Anoche murió Teresa, la viejecita de noventa y tres años que cuidaba. Se murió mientras dormía, con las manos entre las mías, tranquila, con su dulce sonrisa en los labios. Había cenado temprano, como cada día, y, después, sentada en su sillón de orejas, había empezado a hablar, a contar la historia de las flores de su jardín. Sí, porque, en los últimos momentos, Teresa recuperó la memoria. Dicen que el Alzheimer borra todos los recuerdos; yo no lo creo. Nadie me ha podido decir todavía dónde van los recuerdos cuando la memoria duerme. Teresa tenía escondidos en algún rincón de su alma los días que la marcaron. ¿Quién sabe si no coexistían dentro de sí dos Teresas? La una, con la complicidad del Alzheimer, quería olvidar; la otra luchaba para que no la robasen las flores de su jardín.
Me viene a la memoria la primera impresión que me causó Teresa el primer día que entré en esta casa para ocuparme de ella, hace ya cinco años. Me había enviado el servicio de ayuda a domicilio del Ayuntamiento de Rivas para que me hiciese cargo de su cuidado. Recuerdo muy bien cómo la vi aquel día: sentadita en su sillón, con la mirada perdida y sin hacer caso ni de la trabajadora social ni de mí. Tan menudita y pequeña; se diría que se trataba de una niña. Mientras ella no se dejaba impresionar por nosotras, Lola, la trabajadora social, me estaba explicando que tenía Alzheimer en una fase avanzada, que no recordaba nada de su vida, ni tan siquiera sabía quién era. Lola me advirtió que tuviese cuidado con los espejos. Teresa tomaba por gente extraña las imágenes reflejadas en el cristal. Le atemorizaba, incluso, cuando se veía a sí misma. Y, sobre todo, incidía en cómo debía tratarla. Me insistía para que no olvidase que, a pesar de su fragilidad, estaba ante una persona mayor merecedora de respeto y no ante un bebé.
A partir de aquel día de junio, cada mañana, me esperaba en la puerta Inmaculada, su cuidadora de noche, apretando en el pecho su gran bolso. En cuanto se marchaba, yo empezaba mi tarea. Levantaba a Teresa de la cama, donde parecía perdida entre las sábanas, y la arreglaba. Cuando me veía, me miraba extrañada y preguntaba mi nombre, olvidada de mi presencia cotidiana. Y, luego, la tarea de cada día antes de salir a dar un paseo: ella y las faenas de la casa. ¡Me encantaba peinar sus cabellos que caían como una cascada plateada! Después de cepillarla, le hacía un moño que sujetaba con horquillas y peinetas doradas.
Teresa apenas farfullaba unas palabras que no siempre se entendían. Había días que se me hacía muy cuesta arriba no oír más voces que las de la radio y la televisión, ni hablar con nadie que no fuera el panadero o las cajeras del súper. Empecé a hablar con Teresa, a contarle cosas de mi infancia en ese pueblecito de Badajoz en el que nací y cuyo nombre le cuesta tanto recordar a la gente: Talarrubias. Le cantaba las canciones que se oían por la radio e inventaba para ella cuentos. No sé si comprendía las cosas que le contaba, lo que sí sé es que le gustaba oír mi voz. A veces, cerraba los ojos y me dedicaba una sonrisa, mientras le narraba historias por mí inventadas.
Una mañana de abril que lucía un sol brillante después de meses de frío y lluvia, le puse su vestido nuevo verde mar y salimos a dar nuestro paseo. Las gentes en calles le daban la bienvenida al buen tiempo con su alegría. Pese a ser jueves, parecía que todo el mundo había salido de sus casas y oficinas a celebrar el día. Mientras empujaba la silla de ruedas, le iba mostrando los escaparates de las tiendas por las que pasábamos. Cuando llegamos al parque, me senté en un banco desde el que se podían ver los parterres de flores. Y fue entonces cuando me hizo por primera vez la pregunta que ya no la abandonaría hasta el día de su muerte:
-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?
La llevé junto a las flores del parterre, pero ni siquiera las miró, volviendo a su indiferencia de siempre.
A partir de aquel día, en el momento más inesperado me cogía la mano y me repetía la misma pregunta:
-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?
Con el paso de los días, la pregunta se hizo más y más insistente. Alguna vez iba seguida de un sollozo, un débil llanto como la lluvia de verano. Otras veces nombraba tres flores: camelia, azucena y violeta. Y, después, me miraba con tristeza, como si buscase en mí la respuesta a su pregunta. La llevé a visitar jardines, le compré flores sueltas, ramos de camelias, de azucenas de violetas; busqué en internet poesías que luego le leía, canciones que después le cantaba. Todo fue en vano.
Una tarde, la llevé en taxi hasta el Jardín Botánico. Estuvimos viendo y oliendo camelias, azucenas y violetas de múltiples colores y tamaños; con corolas y pétalos distintos; de tallos largos y cortos, gruesos y finos. O, tal vez, deba decir que estuve yo: Teresa no parecía darse cuenta de nada.
Por más que lo intentase, no conseguía borrar la tristeza de sus ojos. Y la pregunta volvía a sus labios:
-Sabina, ¿dónde están las flores de mi jardín?
Pregunté a Lola si sabía qué podía querer. Le dije que, tal vez, Teresa había tenido un jardín en algún momento de su vida en el que hubiese sido feliz. Pero la trabajadora social creía que sólo se trataba de fabulaciones del Alzheimer. Tampoco Inmaculada supo darme ninguna explicación. A ella, no le hablaba apenas; no le hacía ninguna pregunta.
Anoche murió Teresa. Inmaculada me había pedido que le cambiase el turno; tenía enfermo a su hijo y quería quedarse con él. Le di la cena temprano: a las ocho, ya estaba sentada en su sillón favorito, delante de la ventana. Entonces, como si recobrase la cordura, empezó a hablar. Me pidió que le trajese un pequeño libro que había en su mesilla, un viejo devocionario con las tapas forradas de tela gastadas por el uso. Lo abrió y, de entre sus páginas, sacó una fotografía borrosa, de tan vieja, en la que apenas se distinguían, en blanco y negro, tres niñas pequeñas.
-Sabina -me dijo-, estas son las flores de mi jardín, mis hijas: Camelia, Azucena y, la más pequeña, Violeta. Primero, nació Camelia, al año, Azucena y, dos años después, Violeta. Eran mi alegría y me ocupaban todas las horas del día. Yo les hacía los vestidos: blancos los de Camelia, rosas los de Azucena, y, a Violeta, la vestía de azul celeste. Cuando llegó el momento, las enseñé a jugar, a leer y a dibujar. Eran tan alegres, que nadie hubiera podido vaticinar el destino que las aguardaba.
“Una tarde de verano, mi marido y yo las llevamos a la feria. Las dos mayores estaban no durmieron la noche anterior de la emoción; Violeta, de tres años, apenas sabía dónde íbamos. Metí en el coche las cestas de la merienda y nos encaminamos a las afueras de la ciudad donde estaban las casetas y las atracciones. ¡Cuánta alegría en los ojos de mis niñas cuando subieron a los caballitos del tíovivo! Violeta se pringó toda ella con el dulce de algodón y, cuando creía que no la veía, se limpiaba sus manitas en el vestido celeste.
“Comimos en un descampado cercano a la feria la tortilla de patatas y las empanadas que había preparado por la mañana antes de salir y, después de comer, extendí unas mantas en el suelo y nos dormimos la siesta.
“Me despertó un ruido aterrador, como de un frenazo. Miré a mi alrededor y las niñas no estaban. Las busqué enloquecida, como si mi corazón presintiera la tragedia. No las veía por ninguna parte. Las llamé, fui a avisar a mi marido. Y, entonces, vi a unas mujeres que las traía en sus brazos: a Camelia, a Azucena y a Violeta.
“Hasta muchos días después, no me enteré de lo ocurrido. Violeta se había levantado de la siesta y había salido corriendo hacia la carretera siguiendo su pelota. Cuando se dieron cuenta sus hermanas, fueron detrás de ella.
Teresa dejó de hablar. Me miró con los ojos cuajados de lágrimas.
-Dicen que el camión no las vio. Yo no lo sé. -dijo, finalmente.
Sus ojos se apagaron, volviendo a su indiferencia de siempre. La cogí las manos y, al cabo del rato, murió.
Nunca he cogido nada de las casas en las que he trabajado, pero esta mañana, al llegar a mi casa, llevaba en el bolso la foto de tres niñas: las flores de su jardín.
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