miércoles, 28 de diciembre de 2016

La historia que hubiera podido ser






   La casa del Palomar pertenecía a la señora Clementina, una viuda que se ganaba el sustento haciendo arreglos de costura y alguna que otra labor delicada de aguja para las señoras finas de la comarca. Llevaba una vida recogida, sin salir de casa más que para ir a la misa de vísperas los sábados por la tarde y a la tienda de ultramarinos, en la plaza del pueblo, cuando tenía que hacer alguna compra. Hacía ocho meses había fallecido su único hijo en un accidente de tráfico y, desde entonces, a la señora Clementina aún se la veía menos por el pueblo. No se le conocían otros parientes que tres primas solteronas mucho más viejas que ella con quienes ni siquiera mantenía trato debido a un antiguo pleito por la herencia de unas tierras que habían pertenecido a su abuelo. Tampoco se le conocían amigos, pero le gustaba pasar un rato de conversación con la señora Palmira, viuda también después, de misa en los mismos soportales de la iglesia. 

   Aquella tarde, cuando llamaron a la puerta, estaba estrechando una chaqueta de cheviot para la alcaldesa. Fue arrastrando los pies hasta el zaguán y descorrió el pestillo del portón rezongando. ¿Quién podía molestarla a esas horas? Seguro que se trataba de algún chiquillo con ganas de reírse de las penas de una pobre mujer sola. No abrió más que una cuarta. Lo justo para asomar la cabeza y ver al desconsiderado que venía a importunarla a las siete de la tarde.     

    —¿Quién anda ahí? —preguntó.

    —¿La señora Gutiérrez? 

    Lo primero que vio fue un jersey fucsia de lana gruesa que colgaba sobre un cuerpo pequeño y desgalichado: una burla a su duelo.

   —¿Quién quiere saberlo?

   —Soy Lidia. He venido a pasar unos días con usted, a ayudarla a sobrellevar su dolor.

   —¿Qué dices, chiquilla? Yo no conozco a ninguna Lidia ni estoy para recibir huéspedes en mi casa.

   Los gritos de la señora Clementina espantaron una bandada de gorriones, que emprendieron el vuelo desde lo alto de una acacia, pero la joven no se inmutó.

    —¿No se acuerda de mí? —insistió la joven— Nos conocimos en el cementerio. Usted me dijo que Julio le había hablado de mí unos días antes del accidente, que se había alegrado mucho de que por fin sentara la cabeza y tuviera novia formal.

   La señora Clementina no recordaba haber visto nunca a la joven y mucho menos haber hablado con ella. Abrió el portón del todo y miró a la desconocida de arriba abajo. De aspecto menudo, debía de medir poco más de metro y medio. Llevaba unos vaqueros desgastados con los bajos deshilachados y unas zapatillas de tenis con lunares de colores. Del hombro le colgaba una bolsa confeccionada con trozos de lana azules y amarillos.  Nada que ver con el tipo de mujer con las que solía salir su hijo: altas, esbeltas, de largas melenas rubias y vestidas con una elegancia que a ella la cohibía siempre. Paseó su mirada de arriba abajo. No. Nunca había visto a aquella muchacha de aspecto desaliñado. La recordaría. No pudo reprimir un gesto de desaprobación ante el mechón azul que le caía sobre la frente. La joven la miraba con ojos asustados.

    —¿Me podía decir cuándo pasa el próximo tren? Como había pensado pasar unos días con usted no he preguntado cuál es el horario de los siguientes.

   La señora Clementina no podía creer lo que estaba oyendo. ¿De verdad había pensado que podía quedarse en su casa? Si ni siquiera sabía quién era.

  —Que yo sepa ya no hay ningún tren hasta mañana a media tarde. A las cinco, creo.

   La joven se mordió el labio inferior y paseó la mirada a su alrededor como si buscase quien la amparase.

   —Y ¿dónde puedo pasar la noche? ¿Hay en el pueblo algún sitio donde dormir? Una posada, un hostal... Ya sabe. 

   Doña Clementina suspiró. ¿Qué clase de muchacha incauta era aquélla?

   —No te muevas de aquí que voy a llamar a la fonda de doña Patrocinio a ver si le queda alguna habitación pero lo dudo: mañana empiezan las fiestas de Santa Irene y el pueblo se llena de forasteros. No te muevas, ¿eh?

    Y no se movió. La señora Clementina no tardó ni cinco minutos en volver a salir. Encontró a la joven desconocida en el mismo lugar donde la había dejado momentos antes y podría jurar que en la misma postura. Como si no se hubiese atrevido a desobedecerla, seguía allí, sobre la baldosa partida en dos del porche con su aire desamparado y balanceándose de un pie a otro.

    —Lo que te dije: no hay sitio, está todo lleno.

    La muchacha parecía a punto de echarse a llorar. Cogió la bolsa que había dejado en el suelo y se dio la vuelta para enfilar de nuevo la carretera. La señora Clementina se apiadó de su aire de perro callejero apaleado.

   —Anda, ven. Por esta noche puedes quedarte, pero mañana te vas, ¿eh?

   Se asustó de sus propias palabras. ¿Qué hacía dejando entrar a una extraña estando sola en casa y lejos del pueblo? Si le hacía algo, nadie oiría sus gritos de socorro. Pero sus pies y sus labios parecían querer contradecir su voluntad y ya le estaban mostrando el camino hacia el dormitorio que antaño compartiera con su marido, el único decente para recibir un huésped. La joven agradeció su hospitalidad con una tenue caricia que apenas le rozó el dorso de la mano.

   Se les fue una hora haciendo la cama y retirando los viejos vestidos de la señora Clementina que aún colgaban de las perchas del armario. Al principio ninguna de las dos mujeres hablaba. La anciana rebuscaba en los recovecos de su memoria. Una joven tan singular tenía que haber dejado alguna huella en su recuerdo; más si, como había dicho, era la novia de su hijo.

   —¿Seguro que hablamos allí, en la ciudad? —preguntó apuntando con la cabeza a la ventana, no sabía bien si dirigiéndose a la joven o a ella misma.

   La muchacha asintió. 

  La señora Clementina trató de recordar aquel día que llevaba meses queriendo olvidar. Hacía mucho calor pero ella no dejaba de tiritar. Decenas de caras extrañas se acercaban a ofrecerle palabras de consuelo que no entendía. La besaban, la abrazaban, mientras ella tenía la mente llena de imágenes absurdas: la sartén en la lumbre, su hijo de niño mostrándole las manos manchadas de mermelada, la pipa de su difunto marido... ¿Quién sabe? Quizás hablase con la joven y su memoria no lo recordase.

   —¿Y dices que eres la novia de Julio? Bueno, eras.

   La joven volvió a asentir sin pronunciar ninguna palabra.

   —Me dijo tantas veces que tenía novia... Pero tú no pareces su tipo. Las otras eran... Más... No sé. No eran como tú. No es que tú no estés bien pero... No sé. Eres diferente.

   —Decía que eso era lo que le gustaba de mí, que era distinta a las otras, que yo era de verdad. Por eso le gustaba, sí.

   Conociendo a su hijo, la señora Clementina lo dudaba. Lo más seguro es que se hubiera estado riendo de la pobre chica y ésta se lo había creído. Ella no se engañaba: demasiado bien sabía cómo era su Julito.

   La señora Clementina se puso de puntillas para sacar del altillo del armario una manta gruesa.

   —Déjeme a mí, que pesa mucho  —dijo la joven apresurándose a coger la manta.

  La dejó trabando conocimiento con el dormitorio mientras ella trajinaba en la despensa buscando entre sus escasas provisiones algo que ofrecer para cenar a la joven. Mientras batía huevos para una tortilla de patata, recorría los recovecos de la memoria sin hallar indicio alguno de la joven. No sólo no recordaba haberla visto antes sino que estaba casi segura de que Julio no le había hablado de ella. Claro que su hijo apenas la visitaba o la llamaba por teléfono y, cuando lo hacía, era para pedirle dinero. Nunca le contaba nada ni tan siquiera se sentaba con ella a hablar de cosas sin importancia. Y la joven... ¿Cómo se le había ocurrido presentarse así, en su casa, sin conocerla de nada? A pasar unos días, había dicho, a ayudarla a sobrellevar su pena; con esa pinta de chucho huérfano y el pelo azul... Y ella debía de estar loca abriéndole las puertas de par en par.

    —¿Me deja que la ayude?

   No la había oído entrar en la cocina. Su voz la sobresaltó haciéndole derramar parte del huevo.

    —Mira en qué consiste tu ayuda. 

    —Permítame, por favor.

   La joven cogió la bayeta del fregadero y se dispuso a arreglar el estropicio.

   —¡Quita, que ya lo hago yo! ¿Y puede saberse a qué has venido?

  —No podía dejar de pensar en usted, aquí sola, con su dolor, el mismo que tengo yo, y pensé... Pensé que tal vez, si venía a pasar unos días en su casa... podía traerle un poco de consuelo.

   La señora Clementina la miró de soslayo. Estaba acostumbrada a desconfiar y las palabras de la joven sólo sirvieron para aumentar su suspicacia. Y ese aire de niña ingenua no ayudaba ni mucho ni poco a que confiase en ella.

    —Julio hablaba continuamente de usted, del pueblo, de la Casa del Palomar... ¡Cuántas veces se lamentó por no poder venir a verla más a menudo! Me decía que la echaba de menos, que se le hacía muy duro tenerla tan lejos. 

   Sabía que no era cierto. Julio la iba a ver poco, casi nada, la verdad, y cuando lo hacía no disimulaba sus deseos de partir lo antes posible. Pero le hacía bien oírla. Le gustaba escuchar a la joven aunque supiera que la estaba mintiendo. Sintió un cosquilleo en el pecho y un picor en los ojos que cortó con una frase seca. Nadie la había visto ni la vería llorar; mucho menos una extraña. La joven se acercó a ella y le acarició la mejilla pero ella se retiró con brusquedad. Carraspeó y luego preguntó:

    —¿Y cómo os conocisteis? Si puede saberse.

   A la joven no parecía molestarle el retintín que la señora Clementina ponía en sus palabras y con el que quería esconder su emoción.

    —Trabajábamos en la misma empresa pero en distintos departamentos: Julio en producción y yo en ventas. Coincidíamos muchas veces en la fotocopiadora. Al principio, sólo me dirigía un breve saludo aunque siempre era muy atento. Me abría la puerta, me cedía el paso... Ya sabe: ese tipo de cosas, como en las películas.

   La señora Clementina sonrió a su pesar imaginando a su hijo comportándose como si fuera el ricachón de la película esa extranjera que se enamoraba de una fulanilla pelirroja. ¿Cómo se llamaba la película? Tenía un nombre raro. “Preti Bormán” o algo así.

   —Un día me invitó a un café. Estaba tan nerviosa que a punto estuve de decirle que no, pero me tragué mi miedo y fui con él a un bar cercano. Estuvimos hablando y hablando, y así empezó todo.

  La joven suspiró, como si el recuerdo de aquel día removiera su emoción. El reloj del zaguán anunció las ocho y media. La señora Clementina hizo que la joven la siguiera hasta la salita. Sacó del cajón del aparador un mantel de hilo blanco que el tiempo había tornado amarillo. Una visita inesperada bien merecía vestir la mesa con sus mejores galas. En silencio, vació la vitrina de los platos la vajilla de porcelana, que sólo había utilizado en cuatro o cinco ocasiones especiales, y extrajo de otro cajón la cubertería nueva.

  ¡Tanto derroche para una cena tan sencilla! ¡Qué sola se sentía si así celebraba la visita de una extraña con un mechón de pelo azul!

  Durante la cena, la señora Clementina se dejó arrullar por las palabras de la joven. A medida que hablaba, iba desapareciendo su escepticismo. 

  —Cuando estábamos juntos, los minutos corrían sin que nos diéramos cuenta. Solía decir que conmigo podía ser él mismo sin temor a ser juzgado. Estaba cansado de las chicas vacías con las que solía salir; chicas que sólo buscaban que las adulasen, con las que tenía que esconder sus sentimientos para que no se burlasen de ellos. En cambio, conmigo todo era ternura, dulzura. Con una caricia me transportaba al cielo y con un beso me convertía en una princesa de un cuento escrito por nosotros. Así, sin darnos cuenta cómo, empezamos a vernos fuera de la oficina: que si una cenita, que si una película, que si una noche en su casa, en mi apartamento —la miró de reojo como si temiera haber ido demasiado lejos en su parloteo—... Ya sabe: esas cosas.

   A la señora se le escapó una carcajada que convirtió en un carraspeo. La chica le gustaba más y más.

    —Vamos, que montó para ti una película romanticona, ¿eh?  —dijo sin tratar de esconder su ironía.

    —Y para él.

    —Y para él también, sí, hija mía.

   Durante horas, la joven le fue mostrando un hijo desconocido. Julio siempre se había mostrado arisco con ella. Solía reprocharle la estrechez de la vida en el pueblo, su negativa a salir de aquel ambiente opresivo, su incapacidad para comprender las ansias de prosperar de un hijo que no quería resignarse. Sintió añoranza por aquel hombre tierno que había despertado la joven, celos por no haber sido ella la que suscitara tal ternura, añoranza por los años perdidos, por los que nunca vendrían. Una lágrima se deslizó por su mejilla. La joven posó su mano sobre la suya y la estrechó con fuerza. Doña Clementina la miró como si la viera por primera vez. Los ojos color violeta de la muchacha parecían acariciarla. No era de extrañar que Julio se transformase con la muchacha del mechón azul, que acabase enamorándose. ¿No la estaba encandilando a ella?

   Las doce de la noche las sorprendió desgranando historias. La señora Clementina se fue a dormir con el corazón henchido de un sentimiento muy parecido a la dicha. 

   A las cuatro de la madrugada se despertó repentinamente. Como si una luz se encendiera en su memoria, había recordado que su hijo no iba solo en el coche. Lo acompañaba una joven con la que decían llevaba dos años viviendo y que había fallecido unos días después del accidente. ¿Cómo era posible que hubiese olvidado una cosa así? Las semanas que siguieron a la muerte de su hijo había estado tan aturdida que las recordaba envueltas en una nube de confusión. Sintió una punzada en el pecho. ¿Cómo podía haberse dejado embaucar por unas cuantas palabras zalameras? ¿Quién era aquella muchacha que se había hecho pasar por la novia de Julio? Su hijo había muerto y una desalmada había hurgado en su dolor con historias de las que cualquiera que conociera a su Julio se hubiera percatado de su falsedad. 

   A la señora Clementina le quemaba la sábana que la cubría. Con una agilidad que hacía años que no tenía, se levantó de la cama y enfiló el pasillo hacia el que fue el gabinete de su marido. Abrió el primer cajón del sinfonier en el que guardaba los documentos más importantes. Extrajo un sobre abultado del que cayeron unos cuantos pliegos escritos con letra apretada. Se sentó en un viejo sillón de orejas y los leyó varias veces dejando escapar de cuando en cuando un suspiro. Dobló con cuidado las hojas y volvió a guardarlas en el sobre. Luego se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos mientras aguardaba la llegada de un nuevo día.

   La despertaron los ruidos en la habitación principal: la joven se estaba levantando. La señora Clementina dejó el sillón con el cuerpo dolorido. Se guardó el sobre en el bolsillo de la bata y fue a la cocina a freír unos picatostes para el desayuno. Cuando la joven entró en la cocina la mesa del desayuno estaba ya lista: sobre su plato, el sobre, arrugado de tanto manoseo.

    —Esta es la carta que me escribió poco después del accidente Miguel, el mejor amigo de mi hijo. Léela y después me la explicas.

   La joven sólo leyó unas líneas. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Intentó hablar pero los sollozos se lo impidieron. La señora Clementina se sentó a su lado y le hizo beber un poco de café, pero la joven la rechazó y fue corriendo hacia el dormitorio. Unos minutos más tarde, salió de la habitación con el mismo jersey de color fucsia, los mismos vaqueros desgastados, las mismas zapatillas de jugar al tenis con lunares de colores y la misma mirada de desamparo bajo un mechón azul del día anterior. Como si no se atreviese a mirarla, balbució unas palabras apenas comprensibles. Luego, con la cabeza gacha, cruzó el portón del vestíbulo que daba a la calle.

   Desde la ventana del gabinete, Doña Clementina la vio caminar por la carretera que llevaba al pueblo. De nuevo la soledad y la aflicción se adueñaron de su corazón cubriéndolo con un gélido manto. Sintió añoranza de la charla fantasiosa de la muchacha, sus cuentos que la habían ilusionado con un hijo que nunca existió. Sin saber muy bien lo que hacía, abrió la ventana y a gritos la llamó.

   —¡Lidia, Lidia! ¡Espera!, ¡espera!

   Salió al camino tras ella mientras la llamaba.

    —El tren no sale hasta las cinco y hace mucho frío para que andes callejeando sola con ese jersey fucsia y esos vaqueros —dijo sin resuello cuando le dio alcance.

    —Estoy bien, de verdad.

    —¡No me repliques y vuelve! Que vamos a coger una pulmonía.

   La joven se volvió despacio y la miró con ojos suplicantes.

    —¡Venga! —la conminó la señora Clementina—, ¿A qué esperas? Entremos en casa y ayúdame a preparar algo para comer.

   La joven pasó la mañana obedeciendo las órdenes más y más imperantes de la señora Clementina mientras ésta la hacía hablar. Lidia no le contó nada de ella misma. Le hablaba de su jefa, siempre con el ceño fruncido, de sus dos compañeras, al tanto de todos los cotilleos que tenían lugar en la oficina, de Claus, su foxterrier tuerto... Pero ni una palabra de sí misma. Sólo cuando estaban a los postres de una frugal comida le dijo:

    —Yo quería a su hijo, ¿sabe? Lo veía en el pasillo, en el ascensor, en la cafetería..., pero él nunca reparaba en mí. Siempre iba rodeado de gente: chicas y chicos triunfadores, elegantes y sofisticados como él. Nada que ver conmigo, como usted bien dijo. Alguna vez coincidíamos en la fotocopiadora. Entonces me dirigía un saludo cortés y se enfrascaba en su trabajo olvidándose al momento de mí. Pero, para una chica insignificante como yo, ese breve saludo era suficiente para alegrarme el día y hacerme soñar.

   La muchacha no levantaba la vista mientras jugaba con las migas desperdigadas por el mantel. La señora Clementina sintió que la invadía la compasión. ¿Qué tenía aquella muchacha que le removía de ese modo las entrañas?

   —Cuando me enteré de su muerte creí que me moriría yo también. Con él desaparecían mis ilusiones, la esperanza de que algún día reparase en mí, que, no sé, que supiera que existía —se le escapó un suspiro y tras una pausa continuó—. El día del entierro, estuve escondida detrás de un Panteón. Desde allí nadie me veía pero yo lo veía todo. Usted estaba rodeada de gente, todo el mundo se acercaba a darle el pésame pero usted parecía estar perdida entre tanto extraño. Hubiera querido consolarla, ofrecerle mi compañía y apartarla de aquellas personas que nada tenían que ver con usted. Pero no me atreví.

   La muchacha se quedó en silencio. Durante unos minutos ninguna pronunció una palabra recogida en sus pensamientos.

    —En este tiempo me gusta plantar unos tomates en un pequeño huerto que tengo en el patio trasero —dijo de pronto la señora Clementina como si hablase para sí—, pero este año los dolores del reuma no me dejan agacharme. Si encontrara a alguien que me echase una mano...

     —Yo tengo unos días de vacaciones, ¿sabe? Si usted quisiera, yo me podría quedar. Ya encontraría un sitio para dormir.

  —¡Uy, no! El pueblo está muy lejos para que andes de aquí para allá con tanto forastero merodeando por ahí. ¡A saber lo que te pueden hacer esa gente! ¡Te quedas aquí y no se hable más!

   La muchacha la miró asombrada y la señora Clementina le dedicó una sonrisa entre burlona y cariñosa. ¿Quién podía saberlo? Quizás si su hijo hubiera tenido tiempo de conocer a la chica, quizás...










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