I
Se hacía llamar Gala Cernuda y todos estábamos algo enamorados de ella. Pero nosotros, los chicos de la prensa, no éramos para esta hermosa mujer más que sus colegas. Como mucho alguno logró una o dos noches de pasión entre vasos de whiskys y bolitas de queso en una habitación del hotel de tercera en el que nos alojábamos. En los años en los que supe de ella, dejó tras de sí muchos corazones rotos cuyos pedazos no se veían ni bajo el más potente microscopio. Entre ellos, el mío, claro. Su inaccesibilidad contribuía a aumentar el halo de misterio que la rodeaba. Corría sobre Gala las más variopintas historias: algunas tan fantásticas que parecían salidas de una mente delirante. Pero ella no respondía sino con una sonrisa desdeñosa cuando le preguntaban sobre tales rumores. Entre todos los que circulaban, a mí el que más me gustaba la hacía hija de una princesa polaca arruinada y un rico terrateniente sevillano pariente lejano del poeta del veintisiete. Poco importaba que casi nunca tuviera dinero: el rumor seguía circulando y todos lo dábamos por posible. Aunque, como digo, nada se sabía de cierto sobre su origen; ni siquiera su nombre parecía ser sino una mera invención.
La primera vez que la vi fue en Berlín, una helada noche de mediados de diciembre del cuarenta y ocho. Se bajó de un sedán negro con el techo y el capó de color crema: uno de esos Packard Clipper de los muchos que circulaban entonces por la zona occidental de la antigua capital del III Reich. Era alta, con el cabello castaño y ondulado que le caía sobre unos hombros apenas cubiertos por una estola de piel que, aquella noche, tomé por auténtica. Su vestido era negro, de un tejido que emitía destellos a la luz de la farola: podía ser raso o terciopelo, no lo sé. El vestido se ajustaba perfectamente a su piel, llegándole hasta la punta de unos zapatos de alto tacón. El frío de la noche no parecía ir con ella. Caminaba sobre la acera con andares más propios de una reina absoluta que de una joven sin un marco en el pequeño bolso que llevaba en la mano. Así la vi yo aquella noche: haciendo crujir la escarcha con sus stillettos rojos.
Fue una sorpresa para mí que aquella elegante mujer cruzase el umbral de nuestro hotelucho; mas tres años después de finalizada la guerra, Berlín estaba poblada de gente de todo pelaje; las espías vestidas de cortesanas eran especie tan común como las cortesanas vestidas de espías.
No la reconocí al día siguiente, cuando la vi sentada en un taburete de la barra del bar. Iba vestida con unos pantalones de tweed grises y un grueso jersey de lana azul, con el pelo recogido en una coleta a medio deshacer. Aun así no pude sustraerme de su magnético atractivo. Estaba tomándose un café solo, tan negro como aquellos días de incertidumbre tras el bloqueo soviético, y leía un montón de periódicos: cada uno en un idioma diferente. La debí de observar con demasiado descaro porque me devolvió una mirada retadora.
—Gala Cernuda, de France—Presse —se presentó en inglés con un fuerte apretón de manos.
—Guillermo Soriano, del ABC, España —fue mi saludo, tan escueto como el suyo.
Bebió un sorbo de su taza y dirigió su atención a la ristra de periódicos que tenía sobre la barra. Parecía que nuestra conversación iba a terminar antes de haberse iniciado cuando me disparó una pregunta, ya en español:
—¿Cree que los americanos y los rusos nos meterán en otra guerra?
A aquella hora de la mañana, sin estar del todo despierto, no esperaba una pregunta de ese tipo. La resaca producida por las incontables copas de la noche anterior me nublaba la mente y no me dejaba juntar dos palabras de manera coherente. Aun así balbucí, más que dije, que no creía que se atrevieran ninguna de las dos potencias, que aún estaban presentes en la memoria del mundo los estragos de las dos guerras anteriores, que el miedo a los efectos de la bomba atómica, que... ¡Qué sé yo cuántas banalidades dije! Me recorrió de arriba abajo con una mirada cargada de desprecio y exclamó para un público inexistente:
—¡Otro estúpido que no se ha enterado de que la guerra ya ha empezado!
Recogió las cosas que tenían en la barra y salió del bar sin dirigirme ni una palabra de despedida.
Después de nuestro primer desafortunado encuentro, al día siguiente coincidimos en una rueda de prensa que, si mal no recuerdo, daba un alto mando del ejército norteamericano. La pude ver actuar en el medio en el que era más ella misma. No obstante de hacer no más de dos preguntas, consiguió con sus incisivas palabras arrancar al militar información suficiente para llenar varias crónicas y alguna noticia que rozaba el secreto de estado. En ocasiones posteriores la vería entablar duelos dialécticos con avezados políticos en los que no era precisamente ella la que salía perdedora. Y es que he conocido poca gente que conociese tan bien los complicados entresijos políticos de aquellos convulsos años ni con tanta intuición para adivinar el futuro. Tampoco había muchas personas que disfrutasen como ella de su trabajo. Cuando su olfato olía el rastro de una noticia era capaz de dejar plantado al mismísimo Sha de Persia tomando un té inglés para correr detrás de la exclusiva. Nada ni nadie era más importante que su trabajo.
Para romper la pared de indiferencia que nos separaba, la invité a comer una semana después, no sin antes empaparme de los periódicos que encontré en el comedor olvidados por las aves de paso que pululaban por el hotel. Durante la comida fui más afortunado que cuando la conocí. No la deslumbré con mis conocimientos ni con mi perspicacia, pero tampoco hice el ridículo.
Bastaron unos pocos días para que nos hiciéramos inseparables. No, no conseguí, pese a intentarlo una y mil veces, hacerla mía hasta mucho después; pero se instaló entre nosotros una camaradería como no he tenido con nadie. Juntos íbamos a ruedas de prensa; juntos a entrevistas; a cualquier parte en donde se congregaba la prensa o sospechara que se cocía algún sabroso guiso para su paladar de sabueso periodista. Y luego intercambiábamos pareceres en algún restaurante que apenas podía recibir ese nombre. Yo me quedé más de una vez embelesado escuchándola contar sus aventuras por el mundo. Conocía la Indochina francesa, Japón, Argentina… Y eso en unos años en el que las mujeres no viajaban solas; menos si eran jóvenes, como Gala, que no había cumplido los treinta años.
Supongo que no fue hasta más adelante cuando me habló de las fiestas en la casa del agregado comercial francés. Jacques Dubois, el diplomático galo, era un solterón que rondaba los cincuenta años. Tenía alquilada una casa señorial cercana a la embajada donde una vez al mes daba fiestas en las que se cerraban suculentos negocios. A falta de una esposa que supiese atender a sus invitados, solía llamar a Gala para que hiciese de anfitriona. Ella, con su porte distinguido y su don de lenguas, conseguía que los hombres se rindiesen a sus pies y accedieran a sus deseos que no eran otros que los del viejo Dubois. Ignoro si acudía a estas veladas a cambio de dinero o era para ella reclamo suficiente encontrarse entre quienes movían los hilos invisibles de aquella ciudad. Sí sé, porque ella me lo contó, que el diplomático le compraba los trajes que lucía en las cenas.
Tuve la fortuna de asistir a algunas de estas fiestas invitado por Dubois al que le divertían mis chistes. Fue en una de estas cenas donde Gala conoció a Robert Newman y yo fui testigo del encuentro. Aquella noche fuimos juntos desde el hotel: Gala quería hacer el trayecto hasta la casa de Dubois en taxi para no estropearse el vestido pero no podía permitirse pagar uno. En el momento de entrar en el salón, lo vio. Estaba de pie junto a la chimenea con su elegante esmoquin, una copa de champagne en una mano y un cigarro en la otra: la imagen del éxito personificada. Sus miradas chocaron con el mismo estruendo que una colisión de trenes; no llegó al segundo, pero bastó ese lapso de tiempo para que se tomaran la medidas el uno y la otra. Hasta bien entrada la noche, Dubois no hizo las presentaciones, pero durante toda la velada sus ojos no dejaron de jugar al escondite: unas veces los ojos de él la buscaban entre los invitados y, al encontrarla, ella lo castigaba retirando la mirada; otras veces, era Gala quien iniciaba la búsqueda, pero si sus ojos acariciaba los de Newman, después le enviaba una mirada que era todo hielo.
Asombrado por aquel juego de seducción del que fui sólo un testigo, le pregunté a Dubois por el tipo que me había robado la chica antes de conseguirla.
—¿Newman? —preguntó con una sonrisa irónica —. Todavía no sé si se trata de un generoso filántropo o es un simple buscavidas. Durante la guerra se introdujo muchas veces en Alemania y consiguió sacar del país familias enteras de judíos y comunistas. Pero, también me han contado alguna vez que tuvo negocios con un alto funcionario nazi al que compraba por un puñado de marcos obras de arte requisadas a los judíos ricos y luego las vendía en Estados Unidos a precios desorbitados. Así logró amasar la fortuna que tiene.
Durante las semanas que siguieron hasta mi regreso a España, no vi a Gala ni un instante. Dejó de acudir a las ruedas de prensa, no se la veía por los sitios en los que nos movíamos los periodistas: ni siquiera pasaba la noche en el hotel. Parecía que se hubiera evaporado entre la espesa bruma que aquellos días ocultaba la ciudad.
Hasta que la volví a ver años después, llegaron a mí mil y una noticias sobre ella. Era la comidilla de la alta sociedad europea. Se hablaba de su romance con el millonario americano que no sólo no ocultaba, sino que hacía exhibición del mismo, para escándalo de las señoras de bien. Se contaban sus viajes a Capri, a Niza, a Montecarlo y a Saint Tropez donde Newman derramaba a chorros su fortuna en hoteles de lujo, casinos y trajes alta costura de Chanel y de las hermanas Fontana. Se decía que Gala lucía un aderezo de brillantes cuyo precio superaba el del yate de Onassis. No sé. Supongo que se exageró mucho. Sí que es cierto que las fiestas que daban hasta el amanecer en las casas compradas por Newman a quienes lo perdieron todo en la guerra eran la envidia de la aristocracia europea, entre cuyos miembros hubo quien llegó a pagar por una invitación para asistir a una de ellas por una cantidad de dólares de varios ceros.
Hasta que una mañana de abril de mil novecientos cincuenta y tres toda Europa leyó con sobresalto los titulares de la prensa: "Ayer contrajo matrimonio Robert Newman con Alice Tucker, hija única de Wallace Tucker, el magnate americano del ferrocarril".
II
Hacía tiempo que estaba escribiendo una novela que no lograba darle fin. En abril del cincuenta y cinco, dejé el periódico y me instalé en París, en un estudio situado en un quinto piso sin ascensor que tuve la fortuna de encontrar en la rue du Cardinal Lemoine, no lejos de donde vivió Hemingway. Cada día recorría el Barrio Latino convencido de encontrarme con algún miembro de la Generación Perdida, pese a que los años los había alejado de la Ciudad de la Luz. Incluso alguna vez creí ver a Fitzgerald cruzando el umbral de la biblioteca de Santa Genoveva aun sabiendo que llevaba quince años durmiendo el sueño de los justos. Muy de mañana, solía sentarme en un café cerca de la Sorbona y cumplía el ritual de tomarme un croissant con el desayuno mientras pasaba las páginas de Le Monde. Después regresaba a mi estudio y escribía hasta la caída del sol. A esa hora, salía de nuevo de mi confinamiento. Sin dejar el Barrio Latino, cenaba una comida caliente regada con buen vino en alguno de los bistrot de los que me hice asiduo.
Llevaba un mes en París cuando la vi. Iba caminando arrastrando los pies por la acera de una calle de esas que nadie conoce su nombre. Nada que ver con el porte majestuoso que encandiló a medio Berlín ni con la gran dama que acompañó a Newman por toda la Costa Azul. Y, pese a todo, la reconocí al instante.
—¡Gala! —la llamé desde el otro lado de la calle.
Pude ver el esfuerzo que hacía para encontrarme entre los velos de su memoria. Me acerqué desde el portal de mi casa dejando a mi casera rabiando de curiosidad por saber quién era la hermosa mujer que había llamado mi atención. La tomé las manos y, sin atreverme a besarla, me di a conocer.
La invité a comer en un restaurante que estaba muy por encima de mis posibilidades. Quería impresionarla aun a sabiendas de no poder estar a la altura de los lujosos lugares que había conocido con Newman antes de que éste la dejase plantada por una millonaria que no la llegaba a la altura de sus zapatos. La hice subir antes a mi estudio, con el pretexto de querer enseñárselo, para coger los últimos francos que me quedaban para pasar la semana antes de finalizar el mes. Le pedí a la casera que llamase a un taxi y terminé aquel alarde de una fortuna que estaba muy lejos de poseer, comprándole un soberbio ramo de rosas rojas a una vendedora ambulante apostada a pocos metros del restaurante.
No obstante, dudo mucho de que se percatase de mis dotes de seducción. Apenas probó los deliciosos manjares que elegí para ella, ocupada en vaciar una tras otra las copas de vino que un gentil camarero le iba llenando. No paró de hablar de los "viejos tiempos", como ella decía, de la política internacional de posguerra, los sagaces aciertos de Truman frente a la torpeza de Ike, como denominaba a Eisenhower. Yo la dejaba hablar pese a no compartir sus opiniones. Y a pesar de su verborrea, le faltaba el entusiasmo de otros tiempos. En ningún momento nombró a Newman ni los años de loco amor y desenfreno que vivió con él.
Después de comer, la llevé de nuevo a mi estudio donde la amé durante horas. Y digo la amé porque, desde el primer beso que posé en sus labios, supe que estaba muy lejos de mí; que sus desesperadas caricias eran para el otro: el que siempre estaría a los pies de mi cama al acecho para quitarme a la única mujer que he amado.
La acompañé al día siguiente a la pensión en la que se alojaba para que recogiera su equipaje y la colme de ternura mientras la tuve conmigo. Gala recuperó la sonrisa y las ganas de vivir. Por las mañanas, antes de que abriese los ojos, bajaba a comprarle croissants recién horneados y, al despertar, le llevaba la bandeja del desayuno a la cama con un ramillete de lilas blancas que traía de algún puesto de flores. Hasta el mediodía trabajaba en mi libro y, luego, le leía en alta voz los capítulos que iba concluyendo. Por las noches, la llevaba a algún espectáculo de Music Hall, para emborracharla con sus coloridos bailes antes de colmarla de amor en mi lecho. Y, mientras, yo me engañaba creyendo en una felicidad compartida. Con frecuencia la sorprendía con la mirada perdida, lejos de mí, o buscando con sus tristes ojos entre la multitud que caminaba por el Bois de Boulogne a quien se interponía entre nosotros; no obstante, cerraba los ojos a todo cuanto no fuera la dicha de tenerla conmigo.
Y dos meses después, cuando bajé la guardia, él la reclamó.
Me lo dijo durante la cena. Le estaba contando alguna nadería. Enseguida me di cuenta de que no me estaba prestando atención, que su mente estaba muy lejos de mí. En medio de una de las frases, me interrumpió.
—Mañana me voy —dijo sin mirarme siquiera mientras jugaba con unas migas de pan sobre el mantel.
—¿Cómo que te vas?, ¿donde?
Ante mi cara de asombro me miró con la sonrisa burlona con la que nos solía regalar en Berlín.
—¿Cómo que dónde? Querrás decir ¿con quién?
Entonces lo entendí. La cólera y la humillación se apoderaron de mí.
—No puedes irte con él después de lo que te hizo. Te dejó tirada en la cuneta y yo...
No me dejó terminar.
—¿Vas a ser tan poco caballero como para echarme en cara tu "hospitalidad" o me vas a hablar de tu sincero amor? ¿Es que no sabías que sólo eras el sustituto? Ya vino el titular y tu trabajo ha terminado.
Se levantó con su taza y se dirigió al fregadero donde, por primera vez desde su llegada, empezó a fregar los cacharros sucios que se acumulaban en él. Luego, con su tono más despectivo, continuó dándome la espalda:
—¿Creías que después de amarle a él podía quererte a ti? Contigo arrastro la vida como si fuera una pesada cadena, con él, toco el cielo con las manos. Hasta que no le conocí no supe lo que era el amor, la pasión, la felicidad...
La ira, el orgullo pisoteado, el amor rechazado, no sé qué fue lo que estalló dentro de mí. Las palabras se atropellaban en mi garganta antes de salir.
—Te dejó por otra, por otra que es mejor que tú. Él no quiere a nadie y menos a ti —le grité con intención de herirla.
—¿Qué sabrás tú? —gritó volviéndose hacia mí —. Le conozco como nadie porque yo soy igual que él y él me conoce a mí. Se casó con Alice Tucker por el dinero, pero a la que quiere es a mí. En cuanto me vio, lo olvidó todo. Yo soy con la única que puede ser feliz.
—Claro. Por eso te abandonó —no pude evitar la ironía—. No te reconozco, Gala. ¿Dónde se quedó la mujer inteligente de Berlín que no se dejaba engañar por nadie? Él no se quiere más que a sí mismo.
Seguí gritando y gritando, con palabras más y más hirientes. La furia se apoderó de ella. Intentó golpearme con los puños, pero le agarré las muñecas con fuerza y le grité.
—No esperes a mañana. Coge tus cosas y vete ya.
Salí de casa para no cometer ninguna locura. Temblaba como las cuerdas de un arpa después de ser acariciadas. Vagué por las calles durante horas rumiando mi ira, mi dolor. Cuando regresé al apartamento, la soledad me dio la bienvenida.
Durante días, semanas, meses… sobreviví alimentándose de las noticias que traía la prensa sensacionalista. Leía con avidez cada palabra que hacía referencia a la pareja; palabras que me dejaban más y más amargado después de leerlas, pero que, si no las encontraba, andaba todo el día como loco, lleno de ansiedad. Era como el adicto al opio que, sabiendo que le hace daño, quiere más y más dosis. En ese tiempo, dejé de escribir, de afeitarme, contraje deudas sabiendo que no podría pagar e hice de amigos de siempre enemigos eternos con mi humor pendenciero.
Hasta que una heladora madrugada de finales enero recibí una llamada de Gala.
III
—¡Ven enseguida!, ¡no te demores!, Robert, Alice, yo, me iba a abandonar otra vez…
Estaba muy nerviosa. Gritaba frases incoherentes sobre engaños y traiciones, lloraba, para volver a gritar. Finalmente, gritó:
—¡He matado a Robert y a Alice!
Apenas pude tomar nota de la dirección de la casa de Newman. La mano me temblaba al escribir en el trozo de papel de periódico que, si cierro los ojos, aún puedo ver: un anuncio de jabón perfumado Richelet en el que una hermosa mujer se miraba complacida en un espejito de mano mientras se tocaba su bello rostro. Es curioso que no recuerde lo que hice hasta que llegué a la casa del matrimonio y sea tan nítida la imagen de la rubia modelo.
Cuando llegué al apartamento de Newman, me abrió la puerta la propia Gala. Según me dijo mucho después, Alice había dado el día libre al servicio la noche anterior. Después de cenar iban a coger un taxi que los llevaría al aeropuerto de vuelta a Nueva York. Pero, poco antes de salir, Gala se presentó.
Estaba en pleno ataque de nervios, incapaz de articular una sola palabra. La zarandeé para calmarla y me puse a dar vueltas por el apartamento sin saber qué buscaba. Mi angustia iba aumentando a medida que el reloj empujaba sus agujas. No era capaz de razonar; sentía, más que pensaba, que tenía que salvar a Gala por encima de cualquier cosa. El martilleo de mi corazón no me dejaba oírla. Hasta que media hora más tarde, se me ocurrió lo que, desde el principio, tenía que haber visto con claridad: debía simular que Newman se había suicidado tras matar a Alice, si quería alejar toda sospecha de Gala.
El matrimonio yacía a uno y otro lado de la alfombra del salón empapado en su propia sangre. Cogí la pistola de Gala y la puse entre los dedos de Newman. Luego, revolví las cosas que había sobre la mesa y tiré al suelo algunos objetos para simular una fuerte pelea conyugal. Poco antes del mediodía, salíamos de la mano del apartamento de Newman; aparentemente serenos, hirviendo por dentro.
Mientras caminábamos, íbamos tejiendo nuestro plan de huída. Había que abandonar París antes de que la policía encontrase los cuerpos, no fuera que no se creyese la pelea conyugal que monté. Convenimos separarnos y encontrarnos en la Gare d'Austerlitz a las dos para coger un tren de camino a Madrid. Entre tanto, yo volvería a mi apartamento para coger dinero. Antes de salir comí un poco de pan y queso que tenía en la cocina. Pese a no haber tomado nada desde la noche anterior, no tenía hambre y el queso me supo a cemento.
Fue durante el viaje a Madrid cuando Gala me contó lo ocurrido.
—Teníamos pensado irnos a Verona. Me había prometido que iba a pedir el divorcio. Decía que con Alice ya no tenía nada, que no se hablaban más que unas cuantas frases de cortesía cuando se encontraban. Ni siquiera le compensaba la fortuna de ella porque Robert había duplicado la suya en los últimos tres años. Alice es, perdón era, una mujer enfermiza y quejosa. Se lamentaba por todo: por el tiempo que hacía en París, por cómo la atendía el peluquero, por su delicada salud con más enfermedades imaginarias que reales… ¿Qué se yo? Siempre reclamando una atención que, tal vez, si Robert la hubiese querido, se la hubiera dado con gusto. Pero me quería sólo a mí y ella lo sacaba de quicio.
”Los últimos meses, Robert pasaba más tiempo conmigo que con ella; casi se podría decir que vivíamos juntos. Estuvimos recorriendo Italia tres meses y, cuando me dijo que tenía que volver a París, me lo jugué todo a una carta y le dije que eligiera entre Alice o yo. Y entonces me prometió que se divorciaría de ella para casarse conmigo. Habíamos visto una casa preciosa a las afueras de Verona que, me dijo, iba a comprar para mí. Y yo, le amo, le amaba tanto que le creí.
”Una semana después de su marcha, regresé yo también a París. Por medio de un amigo en común, le comunique mi llegada y ese mismo día, me llamó para citarse conmigo en mi apartamento por la tarde. Ayer tarde...
”Pero lo que venía a decirme no era lo que esperaba oír. No podía dejar a Alice porque, dijo, esperaba un hijo, que aquella noticia le había hecho recapacitar, que estaba muy feliz…
Gala hizo una pausa para encenderse un cigarrillo y dio varias caladas antes de continuar. Seguía nerviosa y jugaba con su encendedor mientras su mirada parecía seguir los postes del tendido eléctrico que se perseguían unos a otros por la ventana. Yo permanecía, entretanto, en silencio temeroso de que mi voz la sobresaltara y se negase a continuar con su relato.
—Tuvimos una fuerte discusión en la que nos dijimos de todo. Logré enfurecerle diciéndole que no creía que el hijo de Alice fuese suyo. Él me insultó como nunca lo había hecho hasta entonces y salió del apartamento dando un fuerte portazo. El resto, te lo puedes imaginar —terminó mirándome a los ojos, por primera vez desde que la encontré aquella madrugada.
En Madrid nos alojamos en el piso de un amigo que, para nuestra fortuna, tenía sin alquilar en aquellos momentos. Los primeros días apenas nos atrevíamos a bajar a la calle más que para comer en un mesón cercano y comprar los periódicos Le Monde y Le Figaro en un kiosco de la Gran Vía que vendía prensa extranjera. Así nos enteramos de que la policía francesa nos buscaba. Un pañuelito de batista con las iniciales de Gala bordadas fue el que nos delató. Estaba debajo de una silla; probablemente la misma en la que estuvo sentada mientras yo recomponía la escena del crimen. Luego encontraron el juego de pañuelos completo en la cómoda del dormitorio de Gala cuando registraron su apartamento. Alguien nos vio juntos. De ahí que también me buscaran a mí.
Gala no soportaba estar encerrada. La claustrofobia que le producían las paredes del piso era mucho mayor que el miedo a ser descubierta. Andaba por la casa dando una y mil vueltas; con un cigarrillo a medio terminar encendía el siguiente; discutía por cualquier nadería, una naranja, mi tono de voz... lloraba sin razón aparente. Y yo, nada paciente, la reñía por su comportamiento poco razonable. Aunque no quisiera hablar de ello, sospecho que mucho tenía que ver en su desasosiego el demonio de la culpa que le corroía las entrañas. Muchas veces espiaba su rostro sin que ella se diese cuenta y me parecía vislumbrar en el fondo de su gris pupila el terror por la magnitud del delito cometido entrelazado con el dolor por la pérdida. Pero, como digo, Gala jamás hizo alusión a sus sentimientos más recónditos; ni yo tampoco quise preguntar, temeroso de que el torrente de emociones que intuía la atormentaba se volviese contra mí y acabara arrollándome. Y el miedo a ser descubiertos me impedía pensar en lo ocurrido al matrimonio Newman.
Una noche en la que parecía haber agotado sus fuerzas, la llevé a cenar a un pequeño restaurante situado en una de las calles por detrás de la Puerta del Sol. Debo decir que no la dejé disfrutar de la noche: el temor a ser sorprendidos me mantenía en un estado continuo de alerta. Pasé toda la velada mirando de soslayo a todo el que entraba y salía por la puerta del comedor. El miedo me hacía ver un policía en cada comensal. Harta de mis recelos, Gala no quiso esperar a los postres. Pidió la cuenta y me dejó pagando mientras salía marcando el paso con sus altos zapatos de alto tacón.
Tal vez si no hubiéramos dejado el restaurante tan apresuradamente nos hubiéramos ahorrado el tremendo susto que nos llevamos al llegar a casa. Había un gran revuelo frente al portal de nuestro edificio. Se oían gritos; vimos gente corriendo hacia el otro lado de la calle, gente mirando. Un coche de policía impedía el paso a otros vehículos, tan estrecha era la calzada. El pánico se apoderó de nosotros. Nos escondimos en el hueco que dejaban dos casas, entre mondaduras de manzanas y patatas. El olor a podredumbre de la basura se confundía con el de nuestro miedo. El maullido de unos gatos peleándose desgarró el silencio del callejón deteniendo bruscamente la cansada marcha de nuestros corazones. Vi pintado en la cara de Gala el grito de terror que quería salir de su garganta: el mismo grito que contenía en la mía. Estuvimos varias horas desfalleciendo de terror.
Hasta pasadas las dos de la madrugada, no despejaron la calle y, entonces, subimos a nuestro piso. Por las escaleras, encontramos hombres y mujeres a medio vestir. Así nos enteramos que en la tercera planta había una casa de citas y que, aquella noche, había habido una redada policial que iban buscando inquilinos para sus calabozos de acuerdo con la ley de vagos y maleantes. A nuestro piso no llegaron. Alguien dijo a los agentes que en él vivía un matrimonio respetable.
Al día siguiente, buscamos un apartamento que alquilamos con un nombre supuesto.
El miedo a ser encontrados nos hacía permanecer casi todo el tiempo en el apartamento. Yo entretenía el paso de las horas leyendo novelas del oeste que encontré en la librería del casero, pero Gala se aburría más y más sin hacer otra cosa que vagar por la casa y contemplar el vaivén de la gente de la calle entre los visillos del salón. Un día no pudo más. Se arregló como si fuera a asistir a un cóctel en algún hotel de Montecarlo, pidió un taxi por teléfono y dijo que salía a ver Madrid. Cuando llegó la medianoche y vi que no volvía, me empecé a preocupar. Salí a la calle, pero no sabía dónde hallarla.
Tardé tres días en enterarme de lo sucedido. Mi angustia mientras tanto se había convertido en histérica locura. No sabía qué pensar. ¿Me había dejado?, ¿la habían cogido? No podía acudir a la policía a denunciar su desaparición. Recorría las calles en su búsqueda, sin rumbo; volvía al piso con la esperanza de un regreso que nunca se produjo; vivía con el corazón atrapado en mi garganta. Y el cuarto día, mis ojos se posaron en la portada del ABC, mi periódico, el periódico que había sido mi casa durante trece años:
“Sigue sin conocerse la identidad de la hermosa joven que se precipitó a las ruedas de un coche frente al Ritz”.
La foto de su rostro amado llenaba la portada: La muerte no había mancillado su belleza. En el interior, se contaba lo sucedido. Había estado tomando un martini seco en la barra del famoso hotel. Un hombre entrado en años se había sentado a su lado y la había invitado a varias copas. Ella debió de disfrutar de aquella tarde de asueto porque la vieron charlar animosamente; la vieron reír; vieron como sus ojos brillaban de felicidad.
La muerte de Gala fue mi muerte. Dejé de vigilar el camino que pisaban mis pasos para entregarme a la desesperación. Vagaba sin rumbo por las calles de Madrid buscando el rostro amado tras doblar cada esquina. Mis ojos no veían el mundo que me circundaba; mi mente se perdía en lugares lejanos. Me olvidé de comer, de dormir. En pocos días me quedé sin dinero. Mucho de lo que aún tenía guardado me lo bebí en tascas de mala muerte. El resto, lo perdí en sabe Dios qué banco de qué parque. Harto de reclamarme el alquiler, el casero terminó echándome del apartamento. Detrás del dinero se me habían terminado las excusas. Hice de las heladas aceras mi hogar.
Una noche, los faros de un automóvil iluminaron el callejón en el que buscaba el sueño y sus luces se abrieron paso entre las telarañas de mi mente turbada. Se trataba de un sedán. Un Packard Clipper negro con el techo y el capó color crema. Una bella mujer se bajó del coche. Lucía su melena castaña cayéndole en cascada sobre los hombros, apenas cubiertos por una estola de piel. Era alta y esbelta, un largo vestido de raso negro delineaba su perfecta silueta. Y unos zapatos rojos de alto tacón hacían crujir la escarcha...
IV
Cuando terminó de hablar, su boca estaba seca, pastosa. Llevaba tres horas hurgando en sus recuerdos y le dolía la cabeza. La mirada de sus ojos vidriosos quedó un rato perdida en algún lugar de la pared que tenía frente a sí, como si no supiera dónde se encontraba, hasta que una voz lo sacó de su ensimismamiento.
—Por favor, lea su declaración y, si está conforme, fírmela.
Uno de los inspectores de policía le tendió los folios mecanografiados y Guillermo Soriano, sin detenerse a leerlos, puso su rúbrica en ellos.
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