creo. A mí me ha sucedido lo mismo. Le reconocí esta mañana en la calle y luego en el parque.

Él asintió. Pareció sentir alivio tras haberle confirmado su historia. Caminamos un trecho en silencio. Él me tomó de la mano y yo no retiré la mía. Era como si se hubiesen disuelto todas mis incertidumbres. La angustia que me había acompañado desde la mañana había desaparecido. Iba andando con un extraño por un paraje desconocido pero nunca me había sentido tan confiada. A lo lejos se divisaba una cabaña de madera con el techo de brezo puntiagudo. Antes de llegar a la verja de hierro forjado supe lo que iba a suceder. Me dejé guiar por el jardín inglés. ¿Cómo describir mi emoción al reconocer los parterres de flores, los setos de arbustos, el pabellón chino rodeado de plantas aromáticas, el rododendro? Mi corazón saltaba de alborozo al anticipar lo que me esperaba en la cabaña. El hombre también debía de estar conmovido porque me oprimía la mano con fuerzas. Cuando llegamos al pie de la escalera de la cabaña, se detuvo.

—¿Estás segura de que quieres entrar?

Asentí con la cabeza y lo besé con ternura en los labios.

Me guardo para mí las tres horas que pasé en la cabaña. Aunque quisiera, no podría contar cómo transcurrieron. La pasión que se desbordó fue mucho más intensa que la que experimenté en el sueño y sobrepasó cualquier momento de amor vivido antes y después. Nunca me he sentido tan amada ni he querido a nadie tanto como quise a mi amante desconocido. Ahora me parece mentira que fuese yo aquella mujer, tan alejada de la sensata y, ¿por qué no confesarlo?, más bien fría en sus relaciones. La misma que le susurró al oído a un extraño:

—¿Por qué has tardado tanto? 

La misma que oyó cómo le musitaba su amante sin que le sonase extraño ni falso:

—Llevo esperándote toda la vida.

Cuando salí de la cabaña, ya había anochecido. Él quiso acompañarme hasta el coche pero le pedí que me dejase ir sola. Temía que si permanecía un minuto más con él, no pudiese abandonarle nunca más. 

Ignoro cómo llegué a mi casa ni lo que hice hasta el día siguiente, cuando volví muy de mañana a la cabaña y me dejé envolver por la ternura de sus caricias. Durante tres días viví en un estado muy parecido al sueño. No tenía más voluntad que para buscar su compañía. Si hablaba por teléfono con mi marido o con Mariló, respondía a sus preguntas como un autómata y apenas entendía lo que me decían pues mi mente estaba llena de otras palabras. Mi socia me creía muy enferma y dudo mucho que estuviese equivocada. Sólo cuando mi marido anunció su regreso supe que tenía que poner fin a mi aventura.

Mi último día llegué más temprano que de costumbre. Él ya me estaba esperando junto a la verja con una rosa en la mano. Le bastó una de sus intensas miradas para saber que aquél era el final. No me dijo nada ni dejó entrever su disgusto como si desde el principio hubiese aceptado que lo nuestro no iba a durar. Y como si quisiera regalarme con lo mejor de sí mismo, puso toda su pasión en amarme. Sólo en el momento de la despedida me dijo su nombre.

Los meses que siguieron fueron un tormento para mí. Me había hecho la promesa de no volver a ver a mi amante pero cada mañana me despertaba con un doloroso anhelo en el alma y había de violentarme a mí misma para no correr a sus brazos. Mi marido, que creía que mi abatimiento era fruto de la supuesta enfermedad que había sufrido en su ausencia, se mostraba más tierno y considerado que nunca. Por estar conmigo, abandonó sus viajes a pesar de que eso le suponía soportar mis repentinos cambios de humor. Permanecía a mi lado todo el tiempo que le permitían sus negocios y, si no podía sustraerse de una cita con un cliente, me llamaba cientos de veces para averiguar cómo me encontraba. A mí tanta solicitud me suscitaba sentimientos opuestos. Saberme querida por él aumentaba mi culpa mas, en lugar de compensarle con mi cariño, espoleaba mi mal humor y me volvía arisca. Su presencia avivaba el recuerdo del otro y, pese a mis esfuerzos, no podía evitar compararlos. Finalmente le surgió un viaje que no pudo eludir. Después de abrumarme con sus promesas de llamarme cada vez que se lo permitieran los negocios y hacerme prometer que me pondría en contacto con él si me atrapaba la tristeza, partió con el tiempo justo para coger el avión. 

En cuanto me vi sola, desapareció mi depresión. Una alegría salvaje acompañada de una actividad febril se apoderó de mí. Ni siquiera me detuve a telefonear a Mariló, que, para entonces, era ya la dueña de facto de la sombrerería de fantasía.

Perdí un tiempo precioso en arreglarme para mi amante. Nada en mi armario parecía demasiado bueno para él. El espejo parecía quererse burlar de mí mientras me probaba un vestido tras otro. Las manos me temblaban sólo de anticipar el reencuentro impidiéndome abrocharme los botones, un fino sudor abrillantaba mi frente. El reloj se había vuelto loco y corría más aprisa que de costumbre mientras me desesperaba porque no encontraba nada en mi abultado vestuario que me satisficiera. Finalmente, y después de desechar decenas de conjuntos, me decidí por un vestido negro muy veraniego para el día otoñal que se insinuaba por la ventana pero con el que siempre me había visto favorecida. Cogí el coche y tomé a toda velocidad la carretera secundaria que se había convertido en tan querida para mí. Un extraño presentimiento me oprimía el pecho. Me parecía que, si no me apresuraba, alguna desgracia me impediría reunirme con mi amado. Casi me salgo de la carretera al tomar una curva muy cerrada a más de ciento treinta kilómetros por hora y, poco antes de llegar a mi destino, hube de frenar en seco porque se me cruzó un ciervo, el ciervo de mi sueño, tal vez, que al fin hacía su aparición. Aparqué a un lado del camino y, sin esperar a la niña que me guiase, eché a correr hacia la verja.

¿Cómo explicar lo que encontré?, ¿cómo describirlo? Todavía hoy me cuesta creerlo y, pese al dolor que me causa, a menudo vuelvo allí para convencerme de que no lo soñé.

La verja estaba cerrada con una gruesa cadena y un candado oxidados como por el paso de los años. Intenté forzarlos pero sólo conseguí mancharme las manos de herrumbre y musgo. Me asomé por encima de la verja buscando algún indicio de mi amante. No puedo describir mi asombro ante lo que se presentó a mis ojos. Nada del jardín inglés ni los parterres de flores ni el pabellón chino ni el hermoso rododendro. La maleza había invadido todo el terreno borrando los senderos de tierra arcillosa y las figuras geométricas que formaban los setos de arbustos. ¿Y qué decir de la cabaña? No quedaba sino el armazón de madera que sustentaba el tejado de brezo y tres de las paredes de troncos. Incapaz de comprender lo que estaba viendo, intenté saltar la verja. Me raspé las rodillas con la alambrada pero no me importó. Ya estaba a punto de llegar al otro lado, cuando alguien gritó a mis espaldas:

—¡Eh!, ¿qué hace? No puede entrar en la finca: es una propiedad privada.

Al volverme, me encontré con un hombre con un sombrero de paja y un pantalón de peto cubierto de manchas que parecían de tierra. Era de edad indefinida: lo mismo podía tener cincuenta que ochenta años.

—¿Conoce al dueño? —le pregunté cuando me acerqué a él—. ¿Qué le ha pasado a la casa?

—Esa casa lleva más de cincuenta años cerrada, señora.

Lo miré con miedo. Detrás de él asomaba la cabeza de una niña de cuatro o cinco años que me contemplaba sin disimulo.

—No puede ser, debe de haber un error. Hace unos días estuve en esta casa con su dueño: Gonzalo Ortigosa. Había un precioso jardín inglés con parterres de flores, senderos de grava... Gonzalo me trajo aquí, a la cabaña, y estuve varios días con él.

El hombre se quitó el sombrero y se rascó la cabeza. Luego me miró de arriba abajo como si creyese que había perdido el juicio.

—Sí, el dueño de El Capricho Inglés era Don Gonzalo Ortigosa —aseguró con la condescendencia que se emplea cuando se quiere explicar alguna verdad incontestable a un niño—. Pero usted no pudo estar con él hace unos días, señora. Alguien se la ha querido dar a usted con queso. Don Gonzalo hace muchos años que murió. Se volvió loco, ¿sabe? Decía que lo visitaba una mujer del bosque, que había soñado con ella una noche y se le había aparecido de carne y hueso en la carretera. Ya le digo que se volvió loco. Nadie vio a la mujer aunque él juraba que lo visitaba todas las mañanas. Dicen que tenía visiones y yo me lo creo. Mi padre era entonces guarda forestal. Un día don Gonzalo apareció en nuestra casa gritando disparates. Yo era muy niño entonces pero me acuerdo como si fuese ayer. Andaba buscando a la mujer y quería que mi padre lo ayudase a encontrarla. Estaba fuera de sí. Tenía miedo de que se hubiese caído al lago. Para apaciguarlo, fingimos ayudarlo en la búsqueda de la mujer. Pero, aunque recorriamos todo el bosque, ya puede imaginar que nunca apareció. ¿Cómo íba a aparecer si no existía? A partir de entonces, su locura fue a más. Vagaba por los bosques gritando un nombre de mujer: ¡Alicia, Alicia! Los de la aldea anduvieron con tratos con los del manicomio pero, antes de llegar a nada concreto, don Gonzalo se colgó de una lámpara. 

No pude controlar el temblor que sacudía mi cuerpo. El hombre seguía dándome detalles de una historia que para él sólo debía de ser una curiosidad de la zona. La niña no me quitaba ojo. Por un momento creí que se iba a transformar en una dalia color púrpura.

—Abuelo, la señora se está poniendo malucha.

Balbucí una excusa enrevesada y corrí hacia mi coche. El móvil estaba sonando en el asiento del copiloto. Lo cogí para escapar de la angustia que oprimía mi pecho. La voz de Mariló logró calmarme.

—Alicia, ¿dónde te has metido? Llevo toda la mañana buscándote.




























2 comentarios:

  1. Me ha encantado tu historia, Ana. El libro de Alicia es uno de mis favoritos y lo he citado en algún que otro relato. Imagino que a ti te ocurrirá lo mismo. La persecución de la niña rememora bien la carrera de Alicia en pos del Conejo Blanco. Lo de la sombrerería imagino que será otro guiño al personaje del Sombrerero Loco. Además, me recordó alguno de mis relatos dónde el protagonista sufre pesadillas muy reales. Por lo demás, una historia muy bien escrita, como es habitual en ti, muy bien ambientada con una extraordinaria y minuciosa recreación de los escenarios. Se nota que la horticultura, y las flores y plantas en general, es otra de tus debilidades. Construyes una trama compleja vertebrada en torno al relato de Lewis Carroll, manejas muy bien los tiempos del fascinante suspense que vas tejiendo, forjando una armazón onírica que fusiona pasado y presente, diluyendo los límites entre la fantasía y la realidad. Enhorabuena, Ana, por tu relato, realmente fantástico en más de un sentido. Un abrazo.

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  2. Miles de gracias, Paco. El libro de Alicia tiene múltiples lecturas, algunas, yo creo que escapan a la intención del autor. Es mágico.
    Me alegro muchísimo de que te haya gustado. Ya me guardo tu comentario.
    Un beso muy grande

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