I. Jaime.
Cuando crucé la puerta de cristal con Luis y Charo, apenas podía entrar una persona más en el café. El ruido de las tazas y los vasos se confundía con el murmullo de las conversaciones, ahogando al piano que dejaba escapar las notas de una música que a mis oídos nada entendidos, les pareció jazz. Intentando escuchar la historia que estaba contando Charo, me vi sorprendido por una voz desgarrada y sensual que, de repente, sobrevoló todo el local apagando los sonidos que, hasta entonces, pululaban a mi alrededor. Las palabras de Charo se perdieron entre el humo de los cigarrillos y mis sentidos quedaron prendidos en una canción que me acompañaría toda la semana siguiente. “Lie to me”.
Fue en ese momento cuando la vi. Me conmovió su aspecto entre desvalido y distante, que me empujaba a acercarme con afán de protegerla al tiempo que temía ese mismo acercamiento. Llevaba un vestido negro corto que se ajustaba a su silueta como si fuese una prolongación de ella misma y unos zapatos de tacón bajo que la hacían parecer una niña. Casi no se la distinguía, subida a la tarima del pequeño escenario, sin más compañía que un pianista y el foco de luz que la rodeaba. Sus movimientos, suaves y delicados, se dirían animados por una brisa imperceptible. No llevaba más adorno que su melena rubia, que apenas le rozaba los hombros, y unos pendientes de coral: los únicos objetos de valor que le conocería. Y, a pesar de su aspecto desvalido y algo infantil, le bastó empezar a cantar para que todo el local se llenase de su voz. No puedo saber lo que sintió el público al oírla. Para mí fue como si me transportara a un lugar donde no estuviéramos más que ella, yo y el dolor que se enredaba en su voz. A lo largo de mi vida he oído voces mucho más dulces que la de Coral, su nombre según me dijo un camarero; voces mejor afinadas que la suya, más graves o agudas y con más matices. Y he disfrutado con cantantes que calificarlos de ángeles dejaba de ser un tópico para convertirse en una certera descripción. Pero ninguna de esas voces me hicieron sentir aquella unión de sentimientos: como si cada canción fuera destinada nada más que a mí.
Esa noche, entre copa y copa, la estuve escuchando cantar una tras otras versiones de viejos temas de Sting a ritmo de jazz y en cada una de ellas creí oír un mensaje que sólo ella y yo entendíamos. Pese a llevar meses ilusionado planeando un reencuentro con mis antiguos amigos de la universidad, la atención se me escapaba hacia el escenario y mi mente, distraída, volaba hasta posarse en el hombro desnudo de Coral. En más de una ocasión, Luis quiso arrastrarme hasta un pub que había no muy lejos de allí, pero supe resistirme y no me dejé convencer hasta pasada la medianoche, cuando Coral terminó su actuación.
La noche siguiente, atravesé la ciudad y, antes de que abrieran el café, ya andaba rondando su puerta acristalada. Sentí su llegada antes de verla bajar por la empinada acera que venía de La Calle Mayor. No me costó reconocerla a pesar de venir vestida con unos tejanos y una camisa blanca, a pesar de llevar su rubia melena recogida en una coleta baja. Su aspecto desvalido que impelía a protegerla era inconfundible. Pasó a mi lado sin verme. Su mirada voló por encima de mí como si fuese parte del mobiliario urbano. No me atreví a decirle nada por temor a descubrir mi invisibilidad.
Ya dentro del café, me senté en la misma mesa en la que me iba a instalar cada noche en los dos meses siguientes con la esperanza siempre frustrada de que me dirigiese una sola mirada. Me hice conocido de los camareros, que me llamaban por mi nombre. Me dejé envolver por la fragancia de los densos perfumes de las mujeres que cada velada entraban en el café a tomar una o dos copas; mujeres acompañadas de parejas tan elegantes como ellas o solas en busca de aventura. Mujeres muchas de ellas más bellas y distinguidas que Coral y que, si hubiese querido, las hubiera atraído con un simple gesto. Pero que dejaban de existir tan pronto como la cantante hacía oír su sensual voz.
Me hice amigo de Charly, el pianista, que, al término de cada velada, se bebía uno o dos gin tónics conmigo. Entre sorbo y sorbo, evocaba la imagen de otros hombres que habían intentado acercarse a la bella cantante sin lograr de ella apenas un par de noches de gélida pasión: tal pasión sólo era posible en Coral. No sabía nada de su vida sino que a veces salía de su garganta la estrofa de una canción convertida en un grito desgarrado. Y el misterio que la rodeaba alimentaba las leyendas más disparatadas.
Detrás de las palabras del pianista creía entrever la rabia del amor despechado. Cuanto más me hablaba, más atraído me sentía hacia Coral y estaba convencido de que conmigo sería diferente, de que acabaría siendo mía.
Una vez me atreví a comprarle dos capullos de rosa a medio abrir, uno blanco y otro rojo, que le hice llegar por medio de un camarero con una tarjeta en la que se sólo escribí tres palabras: “Lie to me”, miénteme, en alusión a la canción que me la desveló. Esperé con impaciencia toda la noche una respuesta, convencido del poder de los dos capullos. Cualquier gesto me hubiese hecho feliz. Una palabra, una mirada, tal vez un beso enviado por el aire... No sé muy bien lo que esperaba. Pero lo que sí sé es que, olvidando las historias del pianista, no creía que me contestase con su silencio. Y aun así, no me sorprendió tanto su callada respuesta como la tristeza que me causó la decepción.
Lejos de sentirme vencido por el desaliento, seguí acudiendo cada noche a mi cita no concertada, precedido por los dos capullos de rosa y una tarjeta con el título de alguna de sus canciones. Se convirtió en una costumbre aguardar hasta la medianoche paladeando un gin tónic mientras Coral desgranaba con su voz sensual historias que me parecían anticipaban nuestro futuro. Delante de mí pasaba la vida de los que entraban y salían en el café mientras tejía ilusas fantasíaa en mi imaginación. Antes de apagarse las luces tomaba la última copa con el pianista. A esas horas tardías, la nostalgia se confundía con la tristeza que infunde el alcohol y las palabras del músico me llenaban de melancolía.
Ya había renunciado a toda esperanza de conmoverla cuando una noche la vi subir al escenario con el capullo de rosa de color blanco. Más sensual que nunca, estuvo cantando temas de Sade, la voz de ébano. Su cuerpo se movía suavemente al ritmo de la música, mientras la rosa recién nacida iba abriendo sus pétalos acariciada por su voz. “Smooth operator...” Mi corazón se llenó de esperanza más y más convencido de que al finalizar su actuación sería mía. Pero cuando cesó la música, Coral se me escabulló por la puerta trasera del local, dejándome una vez más solo con mi decepción.
Aquel juego de ignorarme e incitarme se repitió durante varias noches hasta que unas semanas más tarde, se subió a la tarima con el capullo rojo en el escote del vestido negro ajustado con el que la vi por primera vez. El capullo escarlata anunciaba algo más que la promesa de un acercamiento. Aunque no quería hacerme ilusiones que, una vez más, se podían ver agostadas, no pude evitar que la esperanza anidase en mi corazón. Y aquella noche mi paciencia se vería recompensada.
Al término de su actuación, se paseó entre las mesas sonriendo a los clientes entre provocativa e ingenua. Sin mirarme siquiera, fue aproximándose a mi mesa hasta sentarse en la silla que había junto a la mía. Como si continuáramos una conversación inconclusa, me preguntó:
—¿No te parece que hoy he desafinado en “Have you ever seen the rain”?
Me sobrepuse como pude a la sorpresa y negué con la cabeza mientras le ofrecía un cigarrillo para esconder mi turbación.
—¿Dónde quieres cenar? —le pregunté dando por sentado que pasaría la noche conmigo.
Sin contestarme, se levantó de su asiento y, sin volver la vista atrás, cruzó la puerta que había junto a la barra. La seguí hasta el cuartucho que hacía de camerino donde recogió su bolso. Con una mirada, me preguntó dónde tenía el coche y sin llegar a responderla, caminé ocultando mi nervioso asombro hacia el aparcamiento. A aquellas horas, casi de madrugada, no había ningún restaurante abierto, de manera que, sin decirle una palabra, conduje el coche hasta mi apartamento.
Improvisé una cena fría con unos tomates, queso roquefort y unos cuantas cosas más, que acompañé con una botella de Sauvignion. Coral apenas picoteaba la ensalada. Solo de vez en cuando se humedecía los labios en el líquido dorado. Pasó la noche contándome la última película que había visto, que ni siquiera recuerdo cuál era, más atento al brillo de su voz que a sus palabras. Ella no dejaba de hablar, como si, de ese modo, quisiera llenar los huecos de silencio que nacían de nuestro mutuo desconocimiento. Yo no desviaba la mirada de sus ojos buscando en ellos la suya, que siempre me rehuía. La veía mover las manos, cual gaviotas en el cielo, hablando como quien recita una lección bien aprendida, ignorando las preguntas que, sobre ella, le hacía. Y al despuntar el amanecer, como si obedeciese a algún desconocido rito, se desprendió del vestido negro, de las medias de cristal y simuló amarme con gélida pasión.
En los meses siguientes, a pesar de no separarme de su lado, Coral no llegó a ser para mí sino una desconocida que representaba el papel de amante para que yo aplaudiese la función. Jamás hablaba de sí misma más allá de algún comentario sobre sus canciones. Nunca la vi abandonarse a la risa ni logré arrancarle una lágrima de emoción con mi confesión más y más reiterada de amor. Nada la conmovía. Me daba los buenos días con la misma dulce sonrisa con la que agradecía los aplausos del público durante su actuación. Yo le hablaba de mi infancia, de mi galería de arte, de mis esperanzas en un largo futuro junto a ella. Pero eran inútiles todos mis esfuerzos por hacer brotar en Coral una chispa de emoción.
Y, no obstante, cuanto más inaccesible se mostraba, más enajenado me mostraba yo.
En mitad de la noche, me asaltaba el más pertinaz insomnio. Permanecía durante horas contemplándola mientras algo parecido a la compasión se diluía en mi interior ante su aspecto indefenso. La veía tan desvalida que me preguntaba si no era más poderoso mi afán de protegerla que mi amor por ella. Dentro de mí iba creciendo como una mala hierba la obsesión por conocer su pasado, donde, pensaba, podían estar las raíces de su enigmática gelidez; pero todo intento por indagar en su infancia y primera juventud se estrellaba con la pared de hielo de su silencio. Alguna de esas noches de insomnio en las que me torturaba intentando desentrañar el camino que tal vez me condujera a su corazón, Coral despertaba de su sueño de repente y, al verme contemplarla con tanta avidez, me colmaba de dulces besos que me quemaban los labios, tal era su frialdad.
A medida que pasaban los meses, iba alejándose más y más de mí, si es que alguna vez estuvo cerca. No era un alejamiento físico, pues apenas le permitía un minuto de soledad en cuanto dejaba la galería. Cuando estaba con ella, la asediaba con mis preguntas en un inútil empeño de aproximarme aunque no fuera más que un poco a lo que tan celosamente guardaba en su corazón: ¿de dónde era?, ¿cómo se sentía cuando estaba conmigo?, ¿me amaba?, ¿me odiaba?, ¿qué le hacía reír?, ¿qué llorar?... Pero mis preguntas sólo encontraban el muro de su silencio. En alguna ocasión, logró exasperarme tanto que tuve que salir de la casa con un portazo antes de golpearla para hacerla reaccionar.
Y, sin embargo, cada instante la amaba más y más. El miedo a perderla me causaba una angustia tal que me dolía físicamente.
Una noche, a la salida del café, tuvimos una de nuestras frecuentes discusiones en las que intentaba zarandear su ánimo con mis apremiantes preguntas mientras que ella se encerraba en su mutismo. Cada vez más enfadado acabé guardando también silencio. Las manos me temblaban en el volante mientras la llama de mi cigarro bailaba en la oscuridad. Sin darme cuenta, pisaba más y más el acelerador. La aguja del velocímetro sobrepasaba los ciento noventa kilómetros por hora y el Seat Ibiza parecía que fuese a partirse en dos. De pronto, oí un grito desgarrador y un golpe seco en los bajos del coche.
Miré a Coral, que, histérica, me gritaba para que detuviese el coche.
—¡Para de una vez!, ¡para, por favor!
Yo no era capaz de reaccionar. Ante el histerismo de Coral, creí que estaba herida.
—¿Qué te duele? ¡Te llevo al hospital!
—¡No, no, no! ¡Para el coche!
Me detuve en la primera bocacalle que encontré. Coral salió corriendo hacia donde había ocurrido el golpe. La seguí como pude pero apenas podía alcanzarla, tal era su velocidad. Cuando llegué a su lado, la encontré arrodillada en medio de la carretera llorando desconsoladamente mientras acunaba en sus brazos el perro ensangrentado que había atropellado en mi loca carrera por huir del dolor que me causaba el alejamiento de Coral. Posé una mano en su hombro, pero ella se retiró con brusquedad mientras sus ojos me lanzaban destellos cargados de odio.
II. Coral.
No quiero verlo. Que se vaya; que no me llame; que me deje tranquila; que me olvide de una vez y se busque a otra. Y, con él, que se vayan todos los demás.
He cerrado la puerta del apartamento con el cerrojo para que nadie pueda abrirla desde fuera y he desconectado el móvil para no oír sus insistentes llamadas, sus verborreicos mensajes. Ni las quejosas llamadas de Charly, el pianista. Ni las maternales de Pepa, la dueña del café “Futuro perfecto” en el que cada noche me gano la vida que pierdo cada día. No quiero oír sus palabras almibaradas, que a saber qué esconden. Ni quiero leer sus mensajes zalameros con los que quieren hacerme creer que se preocupan por mí. No quiero sino que me dejen sola; sola con mis recuerdos.
Creí que habían desaparecido entre los pliegues de la memoria, muertos en el pasado. Pero sólo estaban dormidos. Hace nueve noches, despertaron con todo su vigor para atormentarme. Cuando tomé en mis brazos al pobre perro atropellado fue a mi pobre fiel Pip al que acaricié entre las orejas. Junto a mí, de nuevo el hombre que me apartaba de lo que más quería hiriéndome donde más dolía, mientras los coches que pasaban a mi lado me esquivaban en una extraña danza.
De nuevo me vi niña desvalida y sin posibilidad de consuelo; a merced de la crueldad del hombre. La niña que vivía con su madre en una aspirante a casa de sólo una habitación. Ante mí volvieron los míseros días en los que engañábamos el hambre con un huevo frito y un mendrugo de pan; las frías noches en las que hombres desconocidos acudían a desahogar sus soledades en la cama de mi madre por unas cuantas monedas. Pero también volví a ver a Pip, mi compañero de juego, la alegría de mis días, la compañía de mis noches.
Fue Pip el que me encontró y me adoptó. Camino de la escuela, se cruzó conmigo cuando pasaba por el río. Corrió alrededor de mis pies tropezando mi caminar. Era de color pardo con una mancha negra en el ojo como si de un parche de pirata se tratase. En su sangre convivían amistosas miles de razas de otros perros vagabundos. Cojeaba levemente, aunque eso no le impedía correr y saltar a mi lado, seguir mis perezosos pasos. Aquella mañana, hizo conmigo el trayecto hasta la escuela, donde me dejó. Para mi gozosa alegría, a la salida de clase, lo vi bajo un árbol esperándome para hacer el camino de regreso a casa y al día siguiente, volvió a custodiarme en mi trayecto de ida y vuelta a la escuela. Y al otro día, y al otro, y al otro, también. A la semana ya se llamaba Pip y a la siguiente, hizo su cama en el rincón del callejón al que daba la ventana de la salita donde yo dormía, como si quisiera velar mi sueño, como si quisiera espantar los horribles monstruos que, de tanto en tanto, me atormentaban.
Pronto su compañía se me hizo imprescindible. Si le perdía de vista aunque sólo fueran unos instantes, me parecía que el fin del mundo estaba cerca. Con él compartía juegos, trozos de pan y mortadela, confidencias a la luz de la luna. A él le hablaba del miedo que me causaban los desconocidos que visitaban a mi madre: los hombres de torva mirada que parecían ocultar oscuros pensamientos. Y le cantaba en voz baja las canciones que oía en la radio que mi madre siempre tenía encendida en la cocina.
A los once años, pese a tener aún la apariencia de una niña, empecé a sorprender en los visitantes de mi madre miradas extrañas que me llenaban de inquietud. Por aquel entonces, se hizo asiduo uno de ellos: un gigante, me parecía a mí, de manos fuertes y sarmentosas como garras. Llegaba cada día a media tarde y se quedaba a cenar con nosotras. Nos traía dulces e intentaba convencernos de sus buenas intenciones con almibaradas palabras. Y, a pesar de sus cariñosos gestos, no me gustaba encontrarlo cuando volvía del colegio repantigado en el sofá de la salita. Mi sofá, mi cama.
Poco a poco el hombre se fue apoderando de nuestra casa hasta hacerse dueño de nuestras vidas. Mientras mi madre se entretenía en la cocina preparando los platos que le gustaban, él me daba conversación distrayéndome de las tareas escolares. A pesar de sus intentos de ser amable conmigo, su presencia me producía una repulsión que, a duras penas, podía disimular. Me contaba chistes e historias que acompañaba de grandes risotadas que yo no sólo no comprendía sino que me causaban pavor. De manera que aprovechaba cualquier momento de distracción del hombre y en cuanto desviaba la vista de mí, salía corriendo de la casa en busca de Pip.
En primavera, el hombre se vino a vivir definitivamente con nosotras. Con su llegada, desaparecieron los visitantes nocturnos de mi madre y los platos de nuestra mesa se llenaron de comida caliente. Pero también desaparecieron las palabras amables y las risas estridentes del nuevo huésped. Se volvió colérico e impaciente convirtiendo a mi madre en su esclava, siempre lista a obedecer sus órdenes. Como si algo la consumiera por dentro, mi madre perdió el resto de alegría que, tras tantos años de sufrimiento, aún le quedaba y se convirtió en un espectro silencioso. Yo tampoco me libré de su tiranía. Me controlaba sobre todo el horario de llegada del colegio. Bastaba con que me retrasase diez minutos para que me castigase sin salir a la calle. De manera que, temerosa del castigo, en cuanto terminaban las clases, emprendía una frenética carrera de regreso a casa seguida de mi fiel Pip.
Cuando empezaron las visitas nocturnas del hombre a mi cama, creí que se trataba de la más horrible pesadilla. Mi mente de niña no entendía lo que estaba ocurriendo ni por qué me hacía daño. Él trataba de convencerme de que “aquello” era un premio, un privilegio por ser una niña buena y especial, pero yo sabía que lo que me hacía no era bueno y me torturaba buscando el modo de librarme de tanto sufrimiento.
Sin tener palabras para explicarlo, intenté contárselo a mi madre, que recibió mis confidencias como si fuesen una invención mía. Me gritó acusándome de provocar al que se empeñaba en que lo llamase padre y me prohibió hablar de ello con nadie. A partir de aquel día, mi madre me miraba recelosa, como espiándome, como si temiese que le fuese a quitar a su hombre. Aunque eso lo comprendí más tarde.
Me volví huraña y asustadiza. En el colegio, andaba sola, sin amigas, mirando con envidia a las otras niñas, que parecían tener tantas razones para reír. Sólo en Pip encontraba el consuelo y la ternura que tanto necesitaba. Me abrazaba a él y escondía mi rostro en su cálido pecho ahogando, así, las lágrimas que me quemaban la garganta.
Hasta que este consuelo también me fue negado.
El hombre era cada vez más controlador. No me dejaba salir de casa más que para ir al colegio. Me prohibió hablar con nadie que no fueran él o mi madre. Fue contagiándome poco a poco su desconfianza y su odio por el mundo. Y, al cabo de unos meses, sus prohibiciones alcanzaron también los juegos con Pip, tal vez celoso de que le diese a mi fiel amigo el amor que a él le negaba. No soportaba verme con el pobre perro y, si me sorprendía en la calle con él, lo echaba con patadas que me partían el alma mientras a mí me cubría de improperios. Como amantes secretos, nos veíamos a la vera del río o en las cercanías de la escuela, lejos, lo más lejos posible de su colérica mirada. Siempre con temor de que descubriera nuestros juegos prohibidos.
Yo hacía hasta lo imposible por impedir que Pip se aproximase a nuestra casa, pero no pude evitar que rondase los alrededores a la caída de la tarde. Mi corazón se encabritaba cuando lo veía a través de la ventana de la salita y no podía hacer nada para que se alejase de allí. Con todo el disimulo del que era capaz, espiaba los movimientos del hombre y buscaba el modo de distraer su atención para que no se percatase de la presencia del fiel vagabundo. A un ritmo más y más acelerado, le contaba los pequeños acontecimientos del día y, cuando se me agotaban estas historias, le abrumaba desgranando el argumento de películas que veía en la televisión que nos había regalado él. Fue entonces cuando aprendí el arte de hablar y hablar sin decir nada, como tantas veces sigo haciendo. Pero mis tretas la mayoría de las veces no servían sino para enfurecerlo.
La última imagen que tengo de Pip, juguetón, fue una tarde de febrero en la que el sol nos regaló con su luz, como si hubiese querido, de ese modo, iluminar los postreros momentos del pobre perro. Estaba sola en la salita coloreando los ríos en un mapa de España cuando lo oí corretear bajo la ventana. El hombre no estaba en casa ni mi madre tampoco. Habían salido a hacer no sé qué recado. Aproveché sus ausencias para reunirme con Pip. Durante una hora que pareció un minuto o tal vez un minuto que pareció una hora, jugamos con una vieja pelota que encontramos olvidada en un callejón. Por un tiempo, desaparecieron las penas, las preocupaciones, los temores y dejó de existir el hombre que nos envenenaba la vida.
Hasta que un grito detuvo el mundo.
—¡Coral!
Nunca supe si quien me llamó con tanto apremio fue mi madre o el hombre. El terror me empujó a huir corriendo hacia la casa y a encerrarme en el cuarto de baño. Tampoco sé cuánto tiempo permanecí en el mísero cubículo. El hombre golpeó la puerta con ruda insistencia para que abriese la puerta y, cuando lo hice, me empujó hasta la calle. Allí, junto al felpudo, yacía Pip ensangrentado después de haber sido degollado por el hombre.
Todavía no puedo decir cómo sobreviví hasta que cumplí dieciocho años y abandoné el infierno que llamábamos casa; cómo no me rompí de dolor ni me perdí en los brumosos parajes de la locura. El mismo día que entré en la mayoría de edad metí en una bolsa un par de camisetas y unos vaqueros. No me llevé nada más. Cogí un autobús que me llevó a la ciudad y me despedí para siempre de mi infancia.
III. Charly
Esta noche el café está casi vacío. Los cálidos días de agosto se han llevado a la gente a las playas. Un camarero se esconde en una esquina para liarse un cigarrillo sin que lo vea Pepa, la dueña de este maldito antro en el que me consumo resignado a no ser más que un mero acompañante de cantantes con aún menos talento que yo. Hace tiempo que Coral se niega a cantar conmigo y tengo que conformarme con una patulea de principiantes que se creen alguien por tener a su lado un piano.
Desde mi taburete observo el trasiego de clientes que, cada vez menos numerosos, entran y salen del café. Nadie se atreve a decirlo por miedo a que llegue a oídos de Coral, pero todos sabemos que la decadencia empezó cuando ella dejó de venir sin darnos razón alguna de su ausencia. Casi tres meses y medio buscando una cantante cuya voz se acercase aunque sólo fuera una pizca a la sensualidad de Coral o estuviera tan alejada de ella que nos la hiciera olvidar.
La noche que regresó me costó reconocerla en la joven pálida y delgada que subió al escenario como si nunca se hubiese ido. Vestida de negro sin más adorno que los pendientes de coral que sabe Dios quién le regaló, parecía una niña recién estrenada la adolescencia. Con una mirada heladora, me hizo bajar la tarima y dejarla sola tras el micrófono. No acompañó su voz de otro instrumento que el frotar de su dedo índice con el pulgar. Y, así, a cappella, nos deleitó con “Lie to me”. Con la mirada fija en la lejanía, su cuerpo describía insinuantes ondulaciones en el aire dejándose llevar por la melodía. Entre el público nadie se atrevía a respirar como si estuviera asistiendo a la inmolación de una sacerdotisa en alguna ceremonia sagrada. Nunca su voz fue tan sensual ni tan desgarrada: sólo en Coral se pueden dar juntas tales cualidades de ese modo tan peculiar.
No puedo recordar cuántas canciones más salieron de su garganta prodigiosa. Poco antes de la medianoche se bajó del escenario y desapareció con el mismo sigilo con el que había hecho su aparición.
Al día siguiente, llegó al atardecer y se encerró en el despacho de Pepa durante más de una hora. Quería seguir cantando en el café, le dijo, pero sin que le acompañase ningún hombre al piano, ni siquiera yo, que durante tres años he sido el simple eco de su voz. Desde entonces, acompañó a cantantes mediocres a primera hora de la velada. Después, esplendorosa y frágil a la vez, entra en escena Coral, que nos regala con su voz eclipsando con su belleza a la mujer que toca mi piano.
Pepa aún tiene dudas, pero yo tengo el convencimiento de que el reclamo de su voz volverá a atraer al público como en la época mejor del café. De momento, nos tenemos que conformar con un puñado de clientes, la mayoría despistados que entran casi por casualidad. El que nunca falta es el hombre de los dos capullos de rosas: uno blanco y otro rojo. Cada noche elige la misma mesa a la izquierda del escenario y, paladeando un par de gin tonic, bebe cada canción que sale de la garganta de Coral. Con una paciencia que me asombra, me irrita y me admira, espera de la cantante una palabra, un gesto, una mirada que le devuelva los días y las noches en que estuvieron juntos. A veces me siento tentado a dejarme llevar por la compasión y a punto estoy de contarle que los dos capullos de rosa que le entrega cada noche a José, el camarero, acaban en la mesa del despacho de Pepa que, compadecida, los rescata del cubo de la basura donde, sin mirarlos, los arroja Coral.
Nota: Este relato está inspirado en la voz de Karen Souza. Les dejo las canciones que aparecen en esta historia.
Cuando crucé la puerta de cristal con Luis y Charo, apenas podía entrar una persona más en el café. El ruido de las tazas y los vasos se confundía con el murmullo de las conversaciones, ahogando al piano que dejaba escapar las notas de una música que a mis oídos nada entendidos, les pareció jazz. Intentando escuchar la historia que estaba contando Charo, me vi sorprendido por una voz desgarrada y sensual que, de repente, sobrevoló todo el local apagando los sonidos que, hasta entonces, pululaban a mi alrededor. Las palabras de Charo se perdieron entre el humo de los cigarrillos y mis sentidos quedaron prendidos en una canción que me acompañaría toda la semana siguiente. “Lie to me”.
Fue en ese momento cuando la vi. Me conmovió su aspecto entre desvalido y distante, que me empujaba a acercarme con afán de protegerla al tiempo que temía ese mismo acercamiento. Llevaba un vestido negro corto que se ajustaba a su silueta como si fuese una prolongación de ella misma y unos zapatos de tacón bajo que la hacían parecer una niña. Casi no se la distinguía, subida a la tarima del pequeño escenario, sin más compañía que un pianista y el foco de luz que la rodeaba. Sus movimientos, suaves y delicados, se dirían animados por una brisa imperceptible. No llevaba más adorno que su melena rubia, que apenas le rozaba los hombros, y unos pendientes de coral: los únicos objetos de valor que le conocería. Y, a pesar de su aspecto desvalido y algo infantil, le bastó empezar a cantar para que todo el local se llenase de su voz. No puedo saber lo que sintió el público al oírla. Para mí fue como si me transportara a un lugar donde no estuviéramos más que ella, yo y el dolor que se enredaba en su voz. A lo largo de mi vida he oído voces mucho más dulces que la de Coral, su nombre según me dijo un camarero; voces mejor afinadas que la suya, más graves o agudas y con más matices. Y he disfrutado con cantantes que calificarlos de ángeles dejaba de ser un tópico para convertirse en una certera descripción. Pero ninguna de esas voces me hicieron sentir aquella unión de sentimientos: como si cada canción fuera destinada nada más que a mí.
Esa noche, entre copa y copa, la estuve escuchando cantar una tras otras versiones de viejos temas de Sting a ritmo de jazz y en cada una de ellas creí oír un mensaje que sólo ella y yo entendíamos. Pese a llevar meses ilusionado planeando un reencuentro con mis antiguos amigos de la universidad, la atención se me escapaba hacia el escenario y mi mente, distraída, volaba hasta posarse en el hombro desnudo de Coral. En más de una ocasión, Luis quiso arrastrarme hasta un pub que había no muy lejos de allí, pero supe resistirme y no me dejé convencer hasta pasada la medianoche, cuando Coral terminó su actuación.
La noche siguiente, atravesé la ciudad y, antes de que abrieran el café, ya andaba rondando su puerta acristalada. Sentí su llegada antes de verla bajar por la empinada acera que venía de La Calle Mayor. No me costó reconocerla a pesar de venir vestida con unos tejanos y una camisa blanca, a pesar de llevar su rubia melena recogida en una coleta baja. Su aspecto desvalido que impelía a protegerla era inconfundible. Pasó a mi lado sin verme. Su mirada voló por encima de mí como si fuese parte del mobiliario urbano. No me atreví a decirle nada por temor a descubrir mi invisibilidad.
Ya dentro del café, me senté en la misma mesa en la que me iba a instalar cada noche en los dos meses siguientes con la esperanza siempre frustrada de que me dirigiese una sola mirada. Me hice conocido de los camareros, que me llamaban por mi nombre. Me dejé envolver por la fragancia de los densos perfumes de las mujeres que cada velada entraban en el café a tomar una o dos copas; mujeres acompañadas de parejas tan elegantes como ellas o solas en busca de aventura. Mujeres muchas de ellas más bellas y distinguidas que Coral y que, si hubiese querido, las hubiera atraído con un simple gesto. Pero que dejaban de existir tan pronto como la cantante hacía oír su sensual voz.
Me hice amigo de Charly, el pianista, que, al término de cada velada, se bebía uno o dos gin tónics conmigo. Entre sorbo y sorbo, evocaba la imagen de otros hombres que habían intentado acercarse a la bella cantante sin lograr de ella apenas un par de noches de gélida pasión: tal pasión sólo era posible en Coral. No sabía nada de su vida sino que a veces salía de su garganta la estrofa de una canción convertida en un grito desgarrado. Y el misterio que la rodeaba alimentaba las leyendas más disparatadas.
Detrás de las palabras del pianista creía entrever la rabia del amor despechado. Cuanto más me hablaba, más atraído me sentía hacia Coral y estaba convencido de que conmigo sería diferente, de que acabaría siendo mía.
Una vez me atreví a comprarle dos capullos de rosa a medio abrir, uno blanco y otro rojo, que le hice llegar por medio de un camarero con una tarjeta en la que se sólo escribí tres palabras: “Lie to me”, miénteme, en alusión a la canción que me la desveló. Esperé con impaciencia toda la noche una respuesta, convencido del poder de los dos capullos. Cualquier gesto me hubiese hecho feliz. Una palabra, una mirada, tal vez un beso enviado por el aire... No sé muy bien lo que esperaba. Pero lo que sí sé es que, olvidando las historias del pianista, no creía que me contestase con su silencio. Y aun así, no me sorprendió tanto su callada respuesta como la tristeza que me causó la decepción.
Lejos de sentirme vencido por el desaliento, seguí acudiendo cada noche a mi cita no concertada, precedido por los dos capullos de rosa y una tarjeta con el título de alguna de sus canciones. Se convirtió en una costumbre aguardar hasta la medianoche paladeando un gin tónic mientras Coral desgranaba con su voz sensual historias que me parecían anticipaban nuestro futuro. Delante de mí pasaba la vida de los que entraban y salían en el café mientras tejía ilusas fantasíaa en mi imaginación. Antes de apagarse las luces tomaba la última copa con el pianista. A esas horas tardías, la nostalgia se confundía con la tristeza que infunde el alcohol y las palabras del músico me llenaban de melancolía.
Ya había renunciado a toda esperanza de conmoverla cuando una noche la vi subir al escenario con el capullo de rosa de color blanco. Más sensual que nunca, estuvo cantando temas de Sade, la voz de ébano. Su cuerpo se movía suavemente al ritmo de la música, mientras la rosa recién nacida iba abriendo sus pétalos acariciada por su voz. “Smooth operator...” Mi corazón se llenó de esperanza más y más convencido de que al finalizar su actuación sería mía. Pero cuando cesó la música, Coral se me escabulló por la puerta trasera del local, dejándome una vez más solo con mi decepción.
Aquel juego de ignorarme e incitarme se repitió durante varias noches hasta que unas semanas más tarde, se subió a la tarima con el capullo rojo en el escote del vestido negro ajustado con el que la vi por primera vez. El capullo escarlata anunciaba algo más que la promesa de un acercamiento. Aunque no quería hacerme ilusiones que, una vez más, se podían ver agostadas, no pude evitar que la esperanza anidase en mi corazón. Y aquella noche mi paciencia se vería recompensada.
Al término de su actuación, se paseó entre las mesas sonriendo a los clientes entre provocativa e ingenua. Sin mirarme siquiera, fue aproximándose a mi mesa hasta sentarse en la silla que había junto a la mía. Como si continuáramos una conversación inconclusa, me preguntó:
—¿No te parece que hoy he desafinado en “Have you ever seen the rain”?
Me sobrepuse como pude a la sorpresa y negué con la cabeza mientras le ofrecía un cigarrillo para esconder mi turbación.
—¿Dónde quieres cenar? —le pregunté dando por sentado que pasaría la noche conmigo.
Sin contestarme, se levantó de su asiento y, sin volver la vista atrás, cruzó la puerta que había junto a la barra. La seguí hasta el cuartucho que hacía de camerino donde recogió su bolso. Con una mirada, me preguntó dónde tenía el coche y sin llegar a responderla, caminé ocultando mi nervioso asombro hacia el aparcamiento. A aquellas horas, casi de madrugada, no había ningún restaurante abierto, de manera que, sin decirle una palabra, conduje el coche hasta mi apartamento.
Improvisé una cena fría con unos tomates, queso roquefort y unos cuantas cosas más, que acompañé con una botella de Sauvignion. Coral apenas picoteaba la ensalada. Solo de vez en cuando se humedecía los labios en el líquido dorado. Pasó la noche contándome la última película que había visto, que ni siquiera recuerdo cuál era, más atento al brillo de su voz que a sus palabras. Ella no dejaba de hablar, como si, de ese modo, quisiera llenar los huecos de silencio que nacían de nuestro mutuo desconocimiento. Yo no desviaba la mirada de sus ojos buscando en ellos la suya, que siempre me rehuía. La veía mover las manos, cual gaviotas en el cielo, hablando como quien recita una lección bien aprendida, ignorando las preguntas que, sobre ella, le hacía. Y al despuntar el amanecer, como si obedeciese a algún desconocido rito, se desprendió del vestido negro, de las medias de cristal y simuló amarme con gélida pasión.
En los meses siguientes, a pesar de no separarme de su lado, Coral no llegó a ser para mí sino una desconocida que representaba el papel de amante para que yo aplaudiese la función. Jamás hablaba de sí misma más allá de algún comentario sobre sus canciones. Nunca la vi abandonarse a la risa ni logré arrancarle una lágrima de emoción con mi confesión más y más reiterada de amor. Nada la conmovía. Me daba los buenos días con la misma dulce sonrisa con la que agradecía los aplausos del público durante su actuación. Yo le hablaba de mi infancia, de mi galería de arte, de mis esperanzas en un largo futuro junto a ella. Pero eran inútiles todos mis esfuerzos por hacer brotar en Coral una chispa de emoción.
Y, no obstante, cuanto más inaccesible se mostraba, más enajenado me mostraba yo.
En mitad de la noche, me asaltaba el más pertinaz insomnio. Permanecía durante horas contemplándola mientras algo parecido a la compasión se diluía en mi interior ante su aspecto indefenso. La veía tan desvalida que me preguntaba si no era más poderoso mi afán de protegerla que mi amor por ella. Dentro de mí iba creciendo como una mala hierba la obsesión por conocer su pasado, donde, pensaba, podían estar las raíces de su enigmática gelidez; pero todo intento por indagar en su infancia y primera juventud se estrellaba con la pared de hielo de su silencio. Alguna de esas noches de insomnio en las que me torturaba intentando desentrañar el camino que tal vez me condujera a su corazón, Coral despertaba de su sueño de repente y, al verme contemplarla con tanta avidez, me colmaba de dulces besos que me quemaban los labios, tal era su frialdad.
A medida que pasaban los meses, iba alejándose más y más de mí, si es que alguna vez estuvo cerca. No era un alejamiento físico, pues apenas le permitía un minuto de soledad en cuanto dejaba la galería. Cuando estaba con ella, la asediaba con mis preguntas en un inútil empeño de aproximarme aunque no fuera más que un poco a lo que tan celosamente guardaba en su corazón: ¿de dónde era?, ¿cómo se sentía cuando estaba conmigo?, ¿me amaba?, ¿me odiaba?, ¿qué le hacía reír?, ¿qué llorar?... Pero mis preguntas sólo encontraban el muro de su silencio. En alguna ocasión, logró exasperarme tanto que tuve que salir de la casa con un portazo antes de golpearla para hacerla reaccionar.
Y, sin embargo, cada instante la amaba más y más. El miedo a perderla me causaba una angustia tal que me dolía físicamente.
Una noche, a la salida del café, tuvimos una de nuestras frecuentes discusiones en las que intentaba zarandear su ánimo con mis apremiantes preguntas mientras que ella se encerraba en su mutismo. Cada vez más enfadado acabé guardando también silencio. Las manos me temblaban en el volante mientras la llama de mi cigarro bailaba en la oscuridad. Sin darme cuenta, pisaba más y más el acelerador. La aguja del velocímetro sobrepasaba los ciento noventa kilómetros por hora y el Seat Ibiza parecía que fuese a partirse en dos. De pronto, oí un grito desgarrador y un golpe seco en los bajos del coche.
Miré a Coral, que, histérica, me gritaba para que detuviese el coche.
—¡Para de una vez!, ¡para, por favor!
Yo no era capaz de reaccionar. Ante el histerismo de Coral, creí que estaba herida.
—¿Qué te duele? ¡Te llevo al hospital!
—¡No, no, no! ¡Para el coche!
Me detuve en la primera bocacalle que encontré. Coral salió corriendo hacia donde había ocurrido el golpe. La seguí como pude pero apenas podía alcanzarla, tal era su velocidad. Cuando llegué a su lado, la encontré arrodillada en medio de la carretera llorando desconsoladamente mientras acunaba en sus brazos el perro ensangrentado que había atropellado en mi loca carrera por huir del dolor que me causaba el alejamiento de Coral. Posé una mano en su hombro, pero ella se retiró con brusquedad mientras sus ojos me lanzaban destellos cargados de odio.
II. Coral.
No quiero verlo. Que se vaya; que no me llame; que me deje tranquila; que me olvide de una vez y se busque a otra. Y, con él, que se vayan todos los demás.
He cerrado la puerta del apartamento con el cerrojo para que nadie pueda abrirla desde fuera y he desconectado el móvil para no oír sus insistentes llamadas, sus verborreicos mensajes. Ni las quejosas llamadas de Charly, el pianista. Ni las maternales de Pepa, la dueña del café “Futuro perfecto” en el que cada noche me gano la vida que pierdo cada día. No quiero oír sus palabras almibaradas, que a saber qué esconden. Ni quiero leer sus mensajes zalameros con los que quieren hacerme creer que se preocupan por mí. No quiero sino que me dejen sola; sola con mis recuerdos.
Creí que habían desaparecido entre los pliegues de la memoria, muertos en el pasado. Pero sólo estaban dormidos. Hace nueve noches, despertaron con todo su vigor para atormentarme. Cuando tomé en mis brazos al pobre perro atropellado fue a mi pobre fiel Pip al que acaricié entre las orejas. Junto a mí, de nuevo el hombre que me apartaba de lo que más quería hiriéndome donde más dolía, mientras los coches que pasaban a mi lado me esquivaban en una extraña danza.
De nuevo me vi niña desvalida y sin posibilidad de consuelo; a merced de la crueldad del hombre. La niña que vivía con su madre en una aspirante a casa de sólo una habitación. Ante mí volvieron los míseros días en los que engañábamos el hambre con un huevo frito y un mendrugo de pan; las frías noches en las que hombres desconocidos acudían a desahogar sus soledades en la cama de mi madre por unas cuantas monedas. Pero también volví a ver a Pip, mi compañero de juego, la alegría de mis días, la compañía de mis noches.
Fue Pip el que me encontró y me adoptó. Camino de la escuela, se cruzó conmigo cuando pasaba por el río. Corrió alrededor de mis pies tropezando mi caminar. Era de color pardo con una mancha negra en el ojo como si de un parche de pirata se tratase. En su sangre convivían amistosas miles de razas de otros perros vagabundos. Cojeaba levemente, aunque eso no le impedía correr y saltar a mi lado, seguir mis perezosos pasos. Aquella mañana, hizo conmigo el trayecto hasta la escuela, donde me dejó. Para mi gozosa alegría, a la salida de clase, lo vi bajo un árbol esperándome para hacer el camino de regreso a casa y al día siguiente, volvió a custodiarme en mi trayecto de ida y vuelta a la escuela. Y al otro día, y al otro, y al otro, también. A la semana ya se llamaba Pip y a la siguiente, hizo su cama en el rincón del callejón al que daba la ventana de la salita donde yo dormía, como si quisiera velar mi sueño, como si quisiera espantar los horribles monstruos que, de tanto en tanto, me atormentaban.
Pronto su compañía se me hizo imprescindible. Si le perdía de vista aunque sólo fueran unos instantes, me parecía que el fin del mundo estaba cerca. Con él compartía juegos, trozos de pan y mortadela, confidencias a la luz de la luna. A él le hablaba del miedo que me causaban los desconocidos que visitaban a mi madre: los hombres de torva mirada que parecían ocultar oscuros pensamientos. Y le cantaba en voz baja las canciones que oía en la radio que mi madre siempre tenía encendida en la cocina.
A los once años, pese a tener aún la apariencia de una niña, empecé a sorprender en los visitantes de mi madre miradas extrañas que me llenaban de inquietud. Por aquel entonces, se hizo asiduo uno de ellos: un gigante, me parecía a mí, de manos fuertes y sarmentosas como garras. Llegaba cada día a media tarde y se quedaba a cenar con nosotras. Nos traía dulces e intentaba convencernos de sus buenas intenciones con almibaradas palabras. Y, a pesar de sus cariñosos gestos, no me gustaba encontrarlo cuando volvía del colegio repantigado en el sofá de la salita. Mi sofá, mi cama.
Poco a poco el hombre se fue apoderando de nuestra casa hasta hacerse dueño de nuestras vidas. Mientras mi madre se entretenía en la cocina preparando los platos que le gustaban, él me daba conversación distrayéndome de las tareas escolares. A pesar de sus intentos de ser amable conmigo, su presencia me producía una repulsión que, a duras penas, podía disimular. Me contaba chistes e historias que acompañaba de grandes risotadas que yo no sólo no comprendía sino que me causaban pavor. De manera que aprovechaba cualquier momento de distracción del hombre y en cuanto desviaba la vista de mí, salía corriendo de la casa en busca de Pip.
En primavera, el hombre se vino a vivir definitivamente con nosotras. Con su llegada, desaparecieron los visitantes nocturnos de mi madre y los platos de nuestra mesa se llenaron de comida caliente. Pero también desaparecieron las palabras amables y las risas estridentes del nuevo huésped. Se volvió colérico e impaciente convirtiendo a mi madre en su esclava, siempre lista a obedecer sus órdenes. Como si algo la consumiera por dentro, mi madre perdió el resto de alegría que, tras tantos años de sufrimiento, aún le quedaba y se convirtió en un espectro silencioso. Yo tampoco me libré de su tiranía. Me controlaba sobre todo el horario de llegada del colegio. Bastaba con que me retrasase diez minutos para que me castigase sin salir a la calle. De manera que, temerosa del castigo, en cuanto terminaban las clases, emprendía una frenética carrera de regreso a casa seguida de mi fiel Pip.
Cuando empezaron las visitas nocturnas del hombre a mi cama, creí que se trataba de la más horrible pesadilla. Mi mente de niña no entendía lo que estaba ocurriendo ni por qué me hacía daño. Él trataba de convencerme de que “aquello” era un premio, un privilegio por ser una niña buena y especial, pero yo sabía que lo que me hacía no era bueno y me torturaba buscando el modo de librarme de tanto sufrimiento.
Sin tener palabras para explicarlo, intenté contárselo a mi madre, que recibió mis confidencias como si fuesen una invención mía. Me gritó acusándome de provocar al que se empeñaba en que lo llamase padre y me prohibió hablar de ello con nadie. A partir de aquel día, mi madre me miraba recelosa, como espiándome, como si temiese que le fuese a quitar a su hombre. Aunque eso lo comprendí más tarde.
Me volví huraña y asustadiza. En el colegio, andaba sola, sin amigas, mirando con envidia a las otras niñas, que parecían tener tantas razones para reír. Sólo en Pip encontraba el consuelo y la ternura que tanto necesitaba. Me abrazaba a él y escondía mi rostro en su cálido pecho ahogando, así, las lágrimas que me quemaban la garganta.
Hasta que este consuelo también me fue negado.
El hombre era cada vez más controlador. No me dejaba salir de casa más que para ir al colegio. Me prohibió hablar con nadie que no fueran él o mi madre. Fue contagiándome poco a poco su desconfianza y su odio por el mundo. Y, al cabo de unos meses, sus prohibiciones alcanzaron también los juegos con Pip, tal vez celoso de que le diese a mi fiel amigo el amor que a él le negaba. No soportaba verme con el pobre perro y, si me sorprendía en la calle con él, lo echaba con patadas que me partían el alma mientras a mí me cubría de improperios. Como amantes secretos, nos veíamos a la vera del río o en las cercanías de la escuela, lejos, lo más lejos posible de su colérica mirada. Siempre con temor de que descubriera nuestros juegos prohibidos.
Yo hacía hasta lo imposible por impedir que Pip se aproximase a nuestra casa, pero no pude evitar que rondase los alrededores a la caída de la tarde. Mi corazón se encabritaba cuando lo veía a través de la ventana de la salita y no podía hacer nada para que se alejase de allí. Con todo el disimulo del que era capaz, espiaba los movimientos del hombre y buscaba el modo de distraer su atención para que no se percatase de la presencia del fiel vagabundo. A un ritmo más y más acelerado, le contaba los pequeños acontecimientos del día y, cuando se me agotaban estas historias, le abrumaba desgranando el argumento de películas que veía en la televisión que nos había regalado él. Fue entonces cuando aprendí el arte de hablar y hablar sin decir nada, como tantas veces sigo haciendo. Pero mis tretas la mayoría de las veces no servían sino para enfurecerlo.
La última imagen que tengo de Pip, juguetón, fue una tarde de febrero en la que el sol nos regaló con su luz, como si hubiese querido, de ese modo, iluminar los postreros momentos del pobre perro. Estaba sola en la salita coloreando los ríos en un mapa de España cuando lo oí corretear bajo la ventana. El hombre no estaba en casa ni mi madre tampoco. Habían salido a hacer no sé qué recado. Aproveché sus ausencias para reunirme con Pip. Durante una hora que pareció un minuto o tal vez un minuto que pareció una hora, jugamos con una vieja pelota que encontramos olvidada en un callejón. Por un tiempo, desaparecieron las penas, las preocupaciones, los temores y dejó de existir el hombre que nos envenenaba la vida.
Hasta que un grito detuvo el mundo.
—¡Coral!
Nunca supe si quien me llamó con tanto apremio fue mi madre o el hombre. El terror me empujó a huir corriendo hacia la casa y a encerrarme en el cuarto de baño. Tampoco sé cuánto tiempo permanecí en el mísero cubículo. El hombre golpeó la puerta con ruda insistencia para que abriese la puerta y, cuando lo hice, me empujó hasta la calle. Allí, junto al felpudo, yacía Pip ensangrentado después de haber sido degollado por el hombre.
Todavía no puedo decir cómo sobreviví hasta que cumplí dieciocho años y abandoné el infierno que llamábamos casa; cómo no me rompí de dolor ni me perdí en los brumosos parajes de la locura. El mismo día que entré en la mayoría de edad metí en una bolsa un par de camisetas y unos vaqueros. No me llevé nada más. Cogí un autobús que me llevó a la ciudad y me despedí para siempre de mi infancia.
III. Charly
Esta noche el café está casi vacío. Los cálidos días de agosto se han llevado a la gente a las playas. Un camarero se esconde en una esquina para liarse un cigarrillo sin que lo vea Pepa, la dueña de este maldito antro en el que me consumo resignado a no ser más que un mero acompañante de cantantes con aún menos talento que yo. Hace tiempo que Coral se niega a cantar conmigo y tengo que conformarme con una patulea de principiantes que se creen alguien por tener a su lado un piano.
Desde mi taburete observo el trasiego de clientes que, cada vez menos numerosos, entran y salen del café. Nadie se atreve a decirlo por miedo a que llegue a oídos de Coral, pero todos sabemos que la decadencia empezó cuando ella dejó de venir sin darnos razón alguna de su ausencia. Casi tres meses y medio buscando una cantante cuya voz se acercase aunque sólo fuera una pizca a la sensualidad de Coral o estuviera tan alejada de ella que nos la hiciera olvidar.
La noche que regresó me costó reconocerla en la joven pálida y delgada que subió al escenario como si nunca se hubiese ido. Vestida de negro sin más adorno que los pendientes de coral que sabe Dios quién le regaló, parecía una niña recién estrenada la adolescencia. Con una mirada heladora, me hizo bajar la tarima y dejarla sola tras el micrófono. No acompañó su voz de otro instrumento que el frotar de su dedo índice con el pulgar. Y, así, a cappella, nos deleitó con “Lie to me”. Con la mirada fija en la lejanía, su cuerpo describía insinuantes ondulaciones en el aire dejándose llevar por la melodía. Entre el público nadie se atrevía a respirar como si estuviera asistiendo a la inmolación de una sacerdotisa en alguna ceremonia sagrada. Nunca su voz fue tan sensual ni tan desgarrada: sólo en Coral se pueden dar juntas tales cualidades de ese modo tan peculiar.
No puedo recordar cuántas canciones más salieron de su garganta prodigiosa. Poco antes de la medianoche se bajó del escenario y desapareció con el mismo sigilo con el que había hecho su aparición.
Al día siguiente, llegó al atardecer y se encerró en el despacho de Pepa durante más de una hora. Quería seguir cantando en el café, le dijo, pero sin que le acompañase ningún hombre al piano, ni siquiera yo, que durante tres años he sido el simple eco de su voz. Desde entonces, acompañó a cantantes mediocres a primera hora de la velada. Después, esplendorosa y frágil a la vez, entra en escena Coral, que nos regala con su voz eclipsando con su belleza a la mujer que toca mi piano.
Pepa aún tiene dudas, pero yo tengo el convencimiento de que el reclamo de su voz volverá a atraer al público como en la época mejor del café. De momento, nos tenemos que conformar con un puñado de clientes, la mayoría despistados que entran casi por casualidad. El que nunca falta es el hombre de los dos capullos de rosas: uno blanco y otro rojo. Cada noche elige la misma mesa a la izquierda del escenario y, paladeando un par de gin tonic, bebe cada canción que sale de la garganta de Coral. Con una paciencia que me asombra, me irrita y me admira, espera de la cantante una palabra, un gesto, una mirada que le devuelva los días y las noches en que estuvieron juntos. A veces me siento tentado a dejarme llevar por la compasión y a punto estoy de contarle que los dos capullos de rosa que le entrega cada noche a José, el camarero, acaban en la mesa del despacho de Pepa que, compadecida, los rescata del cubo de la basura donde, sin mirarlos, los arroja Coral.
Nota: Este relato está inspirado en la voz de Karen Souza. Les dejo las canciones que aparecen en esta historia.
Lie to me
Have you ever seen the rain
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