No había vuelto al pueblo desde hacía más de quince años y le costaba reconocer los lugares por donde habían transcurrido su niñez y primera juventud. Treinta años antes, Don Melquiades, el padre de Diego, se había enriquecido convirtiendo un villorrio que ni tan siquiera aparecía en los mapas en el lugar preferido de los turistas que cada verano cruzaban la frontera de Francia. En poco tiempo, la ladera que subía hasta el Pico del Halcón se tornó en una alfombra salpicada de las casas de veraneantes que nada tenían que ver con las chozas de paja y adobe que antaño sirvieron de refugio al ganado. Donde antes estuvo el abrevadero Don Melquiades había improvisado un estanque con cisnes negros que debía reponer cada año pues ninguno de los lugareños sabía cómo cuidar tan bellas aves. Derribó la antigua escuela en la que los hijos de los campesinos aprendían las primeras letras y, en su lugar, levantó la fábrica de paños que daba trabajo a toda la comarca. Una carretera flamantemente asfaltada sustituyó el camino de tierra prensada que conducía hasta Villamediano, el pueblo más importante de la provincia. Y la vieja iglesia cuyo campanario parecía siempre a punto de precipitarse al suelo, tal era su inclinación, fue restaurada hasta parecer recién salida de un cromo de chocolate suizo.
Pero años después no quedaba nada de aquella prosperidad que soñara el hacendado. Las casas de veraneo envejecían olvidadas de sus dueños; los cisnes negros habían volado hacia parajes lejanos; la fábrica daba sus últimos estertores mientras las malas hierbas se enseñoreaban del jardín; la carretera que llevaba a Villamediano cada día mostraba una grieta más y la aldea agonizaba al tiempo que sus habitantes abandonaban sus casuchas para ir en busca de un futuro en la ciudad. El hombre más rico del lugar, el más temido, el que no se conmovía con los sufrimientos de sus trabajadores, sucumbió ante la desgracia que abatió a su familia y dejó que se viniera abajo todo por lo que había luchado.
Ramón subía con paso indolente por la ladera mientras saboreaba un cigarrillo sin boquilla. La brisa procedente del Pico del Halcón jugaba con el humo dibujando arabescos en el cielo. Una vez más se reprochó haber regresado a su aldea natal. Después de tantos años, ya no quedaba nada ni nadie que lo retuviese en aquel lugar. Su madre hacía tiempo que había fallecido y eran muy pocos los que en la aldea aún le recordaban.
Por un momento, se vio con once, doce y trece años corriendo detrás de Diego, medio desnudos los dos, camino de la charca dispuestos a darse un baño o a pescar ranas que luego dejaban sobre la cama de Marianela, la hermana pequeña de su amigo. Ellos, ocultos tras las cortinas, espiaban a la niña, cuyos alaridos al ver el batracio despertaban de su siesta a toda la aldea.
Ramón, pese a saber que era necesario enfrentarse a ellos, quiso alejar de sí los recuerdos que se amontonaban pugnando por imponerse en la memoria, pero éstos, más fuertes que su voluntad, no desistieron en su asedio.
A Don Melquiades nunca le gustó la afición que Diego mostraba por él, que sólo era el hijo bastardo de la cocinera; pero, cuando los veía juntos, hacía como que no se daba cuenta para evitar las discusiones con Doña Araceli, su mujer, que jamás contrariaba la voluntad de su niño. Aun así, el hombre más rico de la aldea se las ingeniaba para apartar a Diego de Ramón de mil maneras distintas: cada una más inútil, por cierto. Organizaba cacerías con los regantes de la provincia invitándolos a que fueran acompañados de sus hijos para que hiciesen de compañeros de juegos del suyo; se llevaba a Diego con él a la ciudad y le hacía pasar el día viendo películas de indios y vaqueros en el único cine que había en la provincia; almorzaban en restaurantes donde se deleitaban con platos de nombres impronunciables; o entraban y salían de tiendas en las que Don Melquiades sobornaba a su hijo con los más inverosímiles regalos. Otras veces le obligaba a permanecer en casa entretenido en tareas sin sentido: sacarle punta a los lápices de su despacho, recoger la ceniza de la chimenea, ayudar a su hermana Marianela a hacer los deberes de la escuela... Pero ninguna de estas tretas le daba resultado. Diego, en cuanto le dejaban libres sus obligaciones, corría al encuentro de su amigo que lo esperaba con estoica paciencia en la cocina mientras su madre envolvía con huevo y pan rallado unas croquetas.
En la escuela compartieron pupitre. Cada día, Diego repartía entre los dos los lápices de colores, los cuadernos y los libros, que había comprado Don Melquiades para uso exclusivo de su hijo. Era tal el entendimiento entre los dos niños, que el maestro y algún que otro alumno los confundían e intercambiaban sus nombres al dirigirse a uno u otro.
Pero aquello no estaba destinado a durar para siempre. Poco antes de que Ramón estrenara sus trece años, los dos niños se separaron y pasaría mucho tiempo antes de que se volviesen a ver.
Ramón fijó la vista en el paisaje para escapar del pasado. El camino de la ladera lo condujo hasta la vieja ermita. Del templo donde años antes se alojaba la Virgen del Valle, la patrona del pueblo, no quedaban más que unas piedras y un arco de medio punto del antiguo atrio que daba entrada a ninguna parte. Se sentó en un sillar desprendido de alguno de los muros y se dio permiso para que la fatiga de todos aquellos años cayera sobre sus hombros. Después de tanto tiempo de tenerlos aprisionados en su interior, los recuerdos se le escapaban rebeldes. Las imágenes de su adolescencia desfilaban nítidas ante él.
Ramón dejó de ver a Diego cuando terminaron segundo de Bachillerato. Los dos primeros cursos volvieron a compartir pupitre en el instituto de Villamediano. Arturo, el maestro que les había dado clases en la escuela de primaria, conociendo la valía del niño, puso todo su empeño en convencer a la madre de Ramón de que le permitiese hacer el ingreso y continuar estudiando, por lo que todo parecía indicar que los dos amigos seguirían juntos hasta el final del Bachillerato. Para Ramón, criado entre cuatro casuchas, Villamediano era poco más o menos que el Moscú del que se hablaba en el “Miguel Strogoff” que le dejó leer su amigo; y recorrer la carretera que separaba la aldea del pueblo, inaugurada unos años antes, tan aventurado como fuera para el correo del Zar atravesar la estepa.
Pero los planes de Don Melquiades vinieron a desbaratar las ilusiones de los jóvenes adolescentes. A finales de septiembre, unos días antes de comenzar el tercer curso en el instituto, Diego partió hacia Barcelona donde le esperaban cinco años de internado en un colegio de la Compañía de Jesús.
Los años de Bachillerato apenas dejaron huella en la memoria de Ramón. Muchas horas de estudio para lograr un expediente brillante que le permitieran seguir estudiando y una sucesión de compañeros con los que apenas intimó y cuyas caras se fundían en su recuerdo formando una imagen difusa de rasgos indefinidos. Eso fueron para él, nada más, los cursos que pasó en el instituto.
A medida que transcurrían los meses entre los muros del edificio con pretensiones modernistas donde tenía su sede el instituto, fue tomando conciencia de la importancia de adquirir una buena educación para dejar de ser simplemente “el hijo bastardo de la cocinera de Don Melquiades” y ser respetado por sí mismo. Casi olvidó a Diego, enfrascado como estaba en conseguir unas calificaciones más y más elevadas que le abrieran las puertas a una vida mejor por medio de una beca tras otras. Dejó de ir a la Casa Grande, donde su madre seguía envolviendo croquetas, y su única distracción era tirar unos cuantos disparos de escopeta a las perdices con Juan, el pastor, los domingos en los que el sol se dignaba a hacer acto de presencia en el Pico del Halcón.
Un avefría emprendió el vuelo ahuyentando el ayer. El viento aún gélido de marzo arrastró una nube cargada de lluvia oscureciendo la tarde hasta parecer que anochecía. Ramón se subió el cuello del chaquetón de paño para resguardarse del frío que de repente se había aposentado en la cumbre del Pico del Halcón. Más aprisa de lo que había subido una hora antes, tomó el camino de vuelta al llano donde había dejado el coche. Unas gotas de lluvia repiquetearon sobre sus hombros haciéndole acelerar el paso. Ya dentro, introdujo la llave para arrancar pero el motor parecía haberse acatarrado y sólo salía de su interior el carraspeo de sus toses. Abandonó las manos sobre sus piernas y cedió de nuevo el paso a los recuerdos mientras la lluvia caía ya con ímpetu sobre el parabrisas entorpeciéndole la vista de la dehesa.
Ramón no volvió a ver a Diego hasta muchos años después. Mientras su amigo terminaba la carrera de Derecho en la Universidad de Salamanca, él se enterró en el ayuntamiento de Villamediano ocupando el lugar del viejo escribiente, que se jubiló cuando sus manos artríticas le impidieron coger la pluma. Ramón dejó atrás su niñez y se transformó en un hombre que hubo de hacerse cargo de su madre cuando ésta se retiró de sus labores en la casa de Don Melquiades. A medida que envejecía, la antigua cocinera emprendía presta el camino de regreso a la infancia. Se tornó caprichosa y exigente. No toleraba separarse mucho tiempo de su hijo, quien, para no contrariarla, apenas se permitía otra diversión que un corto paseo los domingos después de misa con Ascensión, la joven maestra de la escuela de la aldea.
Tal vez debido a la vida que llevaba tan escasa de alicientes, acogió con tanto entusiasmo la llegada de Diego. A diferencia de lo que a él le había ocurrido, su amigo de la infancia no se había desprendido aún de su mirada de adolescente. Con las mismas ansias de cuando no contaba más de doce años, quería renovar la vieja amistad desafiando los deseos de Don Melquiades, al que los años no habían logrado aplacar la aversión que siempre sintió por el hijo de la cocinera. Así que, a la caída de la tarde, Diego enfilaba el camino que llevaba a la casa de Ramón y permanecía hasta bien entrada la noche jugando a las cartas alrededor de la mesa camilla mientras con aire de chanza dirigía a la madre de su amigo frases y miradas galantes. En ocasiones más y más frecuentes, arrastraba al escribano a la taberna de Villamediano y le hacía beber un vaso tras otro de vino de garrafón mientras lo deleitaba contándole batallitas de los años que habían estado separados.
Ramón le escuchaba extasiado esas historias sobre los lugares que había visitado en cientos de viajes, la gente que había conocido, las aventuras que había vivido y en las que siempre representaba el papel de un héroe victorioso. Historias que adornaba más y más cada vez que las contaba y que Ramón, pese a intuir la mucha inventiva que su amigo gastaba, no podía evitar sentir admiración teñida de cierta envidia.
El día que Diego le propuso participar en aquel negocio, Ramón no durmió en toda la noche. Desde niño no había buscado otra cosa que la seguridad y la certeza de un futuro apacible. Y, a pesar de todo, la tentación de embarcarse en aquella aventura le seducía como si le abriera la puerta al mejor de los mundos. Aquella tarde, durante casi tres horas, no se había atrevido a interrumpir a Diego mientras le exponía sin apenas aliento en qué consistía un plan que les haría ganar millones de pesetas, decía, con sólo poner en juego un poco de audacia. Ramón no comprendía, y así se lo hizo saber, por qué quería su amigo embarcarse en aventura tan peligrosa si con apenas abrir la boca su padre le concedía todo aquello que quería. Aún tendría que pasar mucho tiempo para que se diese cuenta de que no le movía el dinero ni el riesgo de la aventura ni el atractivo de lo prohibido, sino el desafío a las reglas que veneraba Don Melquiades, su padre. Y quién sabe, pensaba ahora tantos años después, si no era en este desafío en el que se había sustentado siempre la amistad con el hijo bastardo de la cocinera.
Aquella tarde Diego le habló de una partida de contrabandistas que traía de Francia artículos que en esos años de principios de los cincuenta no eran en España sino un sueño que sólo unos pocos se atrevían a evocar: cigarros habanos, perfumes, pieles, alhajas de oro... Las mulas, como llamaba a los hombres que pasaban los artículos por la frontera, llevaban los cargamentos camuflados en alforjas, en una caravana de burros que transportaba tinajas de aceite, y pasaban a Francia por un antiguo camino de cabras que, por alguna extraña razón, andaba olvidado de los agentes de aduanas. El plan de Diego era comprarles la mercancía al bajo precio que pedía la partida de contrabandistas y ofrecerla después por más del doble en a familias de la burguesía de Barcelona, ansiosas por disfrutar del mismo lujo que los parisinos.
Durante meses, acompañó a Diego hasta el Altozano de las Matas donde los esperaba el jefe de los contrabandistas con un cargamento más y más voluminoso. Lo escondía todo en la parte trasera de una de las furgonetas de la fábrica de Don Melquiades y, al día siguiente, con el pretexto de tener que solucionar algún asunto del negocio paterno, Diego lo llevaba a Barcelona, donde él mismo se encargaba de venderlo a las familias ricas sin la intervención de ningún intermediario. Con la llegada del buen tiempo, Diego quiso tomar parte de la partida y en más de una ocasión, pese a la oposición del jefe de los contrabandistas, arrastró a su amigo por riscos y pedregales mientras seguían a las mulas sin otra luz que la de la luna llena velada por las nubes. Eran noches cargadas de misterio. Habían de caminar con sigilo para no avisar de su presencia a los agentes de aduanas que, aunque tenían el puesto fronterizo a cuatro kilómetros, de vez en cuando organizaban batidas para capturar a quienes querían llegar a Francia de manera clandestina. El silencio de la noche se quebraba de vez en cuando con el grito de una lechuza o el disparo de una escopeta, haciendo saltar el corazón en el pecho de Ramón. Y cada vez que emprendían el camino hacia Francia, se prometía a sí mismo que no volvería, sabiendo que le faltaría valor para romper con su amigo.
Ramón veía con creciente asombro cómo llegaban a sus manos fajos de billetes de cinco mil pesetas. En poco tiempo, abandonó la aldea y compró una casa señorial en Villamediano donde instaló a su madre en una galería acristalada con vistas a la plaza. En un pueblo donde el único que tenía coche era Don Matías, el médico, pues Don Melquiades vivía en la aldea, los vecinos contemplaban con estupor cómo un simple escribiente se paseaba por el pueblo con un citroen dos caballos; cómo invitaba a merendar a Ascensión a pasar la tarde de los domingos en la ciudad mientras su madre se entretenía con la hermana del alcalde, amistad recientemente adquirida.
Y en tanto Ramón empezaba a trazar planes de boda, Diego quiso dar un paso más en su aventura.
Cuando Diego aceptó ayudar a pasar la frontera a dos activistas políticos perseguidos por la policía, no le movía ninguna razón ideológica ni el afán de salvarlos de un futuro incierto. Tampoco lo hizo por dinero, pues apenas cobró un puñado de duros a los fugitivos. No se trataba sino de su empeño por aumentar el riesgo de la aventura y transgredir las reglas que Don Melquiades le inculcase desde niño. Faltar al respeto debido a la autoridad y a las leyes era faltar a su padre. Ramón quiso persuadirlo para que abandonase su intención de perpetrar tal desatino pero, cuanto más argumentos en su contra esgrimía, más convencido estaba Diego de su hazaña.
Hasta el último momento Diego no le dijo que en esa empresa estaban solos, que no se fiaba de la lealtad de los contrabandistas. Si por unos billetes podía comprar su silencio, por unos pocos billetes más alguien podría comprar sus palabras. A punto estuvo estuvo Ramón de volverse atrás. Era cierto que conocían el camino por haberlo recorrido ya muchas veces con los contrabandistas, pero no se veía capaz de cruzar la frontera sin contar con ayuda. Y aun así no se atrevió a dejar solo a su amigo.
Durante diez días se reunió con Diego y, en la galería acristalada de la casa de la plaza, fueron trazando el plan.
Eligieron una noche sin luna para ocultarse entre las sombras. Cargaron las mochilas con linternas y se vistieron de negro para confundirse con la oscuridad. Después recogieron a los fugitivos en el almacén de la fábrica, donde Diego los había dejado escondidos unos días antes. Asustados de la aventura que iban a emprender, asomaron las cabezas entre los fardos de paño: un hombre de unos cincuenta años y un muchacho que debía de frisar los veinte, pese a no aparentar más de quince o dieciséis. El viaje se le hizo más largo que otras veces. Avanzaban con lentitud. Sin costumbre de andar entre riscos y pedregales, aquellos hombres de la gran ciudad tropezaban a cada momento con sus propios pasos. Ramón veía cómo la torpeza de los fugitivos atentaba contra la paciencia de Diego y, temiendo una explosión de su carácter irascible, le mandó por delante mientras él ayudaba a la pareja a cruzar un arroyo.
En el horizonte asomaban los primeros rayos del sol cuando dejaron a los fugitivos en manos de tres españoles que, al otro lado de la frontera, los estaban aguardando. No quisieron esperar a fumarse un cigarrillo. Diego estaba impaciente por iniciar el camino de regreso tal vez temeroso de ser envuelto por el manto del cansancio si se detenía unos instantes. El trayecto de vuelta al Pico del Halcón donde Ramón había dejado la furgoneta de la fábrica lo hicieron en silencio. La fatiga guiaba sus pasos sin que fuesen apenas conscientes de adónde los dirigía. Y cuando las campanas de la torre de la iglesia de Villamediano llamaba para la misa dominical de las doce, Ramón subía la cuesta de la Calle Mayor del pueblo.
A Diego, aquella hazaña debió de gustarle porque en menos de un mes después, organizó una huída similar, esta vez con una familia de antiguos republicanos y unas semanas más tarde, otra con un grupo más numeroso.
Ramón no comprendía el empeño de su compañero de la infancia por embarcarse en aventuras más y más arriesgadas. Relegó el trato con los contrabandistas a ocasiones esporádicas y concentró todos sus esfuerzos en ayudar a salir de España a perseguidos por la justicia sin detenerse a mirar las causas que motivaban la huida. Unas veces cobraba por el viaje hacia la libertad cifras desorbitadas que sólo unos pocos podían permitirse, mientras que en otras ocasiones lo hacía de balde, dependiendo más de su caprichoso deseo que de humanitarias razones.
En Villamediano, aunque nada se sabía de las actividades de Ramón y Diego, corrían mil y una historias sobre las partidas que un grupo de románticos emprendía por el camino de Francia. A Ramón cada vez le gustaban menos aquellas correrías entre riscos y pedregales el las que se arriesgaban más y más a ser vistos por los agentes fronterizos. A él, no le había movido en ningún momento el dinero que conseguían en cada viaje ni la atracción por el peligro que entrañaban. Si había aceptado acompañar a su amigo en aquella empresa había sido por la fascinación que, desde niño, le inspiraba Diego. Mas, en aquellos momentos en los que su deseo era iniciar una nueva vida con Ascension, sus razones para continuar en aquella aventura iban perdiendo peso. A medida que pasaba el tiempo, esa fascinación se diluía dejando en su lugar la sensación de estar arriesgando su futuro por una persona inmadura que, en el mejor de los casos, no lo conduciría sino a una parodia de los juegos de la niñez. Y, aunque le costase reconocerlo, la imagen de hombre ingenioso, valiente e inteligente que siempre tuvo de Diego se tornó en su mente en otra muy dispar: la de una persona infantil que necesitaba oponerse a los deseos de su padre para no sentirse arrollado por su fuerte voluntad; que necesitaba la admiración de Ramón para sentirse alguien.
Y, así, la idea de abandonar aquella vida tan ajena a su manera de ser fue tomando forma más y más definida. Y así, fue imponiéndose su deseo de volver a ser él mismo.
La lluvia amainaba mientras Ramón, insensible al chaparrón, intentaba contener la riada de recuerdos que le asediaban. Los años pasados no habían conseguido atenuar el dolor ni tampoco los sentimientos que entonces se colaron en su alma. Pasaba la tarde y a lo lejos una nube dejaba ver entre sus jirones los últimos rayos del sol. Las gotas de lluvia caían mansas acariciando el verdor de los campos. Ramón no se decidía a tomar la carretera de regreso a la ciudad. Ascensión lo estaría esperando en casa preocupada por su tardanza. Y, sin embargo, había sido ella la que le había animado a levantar el velo del pasado para exorcizar la culpa. Puso la radio del coche para distraer los tristes pensamientos que le rondaban pero no consiguió ahuyentar los recuerdos.
El día que se decidió a comunicarle a Diego su determinación de no seguir en aquella locura se sintió invadido por una gran serenidad. Tuvo la sensación de haber recobrado su vida, de haber regresado a su ser. Hasta entonces el temor a decepcionar a su amigo había paralizado en él todo atisbo de iniciativa. Se percató en aquel momento de que afirmarse a sí mismo no era negar al otro y vio, con sorpresa, que pasada la desilusión inicial, Diego, lejos de despreciarle por su supuesta cobardía, empezaba a respetarlo por saber imponerse a sus caprichosos deseos.
Pero la dicha recuperada no iría más allá de unos días.
Cuando sobrevino la tragedia, Ramón estaba celebrando su compromiso con Ascension. Su madre, evocando su glorioso pasado como cocinera, había confeccionado para la ocasión unos dulces hojaldrados de almendras y miel. Hubo de contar, sin embargo, con la ayuda de su hijo para que no se escaparan los ingredientes por los descosidos de su maltrecha memoria. Acompañaron la golosa merienda con café de puchero y, al término de la misma, se humedecieron los labios con una copita de anís. Estaban desgranando el futuro, cuando los sobresaltó unos golpes enérgicos, que estuvieron a punto de derribar la casa. Fue Ramón el que abrió la puerta, en tanto dejaba a las mujeres asustadas por tan intempestiva llamada. La alarma se hizo mayor cuando traspasó el umbral la corpulenta figura del teniente de la Guardia Civil.
No iba éste en busca de Ramón por sus actividades delictivas, como temió Ascensión, que estaba al corriente de las aventuras en las que había participado su novio. El teniente, sabiendo de la amistad que le unía a Diego, había querido comunicarle su muerte, ocurrida durante una batida de los agentes fronterizos.
Ramón no dejaría de atormentarse cada día con el recuerdo de las palabras del Guardia Civil. Diego, en su afán por exponerse a hazañas más y más arriesgadas, había partido con un grupo de nueve personas en una noche clara de luna llena, cuando la luz del satélite era más delatadora. Pese a encontrarse solo, no había querido pedir ayuda a los contrabandistas para pasar a Francia a grupo tan numeroso y se había conformado con llevarse consigo al nieto del porquero, un muchacho de diecisiete años que decía conocer el terreno y que luego resultó ser una rémora más que un apoyo. La fatalidad, la precipitación de uno, la inconsciencia de otro unido al pánico de los fugitivos precipitó la tragedia. Quiso la fatalidad que los agentes fronterizos aquella noche organizaran una batida para capturar contrabandistas acompañados de una pareja de la Guardia Civil. Los agentes de uno y otro cuerpo se desperdigaron con perros, que olisquearon cada rincón de la zona. Antes de la medianoche, dieron con el rastro del grupo de fugitivo, que pese a las advertencias de Diego, no conseguían mantenerse en silencio. Cuando les dieron el alto, el miedo los empujó en una loca carrera por los riscos sin que las voces del joven pudiese detenerlos. Diego, entonces, debió de hacer un movimiento extraño, pues los agentes aseguraron que creyeron ver cómo sacaba una pistola del pantalón. Uno de los guardia civiles contó después que disparó la suya para evitar que Diego matase a alguien con su arma y la mala fortuna hizo que, tras ser herido en el estómago, se cayera hacia atrás y se golpease mortalmente en la cabeza. Tan sólo media hora después, ya habían capturado al resto de la partida.
Ramón nunca se perdonó haber abandonado a su amigo aquella noche. Una y otra vez se hacía reproches diciéndose que, si hubiese ido con él, las cosas hubieran ocurrido de otra manera y Diego aún estaría vivo. En la investigación policial que se abrió después de la tragedia, no pudo demostrarse su complicidad con Diego, por lo que, tras declarar ante el juez dos veces, se olvidaron de él. Unos meses más tarde, cuando ya nadie hablaba de lo sucedido, Ramón se sumió en un estado de tristeza y apatía del que ni siquiera Ascensión lograba sacarlo. Por un tiempo deseó más que temió que lo volvieran a acusar de contrabandismo y de colaborar en la huida de perseguidos por la justicia, pero nadie supo ni quiso relacionarlo con las actividades delictivas de Diego. Ni siquiera Don Melquiades, que perdió la razón y, al verlo, lo confundía con su hijo, lo relacionó con aquella muerte. Sólo la insistencia de su novia, que apelaba una y otra vez a la crueldad que supondría dejar a su suerte a su madre, logró que Ramón no se entregase a la justicia. Y un año después, cuando Ascensión y él se casaron en una ceremonia casi tan clandestina como las partidas de contrabando, la muerte de su amigo de la infancia fue uno de los principales testigos de la boda.
Quince años más tarde, su cuerpo había envejecido de manera prematura pero sus recuerdos permanecían tan jóvenes como si no hubiese transcurrido el tiempo.
Un relámpago apartó el pasado sobresaltandole. Fuera la noche había caído ya. Debia regresar a casa. Al tercer intento, logró poner en marcha el automóvil y se dirigió a la autopista que le conducía a la ciudad. Cuando llegó a casa, no encontró las llaves de la puerta por más que las buscó revolviendo entre los fondos de los bolsillos del pantalón. Impaciente, pulsó el botón del timbre y, a los dos minutos, se le colgó al cuello su hijo de nueve años: el pequeño Diego.
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