II. Camila
Mi padre no volvió a ser el mismo después de la muerte de mi madre. Perdió la ilusión por sus novelas y sus dramas, que arrumbó al rincón más escondido de nuestra casa. Era como si se culpase de la triste enfermedad que se la llevó; como si Dios le hubiese dado justo castigo por haber ido en pos de la fama postergando a su esposa querida. Por más que yo le dijera que ella fue feliz compartiendo sus anhelos, por más que le contase sus momentos de dicha al vernos a mi hermano y a mí crecer con alegría, él se reprochaba el abandono al que creía haberla sometido.
El golpe sufrido afectó a su benévolo temperamento. Su talante siempre bondadoso y paciente tornose pronto a la cólera y poco dado a la misericordia: Nada le contentaba y cualquier cosa le enfadaba. Mi hermano se marchó de casa a los pocos meses del fallecimiento de nuestra madre incapaz de aguantar las constantes discusiones que tenía con él y me dejó sola con el autor de mis días, cada vez con menos fuerzas para sobrellevar los vaivenes de su humor.
Por aquel entonces, tenía un medio novio, Julián, que venía a verme los domingos a la hora de la merienda. Al principio, las visitas eran del agrado de mi padre y, entre trozos de bizcocho y sorbos de chocolate, departía con él sobre los sencillos acontecimientos de la ciudad; pero, cuando Julián empezó a hablar de matrimonio, montó una trifulca sensacional acusándonos de querer apartarlo como si de un trasto viejo se tratase. Consiguió hacerme sentir culpable y, al no encontrar solución satisfactoria para todos, rompí un compromiso que no había hecho más que empezar a caldear mi corazón. Muchas veces pienso que mi renuncia al matrimonio le hizo más mal que bien, pues, a partir de ese momento, se convirtió en mi tirano y yo pasé a ser su esclava. El miedo al abandono le hacía ser implacable y si le contrariaba de palabra u obra, me acusaba de ser una mala hija.
Fue el temor a ser acosado por la prensa y los editores de su obra lo que le llevó a cerrar las puertas de casa a todo el que no fuese mi hermano, negándose incluso a recibir a sus amigos de siempre, Don Federico y Don Mario, en los que veía a los cómplices de la villanía que decía haber cometido con mi madre. Y fue ese mismo temor el que nos empujó a una huída sin destino fijado.
Durante meses y meses, años y años, me llevó a lugares escondidos donde nadie le conocía ni le hacía recordar el tiempo en el que fue un escritor amado por la Fama: esa diosa que, decía, le había arrebatado a su esposa. En algunos sitios no permanecíamos sino unos días, unas semanas; mas, en otros, se diría que íbamos a echar raíces, hasta que la mirada de un desconocido precipitaba de nuevo la huída.
Cuando llegamos al pueblo de***, parecía que, al fin, habíamos encontrado el sitio ideal donde establecer nuestro hogar. Nadie nos conocía y los lugareños no mostraban hacia nosotros esa curiosidad turbadora que remueve las entrañas. Es cierto que a pocos kilómetros de nuestra casa había un balneario que los veranos se llenaba de gente en busca de remedio a sus males, mas estaba lo suficientemente apartado para que no temiésemos a los intrusos. La tranquilidad del lugar y su tiempo cálido gustaron a mi padre, que disfrutaba paseando por el jardín de la casa que alquilamos. Yo conseguí unas cuantas niñas del pueblo a las que enseñar a bordar por las mañanas: más para engañar al tiempo que por los reales que me podían dar; mientras las tardes se me pasaban sin sentirlas mimando mi parterre de rosas blancas.
Y en ese remanso de paz vivimos hasta que Salvador irrumpió en nuestras vidas.
La llegada de Salvador fue una bendición del cielo para mi padre. Por fortuna pude advertirle a tiempo de que no mentase la literatura delante de él si no quería despertar las furias que habitaban en su interior. Mostró ante él una respetuosa sensibilidad que le hacía adivinar los deseos de mi anciano padre antes de que éste pronunciase una palabra. Ignoro de que podían hablar. Cuando los contemplaba desde la ventana o desde mi florido rincón paseando entre las hayas, siempre los veía conversar olvidados del mundo. En más de una ocasión sorprendí en mi padre una sonrisa llena de socarronería, supongo que por haber descubierto en su joven acompañante algún hueco de ignorancia que pensaba llenar con su vasta sabiduría. Y yo también me permitía sonreír pues hacía mucho que no le veía tan dichoso y daba gracias a Dios por habernos enviado a semejante ángel del cielo.
Después del almuerzo, cuando la pesadez de la sabrosa comida con la que nos deleitaba la criada invitaba al descanso, mi padre daba unas cuantas cabezadas en su sillón jugando a despistar al sueño, que acababa siempre venciéndolo. Entonces me sentaba junto a la ventana con mi labor, dispuesta a ver pasar las horas. Esas horas, que antes de la llegada de Salvador se me hacían tan tediosas, tornáronse las más preciadas para mí. El joven acercaba su silla a la mía y, valiéndose de su delicadeza y su buen decir, hacía que le mostrase hasta el más recóndito rincón de mi corazón. Yo, que soy poco dada a hablar de mis cuitas, le contaba los secretos que me ocultaba a mí misma. Mas no le abrumaba sólo con las pequeñas penas que aguijoneaban mi alma; también me recreaba mostrándole los anhelos e ilusiones que habitaban mis sueños. Era la primera vez desde que me dejase mi madre que alguien atendía a mis palabras como si lo que tuviese que decir fuese de alguna importancia y aquella atención halagaba mi maltrecha vanidad.
Mas él no permanecía en silencio ni se limitaba a prestarme su paciente escucha. Gustaba hablarme de los poemas que tejía su corazón y que algún día sorprenderían al público más versado. Salpicaba sus palabras con versos que hacían rebosar las lágrimas de mis ojos. Pero era la devoción con la que se refería a mi padre lo que acababa conquistándome. Y, sin que siquiera me percatase de ello, empecé a espiar sus movimientos, a buscar su mirada cada vez que se alejaba de mi lado. Hasta que un día mi corazón saltó de gozo cuando sorprendí en Salvador el mismo anhelo que a mí me consumía.
Algo debió de barruntar mi padre porque su trato conmigo se fue haciendo más y más áspero. Su paciencia, que no era mucha, se desvaneció y, cuando me demoraba un poco en satisfacer sus caprichosos deseos, me increpaba con palabras que me rompían el corazón. Al principio logré contener las ganas de Salvador de salir en mi defensa: yo sabía que con cualquier réplica sólo conseguiría avivar el genio de mi padre e indisponerlo aún más en mi contra. Mas, con el paso del tiempo, me fue casi imposible reprimir las iras de uno y otro. Mi padre, viendo en Salvador un adalid de mi causa, me acusó de atraerlo para alejarlo de él. Salvador, por su parte, me azuzaba para que me enfrentase al que me dio la vida. Y uno y otro tiraban de mí hasta romperme por dentro.
Un amanecer en el que el astro rey se levantó en un cielo azul limpio de nubes, Salvador llamó a la puerta de mi dormitorio y me hizo levantar de entre las tibias sábanas. Dijo querer hablar conmigo y, al salir de la habitación, me condujo de la mano hasta el jardín. A aquella hora de la mañana la luz de noviembre teñía de oro los pétalos de mis rosas blancas y aquella acogedora claridad sería la única que, luego, en mi recuerdo, iluminaría mi corazón. Sin soltarme de las manos, me pidió en matrimonio, que dejase aquella vida que me esclavizaba y me fuera con él. Tan inesperada petición me dejó sin palabras y sólo tuve fuerzas para rogarle que me dejase tiempo para pensarlo. Pasó el dorso de su índice por mi mejilla y con un leve beso en mis labios logró que se me escapara una lágrima de gozo.
En ese momento se abrió la ventana de la sala y los gritos enfurecidos de mi padre rompieron el hechizo. Solté las manos que aún estaban entrelazadas con las de Salvador y salí corriendo hacia la casa. Allí me esperaba la más terrible discusión en la que jamás me vi envuelta. Mi padre me acusó de ingrata, de actuar a sus espaldas y de otras infamias que he intentado olvidar. Al oír las voces, Salvador acudió veloz a rescatarme, mas lo único que consiguió fue avivar el fuego que consumía al autor de mis días. Se enzarzaron en una discusión en la que ninguno escuchaba las razones del otro. Intenté, sin lograrlo, apaciguarlos y, después de una eternidad de reproches, me encontré con un ultimátum que nunca supe de la boca de quién había salido: debía elegir entre uno u otro.
La angustia oprimió mi corazón. Pasó por mi corazón el dolor de ver a mi padre indefenso muriendo de tristeza y la añoranza de la ausencia de Salvador. Y, sin poder decidirme por ninguno de los dos, caí desmayada sobre la alfombra. Me despertaron las caricias de Salvador que, asustado, intentaba hacerme volver en mí. Mi padre, según me dijo, había salido hacia el pueblo en busca de un médico antes de que a mi amado le diese tiempo a darse cuenta de lo ocurrido, tal era su espanto. Con mi mirada prendida en la suya, logré recuperar totalmente el sentido y, con él, el recuerdo de mi triste sino. Salvador tomó mis manos entre las suyas y, sin apenas contener la emoción, me mostró su arrepentimiento por haber pensado antes en su dicha que en la mía. La tardanza de mi padre se alió con nosotros para que pudiéramos darnos toda clase de razones, prometiéndonos amor eterno. Cuando el trote de los caballos anunciaron la llegada del coche del doctor, ya había yo persuadido a Salvador de que había de partir, después de darle todo tipo de seguridades de que, cuando consiguiera convencer a mi padre de la sinceridad de su amor, lo llamaría.
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